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Tercera parte

📝

Ingresamos a la casa de Luis. Subimos las escaleras y, tal como si estuvieras en tu propio hogar, me llevaste a una de las habitaciones del segundo piso y encendiste una lamparilla situada sobre una mesita de noche.

—Acuéstate, borrachín —ordenaste en un tono dulce y fraternal que me remeció—. El nuevo Charlie necesita dormir.

—¿Qué? ¡No! —Me quejé—. La fiesta acaba de comenzar. Déjame beber y divertirme, necesito divertirme...

—Son las tres de la mañana —increpaste, ahora con voz de padre autoritario—, y estás demasiado ebrio. Recuéstate y descansa. No quiero que amanezcas enfermo.

—¡Ni siquiera sé de quién es esta habitación! —chillé. Sonaba muy borracho—. ¡Quiero volver a la fiesta!

—Es una habitación para invitados. Acuéstate, Charlie. No me obligues a obligarte. —Sonreíste con malicia.

Te devolví la sonrisa y, como pude, regresé corriendo al pasillo. Rápidamente me perseguiste y me agarraste por detrás, luego me diste la vuelta y me levantaste sobre un hombro.

—¡Bájame, Caín! —rogué con desesperación. La bilis se acumuló en mi garganta—. ¡Voy a vomitar!

—Estaría bien que vomitaras la alfombra y Luis se llevara un castigo de aquellos —dijiste entre risas con esfuerzo mientras me llevabas de regreso a la habitación—. Sí que se lo merece.

—¡Bájame, bájame! —seguía insistiendo.

Me lanzaste sobre la cama y el mundo dio vueltas a mi alrededor.

—¡Te odio! —espeté con las manos en la cabeza—. ¡Si vomito será tu culpa!

—Si vomitas será culpa de todo el alcohol que has bebido, chico malo. —Te reíste—. Debes tener cuidado, Charlie. La primera vez es la peor de todas.

Me sonrojé al pensar en otro tipo de primera vez. Mis sentimientos por ti regresaron de golpe al hallarnos a solas en un cuarto cerrado.

Nos quedamos en silencio. Me limité a mirarte de pie junto a la cama y, como de costumbre, nuestras miradas expresaban de todo. Mil palabras sin decir flotaban en el aire.

—Hazte a un lado —ordenaste de repente, acabando el silencio que sentí incómodo pero delicioso al mismo tiempo.

—¿Para qué? —Fruncí el ceño, nervioso. La respuesta era evidente, pero quería escucharla salir de tu propia boca.

—Para acostarme contigo, duh. —Sonreíste—. Ya, muévete.

Te di espacio para que te recostaras, pero no el suficiente como para que quedaras lejos de mí.

Si bien no deberíamos acercarnos después de todo el resentimiento que se ha forjado entre nosotros, el alcohol en mi sangre nubló mi sentido común y no me permitió apartarme de ti. Sé que, aunque no estuviera ebrio, tampoco sería capaz de mantener mis barreras en alto. Nadie me debilita tanto como tú.

Estabas tan cerca de mí que sentí la urgencia y la necesidad de tocarte. Me grité a mí mismo que no lo hiciera, pero ya no podía controlar las ganas. Debes entenderme, te tenía junto a mí después de semanas de una dolorosa distancia que creí que nunca cesaría.

—¿Puedo abrazarte? —pregunté de golpe. Ya era tarde para arrepentirme.

Examinaste mi rostro y te quedaste callado por varios segundos. Tenías una expresión seria que pronto se convirtió en sonriente.

—Siempre podrás abrazarme, oxigenado.

Lo dijiste a modo de broma, pero sé que había bastante profundidad en tus palabras.

—Claro, siempre —repetí con sarcasmo. Se me habían quitado de golpe las ganas de abrazarte—. Qué curioso, porque fue hace unas semanas que me pediste que no volviera a acercarme a ti.

Expulsaste un suspiro cargado de cansancio y de dolor. No hacía falta que hablaras para expresar tus emociones, ya estaba aprendiendo a identificarlas. Sí, estaba ebrio, pero tu angustia era más que evidente. Algo pasaba, algo que no lograba comprender. Quise preguntarte qué sentías, pero no quería aumentar la incomodidad de nuestros minutos a solas.

—Estuvo mal, ¿sí? —aceptaste después de un rato—. Lo admito. No debí pedirte que te alejaras de mí, porque la verdad es que yo no puedo alejarme de ti.

Abrí los ojos de par en par. El tono íntimo con el que pronunciaste cada palabra se sintió muy especial como para tratarse de una declaración netamente amistosa.

Te miré de soslayo y vi súplica en tu mirada. Regresaron mis ganas de abrazarte, pero el maldito orgullo no me permitía moverme todavía.

—¿Por qué no puedes alejarte de mí? —pregunté, intrigado. Hice lo posible para que no me temblara la voz.

—Porque somos amigos, Charlie.

Quise golpearte. En serio, quise hacerlo. Me controlé lo mejor que me permitió la borrachera.

¿Tenías que arruinarlo todo con aquel término? ¿Tenías que sacarme en cara que nunca seremos algo más que simples amigos?

Por millonésima vez, reinó un silencio que parecía eterno, el que tú decidiste cesar.

—¿Puedo abrazarte? —preguntaste con dulzura cerca de mi oído.

Volví a pasar de la molestia a la sorpresa. Mi corazón se aceleró ante la posibilidad de abrazarte. Se supone que te estaba olvidando, pero todos mis sentimientos por ti recobraron su fuerza y volvieron a la vida como si nunca hubieran disminuido.

Por más que quisiera negarme a tu contacto, no habría podido hacerlo, porque tienes la maldita capacidad de revertir mis emociones y de derrumbar cada uno de mis obstáculos.

—Siempre podrás abrazarme, Picasso —susurré con total sinceridad.

—¿Picasso? —Te reíste y frunciste el ceño—. ¿Es en serio?

—Cállate y abrázame, estúpido —espeté, más impaciente que nunca.

Te reíste otra vez y me miraste con fijeza. Nuestras bocas callaban, pero nuestros ojos gritaban de todo.

Acercaste una mano a mi frente y me acomodaste un mechón de pelo que me la cubría. Sentí que me ardió la piel con el toque de tus dedos.

—¿Sabes? Creo que me está gustando tu nuevo aspecto —confesaste en susurros—. Te ves... guapo.

Se me paralizó el corazón.

—¿Guapo? —Me falló la voz—. ¿Lo dices en serio?

—Completamente. —Acercaste tu rostro al mío.

Pensé que ibas a besarme, pero en realidad tu intención era envolverme en tus brazos. 

—Ven aquí —dijiste al apretarme contra tu pecho.

Sentí que volví a nacer. Por primera vez en mucho tiempo, nos estábamos abrazando.

Se me humedecieron los ojos. No sabes cuánto necesitaba que me acogieras en tus brazos y que me ayudaras a contrarrestar el dolor que he sufrido últimamente.

De pronto, pusiste una mano sobre mi cabeza y acariciaste mi pelo. Tu toque era cariñoso y delicado, bastante inapropiado para dos "amigos". Supongo que tendré que dejar de considerar cada detalle como una señal de que sientes lo mismo que yo.

Por suerte, nuestro momento de intimidad perdió un poco de importancia cuando aumentaste la intensidad de nuestro abrazo aplicando la suficiente fuerza como para asfixiarme.

—¡Me vas a matar! —grité sobre tu pecho con exageración.

—Déjate querer, Supercharlie —dijiste entre risas y me liberaste.

Me levanté para recuperar el aire y nuestros rostros volvieron a quedar a escasos centímetros de distancia, esta vez el mío sobre el tuyo. Quise besarte, pero no quería enfrentarme a tu rechazo otra vez, así que en lugar de hacerlo recosté mi cara contra tu pecho y me deleité con los latidos de tu corazón.

Acariciaste mi pelo con tanta ternura que no pude evitar sonreír. No se oía nada salvo la música, las risas del exterior y el sonido de nuestras respiraciones. No me sentía tan tranquilo en meses. Solo tú eres capaz de convertir mi cabeza en una furiosa tempestad y de brindarme la calma necesaria para amainarla.

—Te extrañé mucho, Caín —admití sin darme cuenta. Culpo al alcohol.

—Y yo a ti, Charlie —confesaste—. Y yo a ti.


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