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Tercera parte



—Oh, Charlie, es... es... —Te cubriste la boca con la mano—. Es magnífica.

—Vamos, no es para tanto. —Sacudí la cabeza entre risas cargadas de vergüenza y nerviosismo—. Tú pintas mil veces mejor.

Ambos admiramos con atención la pintura que debía expresar lo que sentía: un corazón sangrante envuelto en espinas sobre el que volaba una nube que lanzaba gotas de lluvia. Debo admitir que, para ser mi primera vez pintando después de tantos años, estaba sumamente satisfecho con el resultado. Al parecer, tú también.

—¿Puedes explicarme tu obra, por favor? —solicitaste, aún pasmado. No despegabas los ojos del lienzo.

—¿No se supone que tú eres el artista? —Enarqué una ceja, nuevamente riendo—. Deberías ser capaz de interpretarla por ti mismo, Picasso.

—Vamos, Charlie.

—Está bien, está bien. —Me reí—. Este corazón que ves aquí es una réplica del mío. Las espinas representan todos los traumas y dificultades que he atravesado a lo largo de mi corta vida, y también son una representación del encierro y aislamiento que yo mismo me he impuesto desde los diez años. La nube es la representación del mundo en el que vivo: uno que siempre me llueve encima, que lanza rayos sobre mí y que bloquea la luz del sol; o sea, la felicidad... pero, si te das cuenta, a pesar de las espinas y tormentas, el corazón permanece intacto, incluso si este sangra debido a sus heridas. Esto quiere decir que, más allá de toda la mierda que me agobia y me rodea, tengo un corazón que sigue sobreviviendo, latiendo y sintiendo.

Tu fascinación era evidente. Ibas a decir algo, pero notaste que había algo más en la pintura, así que te acercaste para examinarla mejor.

—¿Es eso una...?

—Una C —completé por ti. Señalabas el centro del corazón envuelto en espinas—. Una C de Caín, el dueño de mi corazón y del que me volvería a enamorar en mil vidas más.

Regresaste tu mirada a la mía y la sostuviste. Estabas serio, pero lucías como si mil pensamientos divagaran por tu mente, tantos que no sabías cómo reaccionar.

Tu labio inferior tembló y un escalofrío recorrió mi espina dorsal. No entendía qué estaba pasando, me mirabas como si estuvieras a punto de hacer algo de lo que no habría marcha atrás. 

—¿Qué pasa, Caín? —pregunté, alarmado—. ¿Estás bien?

Entonces, sucedió.

El mundo dejó de girar.

El tiempo se detuvo.

Las estrellas cayeron del cielo.

El amor y el odio hicieron las paces.

El sol y la luna colisionaron.

El día y la noche se enamoraron...

Y tú besaste mis labios por primera vez.

No podía creerlo.

Sentí que mi mente estalló y que mi corazón dejó de funcionar debido al impacto.

No fui yo quien se atrevió a llevar mis labios a los tuyos esta vez, sino que fuiste tú quien dio la iniciativa y quien nos unió mediante la magia de un primer beso oficial.

Me dejaste petrificado. No podía hacer nada excepto mantener los ojos abiertos y tiritar como una torre al borde del derrumbe. No sé por qué, pero me embargó el terror. Tal vez me asustó pensar que lo sucedido era un sueño, pero no lo era. 

Mis años de sufrimiento ya no pesaban tanto como antes gracias al contacto de tu boca. Cada partícula de hielo que enfriaba mi corazón fue derretida por el calor de tus labios, los que se sentían un millón de veces más deliciosos de lo que soñaba.

Cuando finalmente mi cuerpo respondió y se liberó de la inmovilidad, tu boca seguía unida a la mía, así que conduje mis manos manchadas con pintura hacia tus mejillas y tu pelo, mientras que tú deslizaste las tuyas por mi espalda y me presionaste contra ti como si nunca quisieras dejarme ir.

Mi cuerpo ardía en llamas tan calientes como el infierno. Jamás sentí tanto calor como cuando tus manos tatuaron marcas imborrables en mi piel. Siempre fantaseé con ser besado por ti, pero ninguna de mis ensoñaciones se asemejó a la realidad. Besarte era algo demasiado mágico como para no tratarse de una alucinación. Sentí que fallecimos, que llegamos al paraíso y que desde entonces seríamos solo tú y yo lejos de los problemas, del peligro y de los prejuicios.

De repente, sin darme cuenta, comencé a llorar, pero fue el llanto más hermoso y liberador de mi existencia. Mi mayor anhelo acababa de cumplirse: me querías y deseabas tanto como yo a ti.

Nuestros labios se llenaron de mis lágrimas, pero no te importó. No separabas tu boca de la mía. Ninguno de los dos tenía intenciones de acabar lo que recién habíamos empezado.

El beso fue dominado por el ansia y por la desesperación. La voracidad con la que te movías demostró que tú también esperaste mucho tiempo por ese momento, y la forma en la que me aferrabas dejó más que claro que no soy solo un amigo para ti.

Alejamos nuestros labios y nos miramos a los ojos. Yo los tenía empapados; no podía parar de llorar de felicidad.

Limpiaste las lágrimas que cubrían mi cara. Pude ver que, tal como los míos, tus ojos se cristalizaron. Lucías tan emocionado como yo. Los últimos rayos del sol ardían en tu mirada; parecías un ángel volando a través del atardecer.

—¿Por qué lloras? —inquiriste con una tierna preocupación y la voz un poco agitada debido a la euforia del momento.

—Porque estoy feliz —respondí lo mejor que me permitió el llanto—. Muy feliz.

Nos regalamos las sonrisas más genuinas del universo. Nunca olvidaré lo contento que te veías tras besarme. Volviste a acercar tus labios a los míos; me estremecí ante la expectativa de un nuevo beso.

—Eres hermoso, Charlie —susurraste sobre mi boca; tu nariz presionando la mía—. Lo más hermoso que haya conocido.

Mi cuerpo se encontraba junto al tuyo, pero mi mente volaba hacia galaxias lejanas y desconocidas. Jamás me consideré un chico hermoso, tampoco imaginé que alguien sería capaz de encontrar belleza en mí.

—Te amo —confesé. Aquellas palabras salían de mi boca con naturalidad—. No lo olvides, Caín. Te amo y siempre te amaré.

Me diste otro beso apasionado como respuesta.

Me avergonzó el no saber cómo besarte, pero no le presté tanta importancia. Nuestras bocas se acoplaban como si hubieran sido creadas para juntarse. Sentí tu lengua bailando sobre la mía y juro que por poco me derretí. Aunque me avergüence admitirlo, mi cuerpo exigía liberarse de las prendas gruesas que lo cubrían para sentir nuestras pieles en contacto sin ningún impedimento. 

Metiste tus manos por debajo de mi playera y se me puso la carne de gallina al sentir el calor y la suavidad de tus palmas. Se me escapó un gemido que se perdió dentro de tu boca, y tu respiración aumentó de intensidad al igual que nuestra temperatura corporal.

Me urgía que me tocaras de los pies a la cabeza. Quería tus manos y tus labios en cada centímetro de mi anatomía, de modo que grabaras tu recuerdo para siempre y que tu nombre quedase tatuado en todo mi ser.

Separaste tus labios de los míos, pero nuestras frentes seguían unidas. Ambos respirábamos entre jadeos y temblábamos como si cometiéramos un crimen con solo tocarnos.

—Si pudieras plasmar en una pintura lo que sientes ahora, ¿qué pintarías? —preguntaste sobre mi boca en un tono susurrante y demasiado excitante.

—Un sol —respondí, extasiado—. Porque estoy ardiendo.

Sostuviste mi mirada una vez más y me besaste con mayor pasión. Estaba tan excitado que tarde o temprano me desmayaría. 

El sol finalmente desapareció entre las montañas, nos quedamos a oscuras en medio de tu ático. Luego de decenas de besos inolvidables, nos abrazamos con tanta fuerza que por poco nos lastimamos. Tú hundiste la cara sobre mi cuello y yo deposité una suave caricia de mis labios en el tuyo.

—Ven conmigo —susurraste en mi oído tras levantar la cabeza.

Rompiste nuestro abrazo y me tomaste de una mano para dirigirme a la rústica cama que yacía en una esquina de tu ático. Mi corazón bombeaba a toda velocidad debido al pánico. ¿Acaso otra de mis más grandes fantasías estaba a punto de cumplirse?

El pánico fue reemplazado por el terror. No estaba preparado para hacerlo, no con mil recuerdos horrorosos albergados en mi mente. Por un instante creí que los había dejado atrás gracias a ti, pero me equivoqué. El amor no es suficiente para acabar con el dolor.

—¿Qué pasa? —preguntaste al notar que me congelé a un metro de distancia de tu cama.

—No puedo hacerlo —admití—. Lo siento.

—¿Qué no puedes qué...? —No podía verte bien entre la oscuridad, pero noté que frunciste el ceño—. ¡Oh, no, no quiero que tengamos sexo! —aseguraste entre risas—. Solo quiero que estemos más cómodos. Créeme, no haría nada que te incomodara.

Me ardieron las mejillas.

—Es que yo creí que...

—Pues creíste mal —interrumpiste con otra tierna risa y acariciaste una de mis mejillas—. No te quiero para eso. 

Mi sonrisa fue inevitable.

—Recuéstate —pediste en voz baja—, y no tengas miedo. Lo último que quiero es que me temas.

Me recosté en la cama sin saber qué era real. Cada segundo era demasiado perfecto como para serlo. Temía que todo fuera una alucinación. 

—Voy a prender las luces —informaste.

—¡No! —rogué—. Me gusta la oscuridad.

—Quiero verte. Necesito admirar cada detalle de tu rostro. No tienes que esconderte de mí, Charlie. Conmigo no necesitas una máscara.

La humillación se apoderó de mi ser. La verdad es que quería que nos quedáramos a oscuras porque me daba vergüenza mirarte después de lo que hicimos. La inesperada seguridad que gané minutos atrás se había extinguido.

Prendiste las lucecillas que recorrían el cuarto y no pude evitar mirarte a la cara. Me observabas con ternura, pero no fui capaz de sostener el contacto visual por más de cinco segundos.

—Ven aquí —dijiste al acomodarte junto a mí en la cama.

Me recosté sobre tu pecho, besaste mi cabeza y me abrazaste con dulzura. Nos quedamos en silencio y en la misma posición por lo que se sintió como una vida entera. Me relajé escuchando los latidos de tu corazón. Me habría dormido de no ser porque era imposible conciliar el sueño estando contigo.

—Me gustas mucho, Charlie —confesaste de repente.

Me alegró recibir una confirmación de tu parte.

—Y ¿qué pasó con tu atracción por Nora? —inquirí entre risas forzadas. Me aterraba que te siguiera gustando.

—¿Qué pasó con tu atracción por Luis? —preguntaste en respuesta, y ambos nos pusimos a reír.

—Seguro adivinaste que nunca me gustó. —Me atreví a levantar la cabeza de tu pecho para mirarte a los ojos—. Yo solo te quiero a ti.

Esbozaste otra sonrisa y me diste un beso apasionado.

—Lamento si tardé tanto en aceptar que me gustas —musitaste al separarnos. Había cierta tristeza en tu expresión—. Espero que no sea demasiado tarde.

—Nunca lo será entre nosotros.

Suspiraste con melancolía.

—No te merezco. —Agachaste la mirada—. Eres demasiado bueno para mí. Yo solo te he hecho sufrir y te he apartado por culpa del miedo... pero ya no puedo seguir negando lo que siento por ti.

—Más vale tarde que nunca. —Hice el esfuerzo por sonreír para reducir tu remordimiento. No quería que nada estropeara nuestro primer día como algo más que amigos.

Acabaste devolviendo la sonrisa y me diste uno tras otro besito en toda la cara, lo que nos hizo reír.

—¿Puedes quedarte conmigo esta noche? —pediste mientras acariciabas mi cabello—. Me niego a aceptar un no como respuesta.

—Mis padres han de estar preocupados —lamenté—. Se volverán locos si no vuelvo a casa, y no...

—Por favor —suplicaste junto a un puchero del que no pude resistirme.

—Bueno. —Puse los ojos en blanco como si no deseara pasar la noche contigo—. Me quedaré.

—¡Qué bien! —celebraste con una contagiosa alegría—. Pero lamento informarte que nunca te dejaré ir. Desde hoy serás mi rehén y yo tu sexy secuestrador de película barata.

Ambos reímos.

—¿Debería preocuparme? 

—No —susurraste—. Deberías besarme.

Amplié mi sonrisa y volví a juntar mi boca con la tuya. Honestamente, no me importaría pasar cada día del resto de mi vida a tu lado. Mi hogar ya no se siente como uno, y no hay otro lugar en el mundo en el que me gustaría estar si no es en aquel ático en donde iniciamos una relación.

Nos besamos, tocamos y conversamos de mil cosas diferentes por horas. Luego de cruzar la línea que separa la amistad del amor, me sentía extremadamente cómodo a tu lado, tanto que era capaz de hablar de lo primero que se me cruzara por la mente. Te conté sobre mi infancia, mis pasatiempos y otras cosas sin sentido, y estuve a punto de confesar que escribo cartas en tu nombre, pero decidí mantenerlas en secreto por un tiempo más, consciente de que querrías leer cada una de ellas.

El sueño comenzó a vencernos cerca de las dos de la madrugada. Necesitaba comer y darme una ducha, pero no quería moverme. Me sentía en paz entre tus brazos.

—Gracias —musitaste en mi oído. Ambos estábamos a punto de dormirnos.

—¿Gracias por? —pregunté, luchando contra la somnolencia.

—Por hacerme feliz.

Te miré. Tu sonrisa fue reemplazada por un bostezo. Te besé por última vez y volví a recostar mi cabeza sobre tu pecho.

—Buenas noches, pequeño —musitaste.

—Buenas noches, hermoso.

Y ambos caímos dormidos.

Pensé que no sería capaz de dormir, sin embargo, lo hice. Era de esperarse, pues desde la infancia no me sentía tan relajado. Pasaron años desde la última vez que logré conciliar el sueño sin proyectar pensamientos oscuros en mi mente.

Esta noche, todo fue diferente. La felicidad que me llenaba era superior a cualquier otro sentimiento.

Por desgracia, dicha felicidad no duró por mucho. Acabó específicamente cuando ambos despertamos de golpe al escuchar gritos provenientes de tu habitación.

—¡Caín! —llamaba alguien desde abajo. Sonaba furioso—. ¡Caín!

Sí.

Era tu padre.


continúa



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