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Segunda parte

📝

—¿A qué le temes, Charlie?

La noche se cernía sobre el bosque. No era tan cálida como la de ayer, se aproximaban nubarrones que oscurecerían el cielo dentro de poco. Me arriesgaba a ganarme una nueva reprimenda por parte de mis padres por llegar tarde, pero me dio igual. Nada me importa cuando se trata de estar contigo.

—No lo sé. —Me encogí de hombros—. A muchas cosas...

Tengo una cantidad innumerable de miedos. A veces le temo incluso a mi propia sombra. Siento que, en cualquier momento, esta podría abandonarme como si fuera una persona más cansada de mi compañía.

—A la soledad. —Decidí responder—. Es curioso, ¿sabes? Hago mi mayor esfuerzo por alejar a la gente, pero me aterra pensar que algún día quedaré completamente solo. Me es imposible elegir si me gusta o no el aislamiento. A veces sueño con vivir en una burbuja que me proteja del mundo y de sus habitantes y, otras, con tener un montón de amigos que me digan que me quieren, que me inviten a sus fiestas y que...

Descubrí que me mirabas fijamente.

—¿Qué pasa?

—Nada. —Sonreíste—. Es solo que me gusta cuando dices más de dos palabras.

Ambos reímos.

—Contigo es fácil... ya sabes, hablar. Me siento muy bien a tu lado.

Esbozaste una sonrisa más grande que las anteriores.

—¿A qué más le temes, Charlie?

—¿Por qué quieres saber mis miedos? —Fruncí el ceño.

—Creo que la forma más íntima y eficaz de conocer a una persona es a través de sus miedos —respondiste con naturalidad—. Todos intentamos demostrarle a los demás lo interesantes que somos, y solo hablamos de cosas divertidas porque no queremos espantar a nadie. No a cualquiera le hablamos sobre aquello que tememos y que nos quita el sueño.

Perdí la mirada en el horizonte. Quedaba solo una porción de sol a la distancia, la penumbra nos envolvería en minutos. Reflexioné un momento y elegí cuál es mi mayor miedo por sobre los demás.

—La gente —confesé sin despegar la mirada de la línea anaranjada—. Le temo mucho a la gente. Es cosa de prender el televisor y ver las noticias para notar lo peligrosos y violentos que son los seres humanos. Matan, violan, contaminan, discriminan, atacan, odian, abusan... les tengo miedo. Mucho miedo. —Comencé a tiritar.

—Tú también eres humano, Charlie, y no haces esas cosas. —Frotaste mi espalda con una mano.

—Odio serlo. Odio pertenecer a la misma especie que personas que creen tener el derecho de herir a otras. Si pudiera dejar de ser humano, dejaría de serlo.

—Y ¿qué te gustaría ser? —inquiriste, nuevamente sonriendo—. Yo creo que serías una gran ardilla.

—¿Una ardilla? —pregunté, ceñudo—. ¿Por qué?

—Por estos cachetes tan grandes que tienes. —Agarraste mis mejillas con tus dedos y las presionaste con fuerza.

—¡Oye! —Liberé mi rostro de tus manos y me reí—. Al menos sería la mejor ardilla que el mundo podría conocer. Tú no pasarías de un insecto.

—Eres más seguro de ti mismo como ardilla que como humano —apuntaste, riendo—. Creo que deberíamos buscar la forma de convertirte.

Nos reímos con total espontaneidad. Me encanta cómo pasamos de hablar temas profundos a reír como si nada.

—Es mi turno de preguntar —dije tras un cómodo silencio—. ¿Cuál es tu peor miedo, Caín?

—Nunca encontrar la felicidad —contestaste de inmediato, mirándome a los ojos. Tu sonrisa había desaparecido.

—¿No eres feliz?

Tu silencio fue la única respuesta.

—¿Cómo son las cosas en tu casa, Charlie? —consultaste al cabo de un rato. Ya aparecían estrellas en las alturas.

—Normales, supongo... bueno, tan normales como pueden ser para un chico que apenas habla con su familia.

Miré hacia el cielo casi nublado y suspiré con tristeza. Mis padres creen que no me afecta ser tan callado y distante en casa, pero se equivocan. Me duele no ser capaz de tener una relación cercana con ellos.

Desearía tener la capacidad de aproximarme al resto de la gente tal como me he acercado a ti, Caín.

—¿Por qué eres tan tímido? —Hundiste el entrecejo—. Eres muy agradable, Charlie. Como te he dicho, sabes escuchar, y eso es algo que muchos valorarían. No entiendo por qué eres tan introvertido si tienes todo para tener un millón de amigos.

—Yo tampoco lo entiendo —mentí. Conozco de sobra el motivo de mis inseguridades.

—¿Es porque eres gay y te da miedo que el mundo lo sepa? O... ¿hay un motivo que no quieres contarme?

Me puse a pensar en la razón de mis problemas y ni siquiera me di cuenta de que empecé a temblar y a sudar hasta que tú lo mencionaste.

—¿Estás bien? —preguntaste, preocupado.

—Hace años tuve un novio —confesé de sopetón.

—¿Un... novio? —Abriste los ojos al máximo.

—Se llamaba Joaquín.

Me dolió el corazón al pronunciar su nombre por primera vez en tanto tiempo.

—¿Cuántos años tenían?

—Ambos teníamos diez. —Me temblaba la voz—. Sí, solo éramos dos niños inexpertos y confundidos que no sabían lo que hacían, pero nos dejamos llevar por nuestros sentimientos sin pensar en las consecuencias de nuestros actos.

Miraste de un lado a otro, sorprendido por mis palabras.

—Creí que nunca habías tenido una relación.

—No es fácil para mí hablar de esto —admití, al borde del llanto—. Me trae muy malos recuerdos. Eres la primera persona a la que le hablo al respecto, y probablemente la última.

—¿Qué pasó con Joaquín? —preguntaste. Entré en pánico al notar que respondería esa pregunta por primera vez—. ¿Qué tiene que ver con tu timidez?

No pude retener el llanto por más tiempo. Pensé en no seguir hablando, pero sentí la necesidad de al menos contarte un poco de la historia.

—Antes de llegar aquí, vivía en un pueblo del norte y asistía a un colegio situado en las afueras del lugar —conté entre sollozos—. Joaquín era mi compañero de clase y mi mejor amigo. Tal como yo, sentía atracción por otros niños. Me lo confesó durante un receso, luego admitió que yo le gustaba. Le dije que sentía lo mismo por él y, desde entonces, nos convertimos en novios sin siquiera besarnos. A pesar de ser niños, ambos sabíamos que el mundo no aceptaría nuestro noviazgo, así que lo mantuvimos en secreto.

—Y ¿qué pasó? ¿Cómo acabó todo?

Quise salir corriendo al pensar en ello. Hice acopio de todo mi autocontrol para responder.

—Queríamos besarnos por primera vez. Nos escapamos del colegio durante un receso y fuimos a los bosques ubicados tras el edificio —relaté entre lágrimas—. Nos sentamos en un tronco caído dentro de un claro, nos tomamos de las manos y nos dimos besitos muy inocentes. Todo marchaba bien, hasta que...

No pude decir más. El dolor no me lo permitió.

—¿Hasta qué?

—Lo... siento —sollocé, destrozado—. No... no puedo se-seguir.

Recosté mi cara sobre mis rodillas. El temblor de mi cuerpo era incontrolable.

—Tranquilo, Charlie. —Me abrazaste y reconfortaste con tal ternura que los trozos de mi corazón volvieron a su lugar—. No tienes que contármelo; hazlo cuando te sientas preparado.

Me limité a asentir y a desplomarme sobre ti. La firmeza con la que me abrazabas me hizo sentir protegido.

Reinó el silencio entre nosotros. La luna ya adornaba el firmamento, pero tarde o temprano dejaría de verse debido a las nubes que se aproximaban. Finalmente había logrado regresar los recuerdos traumáticos al baúl de las malas memorias.

—¿Qué hay de ti, Caín? —pregunté cuando ya me sentía mejor—. ¿Cómo son las cosas en tu casa?

Suspiraste con pesar. He notado que lo haces cada vez que te pones triste.

—Mamá es buena, pero papá... —Te estremeciste—. Papá es un monstruo.



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