Hoja III. Orgullo
Xane se despojó de su armadura. Se metió en la tina de agua para disfrutar de su merecido momento de disfrute.
Suspiró. Se introdujo por completo en el agua, hasta el punto de sumergir la cabeza y sus cabellos de color cobre oscuro.
Recordó su conversación con el guerrero escarlata. Realmente le repugnaban los hombres. Solo se sentía cómoda jugando con Diska.
Sacó la cabeza del agua y contempló la palma de su mano. Las yemas de sus dedos estaban arrugadas.
Había sido un trabajo muy duro convertirse en guerrera en un mundo de hombres. Por ello, había resuelto que se alejaría de ellos. Sabía perfectamente que en la asamblea no tendrían en cuenta su opinión. Pero debía ir. Debía mostrarles a todos los miembros que ella estaba ahí. Y que solo la muerte le arrebataría sus flechas.
La idea de cortar su cabello acechó en su mente como había hecho otras veces. Sin embargo, la borraba al pensar en su madre. Cuando era pequeña solía cepillárselo cada mañana. A solas.
Palpó su mejilla para descubrir que, efectivamente, estaba llorando. Procuraba evitarlo. Solo lo hacía cuando se encontraba completamente sola.
«Aquellos que son capaces de sostener un arma manchada de sangre en la mano no pueden permitirse el lujo de derramar una sola lágrima», le recordó una voz en su interior.
Salió de la tina y, tras secarse bien su piel oliva, se puso un holgado camisón.
Se echó en la cama como si fuese un peso muerto. Entonces, alguien tocó la puerta.
—Está abierta.
Esta se abrió y lo primero que vio fue a su madre. Llevaba su pelo negro azabache recogido en una sencilla coleta.
—¿Estabas durmiendo, cielo? —preguntó ella, antes de sentarse a los pies de la cama.
—No, aún no —se limitó a responder.
—Menos mal. Quería decírtelo mañana, cuando estuvieras más descansada, pero supongo que los asuntos urgentes no se pueden dejar pasar. Ha llegado una carta.
«¿Tan rápido?», se preguntó Xane.
Era capaz de imaginarse su contenido. La reunión de la asamblea. Para su sorpresa, estaba equivocada.
Al terminar de leer se llevó una mano a la boca para reprimir un chillido. Su madre pareció asustarse.
—¿Qué ocurre, hija?
—Madre, es una carta del rey. ¡Me ha hecho llamar a su castillo! —explicó la guerrera.
—¡Qué gran noticia!
Pero para Xane aquello era mucho más que una gran noticia. Era un símbolo de su huella. El rey la necesitaba. A pesar de no haber nacido varón. Le entraron unas ganas inmensas de abrazar a su madre. Y eso hizo.
—¡Gracias!¡Gracias!¡Gracias!
—Corazón, ¡estás llorando! —advirtió la madre.
Sin embargo, le dio lo mismo que la vieran llorar. Ese preciso instante recurría a sus lágrimas, a sus sollozos. Era demasiada felicidad para caber en una simple sonrisa.
Ese era el precio a pagar por la fuerza de uno mismo.
Sangre, sudor y lágrimas.
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