Hoja V. Nervios

En cinco días llegarían al castillo del rey. Aquel edificio comunicaba a todos los pueblos dada su ubicación justo en el medio del reino.

Sefaris era todavía pequeño para ser un reino. Su monarca había sido elegido hacía quince años.

Xane estaba muy nerviosa. En el tiempo que llevaba siendo guerrera nunca se había planteado la idea de visitar al mismo rey.

—Estoy muy orgulloso de ti —afirmó la tierna voz de su padre.

—Todavía no sabemos para qué me necesita. Quizás no sea nada...importante —dijo ella.

—Parece que fue ayer cuando eras un bebé y te sostenía en brazos. A los catorce años ya tenías un arco en las manos. Y mírate ahora, ¡vas a ver al rey!

A veces le disgustaba que su padre pusiera tantas expectativas en ella. Siempre debía ser la mujer fuerte que esperaban que fuera. Bajo ningún concepto podía derrumbarse.

El carro se detuvo de golpe. Xane escuchó unas voces amenazantes.

—¡Bajen del vehículo!

«Malhechores». Hora de imponer justicia. Suerte que nunca abandonaba sus flechas.

—Padre, no te muevas. Llegaré a un acuerdo —ordenó.

Abandonó el carruaje. Arma en mano, por supuesto.

—Vaya, vaya, vaya. ¡Mirad qué precioso botín! —exclamó uno de los asaltantes.

Este se acercó a la guerrera silvestre y le sujetó el mentón, ladeando su cabeza.

—¿Te vienes con nosotros, hermosa? —inquirió otro.

Eran tres hombres contra una sola mujer.

«Juego de niños», pensó Xane. Esbozó una sonrisa.

—¿Qué ocurre, muñeca? ¿No sabes hablar? —preguntó el tercero.

El primero de ellos había comenzado a oler alrededor de su cuello.

«Yo también quiero jugar».

Empujó al bandido que tenía delante. Entonces, sostuvo su arco como era debido y apuntó al objetivo.

—Me hubiese gustado tener más tiempo para divertirme —admitió—, pero, lamentablemente, el rey me está esperando. En otro momento, ¿os parece bien?

Disparó.

La flecha se clavó exactamente donde ella lo había deseado. Y su reacción de desconcierto fue la esperada.

—Me temo que de ahora en adelante vuestro amigo tendrá que abstenerse de mantener relaciones por un tiempo, como hacían antaño los servidores de la Esperanza. —Bajó el arma— Vámonos, padre. No hay tiempo que perder.

Subió al carro como si nada hubiese pasado. Su mente trataba de silenciar los gritos de aquel bandolero. Solo llegó a captar las palabras de uno de ellos, quizá del tercero que le había dirigido la palabra.

—¡Hija de...!

Sus oídos omitieron lo restante. El carruaje retomó la marcha.

—Hija mía —apeló la voz de su padre—, creo que no vas a hacer muchos amigos si sigues así.

—No necesito amigos, padre. Me basta con tener mi valioso arco.

«Y a Diska», añadió, solo para sí misma.

El viaje continuaba. En cinco días todo habría valido la pena.

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