Hoja XI. Recelo
—Tío Drec, ¿me estabas vigilando? —preguntó, indignada, Diska.
—Estaba subido ahí arriba cuando vi a este tipo y me puse alerta. No debes confiar en los desconocidos, Diska —explicó él.
—En ese caso, ¿para qué perder el tiempo hablando con nadie, si no me conozco ni yo?
—¿De qué estás hablando? —quiso saber el Degemonio.
—Yo solo quería ayudar. La vi caerse y hacerse daño, así que...—se excusó el individuo de la capa.
—¡No te metas! —ordenó Drec— Volvamos a casa, Diska. Deja de hacer tonterías.
El demonio trató de tomar la mano de la muchacha, pero esta no se dejó.
—¡No!¡No pienso volver!
—Creo que deberías dejar en paz a la chiquilla —comentó el desconocido.
—¿No te acabo de decir que no te metas?
El Degemonio se acercó violentamente al extraño y le propinó un puñetazo en el estómago. Este se dobló por la mitad.
—¡Para!¡No le hagas daño, tío! —imploraba una desolada Diska.
Pero nadie parecía escucharla. El demonio no cesó sus golpes. El misterioso ser quedó tendido en el suelo.
—Si me disculpas, ¿me honrarías con tu bellísimo rostro?
Drec extendió su brazo. Antes de que pudiera retirarle la capucha, el desconocido reunió fuerzas para agarrar el brazo de su oponente, impidiéndole realizar aquella acción.
Diska contempló con horror al dolorido Degemonio. De un momento a otro había empezado a gritar. A berrear como un animal.
—¡Diska!¡Huye! —clamó una voz.
De pronto, la joven sintió una mano agarrando la suya y se vio a sí misma corriendo junto a Siek.
Mantuvieron la misma velocidad durante un buen rato, hasta que el Hiemonio la condujo a un arbusto en el que permanecieron ocultos.
Trataron de tomar aire. La carrera la había agotado por completo.
—¿Estás bien? ¿Te han hecho daño? —inquirió con aire de preocupación el demonio.
Los últimos recuerdos que había guardado su memoria cayeron con gran peso en su corazón. No pudo reprimir las lágrimas. Entonces, abrazó a Siek con todas sus fuerzas.
—Tranquila. Ahora estás a salvo.
Sintió las manos del Hiemonio acariciando su espalda y aliviando un poco su carga. Solo habló cuando se hubo desahogado lo suficiente.
—He vivido una mentira todo este tiempo, Siek. No soy capaz de confiar en nadie. Me han engañado aquellos a quien más quería. Yo...yo...
Se le cortó la voz. No pudo seguir hablando.
—No tienes por qué contármelo todo si te duele. Dejemos que las cosas vayan a tu ritmo, ¿vale? —siguió consolándola el demonio.
Dejaron de abrazarse.
Diska asintió. Todavía le temblaban los labios.
—Aunque, la verdad es que me había asustado. Pensaba que ese Degemonio te atacaría en cualquier momento —confesó el Hiemonio.
—¿Por qué?
La muchacha sabía que Drec nunca podría herirla. O quizá se equivocaba también. En realidad, ya no sabía nada.
—¿Has visto cómo actuó? —Diska volvió a asentir— Estoy seguro de que le ha afectado la maldición.
—¿Quieres decir que Drec ha caído enfermo? ¿Se va a morir?
—Es muy probable. No creo que su final esté muy próximo. Puede que tarde años, pero, sin lugar a dudas, su sufrimiento va a ser constante.
—¡No quiero que sufra! —exclamó la impotencia de Diska.
—Yo ya te confié la única solución. No podemos hacer nada más por él. Lo siento —sentenció.
—Pero...
La joven apretó los puños. Tenía que haber otra forma. Cualquiera le servía, siempre y cuando no le obligase a matar a sus amigos.
—Yo estaré contigo para lo que haga falta, Diska. No temas. ¿Confías en mí?
«Confiar».
La muchacha se había olvidado del significado de aquella palabra.
—No. No confío en nadie —afirmó.
El demonio bajó la cabeza. Parecía frustrado.
—Entiendo. —Siek se levantó— Siento haberte hecho perder el tiempo, Diska. Hasta siempre.
Lo vio partir y notó algo en su alma que se quebró en miles de pedazos.
Sin embargo, sabía que aquella despedida le dolía más al corazón de un Hiemonio de lo que le podía doler a ella.
Su voz interior apareció otra vez en su mente.
«Eres lo peor».
Las ganas de llorar acompañaron a sus náuseas en su característico ritual.
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