Hoja IX. Fama

Amanecer en una habitación del castillo le había parecido tan cómodo como esperaba.

Xane seguía sin poder creer que el rey confiase en su fuerza para combatir contra todo un reino.

Se vistió su armadura. Inspiró hondo. Salió de la habitación.

—Buenos días, guerrera silvestre —dijo una criada.

—Buenos días.

—Su majestad os invita a desayunar en su mesa. Seguidme.

Así lo hizo, no sin nervios.

El comedor era tan majestuoso y espléndido que Xane calculó que podía valer miles de arcos de muy buena calidad.

Al final de la larga mesa se hallaba el rey y, al lado de este, su padre.

—Por favor, tomad asiento, guerrera silvestre. Espero que el dormitorio haya sido de vuestro agrado.

—Oh, lo ha sido, su majestad. Sin duda, una de las mejores noches de mi vida —mintió ella.

El desayuno había sido delicioso. Todo era especialmente acogedor, pero no tanto como una tarde junto a Diska.

—Mi señor, ¿el guerrero escarlata batallará también? —decidió preguntar.

—Os daré un consejo, será mejor que olvidéis ese nombre. Ha renunciado a su cargo —dijo el monarca.

Estaban listos para abandonar el castillo cuando alguien llamó a la guerrera justo en el momento en el que esta subía al carruaje.

—¡Guerrera silvestre!

Al girarse vio al guerrero del invierno. No lo había visto durante su estancia, por lo que frunció el ceño dejando ver su desconcierto.

—¡Guerrero del invierno! ¿También le ha mandado llamar el rey? —inquirió.

—No. Me han encomendado la misión de cuidar de su majestad hasta el día que partamos a la guerra. —Le cogió de las manos— Es un placer pelear con usted. Quiero que sepa que soy un gran admirador suyo.

A Xane le había incomodado aquel hombre. Sin embargo, agradeció su cumplido. A fin de cuentas, no todos los hombres eran igual de desagradables.

—Espero que dejemos nuestro aliento por nuestro rey, guerrero del invierno. Debo irme ahora. Le veo en el campo de batalla —se despidió.

—Así sea.

Y, por fin, se metió dentro del carro.

El camino de vuelta sería todavía más difícil para ella.

Por un lado, iba a ver a Diska de nuevo. Por otro, quizá fuera la última vez que lo hiciera.

Sea como fuere, una guerra la aguardaba. Xane tomó su arco y lo apretó con fuerza.

—¿Estás segura de que deseas ir, mi vida? —quiso saber su preocupado padre.

—En mi vida he conocido a toda clase de personas. Algunas buenas y otras malas. He contado siempre con tu apoyo y el de madre. He podido ver la sonrisa de una inocente muchacha pelirroja. La única cosa clara en mi mente es que me jugaré la vida por todos. Por ellos, por vosotros, por la libertad y por demostrar mi fuerza al mundo.

A la guerrera silvestre le había parecido ver a su padre sonreír, pero podía haberse tratado de una ilusión, dado que estaba de espaldas y no era capaz de distinguir su rostro con total claridad. Probablemente aquella falsa sonrisa fuera producto de su imaginación para afrontar su miedo. Para darle confianza y valor.

Aun así, eso bastó para calmar la inquieta conciencia de la mujer. Eso y la imagen de su mejor amiga.

«Voy a protegerte de todo sufrimiento, Diska. Lo juro por mis flechas».

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