Parte 3: nunca podré ser bueno
15/11/2024
La noche olía a milanesa de pollo al horno y arroz amarillo, un aroma que para nosotros era lo más cercano al consuelo. En esa residencia, donde todo era provisional y las reglas eran tan reales como la gravedad, pedíamos la comida dejando un escueto "Yo" en el grupo de WhatsApp. Era un acto casi ritual, una manera de existir en un espacio donde nadie pertenecía del todo.
A las 9:10, la comida apareció, servida en platos que parecían diseñados por un cirujano de la miseria: exactos, limitados, crueles pero justos e iguales. Las reglas eran claras como una sentencia: si pasaba una hora y un plato quedaba sin dueño (sin nombre, sin cubierto, sin reclamo), cualquiera podía tomarlo. Y así comenzó el juego, el duelo de los hambrientos contra el tiempo.
Yo siempre llegaba tarde, no porque quisiera, sino porque todo en mí parecía funcionar con tranquilidad. Cuando finalmente alcanzaba la mesa, lo que quedaba eran porciones ridículas, pedazos simbólicos de lo que alguna vez fue comida. Pero esa noche había algo distinto: dos platos, huérfanos, llamándome con la desesperación de quienes saben que serán abandonados.
Miré el reloj. 10:08. Los segundos caían con el peso de un martillo. Me encontré contando cada tic, como si el universo se redujera a ese movimiento monótono. Y ahí estaban Javier y Leo, preparando limonadas de naranja con la despreocupación de quienes no tienen hambre.
Leo me miró primero, con una sonrisa cómplice que decía "Lo sé". Pero Javier, ah, Javier era un puritano del reglamento, un cruzado de la moral.
-Vos no respetás ninguna regla nunca -disparó-. La única que cumplís es esa.
La frase me golpeó como una bofetada dada con guante de goma. Le respondí, pero mis palabras se perdieron. Javier no estaba hablando conmigo; estaba dictando un sermón a la idea de mí, a ese villano que él había construido en su cabeza.
Las dudas comenzaron a corroerme como un ácido lento. ¿Era ético? ¿Era justo? ¿Y si alguien estaba en ese momento atrapado en una clase interminable, soñando con esa comida como su única salvación? Lorena, con su sabiduría pragmática, me dijo:
-No creo que nadie esté cursando ahora, queda por vos.
Y Elca, con la crudeza de quien no teme al juicio final:
-Metele si ya pasó la hora.
10:10. Agarré el plato. No fue hambre lo que me movió, sino una furia silenciosa, un deseo de reclamar algo en un mundo donde todo parecía negado. Me senté en el living, y por un momento, el universo se alineó. El arroz era más amarillo, la milanesa más crujiente. Pero entonces llegó Pilar, más tarde.
La vi entrar, con su mochila y la alegría de esperar su comida. Pilar, que había estado cursando mientras yo contaba segundos como un idiota. La culpa me cayó encima como un peso insoportable. Dejé el plato a medio terminar y huí a mi habitación, dejando atrás un deseo más grande que el de mi estómago.
Si hubiera sido otra persona, como Emanuel o Elio, el asunto habría sido distinto. Emanuel, con su perpetua superioridad, y Elio, el poeta fracasado que una vez me llamó "un sinvergüenza bárbaro" con la solemnidad de quien cree estar tallando un epitafio. Si ellos hubieran estado en juego, no habría habido dilema. Hubiera comido el plato con la tranquilidad de un verdugo que sabe que su víctima es culpable de existir en su espacio.
En esos casos, no hay dudas ni moralidades que ponderar. Elio y Emanuel eran espejos que deformaban cualquier intento de simpatía; me devolvían a mi versión más cínica, más dispuesta a ignorar los pactos tácitos que sostenían la residencia. Porque, en el fondo, a ellos les habría dolido más que les quitara el plato que perderlo por completo. Y esa, quizá, era una victoria que valía el riesgo.
"Sos un gil bárbaro", me dijo Ezequiel, con esa mezcla de desprecio y cansancio que perfeccionó en los pasillos de esta residencia. Su sentencia cayó como un ladrillo en un charco, levantando un sentimiento en mi cabeza. Lo curioso es que no sonaba a insulto, sino a un diagnóstico. Él me había escrito tarde que quería que le guardara un plato, su plato podría haber sido ese que estaba comiendo, pero era mío de forma egoísta luego de que él estuviese cursando.
Esa noche entendí que no se trataba de comida, sino de algo que aún no puedo nombrar pero que sigue persiguiéndome en cada reloj que miro.
8/12/2024
Queridísimo padre:
Parece increíble que ya haya pasado un año desde que dejé mi hogar para continuar mis estudios en Corrientes Capital. Ahora estoy de regreso en Curuzú, mi pueblo natal, donde la convivencia con mi familia me envuelve en una mezcla de nostalgia y tensión. Volver a ver a mi hermano, a mi abuela y a mi madre me trae cierta paz, pero el encuentro contigo, inevitable como la lluvia en un día gris, revive emociones que preferiría dejar enterradas.
Nunca has sido nunca un padre en el sentido pleno de la palabra; más bien, nuestra relación ha tenido siempre la rigidez y la frialdad de un vínculo militar. Si alguna vez hubo amor, quedó sepultado bajo un estricto código de órdenes y reproches, como si yo no fuera más que un soldado al servicio de un General severo e inquebrantable. En su mirada no hay lugar para la ternura, y en mi corazón, pocas veces hubo espacio para comprenderlo.
Estar bajo el mismo techo me enfrenta de nuevo a esa dinámica, a ese peso invisible que siempre nos separa. Es un reencuentro con lo que fui, pero también con lo que no quiero ser; vos.
Hace poco me preguntaste, con esa mezcla de severidad y aparente desconcierto que tan bien manejas levantando tu ceja izquierda, por qué digo que te tengo miedo. Como siempre, la respuesta se deshizo en mi garganta, sofocada por el temor que justamente tú inspiras. Y ahora que intento responderte por escrito, siento, sin embargo, que este esfuerzo será tan insuficiente como inevitable. El miedo tiene la habilidad de empequeñecer no solo al que lo padece, sino también las palabras con las que se intenta nombrarlo.
Nuestra relación, padre, ha sido siempre la de una estructura implacable: tú, el vértice imponente; yo, una línea recta que se quiebra bajo el peso de tu sombra. Si acaso fui soldado en esta guerra que tú proclamaste, fue sin causa, sin estandarte ni consigna, destinado a servir a un rey que únicamente conoce el sometimiento como destino para quienes lo rodean. Tu autoridad, más que una verdad, fue un dogma que se aceptaba por la fuerza; no era legítima, sino inevitable, como las tormentas que se presienten pero no se pueden evitar.
Quizás por eso estudio periodismo, algo más que una mera elección académica, como un arrebato, una revolución íntima contra todo lo que representas tú; la vergüenza. Es mi manera de desandar tus órdenes, de buscar una voz que no sea eco de la tuya, una libertad que se construye por mí mismo, palabra por palabra, contra la arquitectura de tu dominio.
Y sin embargo, ahí estás, en tu ignorancia casi sagrada, declarando con una certeza que roza lo obsceno: "No todo es la facultad, no todo está en los libros". Como si la verdad, esa certificación que siempre impusiste, pudiese ser tan ajena a lo que desconozco como a lo que tú nunca quisiste aprender. Según tus palabras, soy "un ignorante de la vida", alguien "a quien le falta mucho que aprender". Y quizá tengas razón, padre. Pero en esa carencia también está mi esperanza, porque en el aprendizaje está la posibilidad de despojarme de tí, de encontrarme a mí mismo, de descubrir un mundo que no tiene que ajustarse a la carencia de tu voluntad.
Si algo me ha dado el tiempo, padre, es la capacidad de mirar nuestra historia como se observa un antiguo códice. En sus páginas hay un lenguaje que parece estar al borde de revelarme algo fundamental, pero cuya clave aún se me escapa. Pienso en ti como el arquitecto de mi temor, el geómetra que trazó los límites de mi libertad con un rigor de odio. Y en mí mismo, pienso como en una historia incompleta, marcado por ausencias y por caminos que jamás fueron transitados; jamás fuiste lo que yo tanto esperaba que fueras.
Podríamos decir que nuestro vínculo se asemeja a un sueño kafkiano, donde la lógica es rígida pero incomprensible, y las figuras son al mismo tiempo familiares y aterradoras. Y también podríamos aventurarnos a pensarlo como un relato borgeano, con sus espejos infinitos y sus laberintos, donde el padre no es solo un hombre, sino una idea, un arquetipo que se repite a través del tiempo y del espacio, pero que nunca llega a completarse o ser del todo.
Quizás la perturbación que te tengo, padre, no sea solo hacia tí, sino hacia esa versión de mí mismo que no sabe cómo romper los engranajes de esta relación, que teme más al vacío que podría surgir al hacerlo que al peso de la maquinaria que lo oprime. Decirlo en voz alta sería un acto de rebelión, pero escribirlo, al menos, me da la ilusión de que mi voz puede existir en un lugar que tú no controlas del todo.
Tu hijo,
Un cautivo de esta herencia maldita, un viajero de este pesado mapa.
9/12/2024
Imagina que hay un "núcleo eterno" o una "base fundamental" que nunca cambia y que siempre está ahí. Ahora piensa que, de ese núcleo, salen diferentes mundos o universos. En uno de esos universos, las cosas caen hacia arriba en lugar de hacia abajo. En otro, el tiempo avanza hacia atrás. En otro, no existen las personas, pero hay seres que nunca hemos imaginado. Todos estos universos, aunque parecen completamente distintos e incluso contradecirse entre sí, se supone que vienen de ese mismo núcleo que nunca cambia.
Si algo es eterno e inmutable, parecería que no puede generar cosas que son tan diferentes o incluso opuestas. Lo absoluto no "depende" de nada para existir, pero las realidades contingentes sí. Entonces, ¿cómo se conectan ambas? ¿Cómo puede algo completamente uno (el núcleo absoluto) dar lugar a una diversidad infinita?
Tal vez lo absoluto contiene "en potencia" todas las posibilidades, como una semilla contiene el potencial para convertirse en muchas cosas diferentes.
Otra posibilidad es que lo absoluto no genera las realidades contingentes directamente, sino que estas surgen como un reflejo imperfecto de aquello que es perfecto. Todo, al final, es una lucha por imponerle un sentido a lo que está destinado a ser caótico e incomprensible.
Mientras me sumergía en las pequeñas rutinas de mi existencia, rodeado de objetos que creo conocer pero que apenas percibo, surge la inevitable pregunta: ¿qué conecta la unicidad absoluta con la infinita multiplicidad que lo rodea? Este es el misterio que, en un momento de aparente trivialidad -bajo el monótono caer del agua, frente a azulejos grises que parecían idénticos y, sin embargo, sutilmente diferentes-, se reveló con la intensidad de una verdad olvidada. Los azulejos, tan uniformes en su diseño, tan perfectos en su imperfección, se convirtieron en un reflejo del problema mismo: lo absoluto manifestándose en lo contingente, lo eterno diluyéndose en lo finito. Y de allí surgió un nombre al problema metafísico: El Largo de Dvořák.
Pero ¿qué significa este nombre? Es un puente entre lo concreto y lo indefinible, entre lo racional y lo místico, aquello que da carácter a la música clásica. "Largo" evoca la idea de una extensión, de una continuidad que se arrastra, indiferente al paso del tiempo, tal como el absoluto parece extenderse en la varíe de las realidades. Y "Dvořák" no es más que una elección intuitiva, un susurro que, en su sonoridad, encierra un eco de lo inalcanzable. No importa quién o qué sea Dvorak; su presencia en el nombre recuerda a esas fuerzas invisibles que, aunque no comprendamos, sentimos como fundamentales.
Si bien Antonín Dvořák, un famoso compositor checo, reconocido por su música sinfónica y de cámara, y su obra Largo hace referencia al segundo movimiento de su Sinfonía No. 9 en Mi menor, Op. 95 "Desde el Nuevo Mundo", el término "Largo de Dvořák" como tal no tiene un significado filosófico preexistente, sino que mientras escuchaba se me vino a la mente una forma de ligar todo mi alrededor en ese momento, todo únicamente para querer darle un sentido a mi presente y al presente de las cosas.
¿Qué significa este nombre, El Largo de Dvořák? Es una cuestión que se me plantea con la gravedad de una revelación a la que uno, en su desesperación de encontrar algún sentido a su existencia, se aferra con la misma desesperación que un hombre se aferra a un hilo de esperanza en medio de la tormenta. El Largo de Dvořák, sí, parece ser un puente -pero un puente que no conecta dos orillas, sino que se extiende a lo largo de un abismo insondable, entre lo concreto y lo indefinible, entre lo racional y lo místico, el sentido y el no sentir. Es la idea de un continuo que arrastra consigo las angustias del alma, sin preocuparse por el tiempo, como una corriente subterránea que, por más que la queramos comprender, no logra salir a trabajar.
Sí, en mi mente resonaba su música, la melodía, el Largo de esa sinfonía, como un eco lejano que me arrastraba hacia un sentido, un sentido que yo, pobre hombre, desesperado, trataba de imponerle a todo lo que veía, todo lo que tocaba en ese instante de mi vida. Y mientras escuchaba, los azulejos fríos, grises y perfectamente alineados, me parecían un reflejo de lo mismo, yo. Eran, sí, idénticos, pero al mismo tiempo distintos, como lo que nos rodea, todo igual en su esencia, pero cada una marcada por su particularidad, por su parte que no es tal, porque ¿qué es la perfección sino una ilusión que perseguimos, sin entenderla nunca y desentendernos por igual?
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