Homenaje a Corrientes Capital, Argentina
1. ¿Cómo puedo explicar mis ganas de irme a casa, pero a su vez, mis emociones contrarias de no irme, aún sintiéndome no bienvenido?
Posibles respuestas:
(_) Quizás no te sientas completamente cómodo o satisfecho donde estás actualmente, ya sea por el ambiente, la compañía, o simplemente porque no es tu lugar habitual. Sin embargo, el viaje a casa puede parecer un esfuerzo innecesario o agotador, lo que hace que la idea de irte tampoco sea atractiva.
(_) Podría ser que, aunque el hogar es tu lugar seguro, en este momento no sientes una conexión emocional fuerte con él. Esto puede ser por varios factores, como cambios recientes en tu vida, falta de motivación, o incluso un deseo inconsciente de estar en otro lugar.
(_) A veces, el simple hecho de moverse o cambiar de entorno requiere energía física y mental que no estamos dispuestos a invertir, especialmente si estamos cansados o emocionalmente agotados.
(X) Es posible que estés experimentando una mezcla de emociones que te mantienen en un estado de ambivalencia. Por un lado, no te gusta tu situación actual, pero por otro, no estás seguro de qué te espera en casa o si realmente te hará sentir mejor.
En resumen, es como si la cabeza fuera un campo de batalla, dos fuerzas tirando en direcciones opuestas, y vos, atrapado en el medio, sin saber bien hacia dónde te llevan a morir. De un lado, te despertás con una visión distorsionada, como si te hubieran cambiado el filtro del mundo de un día para otro; de un estilo tercermundista de amarillos, a un puro blanquito extremista europeo. Todo parece haber sido cubierto por un manto de blanco que lo arrastra todo, pero sin brillo, apenas la luz de un día demasiado temprano, donde el cielo ya no es ese techo de azulejos azul que solías conocer, sino una masa gris y pesada, como una promesa que nunca llega a cumplirse de tu ex. Es la nada y el todo mezclados, como un trago aguado de realidad, con el regusto amargo de una aspirineta disolviéndose lentamente en un vaso de agua, mientras te preguntás si algo de esto realmente importa. Pero ahí seguís, dividido, con la certeza de que, de alguna forma, ambos caminos te conducen al mismo lugar: un espacio donde las preguntas sobran y las respuestas, si es que alguna vez llegan, se pierden en la neblina.
La noche anterior fue una de esas en las que uno no sabe si está despierto o atrapado en el sueño de otro, donde la adrenalina corre más por costumbre que por novedad. No había nada realmente trascendental en ello, claro, pero a los veinte uno aún se cree invencible, o al menos se lo dice para no escuchar el ruido del vacío que susurra todo lo que falta por conseguir. Me vi arrastrado, como quien cae sin querer en el torbellino, al colectivo de los pelotudos, los cerebros en piloto automático, esos tipos que destilan su propia miseria disfrazada de risas huecas y tragos amargos de Sernova, buscando la salvación en una discoteca de luces parpadeantes; la transmutación de la iglesia para los adolescentes. Y ahí estaba yo, mirando todo con la distancia de quien ya ha visto el final de la película, pero sin poder escapar del guion, sin poder hacer algo diferente o huir antes que le paguen. Mientras ellos bailaban sus fantasías descompuestos, yo pensaba en lo que quedó pendiente, en las cosas que no hice, las palabras que no dije, y en esa persona del pasado que sigue rondando como un fantasma que se niega a desvanecerse de la fiesta.
Intenté recordar cuándo fue que la normalidad cambió de rostro y transformó mi cuerpo en humo, de esas que uno deja pasar como el viento que sopla en medio del caos incendiario del Amazonas, pero ahí estaba yo, el 9 de septiembre del 2024 de una mañana linda, en la sala de espera de un hospital público. La pandemia, dicen, se ha normalizado. "¿Normalizado?" pensé. Vivimos en un torbellino de contagios, de piel a piel, cuerpo a cuerpo, virus y locura a la par. A veces siento que este teatro de la vida, este flujo de cuerpos que se rozan y se infectan, no va a acabar bien. Quizá lo mejor sería encontrarme muerto antes de que la fiebre mental nos lleve a una orgía de balas y desesperación.
Me imaginé el fin en más de una ocasión. Quizá sería por algo tan banal como una infección urinaria, de tanto cuerpo compartido, tanta fricción inútil. O tal vez un disparo, en alguna discusión absurda con un traba que me subió el precio de su tiempo. Curioso oficio ese, el de puto. No es que sea legal, pero tampoco completamente fuera de las reglas, una especie de sombra paralela al "trabajo de puta", pero con un apéndice extra en la entrepierna. Un matiz, una variable en esta ecuación de carne y deseo que parece no tener solución definitiva.
Pero el trabajo es trabajo, ¿no? Al menos hay opciones en el mercado. La marihuana, por ejemplo. Rollas un porro, lo envuelves en plástico, le pones un filtro arrancado de algún cigarrillo. Algo sencillo, directo. La he probado varias veces, a diferencia de un traba o un homosexual, a quienes, debo admitir, aún no he tenido el placer de probar entre las sábanas. Quizás eso sea lo próximo. Porque en esta danza extraña de pulsiones y enfermedades, todos somos nuestros propios experimentos, y quién sabe, tal vez mañana sea el día que elija bailar con otro cuerpo desconocido en una habitación sin ventanas, sin manija y sin trabas.
16/09/2024
Si Foucault y Chomsky hubieran vivido en una residencia universitaria, seguramente hubieran comprendido ambos la verdadera naturaleza humana, no en los libros ni en las teorías, sino en los pelos de el desagüe del baño y la mugre del contacto diario. Es allí, donde las estructuras de poder y la lingüística del caos se desatan, sin mediación ni sentido aparente.
Me encontré esa tarde, como tantas otras, sentado en el living de la residencia, un espacio donde las paredes parecían absorber las conversaciones, dejando en el aire solo el ruido residual. La clase de Inteligencia Artificial, que mi madre insistió en que tomara, estaba a punto de comenzar. Yo, concentrado en la pantalla, había creado un pequeño refugio en la mesa: mi computadora, mis auriculares, mis gafas; los objetos de alguien que no quiere ser molestado.
El baño me llamó, como tantas veces, a liberar la tensión física mientras dejaba que mi mente navegara por otros horizontes. Pero al regresar, lo vi: un teléfono de funda rosada ocupando mi territorio. Mis cosas, que habían sido mi bastión, arrinconadas en un borde, como si no tuvieran valor alguno. Una intrusión, sí, pero más que eso, un manifiesto de poder, una declaración de que nada es realmente tuyo en este pequeño infierno de convivencia.
Y ahí estaba Vero, con su voz tranquila pero cargada de esa tensión de las pequeñas tiranías. "Ese es mi lugar", me dijo, como si lo hubiera marcado con algún derecho ancestral. "Yo estaba aquí antes", le contesté, no tanto para convencerla, sino para recordarme que alguna vez tuve control sobre mi espacio. Su respuesta llegó rápida, predecible, pero con una crueldad silenciosa: "El que se fue perdió el lugar".
En otra circunstancia, quizá, habría reaccionado como cualquier ciudadano promedio del mundo absurdo en el que vivimos, pero no. Me limité a devolverle una mirada vacía, una suerte de resignación disfrazada de indiferencia. Mi clase había comenzado, pero el verdadero espectáculo estaba sucediendo en esa mesa. Un golpe, seco, directo a mi hombro, y el instinto animal quiso despertarse. La realidad es que toda lucha, por trivial que parezca, tiene algo de épica, algo de batalla de poder. La historia de Foucault sobre los micro-poderes se hacía palpable en cada interacción en ese maldito lugar.
La rabia subió, pero me contuve. Un empujón, un grito, tal vez una buena pelea hubiera hecho la situación más auténtica, más cruda, pero me quedé quieto, como un monje budista en medio de una tormenta de ácido. "Pendejo de mierda", lanzó ella antes de irse, dejando tras de sí un rastro de energía que se disipó en la atmósfera viciada del lugar.
Mis compañeros, testigos mudos de la escena, siguieron como si nada. Así son las residencias, máquinas de crear indiferencia.
La verdad es que el hombre solo aprende los temas de la vida, más que un solo tema... yo aprendí que el poder no es más que un juego de apariencias. Para Foucault, cada pequeño acto, cada espacio que reclamamos o cedemos, es un microcosmos de autoridad. Y para Chomsky, la capacidad de manipular el lenguaje -el que se fue, perdió- es la herramienta fundamental para dominar al otro. En este pequeño acto, Vero no solo me empujó físicamente, sino que me desplazó simbólicamente, reafirmando su control con una sola frase y un puñetazo.
El internado donde habito, porque llamarlo de otra manera sería pecar de optimista, es una civilización en miniatura, una urbe autónoma y autodestructiva. No es su burocracia laberíntica lo que la pudre desde adentro, ni siquiera su arquitectura desalmada, sino sus habitantes, sus ciudadanos, entre los cuales me incluyo. Para entrar a este microcosmos en ruinas, hace poco más de un año, nos sometieron a una pantomima de exámenes: uno psicológico, donde seguramente el que pasaba era el más hábil para mentir, y otro, más absurdo aún, de cuatro preguntas mal formuladas sobre un texto relacionado con nuestra elección académica.
Recuerdo ahora, con una claridad incómoda, la forma en que mi viejo lo definió. "Albergue", lo llamó con una carcajada seca, como quien nombra a una jauría con ternura fingida, sabiendo que pronto se comerán entre ellos. Y tenía razón, aunque su burla no alcanzaba para abarcar la verdad. La única comunión entre nosotros aquí es la pobreza en todas sus formas: no sólo la económica, sino una miseria espiritual, un hambre desesperada que nunca se sacia, aunque algunos traten de disfrazarla con títulos académicos que no valen ni lo que pesa el cartón en el que están impresos.
A veces me pregunto si el psicólogo que revisó nuestras pruebas terminó la carrera en algún curso online de dudosa procedencia o si, más bien, lo estamos viendo desde el otro lado del espejo del baño. Porque no hay otra explicación lógica para que un puñado de dementes, quebrados, y aspirantes a genios nos encontremos aquí, en esta jungla disfrazada de hermandad. Y sin embargo, aquí estamos, en este sanatorio para ilusos, compartiendo delirios y fumando la misma desesperanza que se cuela por debajo de nuestras puertas cada mañana.
Pero aunque parezca que la desesperanza se cierne sobre nosotros, todavía persiste una pequeña chispa de esperanza en todos, al menos hasta que el pesimismo vuelva a infectar el aire, como lo hace siempre en este lugar. Yo trato de enfrentar el conflicto diario en esta estructura con una sonrisa forzada, porque de alguna manera hay que sobrevivir. Sin embargo, mi conflicto particular con la cocina, ese campo de batalla entre lo comestible y lo incendiable, ha sido el catalizador de más quejas y burlas de los que se supone debería llamar "amigos". Pero no son amigos, son apenas "compañeros", esa palabra hueca que implica cortesía obligada, como cuando saludas a alguien solo por el protocolo, aunque en el fondo no te importe escupir en su plato.
Esta semana, el humor colectivo ha estado marcado por una tendencia predominante: las quejas. Elca, una acompañante terapéutica en formación y estudiante de derecho, es alguien a quien hasta ahora llamé "compañera". Ella, junto con Aldana, es de las pocas que me ha hecho sentir una especie de confort en este desquicio, aunque es un confort que, al analizarlo más de cerca, parece tan falso como el resto de las relaciones aquí. Porque ni siquiera ellas se sienten cómodas, en el fondo. La comodidad aquí es apenas un eufemismo para describir una calma fugaz, una tregua momentánea que desaparece tan rápido como una gota de agua al caer al suelo.
Elca, según sus allegados más cercanos, es "un culo con ruedas", una frase que encapsula su necesidad de escapar, siempre moviéndose, siempre buscando algo mejor, algo que la saque de esta realidad que, aunque compartimos, ella rechaza visceralmente. Aldana, por su parte, estudia medicina, y fue la que me hizo sentir una falsa tranquilidad en mi primer día aquí. Esa tranquilidad que, hasta entonces, confundí con auténtica comodidad, pero que no duró más que un par de días. Después de ese breve lapso, conocí la verdadera naturaleza de mis compañeros de género: Guille, Migue, Pablo, Gonza, Ezequiel, Elio, y el anticristo en carne y hueso, Emanuel.
Emanuel es, sin duda, una especie de error genético que decidió quedarse aquí para recordarnos a todos lo cerca que estamos de que nos toque un hijo así. Es ese cromo de más, ese ruido de fondo que convierte la convivencia en un deporte extremo, siempre al borde del colapso. Su mera presencia es un recordatorio constante de que en este lugar, la tranquilidad es tan efímera como una bocanada de aire en medio de una tormenta.
18/09/2024
Hoy fue un día de esos en los que te preguntas si el universo se confabuló en tu contra solo para verte tambalear. Desperté a las 8:50 con esa sensación de tragedia anticipada, cuando en realidad debí haberme levantado a las 6:30. Mi rutina habitual -café en mano, un rato de lectura previa a la clase y ese vacío existencial matutino que me recuerda que sigo vivo- todo se fue a la mierda en cuanto me di cuenta que había trasnochado estudiando para el jodido parcial.
Mi cara era un mapa de almohadazos y ojeras. En la confusión de la madrugada tardía, llamé un Uber sin siquiera mirar cuánto me iba a costar. No había tiempo para esas trivialidades capitalistas. Tenía que llegar lo antes posible. El plan original era claro: cuadernillo, cartuchera, un poco de café, tomar el colectivo a dos cuadras. Pero esa escena bucólica fue desintegrada por el caos de mi propio maldito descuido. Así que, como un soldado torpe, agarré lo indispensable: el cuadernillo, la cartuchera, el orgullo maltrecho. Un pantalón gris de vestir, zapatillas, y una remera negra de la selección argentina, porque algo de dignidad tenía que mantener.
Me encontré con Gonza, el portador de la llave de nuestro pequeño feudo compartido, porque yo, como buen idiota, había perdido mi copia (la cuarta). Apenas abrí la puerta, el Uber ya estaba ahí, esperándome como si hubiera sido invocado por una especie de desesperación cósmica. "Disculpe, ¿Uber?" pregunté, con la voz medio quebrada por el mal despertar y el leve temblor de la ansiedad. El conductor, un tipo de unos 30 o 40 años, confianzudo y con un carisma que casi se me atraganta, respondió: "Sí, ¿Joaquín?"
Le pasé el código como si fuera un rito ancestral que ambos conocíamos, pero del que ninguno estaba particularmente orgulloso.
El viaje empezó, y junto con él, la voz casi fantasmal del GPS. Era la voz de una mujer que parecía haber sufrido mil vidas y en todas ellas fue forzada a trabajar para esta máquina que te indicaba el camino. Su tono era desganado, melancólico, como si supiera que los humanos están perdidos en estas ciudades-laberinto y ella, un fantasma tecnológico, era la única con el mapa. Una voz que había aceptado su esclavitud digital sin esperanzas de redención, atrapada en la rutina de llevarnos a todos de un lado a otro sin que ninguno, ni ella ni nosotros, alcanzara jamás la verdadera revolución.
Mientras esa voz monocorde narraba el trayecto, me di cuenta de lo absurdo de todo esto, pero no me importó. Tenía un parcial que rendir, y eso, por más surrealista que se volviera el día, era lo único que parecía tener algo de sentido.
"¿Esa facultad a la que vos vas es de Periodismo, Joaquín?" dijo el chófer, con esa familiaridad que se coló entre la indiferencia y el exceso de confianza. Lo que me desconcertó no fue la pregunta en sí, sino la forma en que pronunció mi nombre, como si supiera algo de mí que no debería. Le respondí rápido: "¿Cómo?" -queriendo asegurarme de que había escuchado bien y no era producto de mi somnolencia residual. Pero ahí estaba, reiterando la misma pregunta, esta vez con más seguridad, como si ese simple detalle lo convirtiera en un viejo conocido, o peor, en un confidente no solicitado.
"No, estoy en primer año de Medicina", respondí con la neutralidad quirúrgica que se requiere para cortar la conversación sin herir, pero sin darle más material para avanzar en su intrusión. Ya le había dado mi nombre, una moneda que no pensaba cambiar por más información personal. No era de esos que creen en la cortesía obligada con extraños, y mucho menos en una época donde lo desconocido parece venir siempre con segundas intenciones.
Entonces, como queriendo llenar el espacio con ruido, empezó su monólogo. "¿Viste ese meme de Maradona, que dice 'Passman, la tenés adentro'? Hoy estaba viendo videos en TikTok y me saltó." Lo dijo con una risa forzada, plana, sin variaciones de tono, como si ese fragmento de cultura popular fuera la llave para una camaradería espontánea. Ahí sentí el choque entre dos mundos. Él, habitante de un presente repleto de memes y viralidad instantánea; yo, en un rincón casi hermético, tratando de mantener una distancia segura de ese ruido constante.
"No, disculpe, no tengo TikTok, y no soy fanático del fútbol tampoco," le dije, con una sinceridad que pretendía ser una barrera. Quería que se acabara ahí, que dejara el intento de fraternidad fallida. Necesitaba repasar, aunque fuera un poco, las notas para el parcial. Eran apenas 34 cuadras, pero el trayecto empezaba a sentirse como un maratón. Él, sin embargo, parecía empeñado en estirarlo, como si el tiempo fuera una sustancia maleable que él controlaba. Pero yo sabía que no lo era, y lo sentía como un recordatorio de lo que ya había perdido en esa mañana que comenzó tarde, arruinada.
"Ah bueno, pero alguna red social has de usar seguro", me dijo, con una mirada furtiva que cruzó el espejo retrovisor y se clavó en mi incomodidad. Un contacto visual que casi exigía respuestas. "Solo Instagram", dije seco. Dos palabras, la mínima munición verbal para no darle más combustible del necesario.
"¿Y qué mirás ahí?", lanzó, como si esa pregunta fuera la llave para abrirme. Lo curioso es que no pidió mi usuario, y menos mal. Si lo hubiera hecho, la conversación hubiera entrado en otro terreno, uno más perturbador, uno donde empezaría a pensar que este tipo era más que raro. Hasta ese punto, no era más que otro ser patético, y en ese sentido, éramos dos.
"Política nacional y un poco de la internacional", respondí, con la neutralidad de quien no busca enredarse más de lo debido.
"Seguro andás viendo lo que están haciendo estos peronistas. Con sus protestas y reclamos, buscan tirarlo a Milei, pero no van a poder. El ajuste que está haciendo es necesario. Ellos hicieron mucho daño al país", me espetó, como si estuviera soltando una verdad inapelable. Lo dijo con la seguridad de un telepredicador que siente la revelación divina fluyendo a través de su micrófono.
Ahí supe, de inmediato, dónde caía su brújula política. Claramente orientado hacia la tormenta libertaria, con la pasión ciega del converso. Pero justo cuando me estaba acomodando en ese paisaje de certezas incómodas, el tipo, en un giro tan abrupto como insólito, lanzó lo siguiente:
"Pero, viste, igual Milei se está yendo al carajo con lo de privatizar los hospitales. Es una locura, ¿quién va a pagar por eso? Al final, estos liberales son todos iguales, te venden espejitos de colores y después te dejan a pata. Al final, ¿sabes qué? Extraño a Cristina, al menos con ella había paritarias. Los sindicatos eran lo único que funcionaba, por lo menos teníamos algo de estabilidad. No me gustaba todo, claro, pero lo que está pasando ahora, esto es una catástrofe."
Fue ahí, justo en ese momento, cuando entendí que estaba frente a la viva encarnación de lo que llamamos, con cariño y desdén, un "panqueque". La política para él no era más que una de esas redes sociales que saltás de un post a otro, un algoritmo de indignación y nostalgia.
Siempre hay que conceder la razón a aquellos que creen tenerla. Es una subespecialidad del hombre, un juego de penas donde, de tanto mirarse, pueden acabar descubriendo su propia ceguera. O, en la mejor de las situaciones, terminan repitiendo sus absurdos con tal fervor que la comedia se vuelve trágica.
-La verdad es que sí, tiene razón -dije, un comentario lanzado al aire como un perdón silencioso, mientras el pacto de silencio se erguía entre nosotros como un rascacielos en medio de la nada. Ese instante, donde el tiempo se detiene, y la quietud se convierte en un refugio, como si realmente estuviéramos "resolviendo el país" con un susurro, una complicidad que se siente tan hueca como el eco de una risa.
"Paloma Ajena" sonaba en la radio, un canto que se enredaba en mis pensamientos, trayendo a la memoria un video que había visto; una amalgama perturbadora de esa melodía y las imágenes crueles de la guerra contra el narcotráfico en México. Un delirio donde cada nota era un grito y cada acorde un dolor lacerante, no recuerdo si lo había visto esporádicamente en Youtube.
La guerra y el Uber, en retención, dos realidades en un mismo plano. Ambos se movían buscando una libertad que se convertía en un sufrimiento de trampas mortales. Así, entre el murmullo de la canción y la marea de pensamientos que cruzaban mi mente, me di cuenta de que esta realidad es un rompecabezas. Uno donde, como en este texto, los rostros se desvanecen, se disuelven en la niebla del olvido, y el sentido común se convierte en una quimera. La verdad, al final, se siente como esa paloma ajena, siempre al vuelo, siempre esquiva, una sombra que jamás se puede atrapar, igual que mi salud mental y mi examen.
Después de unos 15 minutos de silencio -un silencio que parecía devorar el tiempo- llegamos frente a la facultad.
-Aquí está bien, ¿puedo pagarle por transferencia de Mercado Pago? -le dije, señalando el lugar donde debía estacionar. Con un gesto casi teatral, giró su mano y me mostró la pantalla de su teléfono, como si estuviera revelando un truco de magia.
-Son 2.990 -anunció, con esa voz de vendedor que parece estar siempre al borde del hastío. Asentí y abrí la aplicación en mi celular, creyendo que mi esporádico viaje con este tipo estaba a punto de concluir.
Pero el destino, con su humor retorcido, decidió jugarme una mala pasada. La transferencia se negaba a cargar, y yo, atrapado en un desconocimiento de tecnología y desesperación, me di cuenta de que me había quedado sin datos móviles. Allí estábamos, el conductor y yo, como dos náufragos en medio de un mar de problemas, buscando una solución que no llegaba.
-La verdad es que no entiendo mucho de estas nuevas tecnologías -dijo él, su sonrisa desbordando como un río de ignorancia-. Solo mensajes, llamadas y alguna página porno. Su risa resonaba, casi eufórica, como si hubiera lanzado la broma más genial del siglo. Yo ya quería desaparecer, fundirme en el aire pesado de ese instante, pero había lanzado una salvación, una proposición que acepté, mientras imaginaba que tendría más viajes que hacer, donde quizás le contaría a alguien más sobre sus aficiones digitales.
-Le pago cuando tenga internet, páseme su número y se lo envío por ahí -dije, buscando la forma de escapar de esta situación tan absurda. Él aceptó, su sonrisa todavía brillando como un faro en la tormenta.
-No hay problema, Joaquín. No te preocupes por nada, no vaya a ser que, por no tener cómo pagarme, decidas arrojarte del puente -respondió, su voz un retén burlón que llenaba el espacio con una mezcla de ironía y resignación.
Como si el mundo entero supiera que estaba hundido en uno de esos días que te arrancan el alma, alguien, un cronista mediocre y ciego, incapaz de ver más allá de su realidad histórica absurda, se atrevería a preguntarme: "¿Cómo te sientes?" ¿Cómo me siento? Como esa imagen en la que todo lo que queda es un primer plano del dolor: ojos enrojecidos, fijos, sin esperanza, cargados de lágrimas. Como si la piel del corazón estuviera rasgada, marcada por sombras, y la única luz que queda es esa tenue que apenas ilumina las grietas del rostro que ya no tiene más que dar.
Esa es mi respuesta, un cuadro de angustia, una cara que grita sin palabras. No se trata de lo que pasa fuera, sino de la tormenta interna que no entiende de cronistas ni de historias. La gota que rebalsa el vaso es ridícula, pequeña, pero devastadora: no poder pagarle el viaje. Un detalle ínfimo, insignificante, pero en este caso, es suficiente para hundirme.
Y ahí están, las mojarras del Paraná, nadando entre el barro, esos testigos patéticos que nunca pedí conocer. No quería ser su amigo. No quería ser amigo de nadie que no entendiera que, a veces, el río te arrastra, y no hay historia que lo salve.
Ahí fue donde terminó mi amena charla con este singular personaje. Espero, con toda sinceridad, nunca volver a verlo ni hablar con él. De todas las criaturas que habitan la Tierra, este tipo ha sido, sin duda, la más molesta y extraña que he conocido. Ni el mismísimo Diablo se atrevería a reclamar su alma, le diría con desdén: "Quédate con tu pobre alma".
Dejando todo eso atrás, me dirigí rápidamente hacia la facultad, sin mirar atrás, como si al detenerme corriera el riesgo de que ese tipo me atrapara de nuevo con su ausencia de cordura. Sentía que, si no apuraba el paso, tal vez tendría que correr por mi vida. Al entrar al aula, me fui directo hacia la profesora, todavía agitado, y le solté, casi sin aliento:
-Recién vengo a rendir, discúlpeme, pero se me hizo tarde por unos problemas personales.
Ella me miró, sorprendida y un poco confundida, como si no supiera si creerme o no.
-La clase empezaba a las 8:00 -dijo, revisando el reloj. Eran las 9:20. Aún me quedaban hasta las 11:00 para enfrentarme a las 5 preguntas del examen, un reto que en ese momento parecía insignificante comparado con lo que acababa de vivir.
Ahora solo queda esperar el resultado de esa mañana, y de ese jodido parcial.
26/09/2024
Llegué al parcial con esa inquietud corrosiva que ni el café había logrado disolver del todo. Era miércoles, 25 de septiembre de 2024, y el reloj marcaba 17:30. Sabía que había estudiado, pero esa duda... esa duda pegajosa que se adhiere al cerebro, como una mosca zumbando cerca del oído, me hacía cuestionar si mi conocimiento bastaría.
Frente al aula, ya había un pequeño grupo reunido. Ocho almas, una mezcla de rostros ansiosos y miradas vacías, el aire pesado de nerviosismo flotando sobre nuestras cabezas. No habíamos cruzado muchas palabras, más que algún comentario rápido. Lautaro me miró de reojo, lanzando un comentario al aire: "Rubén está adentro". Lo decía con ese tono de indiferencia de quien ya ha aceptado su destino, fuera cual fuera.
La profesora salió entonces, una figura rígida y casi espectral de quien tiene ojos verdes, pasando lista como quien lleva un registro de almas antes de entrar al purgatorio. Tres de mis compañeros fueron tragados por el aula antes de que me tocara. Cuando me llamaron, respiré hondo y crucé.
Dentro, el ambiente era casi asfixiante. Las computadoras rugían en silencio, el zumbido de los ratones cliqueando creando una sinfonía mecánica que contrastaba con la quietud de los estudiantes, absortos en sus pantallas, como si sus vidas dependieran de ello. Algunos susurraban preguntas sobre la clave del parcial, una especie de mantra moderno. El examen era un múltiple choice, pero la calma era ilusoria. Entre los cálculos de almacenamiento y las unidades de medida de bits y bytes, se escondía una trampa. Era más que teoría, más que números. Era un laberinto.
Y ahí estaban ellas, las dos profesoras. Una, un fósil vivo, tal vez con una memoria del Mark I grabada en sus neuronas, como un eco lejano de la prehistoria informática. La otra, más joven, pero con los mismos ojos agotados, como si llevaran años descifrando el mismo enigma imposible, pero no pudieran seguir el ritmo a las nuevas tecnologías. No era el futuro lo que se respiraba en esa sala, sino un presente estático, atrapado en la obsolescencia.
Terminé el parcial sin saber si había ganado una batalla o si simplemente me había perdido en el proceso, pero aprobé con un 7,50. Quizá no importaba. Como en cualquier buena historia, a veces no se trata del resultado, sino del extraño camino que te lleva hasta ahí.
Salí del aula como si hubiera escapado de un encierro kafkiano, con 30 minutos y 50 segundos de sobra, ni más ni menos. Aún podía sentir el peso de la evaluación flotando a mi alrededor como un humo espeso, ese ambiente de nervios compartidos que se vuelve casi tangible, fijos a uno, como si todos estuviéramos sudando las mismas gotas.
"¿Cómo te fue?" La voz de María Eugenia, siempre alegre, me sacudió de mis pensamientos. Ella, tan auténtica, tan lejos de la neurosis que a veces me invade. Podría caerse el mundo, pero ella sonreiría igual, con ese aire de despreocupación heroica que la envidio, pero en serio. De esas pocas personas a las que podés llamar "compañera" sin sentirte en deuda.
"Bien, aprobé con 7,50 porque no me quiso redondear la forra", respondí, sorprendido de que la suerte, o mi subconsciente, o quién sabe qué, me hubiera jugado una buena mano. Esos momentos donde la suerte y el esfuerzo se cruzan y, por una vez, no te escupen en la cara.
Después de un intercambio de sonrisas y palmadas en la espalda, el grupo se puso en marcha hacia el puerto. Mis compañeros, los infalibles cruzadores del puente Chaco-Corrientes, héroes del transporte público diario, se apiñaban para tomar el colectivo, como almas en pena buscando su barca de Caronte. Decidí unirme, aunque mi destino era otro, uno más oscuro, más ideológico, en busca de la tiranía: la charla de las 19:00, un ciclo de esas "Tertulias Dialógicas" que el Espacio Mariño había dado el lujo de organizar. ¿"Descifrando el Siglo XXI"? Un título curioso ahora que lo pienso. Lo único que falta es que nos pidan descifrar el caos que tenemos en la cabeza.
Después de caminar un buen trecho con ese grupo de compañeros que uno adopta por inercia, aquellos con los que compartís más trayectos que afinidades, decidí separarme en el Parque Mitre. A medida que me alejaba, los pasos se volvieron más ligeros, menos condicionados por las charlas forzadas del día. El camino era mío otra vez. Tomé por la calle Santa Fe, esa arteria que me lleva directo al lugar de encuentro, avanzando entre el bullicio de una tarde que empezaba a caer.
La hora marcaba las 6:40 cuando me acerqué a la entrada, media cuadra antes de llegar a la Plaza Sargento Cabral. El aire empezaba a templarse, la luz amarillenta de los faroles se mezclaba con la vibración de la ciudad que lentamente comenzaba a bajar la marcha, mientras mi cabeza seguía maquinando, consciente de lo que me esperaba al cruzar la puerta del Espacio Mariño: ideas, debate, y el eco de un siglo que aún no termino de comprender, ya que cuando lo comprendo, ha cambiado dos o tres veces seguidas.
Entré al Espacio Mariño, ese rincón cultural perdido en Corrientes que me pareció un faro en medio de la tormenta, realmente fue un descubrimiento revelador encontrar ese lugar entre tanto asfalto y urbanización. El cartel ahí, colgando como una advertencia más que una invitación, anunciaba: "Las Nuevas Derechas: Surgimiento: Grupos e Ideología". Algo en esas palabras tenía el peso de un yunque cayendo sobre un vaso de whisky vacío. La densidad del día y el humo en el aire, sumaban, me hacía desear haberme detenido en algún bar antes, pero el tiempo apretaba y ya estaba demasiado cerca de comenzar.
En mi maletín, entre mi cartuchera y una libreta con garabatos, bocetos, ensayos, anotaciones, guardaba un habano cubano que había comprado como una especie de escudo; no solo contra el hambre, sino contra la creciente duda ideológica que te carcome cuando te encontras a un paso de sumergirte en debates serios. Algo sobre tener ese puro ahí me hacía sentir más inmune; después de todo, no podés pensar en el Che sin cuestionar un poco de lo que vas a escuchar.
El Dr. Aldo Avellaneda, politólogo experto en el tema, lideraba la cruzada intelectual, mientras que Guiomar Sakamoto, moderadora y periodista, navegaba entre los enunciados serena en un mar de teorías.
La charla fluía entre análisis afilados y silencios cargados. Avellaneda, con esa mirada de quien ha visto el monstruo de cerca, desmenuzaba el surgimiento de estas nuevas corrientes de derecha, los grupos que las conforman y las ideas que las empujan. Había algo en su tono, una mezcla de alarma y fascinación. Porque así son estas cosas: monstruosas, sí, pero también innegablemente atractivas.
Las palabras flotaban en el aire incesantemente, rebotando entre las paredes del salón y las cabezas pensantes. "Nacionalismo", "identidad" y "religión" aparecían y reaparecían, como si fuesen las claves de una fórmula secreta que todos estaban intentando descifrar. No importaba qué ángulo tomara el debate, esas tres palabras volvían una y otra vez, cargadas de un peso casi bíblico. Era como si el futuro de todo lo que nos rodeaba dependiera de cómo decidieran interpretarlas.
Guiomar, por su parte, manejaba los tiempos, cortaba y volvía a unir los hilos del discurso. Su calma contrastaba con las tensiones de los postulados, pero mantenía el ritmo. Algunos querían entender. Otros, simplemente sobrevivir a las palabras complicadas, siendo yo ese tipo.
Para ser mi primera vez en un debate ideológico fue algo surreal. El lugar, un anfiteatro modesto, con sus sillas de plástico descoloridas, parecía más un salón de bingo de barrio que una arena para discutir sobre el destino de las naciones. La mesa blanca en el centro era el único signo de que ahí, en teoría, iba a pasar algo importante.
Miré a mi alrededor y me di cuenta de que estaba, sin duda, entre las generaciones que venían de salida. Hombres y mujeres que llevaban años cargando la mochila del tiempo, más arrugas que ilusiones, pero con un interés casi fervoroso por lo que se discutía. Sentía que era una anomalía, quizás el más joven de todos, como si de alguna forma hubiera entrado a una reunión secreta a la que no pertenecía.
Y entonces llegó la pregunta que encendió la chispa. Un señor canoso y con la voz temblorosa preguntó con la misma incertidumbre de quien ha buscado toda su vida la respuesta a su frustración: "¿Por qué en Argentina no hay un nacionalismo fuerte?".
Las palabras me golpearon. Sentí cómo se abría una puerta en mi cabeza, un torrente de recuerdos y reflexiones que estaban ahí desde siempre, como una herida que nunca terminó de sanar, una psicosis colectiva. Recordé lo que significó la Guerra de Malvinas para este país, esa tragedia compartida, la mentira de la victoria que se evaporaba en las pantallas de televisión. "Tanto para aquellos que volvieron como para los que se quedaron viendo desde sus casas cómo 'íbamos ganando'", dije, rompiendo el silencio.
Las miradas se volvieron hacia mí, y en ese instante, pude ver la sorpresa en los ojos de los protagonistas del encuentro, mirándose el uno al otro de forma incrédula. Era como si no esperaran que alguien tan joven pudiera comprender con tanta claridad algo que ellos aún estaban tratando de desentrañar.
Al salir de la conferencia eran ya las 8:50 y me crucé con un tipo escuálido que había conocido allí mismo. Teníamos algo en común, aunque nuestras razones para estar en el mismo tiempo eran distintas. Yo fui por mi interés en la política, mientras que él, según me contó, había venido simplemente a pasar el rato. Decía ser músico, líder de una banda y estudiante de primer año de diseño gráfico.
Me cayó bien de inmediato. Su pasión por la música me recordó mi propio fervor por la ideología. Mientras hablábamos, soltó nombres de artistas, bandas y géneros de los que jamás había oído hablar, ampliando un panorama que hasta ese momento no había explorado. Al final, estoy seguro de que compartíamos también cierto interés por lo político, porque luego de todo el evento nos quedamos charlando un buen rato. Hablamos sobre Bifo Berardi y Jacques Lacan, sobre cómo el sistema retiene a la mujer en una posición limitada y la restringe de la llamada por mí, "huelga de la no reproducción". Fue una conversación que, más que un simple intercambio de ideas, me hizo ver las cosas desde otra perspectiva, cruzando la frontera entre música y teoría psicopolítica.
Quizás, después de todo, nuestras búsquedas no eran tan diferentes.
Todo iba bien hasta que decidió presentarme a un personaje que, honestamente, era lo más impresentable que había visto en mucho tiempo. Un tipo flaco, ojeroso y morocho, con esa mirada perdida que tienen los que ya han cruzado demasiadas líneas, más de las que la mayoría podría soportar. Un cocainómano en toda regla, decía ser un "artista musical" de esos que apenas articulan una frase sin rascarse la nariz o tambalearse ligeramente. Lo más triste es que ya lo había visto antes, no en persona, pero sí en espíritu. Me recordó inmediatamente a aquel conductor de Uber que conocí hace no mucho, un tipo igual de despreciable, uno de esos "pendeviejos" que creen haber vivido todo y aprendido nada, dando vueltas sobre su propia enfermedad mental.
Era detestable de una forma tan obvia, tan cliché, que ni siquiera valía ni tampoco vale la pena dedicarle más de dos segundos de mi atención, pero ahí estaba, en medio de una conversación que se había desviado demasiado rápido. Era como ver a un personaje de una novela de Bukowski, pero sin la gracia ni el encanto del desastre romántico. Solo quedaba lo gonzo.
"¿Era yo ignorante, entonces, cuando tenía diecisiete años? Creo que no. Lo sabía todo. Un cuarto de siglo de experiencia de vida desde entonces no ha añadido nada a lo que sabía. La única diferencia es que a los diecisiete años no tenía realismo".
— Yukio Mishima.
27/09/2024
Era una de esas clases donde el tiempo se deslizaba por el borde de un mate frío, una sucesión de palabras flotando en el aire mientras te aferrás a algo que te despierte. Pero esa mañana, todo fue diferente. La clase de Taller de Competencias Comunicativas, de 9:30 a 12:30, rompió con la monotonía habitual y ofreció algo que no me esperaba: una verdadera lección sobre la estructura del pensamiento, la esencia de la argumentación, y, claro, el arte de despertar interés en una audiencia que ya lo ha visto todo. "Un enunciado controversial", dijo el profesor con ojos brillantes, como si hubiera descubierto la pólvora, "es lo que hace que una tesis funcione. No se trata de certezas, sino de la capacidad de hacer que tu oyente te siga... o por lo menos quiera discutirlo."
Después vino la bomba, literalmente. El escenario apocalíptico se desplegó en la pantalla con la imágen de una bomba atómica: una tarea donde nosotros decidíamos luego de una catástrofe nuclear, donde habían veinte supervivientes y un solo avión con espacio para siete. La isla del océano Índico los espera como un Edén. "Elijan quién se salva", nos dijo, como si fuera un maldito juego de ruleta rusa. Pero había un giro en esa ruleta: tus elecciones, tus justificaciones, podrían definir una sociedad futura hipotética.
Entonces, mis compañeros y yo nos vimos frente a la lista: personajes arrancados de distintas páginas del gran libro de la humanidad. Un juez de 50 años, tal vez útil para imponer algún orden en el caos post-apocalíptico. O una economista de 25, soltera, como si su estado civil realmente importara cuando el mundo ya se fue al carajo. El jefe de una tribu africana, con una mujer embarazada, un bailarín que podría ser más útil entreteniendo a las sombras que sobrevuelan la mente en las noches sin electricidad. El hechicero de una tribu, que suena más a una invocación de Cortázar que a un verdadero salvador. ¿Y el psiquiatra? Alguien tiene que mantener la cordura, ¿no? Pero en este nuevo orden, la cordura es el último lujo que queda.
Un biólogo, claro, especialista en evolución, porque si vamos a reinventar la humanidad, mejor tener a alguien que entienda cómo jodidamente llegamos hasta acá. Y la pintora, la pintora es un capricho, una concesión estética para los futuros arqueólogos del desastre.
La pregunta nos quemaba: ¿qué se necesita para salvar el mundo? ¿Una rubia explosiva de 26 años o un guerrero joven, musculoso, que parece sacado de una fantasía post-apocalíptica? ¿Qué haces con el cura de 35 años, la cantante de ópera, o el chico superdotado que probablemente termine odiando a todos? La historia de la humanidad es una ruleta de decisiones arbitrarias, y en esta clase, nosotros tiramos los dados.
Mi primera elección (y la que concorde de forma unánime con mis compañeros) fue salvar a un guerrero joven de una tribu. Comprenderás la alta exigencia de su ocupación; se lo selecciona por su gran capacidad atlética y su conocimiento profundo de la fauna. Confíamos en que él sería fundamental en la obtención de recursos y en la protección del grupo.
La segunda salvada es la ingeniera agrónoma de 35 años. Su título y especialización me aseguran su conocimiento sobre cultivos y sostenibilidad. Junto a su experiencia, se convertiría en un gran pilar para garantizar la producción de alimentos. Además, en promedio, la menopausia suele llegar entre los 45 y 55 años (según el National Institute on Aging), por lo tanto, es una mujer aún apta para tener hijos, algo vital para la supervivencia a largo plazo. Yo en un primer borrador de humor negro, caractericé a esta integrante como una oportunidad de un "banco sexual", que (en mi concepción lacaniano) sería un lugar hipotético donde se almacenan o intercambian fluidos sexuales, como esperma u óvulos, o también un lugar donde un grupo de personas se reúnen para tener relaciones sexuales, buscando una inversión a largo plazo para la civilización.
La agrónoma de los 35 no era sólo una ingeniera, sino una suerte de oportunidad cíclica, un eco agrario de la reproducción biológica. En sus manos, la tierra y el esperma compartían un aire solemne, casi místico. Nadie se atrevía a decirlo en voz alta, pero ella, con su compostura tranquila, era la encarnación de un banco sexual, un enclave delirante donde la fertilidad y la supervivencia negociaban sus términos. Un lugar sin coordenadas precisas, donde los fluidos se intercambiaban con la urgencia de una sociedad que se caía a pedazos, buscando una inversión a largo plazo, tal vez la última, para mantener viva la llama de la civilización.
Había algo grotescamente hermoso en esa imagen: una reunión clandestina bajo cielos abiertos, donde los cuerpos se cruzaban no por deseo, sino por la necesidad fría y calculada de perpetuarse. Todo muy al estilo de una sociedad que sabe que ha llegado a su fin y aún así, con la locura colectiva tan característica, intenta agarrarse de las últimas brasas de lo humano, en condiciones adversas los derechos humanos no importan con tal de preservar. El caos bien podría estar sentado a la mesa, bebiendo un trago mientras miraba con burla a los que se disponían a invertir en un futuro que, quién sabe, tal vez no llegaría.
Mi tercera elección, la economista de 25 años. Según el diccionario de la Real Academia Española, la economía implica la "administración eficaz y ordenada de los recursos". Explicado esto, no cabe duda de que esta economista será la más capacitada para administrar los bienes y recursos conseguidos en la nueva sociedad, casi como los Aztecas con el cacao como moneda corriente, fácil de regular sin provocar inflación.
El cuarto seleccionado es el biólogo especializado en evolución, de 37 años. Así como el ser humano llegó a dominar el planeta durante siglos, estas personas tendrán el mismo objetivo, y uno de los pilares de ese futuro será este hombre. Espero que trabaje en conjunto con la ingeniera para desarrollar las mejores estrategias de agricultura y protección de los animales, a fin de evitar su extinción.
Ahora, quiero tomarme este espacio para justificar la no elección de algunas personas. En primer lugar, el jefe de la tribu no fue seleccionado porque creo que el grupo mismo formará a sus líderes de manera natural, sin necesidad de imponer uno. Luego, el cura y la monja, aunque importantes para la fe y la espiritualidad, podrían limitar las capacidades del grupo al mantener dogmas que obstaculicen el progreso. Como al banquero de 41 años, salvarlo sin importar sí fuese judío o no, es como salvar a un disco rayado de los 80: nadie lo va a extrañar. Con la cantidad de dinero que tiene, seguro ya construyó un búnker de lujo con jacuzzi y servicio de catering. Que se salve él solito. Prefiero salvar a un panda. Son más tiernos, están en mayor peligro de extinción, y no cobran intereses. De seguro, querrá reconstruir el sistema financiero mundial. ¡Prefiero vivir en un mundo donde el trueque con tapas de botella sea la moneda oficial! Aunque, si no lo salvo, ¿quién me va a asegurar un buen préstamo después del apocalipsis?
Tampoco he seleccionado a personas mayores de 37 años por la simple razón de la posible deterioración física y mental que pueden sufrir en el corto plazo. Todo futuro necesita orígenes y los seleccionados serán la piedra angular del futuro en esta nueva sociedad que debemos reconstruir.
Aunque una chica explosiva de 26 años sonaba tentadora. Después de semanas comiendo ratas y cualquier alimaña, un poco más de compañía femenina no vendría mal, aunque solo sea para recordar tiempos mejores. Y seamos honestos, con ella al lado, la motivación estaría por las nubes.
Por otro lado, sería más conveniente alguien con habilidades de supervivencia, como un fontanero o un agricultor, de sobrevivir, todos los hombres querrán estar con ella, con unos pocos siendo los que busquen leña mientras los demás... bueno, ya entiendes: esto continúa...
Al final, la historia no es una lección, ni una fábula con moraleja. Es solo un reflejo distorsionado de la humanidad en su estado más desnudo.
25/10/2024
Parece mentira que la vida sea tan feliz ahora para mí, después de haberme mudado hace más de seis meses a la capital correntina. Enloquecer no tarda en llegar, y Terapia parece estar muy lejos de salir de su casa para venir a verme.
Divago en mis pensamientos sobre la existencia hasta ahora en un lugar como este, una urbe capitalina que no hace más que complicarme en mi aventura de querer encontrarme; hallarme en mi sentimiento de "hallazgo cómodo".
Venir acá fue como venir a otra dinámica social, como lo planteó el sociólogo Émile Durkheim sobre la anomia, pero no siendo una "normlessness" (ausencia de normas), sino una "existencilessness": término que acuñé para implicar una situación en la que los individuos no encuentran un propósito o significado en su existencia, independientemente de las normas sociales que puedan estar presentes. Siguiendo este mismo pensamiento, el psicólogo social Melvin Seeman dice que esto "denota la situación en la que las normas sociales que regulan la conducta individual han fracasado o ya no son efectivas como reglas de comportamiento". Del mismo modo, el "existencilessness" refleja una ruptura de propósitos o significados de la vida, un fracaso en las reglas de los sujetos, que no afecta solo la realidad como ente físico del sufrimiento humano.
Se da un sentimiento de disonancia social, dónde "las relaciones sociales entre las personas toman la forma de relaciones entre cosas, lo que lleva a una percepción distorsionada de la realidad social" (Mattin, 2024). A diferencia de lo que pueda ser similar al nihilismo, se implica una búsqueda constante o un estado de limbo donde los individuos están conscientes de la falta de sentido pero aún no han concluido si eso implica una negación absoluta del valor de su propia vida como "oportunidad de servicio".
Estoy en otro contexto, una realidad que subyace en ser más que una provincia para mí, me siento un extranjero del mundo. El pasado, con sus protagonistas en el Correntinazo, llamó a esta reliquia venida en ciudad como "un pueblo perdido". ¿Acaso esa misma fórmula social está afectándome de alguna manera?
Perderme en esta ciudad ha sido el menor de mis temores; en realidad, mi miedo es el abismo que existe en mis anteojos, más allá de lo que puedo ver con ellos y de lo que puedo crear con ellos. Mis lentes, más que herramientas de visión, se han convertido en barreras entre el mundo y mi mente. Me pregunto si lo que veo es realmente lo que es, o simplemente una interpretación de mis propias limitaciones, miedos y prejuicios proyectados en dos vidrios.
Cada día que transcurre, al subir al transporte público e ir por las avenidas y observar la vida que fluye a mi alrededor, me siento como un espectador en una obra de teatro en la que nunca fui invitado a actuar. Los rostros desconocidos, las conversaciones que apenas logro captar, y los susurros entre los edificios, todo contribuye a un infinito que se me escapa.
Erving Goffman, en su libro "Presentación de la persona en la vida cotidiana", argumenta que las interacciones sociales son como representaciones teatrales, donde las personas desempeñan papeles. En una ciudad, la multitud y la necesidad constante de cambiar de "escena" pueden hacer que las interacciones se sientan superficiales y fragmentadas, definidas como "socioalienación".
"He aquí, diste a mis días término corto, y mi edad es como nada delante de ti; ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive (...) como la oscuridad, no saben en qué tropiezan." (Salmos 39:5-6 y Proverbios 4:14-19).
Tal vez los más fundamentalistas del lado ortodoxo bíblico me condenen por usar pasajes y canciones de la Biblia de una forma directa y poco "evangelizadora" o "pesquera". Sirviendo más bien como una blasfemia de mi parte, pero me gustaría muchísimo retrucar esa perspectiva. Mi evaluación agnóstica puede ser similar a la que da un teólogo académico que, aunque no se adhiera a una interpretación literal de las Escrituras, busca comprender su posibilidad de interpretación y su influencia en la axiología y teórica contemporánea.
"En forma correcta y justa continuaremos corrigiendo todos los textos hebreos y griegos, además de todos los textos en inglés, alemán y español, latín, etcétera, con el texto en inglés de 1611 tal como estaba en ese entonces y tal como está ahora (octubre de 2002), sin ningún tipo de vergüenza o de menor "remordimiento de conciencia", al hacerlo. Está ha sido nuestra "manera desde nuestra juventud" (1949), que ahora abarca cincuenta y cuatro años de comentar sobre "la escritura de verdad" (Peter Ruckman, quien escribió en 1949 que habia "corregido" el griego, el hebreo y otros idiomas con la Biblia en inglés).
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top