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Segunda parte

📝

Pasaste al baño a buscar un kit de emergencias para curar mis heridas. Mientras tanto, subí a tu ático secreto.

Merodeé por el cuarto y examiné con atención cada una de las pinturas colgadas en las paredes. Vi una que me llamó la atención, una en la que no había reparado la primera vez que estuve ahí: era una pintura de dos personas besándose.

Sus formas eran un tanto abstractas, pero a simple vista se podía apreciar que era un par de figuras masculinas.

Ambos tenían el cabello corto. Uno lo tenía castaño (como tú) y el otro lo tenía negro (como mi color original).

No pude evitar pensar que podría tratarse de nosotros. Todo el amor que sentía por ti y que me esforcé en disminuir regresó de golpe. Que me confesaras que sentiste celos por mi beso con Alina y que descubriera dicha pintura alimentó mis esperanzas de que podrías enamorarte de mí.

Llegaste al ático con el kit médico en tus manos. Me descubriste enfrente de la pintura de los chicos besándose; noté la vergüenza en tu rostro al verme contemplarla.

—Es preciosa, Caín —susurré.

Te paraste a mi lado y echaste una mirada inquisitiva a la pintura.

—La hice hace un año —informaste antes de que te lo preguntara.

Mis ilusiones de que aquellos chicos fuéramos nosotros se perdieron en el aire. Hace un año ni siquiera nos hablábamos.

—¿Por qué pintaste dos chicos besándose? 

Me miraste y sonreíste al responder.

—Me gusta pintar diferentes tipos de amor. —Señalaste nuestro alrededor—. Si miras con precisión, notarás que en mis pinturas reflejo el amor por la naturaleza, el amor por los animales, el amor por la familia, el amor por las estrellas, el amor entre chicos y chicas y el amor entre cualquier otro tipo de pareja. Limitarnos a aceptar un solo tipo de amor es ridículo. El mundo es demasiado grande y los humanos somos muy subjetivos como para permitir que nos impongan qué tipo de persona debemos amar.

Me detuve a leer entre líneas y me di cuenta de algo.

—¿Con esto me estás diciendo que no eres heterosexual? —inquirí.

Mi pulso se aceleró al esperar tu respuesta.

Te acercaste tanto a mí que pensé que ibas a besarme. En lugar de hacerlo, llevaste tus labios a mi oído para susurrar:

—No sé lo que soy, solo sé que soy Caín: un chico que ama, que vive y que siente, pero que también es tan cobarde que no es capaz de ser como le gustaría. Un chico que repudia su pasado, que detesta su presente y que le teme al futuro. No soy tan seguro de mí mismo como crees, Charlie. Mucho de lo que ves es solo una farsa.

Te alejaste y presencié una profunda tristeza en tu mirada.

No se me ocurrió nada mejor para consolarte que envolverte en mis brazos con toda mi fuerza.

—Conmigo no tienes que fingir —musité sobre tu hombro—. No quiero que seas el chico atlético, popular, exitoso y codiciado entre las chicas. —Me separé de ti—. Quiero que seas el mismo que estás siendo ahora. El mismo Caín que supe ver y sentir incluso antes de acercarme a ti, y el mismo del que me enamoré.

Sentí una gran liberación luego de admitir por segunda vez que te amaba. La primera la dije con furia y con alcohol en la sangre, pero hoy lo hice de corazón y a plena consciencia.

Esperé una reacción positiva de tu parte. Por desgracia, esta no llegó.

—Debemos curarte esas manos —recordaste, incómodo.

No sentí dolor por tu rechazo. De alguna forma, me estoy volviendo inmune a él, o tal vez me acostumbré tanto a sentirlo que ya no me lastima. Lo que sí sentí fue una gran humillación, porque insistía en aferrarme a la creencia de que en algún momento te fijarías en mí como algo más que un amigo.

Me ordenaste que me sentara en un sofá instalado en una esquina del ático. Tú te sentaste frente a mí en una silla de madera tan añeja como el sofá y me pediste que extendiera mis manos para que las curaras. Limpiaste cualquier rastro de sangre en ellas. No negaré que me dolió en el proceso, pero sentir tus manos en las mías y atestiguar el cariño con el que me curabas fue suficiente para soportarlo.

—Ya está —anunciaste con una sonrisa tras poner un par de parches en mis palmas—. Estarán como nuevas en unos días.

—Gracias. —Sonreí con timidez.

Nos miramos en silencio por al menos diez segundos, hasta que fui yo quien desvió la mirada.

—¿Por qué me miras tanto? —pregunté, mirando hacia la nada.

Te oí suspirar.

—Te extrañé mucho —confesaste.

Mil mariposas invadieron mi estómago.

—Ven aquí. —Extendiste tus brazos hacia mí.

Me acerqué a ti y me dejé envolver por el calor de tus brazos. Me sentía tan a gusto que, por unos segundos, cada uno de mis problemas perdió importancia.

—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntaste una vez que nos separamos.

Pensé mil cosas que preferí callar.

En lugar de decir lo que realmente deseaba, escudriñé el ático y escogí lo siguiente:

—Quiero que me enseñes a pintar.

Exhibiste una alegre sonrisa y asentiste con fervor.

Si te soy honesto, no soy completamente nulo en lo que al arte se refiere. Cuando era niño, amaba embarrarme las manos con pintura y crear maravillas de múltiples colores. Mis padres solían decir que sería un gran artista al crecer, pero lo sucedido con Joaquín me hizo renunciar a muchas de las cosas bonitas que ofrece la vida. 

Pasaste horas explicándome, mostrándome y enseñándome todo lo que necesitaría saber para realizar una buena pintura (o al menos una decente). Me hablaste sobre técnicas de color, dominio de luces y sombras y un montón de otros conceptos que ya no puedo recordar. No te enojes; tu entusiasmo me cautivó tanto que apenas podía pensar en algo más que no fueras tú.

Finalmente, después de horas de enseñanza básica y uno que otro descanso para comer o para hablar de cualquier cosa que no tuviera que ver con el arte, nos paramos frente a un lienzo en blanco que solo yo tocaría. Tenía un pincel en mis manos y pinturas de todos los colores a mi disposición. El ático era bañado por la luz crepuscular que se colaba por la ventana.

—Para empezar, quiero que pintes en ese lienzo algo que exprese tus sentimientos —ordenaste, mirándome a los ojos. Te veías hermoso ante los rayos del sol de la tarde.

—Pero aún no sé pintar tan bien. Me has enseñado muchas cosas, pero no lo sufi...

—Todos sabemos pintar —interrumpiste—. Algunos lo hacemos mejor que otros, pero, al fin y al cabo, casi todos somos capaces de tomar un pincel, bañarlo en pintura y deslizarlo por un lienzo, una hoja o cualquier otra superficie. Sí, puede que existan técnicas y prácticas que harían de tu pintura algo mejor, pero ni los más avanzados conocimientos te servirán si no eres capaz de expresar tus emociones a través de lo que estás pintando.

—Como con la música —añadí con entusiasmo—. De nada sirve tener una buena voz si no somos capaces de expresar lo que sentimos.

—Exacto —asentiste con una sonrisa—. Así que sabes de música, ¿eh?

—Hay mucho que no sabes de mí —dije en tono bajo y misterioso.

—Pues... me encantaría descubrirlo todo —musitaste, y cada centímetro de mi cuerpo se quemó.

Sostuvimos nuestras miradas hasta que recordamos lo que íbamos a hacer.

—Bueno, ¡a pintar, jovencito, que no tengo todo el día! —vociferaste, y yo me reí. Imitaste muy bien a nuestro profesor de artes.

Mordí mi labio inferior y tomé el pincel, pero no sabía por dónde empezar. Ni siquiera sabía qué color elegir. Reflexioné sobre lo que podría expresar mis sentimientos y se me ocurrió algo perfecto.

Empapé mi pincel de rojo, pero, antes de comenzar a pintar, te pedí lo siguiente:

—¿Puedes ponerte detrás del lienzo?

—¿Para qué? —Frunciste el ceño—. ¿Vas a pintarte a mí?

—No. Es solo que no quiero que veas lo que haré hasta que lo termine.

—Como quieras. —Te encogiste de hombros y te dirigiste al sitio indicado.

Me dispuse a pintar. No fue tan difícil como esperaba, pero se me hacía difícil debido al dolor de mis manos y a los parches pegados en ellas. Intenté recordar e imitar todas tus enseñanzas e instrucciones, así como me remonté al pasado y reviví al Charlie infantil que amaba expresarse a través del arte. Sentí que el lienzo estaba hecho para mí, y me percaté de que pintar era algo que hace mucho tiempo quería volver a hacer.

—¿Cómo es que tu padre no ha descubierto este lugar? —consulté mientras pintaba, harto de tanto silencio—. ¿Nunca te ha oído clavando pinturas en la pared o algo parecido?

—Solo vengo aquí cuando papá no está en casa —respondiste. Caminabas de un lado a otro en la espera a que terminara—. O sea, casi siempre. Él nunca viene, por eso no esperaba que se presentara a cenar cuando te quedaste a dormir. Mi padre trabaja de lunes a viernes y suele pasar los fines de semana con su amante.

—¿Amante? —Dejé de pintar.

—Sí, amante. —Te reíste con tristeza de fondo—. No me mires con esa cara de lástima, ya lo tengo asimilado. Mamá cree que no lo sé, pero no soy estúpido. Me di cuenta hace mucho tiempo de la doble vida de papá. Es irónico que alguien que engaña a su esposa y que nos golpea tenga el descaro de decirnos qué está bien y qué está mal.

—Lo siento mucho, Caín.

—Da igual, en serio. 

—Y... ¿tu padre nunca ha subido aquí? —pregunté para cambiar de tema.

—No. Él piensa que nuestro ático está vacío. Guardamos nuestras cosas viejas en el sótano, por lo que no tendría necesidad de intentar venir a esta habitación. Se supone que no se puede, porque mi armario bloquea la entrada. Mi madre contrató a un carpintero para quitarle la parte trasera al mueble y así tener acceso a este lugar. Increíble, ¿no?

—Y mucho —asentí—. Desearía tener un lugar secreto como este para escapar de la realidad.

—Siempre puedes venir aquí si lo necesitas —ofreciste con una sonrisa bañada por el atardecer—. Mi hogar siempre será tu hogar.

Ambos sonreímos.

—¿Cómo vas con la pintura? —Te acercaste.

—Solo un poco más.

Al cabo de unos minutos, creí tenerla finalizada, así que te la mostré.

Y, cuando la viste, abriste los ojos de par en par.


continúa




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