5

Cuando salieron de la herrería, la lluvia arreciaba como una densa cortina plateada. Gunnie reunió las fuerzas que le quedaban para acelerar el paso en su regreso a la posada. Se sentía como si caminara en sueños. Todo parecía desproporcionado, le costaba concentrar la mirada y el suelo enfangado parecía moverse caprichosamente bajo sus pies. Para su disgusto, su flamante marido lo detuvo junto al edificio, a cubierto bajo un alero chorreante.

—¿Qué pasa? —preguntó aturdido.

Él alargó la mano hacia sus muñecas atadas y empezó a deshacer el nudo de la cinta.

—Voy a quitarnos esto.

—No. Espera. —La capucha de la capa le resbaló hacia atrás al intentar impedírselo. Le cubrió la mano con la suya y él le miró.

—¿Por qué? —preguntó St. Jumpol con impaciencia. Inclinó la cabeza para mirarlo a los ojos, y el agua empezó a resbalarle por el ala del sombrero. Había oscurecido y la única iluminación que había era el brillo tenue de las farolas. Aunque la luz era poca, parecía prender en sus ojos, que lucían como si poseyeran una luz interior.

—Ya has oído al señor Chanagun, trae mala suerte desatar la cinta.

—¿Eres supersticioso? —dijo St. Jumpol en tono incrédulo y Gun asintió como disculpándose. No costaba demasiado darse cuenta de que la furia de St. Jumpol podría desatarse mucho antes que sus muñecas. Ahí de pie, juntos, en medio de la oscuridad y el frío, con los brazos extendidos en un ángulo extraño, Gun sentía su mano sobre la de él. Era la única parte de su cuerpo que experimentaba calor. Él habló con una paciencia exagerada que habría impulsado a Gun, en circunstancias normales, a retirar de inmediato sus objeciones— ¿De verdad quieres entrar así en la posada?

Era irracional, pero Gunnie estaba demasiado exhausto para pensar con sensatez. Sólo sabía que ya había tenido toda la mala suerte del mundo, y no quería buscarse más.

—Estamos en Gretna Green. Nadie le dará ninguna importancia. Y creía que no te importaban las apariencias.

—Nunca me ha importado parecer depravado o vil. Pero me niego a parecer idiota.

—No, por favor —insistió él cuando St. Jumpol volvió a atacar el nudo.

Forcejeó con él y sus dedos se entrelazaron. De repente, St. Jumpol le tomó la boca con la suya y lo empujó contra el edificio, donde lo sujetó con su cuerpo. Con la mano libre, le tomó la nuca por debajo del pelo mojado. La presión de sus labios lo aturdió. No sabía besar y no tenía idea de qué hacer con la boca. Perplejo y tembloroso, le ofreció los labios cerrados mientras el corazón le latía con fuerza y las piernas le flaqueaban. St. Jumpol quería cosas que él no sabía darle.

Al notar su confusión, él cedió un poco y empezó a darle besos breves e insistentes mientras le rozaba con suavidad la cara. Empezó a acariciarle la mandíbula, el mentón, y, con el pulgar, le incitó a separar los labios. En cuanto lo consiguió se los cubrió con la boca.

Gunnie podía saborearlo: una esencia sutil y seductora que le afectó como si se tratara de un elixir exótico. Notó cómo le introducía la lengua, cómo le exploraba suavemente la boca, cómo la deslizaba más y más adentro sin que él opusiera resistencia. Tras este beso exuberante, St. Jumpol redujo la presión hasta que sus bocas apenas se tocaban y su aliento, que el frío de la noche convertía en vaho, se mezclaba de modo visible. Lo besó con suavidad una, dos veces. Le recorrió la mejilla con los labios hasta el hueco de la oreja. Entonces, al sentir cómo se la acariciaba con la lengua y cómo le tomaba el lóbulo entre los dientes, Gunnie soltó un gritito ahogado. Se estremeció y una cálida sensación le invadió el pecho y recorrió hasta sus partes íntimas.

Buscó a ciegas su boca, la caricia delicada de su lengua. Y él se las ofreció con un beso tierno pero firme. Gun le rodeó el cuello con el brazo libre para no caerse, mientras él mantenía la otra muñeca contra la pared, lo que provocaba que sus pulsos latieran juntos, bajo la cinta blanca. Otro beso apasionado, rudo y dulce a la vez, con el que le devoró la boca y le saboreó y lamió el paladar. El sintió un placer tan intenso que casi se desmayó. No es extraño... —pensó atolondrado.

No, no era extraño que tantas mujeres y donceles hubieran sucumbido a aquel hombre, echado a perder su reputación y su honor por él. Habían incluso —si había que dar crédito a los rumores— amenazado con suicidarse cuando los abandonó.

Off era la sensualidad personificada.

Cuando se separó de él, le sorprendió no desplomarse. Él jadeaba tanto como él, más incluso, y su tórax se movía con fuerza. Ambos guardaron silencio mientras él alargaba la mano para desatar la cinta con los ojos totalmente fijos en ello. Le temblaban las manos. No lo miró, aunque no supo si era para evitar verle la expresión o para impedirle ver la suya. Una vez retirada la cinta blanca, Gunnie se sintió como si siguieran atados. Su muñeca conservaba la sensación de estarlo. Él, que por fin se atrevió a mirarlo, lo retó en silencio a que protestara. Así que él se contuvo y le tomó el brazo para recorrer la corta distancia que los separaba de la posada.

La cabeza le daba vueltas y apenas logró oír las felicitaciones joviales del señor Prince cuando entraron. Al subir la escalera, oscura y angosta, le pesaban las piernas.

El viaje concluía finalmente en un esfuerzo titánico por poner un pie delante del otro.

Llegaron a una puerta en el pasillo de arriba. Apoyado contra la pared, vio cómo St. Jumpol introducía la llave en la cerradura. Cuando hubo abierto, se tambaleó hacia el umbral.

—Espera —dijo él, y se agachó para cargarlo.

—No tienes que... —soltó él.

—Por deferencia a tu naturaleza supersticiosa, creo que será mejor que sigamos una última tradición. —Y lo levantó con la misma facilidad que si fuera un niño y cruzó de lado la puerta con él en brazos—. Trae mala suerte que un novio tropiece en el umbral. Y he visto hombres caminar mejor que tú después de una bacanal de tres días.

—Gracias —murmuró Gunnie cuando lo dejó en el suelo.

—Será media corona —replicó St. Jumpol, y el recordatorio irónico de las tarifas del herrero le hizo sonreír. Pero su sonrisa se desvaneció al echar un vistazo a la habitación. La cama de matrimonio se veía mullida y limpia, y la colcha, raída de incontables lavados. El armazón era de metal, con remates en forma de bola. Un brillo rosado emanaba de una lámpara de aceite con tulipa de cristal rojo que había en la mesita de noche.

Manchado de barro, helado y entumecido, Gun observó en silencio la bañera de cobre colocada delante de la chimenea. St. Jumpol cerró la puerta, se acercó a él y le desabrochó la capa. Su rostro reflejó algo parecido a la lástima cuando se percató de que temblaba de cansancio.

—Deja que te ayude —dijo en voz baja a la vez que le quitaba la capa de los hombros, y acercó una silla al fuego. Gun tragó saliva y trató de tensar las rodillas, que parecían querer doblarse. Al mirar la cama, un pavor frío le golpeó el estómago.

—¿Vamos a...? —empezó con una voz que se le volvió áspera.

—¿Vamos a...? —repitió St. Jumpol a la vez que empezaba a desabrocharle el chaleco. Sus dedos se movieron con rapidez por la botonadura—. No, por Dios. A pesar de lo delicioso que eres, mi amor, estoy demasiado cansado. Jamás había dicho esto en toda mi vida pero, en este momento, me apetece más dormir que follar.

Gun suspiró aliviado.

—No me gusta esa palabra —dijo en voz baja.

—Pues más vale que te acostumbres a ella —respondió él con mordacidad—. Es una palabra que se usa con frecuencia en el club de tu padre. No entiendo cómo no estás acostumbrado a oírla.

—La he oído —replicó indignado—. Sólo que, hasta ahora, no sabía qué significaba.

St. Jumpol se agachó para sacarle los zapatos y él, tuvo que sujetarse de sus hombros para no perder el equilibrio cuando le pasó a quitar el pantalón —deslizándolo suavemente por las caderas— para quitárselo.

Un ruido extraño, como de ahogo, se le escapó de los labios. —Mientras él levantaba la pierna para salir del pantalón y dejarlo en el suelo—. Gun creyó angustiado, que le había dado un ataque, pero luego comprendió que se estaba riendo. Era la primera carcajada auténtica que le oía, aunque no sabía qué le resultaba tan gracioso.

De pie ante él, en camisa y culote, se cruzó de brazos y frunció el ceño. Sin dejar de regodearse, St. Jumpol le quitó las medias con rápida eficiencia.

—Toma un baño, cielo —logró decir por fin—. Esta noche no corres peligro conmigo. Podré mirar, pero no tocar. Adelante.

Como nunca se había desnudado delante de nadie, Gunnie se ruborizó de pies a cabeza mientras se despojaba de la camisa. St. Jumpol, con tacto, se volvió y se dirigió hacia el palanganero con un aguamanil lleno de agua caliente que había en la chimenea. Mientras sacaba los útiles para afeitarse, Gun se quitó con torpeza la ropa interior y se metió en la bañera. El agua estaba deliciosamente caliente y, al sumergirse, sintió un cosquilleo en las piernas, como si se le clavaran millares de agujitas. En un taburete junto a la bañera había un tarro con un jabón gelatinoso de color marrón y olor acre. Se vertió un poco en los dedos y se lo extendió por el pecho y los brazos. Tenía las manos muy torpes y los dedos se negaban a obedecer sus órdenes. Tras hundir la cabeza en el agua, alargó la mano para tomar un poco más de jabón y casi volcó el tarro. Se lavó el pelo, refunfuñó cuando empezaron a escocerle los ojos y con las manos se vertió agua en la cara. St. Jumpol se acercó a la bañera con el aguamanil. Gun le oyó hablar a través del agua.

—Echa la cabeza hacia atrás —ordenó antes de verterle el resto de agua limpia sobre el pelo enjabonado.

Con destreza, le secó la cara con una toalla limpia pero áspera, y le dijo que se levantara. Gun tomó la mano que le ofrecía y lo hizo. Debería haberse muerto de vergüenza de estar desnudo ante él, pero había llegado a tal límite de agotamiento que era incapaz de sentir pudor. Tembloroso y agobiado, dejó que le ayudara a salir de la bañera. Incluso permitió que lo secara, sin hacer otra cosa que no fuera esperar lánguidamente a que terminara, sin importarle ni darse cuenta de si lo estaba mirando. St. Jumpol era más eficiente que cualquier doncella, y le puso con rapidez el camisón de franela blanca que había encontrado en su bolsa de viaje. Con la toalla le escurrió el agua del pelo y después lo condujo hasta el palanganero. Gun observó, indiferente, que había encontrado su cepillo de dientes en la bolsa y le había echado polvos dentífricos. Se cepilló los dientes, se los aclaró con movimientos enérgicos y escupió en la jofaina de cerámica. El cepillo se le escurrió entre los dedos entumecidos y repiqueteó en el suelo.

—¿Dónde está la cama? —susurró con los ojos cerrados.

—Aquí, cariño. Tómame la mano —respondió él, y lo guió.

En cuanto llegó, Gun se tumbó como un animal herido. El colchón era mullido, y el peso de las sábanas y las mantas de lana, secas y calientes, exquisito para sus extremidades doloridas. Hundió la cabeza en la almohada y gimió suspirante. Sintió un ligero tirón en el cabello y comprendió que St. Jumpol le estaba peinando los mechones mojados. Aceptó pasivamente sus atenciones y dejó que le diera la vuelta para hacer lo mismo con el otro lado. Cuando hubo terminado, él fue a tomar su baño.

Gun logró mantenerse despierto lo suficiente para ver su cuerpo esbelto y dorado a la luz del fuego. Cerró los ojos cuando se metía en la bañera y —cuando él se sentó— Gun ya estaba dormido.

Ningún sueño lo perturbó por la noche. No existía nada salvo la oscuridad dulce y densa, la cama mullida y la tranquilidad de un pueblo escocés en una noche fría de finales de otoño.

Sólo se movió al alba, cuando los ruidos del exterior se colaron en la habitación: los gritos alegres del vendedor de bollos y de un buhonero, los sonidos de animales y carros que pasaban por la calle.


🔥 𝕭𝖑-𝖋𝖎𝖈𝖘


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