𝟹𝟽. 𝙶𝚞𝚊𝚛𝚍í𝚊𝚗 𝚍𝚎 𝚕𝚊𝚜 𝚜𝚘𝚖𝚋𝚛𝚊𝚜
—Lo siento, detective. Solo familiares pueden pasar a verla.
—No tiene a nadie, al menos no que yo sepa —aclaró Brent a la enfermera esbelta de cabellos rubios que acababa de cerrar la puerta de la habitación en la que se encontraba Nona. El detective solo pudo ver una delicada mata de cabellos castaños, que eran esparcidos sobre un almohadón blanco. El corazón le dio un vuelco de modo irremediable.
—Los abogados que la acompañan en el caso de la mujer caníbal prometieron buscar a un familiar.
Hagler resopló. A esos tres abogados les tenía sin cuidado la salud de Nona. Durante todo el juicio él había logrado notar que era repudiada por ellos, al igual que lo era por todo el pueblo de Oyster Bay. Y sabía bien que lo sería aún más por la mañana, cuando su rostro apareciera al fin en todos los periódicos locales. No tardarían en levantarse los cuchicheos acerca de ellos, de su verdadera relación. Pero ¿qué relación tenía en realidad con Nona?
Sabía que de alguna manera le resultaba demasiado preciada. Y aunque le parecía absurdo darse cuenta de que una mujer tan joven como ella hubiese logrado meterse en su corazón, tal y como penetraría tan brutalmente en el pecho de un colegial; era una verdad irrefutable y no podía continuar ocultándosela.
La enfermera asintió con sutileza antes de marcharse a continuar con su ronda, dejando a un desesperado Brent en medio del corredor.
Este se dio media vuelta. Miró por última vez la puerta pálida tras la cual se encontraba ella. En esos momentos deseó como nada poder atravesarla, llegar hasta ella y enterrar el rostro en su cabello. Ceñirla con suavidad mientras que de sus labios se escurrían al fin esas palabras que tanto quería decirle.
¿Y si jamás llegaba a pronunciarlas?
De pronto lo inundó un miedo terrible, como si estuviese a punto de caer en un oscuro y pronunciado precipicio. Uno del que jamás lograría reponerse.
Sacudió la cabeza al tiempo que caminaba hacia el ascensor. No podía ser verdad que esa chica lo tuviera de esa manera.
Las puertas metálicas se cerraron, llevándoselo junto a su menguada sonrisa de inseguridad.
Al otro extremo, las puertas del elevador contiguo se abrieron casi al unísono con la anterior. Una gabardina oscura ondeó a la par de las zancadas seguras pero silenciosas que atravesaron los portones.
El rubio recorrió los pasillos, observando todo a su alrededor. Tenía las manos ocultas en los bolsillos y una mirada letal repleta de preocupación en el rostro.
—Señor, el horario de visitas se ha terminado —se apresuró a notificar la enfermera que minutos atrás había despachado al detective Hagler.
—¿No te avisaron acaso que yo quería quedarme con ella esta noche?
La mujer mostró una atónita mirada que solo duró breves segundos, pero que se disipó enseguida. O al menos pretendió ocultarla.
—¿Señor Collins? —preguntó apenada. Samuel asintió—. Disculpe, por favor. Me avisaron hace poco. —Se sonrojó ella al tiempo que le franqueaba la entrada. Ella misma caminó a su lado los pocos pasos que le faltaban para llegar hasta la habitación de Nona.
El hombre asintió, deseoso de que esa mujer cerrara la boca y le permitiera la entrada de una buena vez por todas. Cuando por fin lo hizo y él se vio a solas con una Nona inconsciente, lo único que pudo hacer fue quedarse de pie a los pies de la cama, observar a detalle cada rasgo de su rostro apacible, sereno... Nada de la antigua energía de esa mujer que tanto lo había impresionado se hallaba en ese cuerpo sedado. Empero, continuaba siendo bella. De una manera extraña y exótica, pero hermosa.
Finalmente, Samuel se decidió por aproximarse a ella y tomar asiento a su lado. Tomó una de sus blancas manos y jugueteó con ella sin poder dejar de mirarla. Un collarín la mantenía del todo inmovilizada. Aunque no era necesario; Samuel sabía bien que se encontraba completamente drogada. Así lo había decidido el especialista encargado de ella. Ese que él mismo había elegido para examinarla.
No había sido problema alguno. En cuando se enteró de lo ocurrido en el juicio aquella mañana, él había hecho las llamadas necesarias. Y el hecho de que los abogados auxiliares hubiesen decidido enviarla a ese hospital precisamente, había sido el golpe de suerte que tanto estaba anhelando. Aunque no le sorprendía demasiado. Después de todo, no había demasiadas clínicas de aquella magnitud en Oyster Bay. Era de esperar que decidieran llevarla a la suya.
Los Collins se habían adueñado de muchos establecimientos en el pueblo. Y dado su deseo siempre latente de ayudar al prójimo; un hospital venía perfecto para ambos. Samuel jamás se había sentido más feliz que aquella noche, mientras acariciaba la mano de Nona, de no haberse deshecho del lugar años atrás, cuando había deseado hacerlo.
Sonrió por lo bajo.
—Durante años solo podía sentirme tranquilo observando el rincón en el que guardaba mi diario. Debes saber ya que era mi bien más preciado —suspiró—. Habría muerto de haberlo perdido. Noche tras noche me sentaba en el mullido colchón sin dejar de observar aquel cajón. A veces incluso llegaba a sacarlo solo para contemplarlo con detenimiento... La verdad es que nunca creí que me liberaría de su hechizo, pero ahora estoy aquí... y no puedo dejar de contemplarte.
Un sonido a lo lejos hizo que tornara la cabeza con suavidad, pero no quería dejar de sostener la delicada mano de Nona.
—Estarás bien —susurró al tiempo que acariciaba la mejilla de la joven—. Me encargaré de que así sea. Así como he jurado encargarme de que la mujer que te hizo esto pague por todo.
Se puso de pie con delicadeza y se aproximó a la joven. Su primer instinto fue el de besar sus labios carnosos que parecían levemente abiertos para recibirlo. Pero a pesar de que los suyos casi los rozaban, Samuel se detuvo. Después de un par de segundos depositó un casto beso en su frente para comenzar a rodear la cama con lentitud. Rozando un par de dedos en las sábanas blancas que la cubrían. Observándola con fijeza. Como si temiese que en cualquier instante pudiera desaparecer.
Un nuevo ruido en la puerta lo hizo detenerse.
—Él está aquí —murmuró. Los rayos lunares se filtraban a través de las persianas de la ventana e iluminaban tenuemente el rostro de Samuel. Sus ojos parecían brillar con una bella tonalidad cetrina. Sus dedos continuaron deslizándose entre las sábanas, haciendo caso omiso a aquél intruso que solo pretendía asustarlo, pero Samuel estaba demasiado acostumbrado a su presencia.
De modo que solo supo liberar una sardónica sonrisa, mientras se apostaba de pie frente a Nona. Silencioso, oculto entre las sombras, vigilando su sueño.
—¡Sólo quiero saber si está bien! —exclamó un furioso Brent a través de la línea telefónica.
—Ya se lo he dicho, detective. No puedo dar ninguna información sobre los pacientes. Tendrá que esperar a que el doctor Davidson dé su autorización.
—¿Y a qué hora llega el doctor?
—Este día llega tarde, quizás a las 11:00 am. —La recepcionista colgó antes de que Brent hiciera una pregunta más. Apenas eran las seis y media de la madrugada y sin su dotación diaria de cafeína, ella no iba a ponerse a discutir con visitantes insistentes.
El detective arrojó el teléfono al tiempo que se dejaba caer sobre el colchón. No comprendía por qué diablos había hecho Holly una cosa semejante. Era evidente que Nona pretendía ayudarla a como fuera lugar, ¿por qué agredirla de esa manera?
No lograba comprenderlo del todo, pero estaba seguro de que tenía mucho que ver con la muerte de Boris Tarasov. El juez acababa de mencionar a ese testigo ausente unos segundos antes de que Saemann se volviese loca. Aunque, Macmaon nunca hizo mención de su nombre, entonces, ¿cómo demonios supo Holly de quién se trataba?
—A menos que...
Se incorporó con premura.
Michael Barker encendió el cigarrillo ante las miradas de desaprobación de las secretarias que tenía frente a él. Se encontraba en la morgue, aguardando a que los forenses encargados de su caso le dieran algo de información.
—Ya puede entrar, detective —le indicó la mujer mayor sin dejar de arrojarle petardos a través de sus gafas de botella.
Barker se puso de pie y penetró la estrecha puerta que la mujer le señalaba, no sin antes dejar escapar el humo que tenía guardado en la boca hacia la sala que dejaba, enfureciendo aún más a la secretaria.
Sonrió de modo pérfido mientras se daba la vuelta. Sin embargo, al dar un par de pasos al interior, este se quedó pétreo.
—¡Maldita sea, John! ¿No pudiste llamarme cuando terminaras? ¡Apesta!
—Tengo dos autopsias más este día y poco personal, así que si deseas que te diga algo sobre un difunto tendrás que aguantarlo. A menos que desees esperar a que termine el informe y te lo envíe, como a todos los detectives.
—No me importa observar un cadáver, pero ¿en verdad necesitas almorzar aquí? El aroma de tu café barato apesta toda la habitación.
—Es café turco.
—Una mierda a que es café turco.
El forense frunció el ceño, dirigiéndole una mirada lacónica a sus ayudantes, quienes continuaron con lo suyo.
—No he podido desayunar, Michael. A la próxima quizá puedas traerme una buena taza de café, ¿te parece?
Barker esbozó una media sonrisa. Amaba cuando las personas eran igual de sarcásticas que él.
—Bien, ¿qué tienes para mí, John?
—Datos muy interesantes, de hecho —dijo este, limpiándose la frente y volviendo a ponerse el guante ensangrentado que se había quitado para tomar la taza de café. Se acercó al cadáver para observarlo mejor. Se trataba de un hombre de mediana edad con una herida de bala en la cabeza. Seguramente un rifle, pues la parte posterior del cráneo estaba completamente deshecha—. Ya sabes que la cabeza de aquel pobre diablo estaba casi cercenada. Quizás no le dio tiempo al asesino de cortarla del todo. Los pliegues de la piel están molidos por entero, así que puedo asegurarte que, aunque el cuchillo no era demasiado afilado, la fuerza del asesino para atravesarle el cuello y posteriormente, comenzar a cortar, me dicen que se trata de un hombre. Joven, pero no demasiado. Quizás mayor de veinticinco años.
—Dudo mucho que el asesino pretendiera cortarle la cabeza. Tuvo tiempo de sobra para hacer lo que le viniera en gana. El cuerpo no fue encontrado sino hasta la mañana siguiente, casi al mediodía. Él sabía que estaría solo en casa, que a ese hombre no lo quería ni Dios.
—Pero ¿qué le hace pensar que no tenía intención de decapitarlo?
Barker atrapó el cigarrillo entre sus labios y se paseó por la sala para coger un pequeño bisturí que encontró en la mesa. Lo observó con detenimiento al tiempo que permitía que el brillo de la hoja lo deslumbrara, dejándose transportar por los recuerdos. Así como por la vorágine de visiones que desfilaron ante sus ojos.
... Ahí estaba Boris Tarasov, sentado apacible en la minúscula sala sucia. Rodeado por botellas de cerveza, iluminado únicamente por el brillo del televisor. Quizá miraba uno de esos telejuegos que transmitían por las noches.
Detrás de él se acerca aquél desconocido. Lentamente... acechándolo. Acaba de coger un cuchillo de la cocina. Lo sabe porque los dactiloscopistas acababan de revelarle el hallazgo de las huellas de Boris en el mango. Ahí estaban... los veía con claridad. El asesino aproximándose. Acortando cada vez más la distancia. Pero el departamento es demasiado pequeño, las viviendas a los alrededores se encuentran muy próximas a esa. El asesino lo sabe.
—¿Qué te pasa, Michael?
El detective lo miró de súbito, dejando caer el cigarrillo que estaba a punto de consumirse entre sus labios.
—No quería que gritara.
—¿Qué?
—El asesino de Tarasov. Atravesó el cuchillo en su cuello para que fuera incapaz de gritar.
—Pero ¿cómo es que estás tan seguro?
—Porque yo habría hecho lo mismo.
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