Capítulo 1: Otra vez yo

La última hoja del cuaderno dice mucho sobre una persona. La última hoja del cuaderno de Dellaysa se excedía en corazones y dibujos de figuras enormes que representaban el cuerpo femenino. Usando el lápiz menos vistoso que llevaba en su estuche, rayaba los bocetos como si estuviera rasgando su propia ropa.

Faltaban doce minutos para que culminara la tediosa clase de matemática. Al pasar Julián junto a su puesto dejó en la brisa el aroma de su perfume. ¿Cómo era posible que alguien pudiese ser tan perfecto? Su increíble simpatía, su tremenda personalidad y esos brillantes ojos verdes hacían que cualquiera al lado suyo se desvaneciera. Ella no era la excepción. Cuando en cuarto básico escuchó por primera vez esa risa, su corazón latió más rápido —o dejó de latir— por varios minutos. Desde entonces lo amó como ninguna otra podría amarlo nunca. Estaba dispuesta a hacer lo que fuese por él, aunque ello implicara observarlo toda la vida desde un rincón. En silencio.

Por suerte este no había sido un mal día, como esos cuando una palabra bastaba para acabar con su dignidad. Nadie lo sabía, pero cada vez que el reloj marcaba las siete de la mañana, ella rogaba al cielo para que su gordura no fuera el foco de las burlas. Pero en ese momento quedaban dos minutos para que se cumpliera la hora final y la profesora, sorprendiendo a todo el curso, decidió terminar un poco antes la clase. Dellaysa cerró su cuaderno y guardó los materiales en el bolso. Otra vez no había logrado cruzar palabra con ser humano alguno, otra vez la timidez ensuciaba su día. ¿Cuánto tiempo más debía soportarse a sí misma sin poder hacer nada para cambiarlo? Por la ventana de la sala calaban los rayos de sol y se posaban con suavidad sobre sus brazos, como alentándola a seguir. Pero era inútil, igual que dejar de comer.

Los pasillos del colegio nunca le gustaron. Solían transformarse en una pasarela en la que, por obligación, debía mostrar su imperfección ante quinientos ojos. Ni siquiera bastaba cruzar el umbral de salida para respirar tranquila. ¿Nadie tenía algo mejor que hacer que observarla y criticarla? ¿Sentirá eso mismo una chica hermosa, pero al revés? ¿Cómo será pasearse por los pasillos sintiendo que no hay nadie mejor? S-u-e-ñ-o-s.

Recién logró sacar los audífonos a dos cuadras del edificio —eran enormes, otro motivo por el cual avergonzarse—, los puso sobre sus orejas y presionó "encender". Bajo el efecto hipnótico de "Look After " de The Fray imaginó que Julián aparecía tras ella, con su metro ochenta y tanto encajado perfectamente en el uniforme,

Mientras caminaba, dos chicas de trece y catorce años pasaron a su lado, distraídas de cualquier cosa que no fuesen ellas mismas. Desde lejos las observó, esperando poder fijarse en cada detalle cuando las tuviera cerca. Eran rubias y llevaban el pelo suelto. Una de ellas, la más suertuda a sus ojos, era tan delgada como el cable que ahora se le enredaba entre los dedos. Sin embargo, tenía un grave problema de criterio básico: no sabía combinar los colores en su ropa. Dell poseía un envidiable don que no podía utilizar en sí misma, ¿de qué le servía tener un perfecto sentido de la moda si rellenaba un metro sesenta y cinco con ochenta y cuatro kilos de grasa? No valía la pena siquiera intentarlo. Era más sensato imaginar cómo los demás, perfectos en su estrechez, lucirían con atuendos pensados especialmente para cada uno de de ellos.

Una vez frente a casa, recordó la mancha de pintura que la acompañaría cada vez que decidiera usar su polera de encajes. Días atrás, junto a su hermano, habían pintado la pequeña reja de madera que cercaba el antejardín. Abrió la puerta con la llave color verde claro —la verde oscuro era de la cocina— y una vez más sintió la angustia de estar sola. Sin soltar su bolso ni sacarse los audífonos, se dirigió al refrigerador. Allí podía encontrar la única droga que se atrevía a consumir: un pastel de nueces con crema chantilly podía brindarle esos minutos de felicidad que tanto añoraba. ¿Y si la vida diera un giro en ochenta grados y las gordas fueran de nuevo los seres más sensuales de la Tierra? Prendió la televisión y una hermosa curvilínea adelantaba el pronóstico del tiempo. ¿Podría alguien entender la cantidad de nubes que cubrirían la ciudad teniendo como distractor ese escote? Cuando enganchó el tenedor en el último pedazo de pastel, el teléfono sonó y Dellaysa ensució el polerón del uniforme con crema blanca.

—¿Fuiste?

—Obvio que sí. La pregunta es: ¿qué te ha pasado a ti todo este tiempo?

—Pasa que no quería verles la cara a ese montón de tarados. Aparte, anoche salí y hoy amanecí de muerte.

—Pamela, llevas casi un mes sin ir a clases. ¿Hasta cuándo piensas seguir así?

—Hasta que a alguien le importe —dijo y se largó a reír.

—A mí me importa. Si no vas me siento sola

—¡Qué ternurita! —

—Hablo en serio, si no vas tendré que hablar con tu papá.

—No digas estupideces.

—Hoy de nuevo te buscaban de la dirección.

—¡Putos viejos verdes! ¿Por qué no se preocupan mejor de sus vidas?

—¿Será porque eres parte de su escuela?

—No me importa. Tengo que cortar.

—¿No me preguntarás por Julián?

—¡Y a mí qué me importa ese imbécil!

—Por favor...—le suplicó Dellaysa.

—¿Qué? ¿Su pelo cayendo por sus ojos de nuevo?

—¡Pam!

—¿O esta vez fue su olor a madera?

—¡No es olor a madera! Es perfume amaderado, tonta.

—Como sea, ¿qué pasó con el tipo más creído de todo ese maldito colegio?

—No es creído. Sólo sabe lucir su belleza.

—¿Has pensado en ir al oculista?

—Pam, ¡hoy me miró dos veces seguidas!

—¿Y cuántos besos te dio?

—¡Tonta!

—Y quizás dónde te los dio...

—¡Pamela!

—Bueno, ya. Voy a salir antes de que llegue el cara de perro.

El cara de perro era un hombre rencoroso, vivía solo con su hija y odiaba que así fuera. Dellaysa nunca supo mucho más sobre los problemas de Pam con su padre, ni lo que había pasado con su madre, pero estaba segura de que eran la razón de su inestabilidad, considerando cualquier ámbito posible. La alocada chica había llegado hacía apenas un año al colegio y desde el primer día fue la única persona que se atrevió a conversar con ella. La soltura con que Pam manejaba las situaciones cautivó la confianza de Dellaysa. El problema era que aquel salvavidas que Dios había lanzado para rescatarla de la soledad oceánica, debía ser compartido. Cada cierto tiempo —en realidad, muy seguido— algo o alguien osaba quitarle a su única amiga en pleno período . ¿Cómo se suponía que sobreviviría sola al colegio?

Dejó el plato sucio sobre el lavaplatos y subió las escaleras hasta llegar a su habitación, en la que a pesar de ser pequeña, cabían perfectamente Nicholas Hoult, Zayn Malik, Darren Criss y un montón de otros galanes de papel. Las paredes cubiertas de un rosado pálido servían de apoyo para una corrida de estantes dedicados a sujetar libros y revistas de todos colores y temáticas. La cama de plaza y media ubicada en el rincón la esperaba tal cual la había dejado en la mañana. Se echó sobre ella y en su celular buscó el perfil de la antipática Carolina Arroyo. Mientras miraba las fotos de su viaje a las Islas Galápagos, recordaba la sentencia que le había dado en la última sesión: "tu problema, querida, no se reduce a la gordura, sino que radica en tu ansiedad, esa que vuelve contigo del colegio y no se va hasta que tu mamá llega del trabajo". ¡Qué injusto! ¿Acaso tendría idea esa mujer de lo que se sentía pasar sola miles de horas al día? ¿Sabría esa psicóloga, delgada y exitosa, lo que era mirarse en el espejo y sentir náuseas de ser quien era? Lo dudaba. Por eso no creía en los psicólogos. Le parecía poco genuino cobrar por dar consejos. Primero que se pusieran en sus zapatos y luego que le dijeran lo que pensaban, gratis. Recién entonces se sentaría a escucharlos.

La tarde sería larga. Prendió el computador y se dispuso a observar la felicidad ajena. Fotos por todos lados de sus compañeros viviendo cientos de experiencias divertidas. Ojalá ella pudiese estar junto a ellos, ojalá le escribieran que la extrañaban o que la pasarían a buscar para irse a alguna de sus tontas fiestas.

Un portazo repentino le recordó que no estaría (tan) sola en casa. Era jueves, día en que Álvaro llegaba temprano del colegio. Como de costumbre, escuchó el sonido de las llaves cayendo en la pecera y luego trece pasos terminados en un segundo portazo. No había mucho más que decir de su hermano, siempre en su mundo, con sus quince años acuesta.

—¡¿Comiste algo?! —gritó Dell. Nadie respondió—. ¡Álvaro, que si comiste algo! —volvió a preguntar, pero no tuvo respuesta.

El silencio fue suficiente para dejar claras dos cosas:

1. Álvaro había comido en casa de Renato.

2. Seguía avergonzándose de ser su hermano.

Una, dos, cuatro, seis horas encerrada en su pieza. Seis horas que sumadas a las seis de cada día resultaban muchas. Demasiadas para ser utilizadas en la rutinaria visita al mundo exterior desde una pantalla. A las nueve de la noche los clic dejaban de tener sentido. Ya había memorizado cada nueva noticia de las personas que le interesaban y de las que no, también. Era hora de realizar sus tareas, pero al voltear y descubrir sobre la cama a Nityssy —un diario de vida bautizado con el nombre de una marca de zapatos árabe—, sucumbió ante el deseo de desahogarse.

Aquí me encuentro otra vez, perdida en la nada. Podría morir y nadie se daría cuenta más que tú, ¿es acaso eso vivir la vida? ¿O es sólo respirar? Me quedo con lo segundo. ¡Oh, mi querida Nityssy, si tan sólo pudieras responderme! ¡Si tus hojitas con olor a perfume barato me dijeran que están conmigo, que soy para todas ustedes la mejor cuenta historias del mundo! Hoy estaba pensando que hay muchas personas que tienen miles de problemas. Sí, a raíz de lo que me comentó mamá hace un par de días, ¿te acuerdas? Ella dijo: "Dell, hay personas con las que la vida ha sido muy dura. Ya ves a tu tía Brenda, le diagnosticaron cáncer y tiene dos hijos pequeños que cuidar, o piensa en las jovencitas o muchachos que no tienen piernas o les falta un brazo". Ojalá nadie nunca vea mis escritos, a veces digo cosas tan terribles como las que ahora diré ¿Pero no crees tú que esas personas aún con todos sus problemas pueden llegar a vivir la vida y no sólo a respirar como lo hago yo? Dime egoísta, no te tomaré en cuenta (ten cuidado que puedo hasta quemarte). Vamos, Nity, piénsalo... mi tía Brenda lleva luchando contra el cáncer hace años, es cierto, pero cada vez que la veo luce más hermosa que antes, ha viajado por todo el mundo con sus hijos disfrutando cada día como si el próximo no lo pudiese vivir. He visto también a un joven en internet que no tiene extremidades y aun así se ha enamorado de una chica bellísima y ella de él, se han casado y son muy felices. Pareciera que hasta esas personas, catalogadas por mi mamá con "derecho a sufrir", ¡son mucho más felices que yo! ¿Soy una malagradecida de la vida? Sé que dirás que sí. Todos lo dicen y deben tener razón. El problema es que no sé cómo cambiar lo que siento (¡es lo más difícil!). Bueno, en realidad sí sé qué podría hacer para sentirme mejor, ¡pero no puedo dejar de comer! Soy una gorda maldita que vive porque hay que vivir, porque el cuerpo mismo se me mueve, con el único incentivo de llegar a casa y comerme un pastel. No me interesa lo que pienses, Nityssy, al fin y al cabo no eres más que otro patético producto de mi extraña (y a ratos enfermiza) mente adolescente".

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