3
Para Gunnie, que la semana anterior se había cansado en el viaje de doce horas desde la finca de Suppasit en Hampshire, el trayecto de cuarenta y ocho horas a Escocia fue una tortura. Si hubieran ido a un ritmo moderado, habría sido más soportable. Pero, a insistencia de él mismo, irían directamente a Gretna Green y sólo se pararían para cambiar de cocheros y de tiros. Gunnie temía que sus parientes hubieran averiguado su plan y los persiguieran. Y, visto el resultado de la pelea de St. Jumpol con lord Suppasit la semana anterior, tenía pocas esperanzas de que pudiera salir airoso de un enfrentamiento a puñetazo limpio con su tío Ice.
Aunque el carruaje estaba bien equipado y tenía buena amortiguación, viajar a una velocidad incesante sacudía sin pausa al vehículo y Gunnie empezó a sentir náuseas. Estaba exhausto y no encontraba una postura cómoda para dormir. Cada poco, la cabeza le golpeaba contra el tabique. Y en cuanto conseguía dormirse, al parecer sólo pasaban unos minutos antes de que el cambio de caballos lo despertara. St. Jumpol no parecía pasarlo tan mal, aunque también se le veía desaliñado y cansado. Hacía rato que los intentos de conversar se habían acabado, y viajaban en un silencio estoico. Sorprendentemente, St. Jumpol no se quejó de este duro ejercicio de resistencia. Gunnie se dio cuenta de que tenía la misma prisa que él por llegar a Escocia. Le interesaba tanto como a él estar casado legalmente lo antes posible. Y así siguieron, mientras el carruaje daba tumbos por el irregular camino, y en ocasiones casi lanzaba a Gunnie del asiento al suelo. Él se las arreglaba para dar alguna que otra cabezadita.
Cada vez que la puerta del carruaje se abría y St. Jumpol bajaba para comprobar el nuevo tiro, una bocanada de aire gélido entraba en el vehículo. Gunnie, entumecido y dolorido, se acurrucaba en el rincón. Tras la noche, amaneció un día con temperaturas glaciales y una lluvia helada. St. Jumpol lo condujo a una posada, donde en una sala privada tomó un plato de sopa tibia y utilizó el orinal mientras él iba a supervisar el cambio de caballos y de cochero. La imagen de la cama casi le dolió en el alma. Pero ya dormiría más tarde, una vez estuviera en Gretna Green y fuera del alcance de su familia para siempre.
Al volver al carruaje media hora después, Gunnie trató de quitarse los zapatos mojados sin ensuciar la tapicería de terciopelo. St. Jumpol subió al vehículo después que él y se agachó para ayudarlo. Mientras le retiraba los zapatos de los pies acalambrados, Gunnie le quitó en silencio el sombrero empapado y lo lanzó al asiento de enfrente. Tenía un pelo grueso y suave, y sus rizos exhibían todos los tonos entre el ámbar y el champán. St. Jumpol se sentó a su lado y, tras observar el aspecto tenso de su rostro, le tocó la mejilla helada.
—Hay que reconocerte algo —murmuró—. Cualquier otro doncel se estaría quejando a gritos.
—No... no pu... puedo quejarme —dijo Gunnie mientras se estremecía violentamente—. Fui yo quien pidió viajar di... directamente a Escocia. —Ya estamos a medio camino. Otra noche y un día más, y mañana por la noche estaremos casados —comentó. Y añadió con una sonrisa—: Seguro que nunca ha habido un novio tan ansioso por llegar a la cama.
Los labios temblorosos de Gunnie esbozaron una sonrisa por la ironía: él ansiaba dormir, no hacer el amor. Al mirarlo a la cara, tan cerca de la suya, se preguntó cómo las ojeras y los signos de cansancio que mostraba podían resultar tan atractivos. Quizá porque así parecía humano y no un hermoso dios romano sin corazón. Había perdido gran parte de su altivez aristocrática, que sin duda reaparecería más tarde, cuando hubiera descansado. Pero de momento estaba relajado y accesible.
Durante ese viaje horroroso parecía haberse establecido entre ellos un frágil vínculo. Una llamada a la puerta del carruaje interrumpió sus reflexiones. St. Jumpol la abrió, y apareció una camarera empapada bajo la lluvia.
—Aquí tiene, milord —dijo, se sacó dos objetos de debajo de la capa chorreante y se los entregó—. Un grog y un ladrillo, como pidió. St. Jumpol buscó una moneda en el chaleco y se la dio. La mujer le sonrió y volvió corriendo a refugiarse en la posada. Gunnie parpadeó sorprendido cuando él le entregó un tazón de barro lleno de un líquido humeante.
—¿Qué es? —preguntó.
—Algo para calentarte por dentro. —Sopesó el ladrillo envuelto en franela gris—. Y esto es para los pies. Pon las piernas en el asiento.
En otras circunstancias, Gunnie habría impedido que le tocara las pantorrillas, pero guardó silencio mientras él le arreglaba la basta del pantalón y le ponía el ladrillo caliente bajo los pies.
—¡Oh, qué delicia! —Se estremeció de placer al notar cómo el calorcillo le reanimaba los dedos helados—. ¡Oh! Es lo me... mejor que he sentido nunca...
—Las mujeres suelen decirme eso —afirmó St. Jumpol con una sonrisa—. No pensé que lo hicieras también. Ven, apóyate en mí.
Aprensivo y tembloroso, Gunnie vaciló un momento. Luego, obedeció despacio y se obligó a relajarse entre sus brazos. Hasta entonces sólo lo había abrazado su padre, y la sensación le suscitó recuerdos de la infancia. St. Jumpol lo estrechó hasta que se recostó contra él, y la firmeza de su sujeción contribuyó a contener los temblores de sus doloridas extremidades. Su pecho era firme y duro, pero le servía de apoyo perfecto para la parte posterior de la cabeza. Gunnie se acercó el tazón a los labios y sorbió vacilante la bebida caliente. Era alguna clase de licor, mezclado con agua y sazonado con azúcar y limón. A medida que bebía, el cuerpo le fue entrando en calor. Soltó un largo suspiro de alivio.
El carruaje arrancó de golpe, pero St. Jumpol se ocupó de mantenerlo cómodamente apoyado en su pecho. Gunnie no alcanzaba a entender cómo diablos podía sentirse en el séptimo cielo tan de repente. Jamás había tenido esa cercanía física con nadie. Y le parecía horrible tenerla con un calavera (mujeriego) como St. Jumpol. No obstante, ahí estaba. La naturaleza había derrochado belleza masculina en alguien que no la merecía. Contuvo el impulso de acurrucarse más contra él. Su ropa era de una tela exquisita: una chaqueta de lana fina, un chaleco de seda gruesa y una camisa de lino suave. El aroma de almidón y de colonia, mezclado con la fragancia de su piel... Nunca se había imaginado que un hombre pudiera oler tan bien.
Intuyendo que lo apartaría de él cuando se terminase la bebida, intentó que le durara lo máximo posible. Para su pesar, vació por fin las últimas gotas dulces de la taza. St. Jumpol le tomó el cacharro de las manos y lo dejó en el suelo. Gunnie se puso tenso, esperando que lo devolviera a su asiento, pero sintió un enorme regocijo al notar que él volvía a estrecharlo entre sus brazos. Su cuerpo era firme y cálido, y muy cómodo. Le oyó bostezar.
—Duérmete —murmuró Off—. Tienes tres horas antes del próximo cambio de tiro.
Gunnie apoyó la planta de los pies con más fuerza en el ladrillo, se volvió de costado y se acurrucó más contra él para sumirse en el ansiado sueño. El resto del viaje se convirtió en una serie borrosa de movimiento, cansancio y despertares bruscos. A medida que el agotamiento de Gunnie aumentaba, dependía cada vez más de St. Jumpol. En cada posta, le traía una taza de té o caldo, y recalentaba el ladrillo en cada chimenea disponible. Incluso encontró una manta acolchada en alguna parte. Convencido de que, a esas alturas, se habría helado de no contar con St. Jumpol, Gunnie olvidó todas sus reservas sobre pegarse a él cada vez que estaba en el carruaje.
—No me... me estoy insinuando —le dijo mientras se sentaba en su regazo y se recostaba en su pecho—. Sólo eres una fu... fuente de calor.
—Aja —respondió St. Jumpol perezosamente mientras colocaba bien la manta sobre ambos—. Pero el último cuarto de hora has estado rozando partes de mi anatomía que nadie se había atrevido a tocarme hasta ahora.
—Lo... lo dudo. —Se tapó aún más con la chaqueta de St. Jumpol y añadió con voz apagada—: Seguro que le han manoseado más que a las cestas de comida de Fortnum and Masón.
—Y se me puede conseguir a un precio más razonable —aseguró él antes de hacer una mueca y moverse para ponérselo bien en el regazo—. No pongas la rodilla ahí, encanto, o tus planes de consumar el matrimonio correrán peligro. Gunnie dormitó hasta la siguiente parada, y justo cuando se estaba sumiendo en un sueño profundo, St. Jumpol lo despertó con delicadeza.
—Gun —murmuró mientras le arreglaba el pelo despeinado—. Abre los ojos. Estamos en la siguiente posta. Tienes tiempo para entrar unos minutos.
—No quiero —se quejó él.
—Tienes que hacerlo —insistió St. Jumpol en voz baja—. Nos espera un largo trecho al salir de aquí. Ve al baño ahora, ya que no podrás hacerlo en un buen rato.
Gunnie iba a protestar que no necesitaba ir al baño cuando, de repente, se dio cuenta de que sí. La idea de levantarse y salir a la lluvia gélida de nuevo casi lo hizo lagrimear. Se inclinó para calzarse los zapatos húmedos y sucios, y se peleó con los cordones. St. Jumpol le apartó las manos y los ató correctamente. Después lo ayudó a bajar del carruaje. Una vez fuera, una ráfaga de viento glacial hizo que el muchacho apretara los dientes. Hacía un frío terrible. St. Jumpol le cubrió la cara con la capucha de la capa y, tras rodearle los hombros con un brazo, cruzaron el patio de la posada.
—Créeme —dijo—. Es mejor que vayas al retrete aquí. Tener que bajar después junto a la carretera sería terrible. Esa parte de tu hermosa anato-
—Conozco mi anatomía —lo interrumpió Gunnie irritado—. No hace falta que me la expliques.
—Por supuesto. Perdona si hablo demasiado; es que intento mantenerme despierto. Y a ti también. Gunnie se aferró a su cintura y, mientras avanzaba por el barro helado, pensó en el primo Pak y en lo contento que estaba de no tener que casarse con él. Nunca volvería a vivir bajo el techo de los Phunsawat. La idea le dio fuerzas. Una vez casado legalmente, dejarían de tener poder sobre él. Por Dios, cuánto ansiaba que todo terminase de una vez para siempre. Después de tomar una habitación, St. Jumpol tomó a Gunnie por los hombros y le observó para evaluar su estado—. Pareces a punto de desmayarte —comentó—. Tenemos tiempo para que descanses un par de horas, cariño. ¿Por qué no...?
—Ni hablar —replicó él—. Quiero seguir adelante.
St. Jumpol lo observó con ceño, pero repuso con calma:
—¿Eres siempre tan terco? —Lo llevó a la habitación y le recordó que cerrara la puerta con llave cuando él saliera—. E intenta no dormirte en el orinal —bromeó.
»Cuando volvieron al carruaje, Gunnie siguió el ritual ya familiar: se quitó los zapatos y dejó que St. Jumpol le pusiera el ladrillo caliente en los pies y lo situara después entre sus piernas separadas, con un pie cerca del ladrillo y el otro en el suelo para mantener el equilibrio. A Gunnie se le aceleró el pulso cuando él le tomó una mano y empezó a juguetear con sus dedos fríos. Tenía la mano caliente y los dedos, suaves, con las uñas cortas y bien limadas. Una mano fuerte, pero sin duda perteneciente a un hombre ocioso. St. Jumpol entrelazó sus dedos con los de él con suavidad, le dibujó un pequeño círculo en la palma con el pulgar y después deslizó los dedos para que coincidieran con los de él. Su piel blanca era de un tono cálido, de la clase que absorbe el sol con facilidad. Al final, St. Jumpol dejó de juguetear, pero no le soltó la mano. No podía ser él, el florero, Gun Atthaphan... Solo en un carruaje con un calavera irrecuperable viajando hacia Gretna Green.
«Mira la que has liado», pensó aturdido. Volvió la cabeza y apoyó la mejilla en la camisa de lino de St. Jumpol.
—¿Cómo es tu familia? —Preguntó con modorra—. ¿Tienes hermanos?
St. Jumpol le acarició el cabello con los labios un momento antes de contestar:
—Sólo quedamos mi padre y yo. No recuerdo a mi madre. Murió de cólera cuando yo aún era un bebé. Tenía cuatro hermanas mayores. Como era el menor y único varón, me consintieron muchísimo. Pero tres de mis hermanas murieron de escarlatina. Recuerdo que me enviaron a nuestra casa de campo cuando enfermaron, y cuando volví ya no estaban. Más adelante, la superviviente, mi hermana mayor, se casó pero, como tu madre, murió en un parto. El bebé tampoco sobrevivió.
Gunnie, que no se movió mientras él contaba su historia con naturalidad, sintió una enorme tristeza por ese niño. Una madre y cuatro hermanas que lo adoraban habían desaparecido en un período relativamente corto de tiempo. Habría sido difícil de comprender para un adulto, mucho más para un niño.
—¿Te preguntas alguna vez cómo habría sido tu vida si hubieras tenido madre? —quiso saber.
—Pues no.
—Yo sí. A menudo me pregunto qué consejo me habría dado.
—Dado que tu madre se casó con un bribón como Leo Atthaphan —contestó él con ironía— yo no le daría demasiado valor a sus consejos. —Hizo una pausa socarrona—. Por cierto ¿cómo se conocieron? Una chica de buena familia no suele relacionarse con hombres como Atthaphan.
—Se conocieron en un accidente de tráfico. Mi madre iba en un carruaje con mi tía. Era uno de esos días de invierno en que la niebla de Londres es tan espesa que, a mediodía, la visibilidad es de apenas unos metros. El vehículo hizo un giro brusco para evitar el carro de un vendedor ambulante y atropelló a mi padre, que estaba de pie en la acera. Ante la insistencia de mi madre, el cochero se detuvo para preguntarle si se había hecho daño. Sólo tenía unos rasguños, nada más. Pero supongo... supongo que mi padre debió de interesarle porque al día siguiente le envió una carta para preguntarle por su salud. Empezaron a escribirse, aunque mi padre debía hacerlo a través de alguien porque era analfabeta. No conozco más detalles, salvo que al final se fugaron juntos. —Una sonrisa de satisfacción le iluminó la cara al imaginarse la ira de los Phunsawat al descubrir que su madre se había escapado con Leo Atthaphan—. Cuando ella murió, tenía diecinueve años —añadió pensativo—. Y yo tengo veintitrés. Me parece extraño haber vivido más que ella —comentó antes de volverse a parar mirarlo a la cara—. ¿Cuántos años tienes, milord? ¿Treinta y cuatro? ¿Treinta y cinco?
—Treinta y dos. Aunque en este momento me siento como si tuviera ciento dos. ¿Qué le ha pasado a tu tartamudez, cielo? Desapareció en algún lugar entre Tessdale y aquí.
—¿De veras? —preguntó Gunnie, algo sorprendido—. Supongo que contigo me siento cómodo. Suelo tartamudear menos con algunas personas. —Era extraño, porque no solía dejar de tartamudear por completo salvo que hablara con un niño. Notó cómo el pecho de St. Jumpol daba una especie de respingo de diversión.
—Nadie me había dicho que le hiciera sentir cómodo. Y no me gusta nada. Tendré que hacer algo diabólico para que cambies de opinión.
—Estoy seguro de que lo harás. —Cerró los ojos y se apretujó más contra él—. Creo que estoy demasiado cansado para tartamudear.
St. Jumpol empezó a acariciarle el cabello y la cara para terminar masajeándole la sien con la yema de los dedos.
—Duerme —susurró—. Ya estamos llegando. Como nos encontramos en el quinto infierno, encanto, pronto deberías sentir más calor.
🔥 𝕭𝖑-𝖋𝖎𝖈𝖘
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