2
En cuanto se quedó a solas, Gunnie soltó un suspiro agitado y cerró los ojos. El Lord no tenía que preocuparse de que él cambiara de parecer. Ahora que había cerrado el acuerdo, estaba cien veces más impaciente que él por empezar el viaje.
Le aterraba pensar que era muy probable que el tío Victor y el tío Ice lo estuvieran buscando en ese mismo instante. La última vez que se había escapado de casa, lo habían atrapado a la entrada del club de su padre. En el carruaje de vuelta a casa, el tío Ice le había pegado hasta partirle un labio y dejarle un ojo morado, además de la espalda y los brazos cubiertos de cardenales. Y luego lo habían encerrado dos semanas en su habitación prácticamente a pan y agua. Nadie, ni siquiera sus amigos Bas, Gulf y Earth, sabían cuánto había sufrido.
La vida en la casa de los Phunsawat había sido una pesadilla. Toda la familia, formada por los Phunsawat y los Norrapat, aunaba esfuerzos para quebrantar su voluntad. Les molestaba y sorprendía que les costara tanto, y Gunnie estaba tan sorprendido como ellos. Nunca habría imaginado que podría soportar los castigos severos, la indiferencia e incluso el odio, sin derrumbarse. Quizá se parecía a su padre más de lo que nadie sospechaba.
Leo Atthaphan había sido un luchador, y el secreto de su éxito, tanto en el cuadrilátero como fuera de él, no se debía al talento sino a la tenacidad. Él había heredado esa terquedad. Gunnie quería ver a su padre. Lo anhelaba tanto que le dolía físicamente. Era la única persona en el mundo que lo quería. Era un amor negligente, sí, pero nadie le había dado más. Comprendía que lo hubiera dejado a cargo de los Phunsawat hacía tanto tiempo, después de que su madre muriera en el parto. Un club de juego no era lugar para educar a un niño. Y aunque los Phunsawat no pertenecían a la nobleza, eran de buena familia. Pero Gunnie se preguntaba si su padre habría decidido lo mismo de haber sabido cómo lo tratarían, si se hubiera imaginado que aquella familia descargaría en un bebé indefenso su ira por la rebelión de su hija menor.
Pero ya no tenía sentido preocuparse por eso. Su madre había muerto, su padre estaba a punto de reunirse con ella y había cosas que Gunnie quería preguntarle antes de que eso ocurriera. La mejor oportunidad de huir de las garras de los Phunsawat era el insoportable aristócrata con quien acababa aceptar casarse. Estaba asombrado de haber podido comunicarse tan bien con St. Jumpol, que intimidaba bastante, con su belleza rubia, sus ojos azul claro y una boca hecha para besar y mentir. Parecía un ángel caído, con aquel peligroso atractivo masculino. También era un hombre egoísta y carente de escrúpulos, como había demostrado al intentar raptar a su amigo. Pero eso mismo lo convertía en un adversario capaz de plantar cara a los Phunsawat. Al menos así lo creía Gunnie. St. Jumpol sería un marido terrible, claro. Pero como él no se hacía ilusiones al respecto, eso no sería ningún problema. Como no lo quería en absoluto, podría hacer la vista gorda ante sus indiscreciones y oídos sordos a sus insultos. Qué diferente sería su matrimonio del de sus amigos.
Al pensar en ellos, sintió unas repentinas ganas de llorar.
No había la menor posibilidad de que Bas, Earth o Gulf, en especial este último, siguieran siendo amigos suyos después de que se casara con St. Jumpol. Parpadeó para contener las lágrimas y tragó saliva. Llorar no servía de nada. Aunque ésta no era ni mucho menos una solución perfecta a su dilema, era la mejor que se le ocurría. Al imaginar la furia de sus tíos al enterarse de que él y su fortuna estaban fuera de su alcance para siempre, su tristeza remitió un poco. Valía la pena hacer cualquier cosa con tal de no vivir dominado por ellos el resto de su vida. Y también para no verse obligado a casarse con el pobre y cobarde Pak, que olvidaba sus penas comiendo y bebiendo en exceso. Últimamente se había ensanchado tanto que apenas pasaba por la puerta de su propia habitación. Aunque detestaba a sus padres casi tanto como él, Pak nunca se atrevería a desobedecerlos. Irónicamente, había sido él quien le había inducido a huir esa noche. Había ido a verlo unas horas antes con un anillo de compromiso de oro con un jade incrustado.
—Ten —le había dicho con timidez—. Madre dice que te dé esto. No podrás comer nada si no lo llevas puesto a la mesa. Dijo que la semana que viene se leerán las amonestaciones. —Aunque no se sorprendió, Gunnie se había ruborizado de desconcierto y rabia. Pak rió al verlo—. Madre mía, qué pinta tienes cuando te sonrojas. El pelo se te queda naranja.
Conteniendo una respuesta mordaz, Gunnie se esforzó por calmarse y concentrarse en las palabras que se agitaban en su interior como hojas movidas por el viento. Las recogió con cuidado y logró preguntar sin tartamudear:
—Primo Pak, si acepto casarme contigo ¿te pondrías alguna vez de mi parte ante tus padres? ¿Me dejarías ir a ver a mi padre y cuidarlo? La sonrisa de Pak se desvaneció. Lo miró fijamente a los ojos y, tras desviar la mirada, respondió:
—No serían tan duros contigo si no fueras tan terco ¿sabes? Gunnie perdió la paciencia y la batalla contra la tartamudez:
—O sea que só... sólo te interesa que... quedarte con mi dinero sin da... darme nada a cambio...
—¿Para qué quieres tú dinero? —Repuso su primo con desdén—. Eres un muchacho tímido que se esconde por los rincones. No te gusta la ropa cara ni las joyas. No se te da bien charlar, eres demasiado feo para llevarte a la cama y no tienes ninguna virtud. Deberías estar agradecido de que quiera casarme contigo, pero tu estupidez te impide comprenderlo.
—Pe... pe... pero... —La frustración lo dejó impotente. No lograba reunir las palabras para replicar, de modo que se quedó mirándolo mientras se esforzaba por hablar.
—¡Mira que eres idiota! —masculló Pak con impaciencia, y lanzó el anillo al suelo en un arranque de furia. La alhaja rebotó y rodó hasta desaparecer bajo el sofá—. Vaya, ahora se ha perdido. Y es culpa tuya por sacarme de quicio. Será mejor que lo encuentres o te morirás de hambre. Voy a decirle a madre que yo he cumplido con mi parte. Ya te arreglarás con ella. A Gunnie no le había sorprendido que los Phunsawat hubieran decidido casarlo. Creían que no le quedaba otra alternativa. Pero, en lugar de buscar el anillo perdido, preparó febrilmente una bolsa de viaje y la lanzó al jardín. No era especialmente ágil, pero el pánico le dio la fuerza necesaria para huir por la ventana del primer piso, desde donde bajó por un canalón. Cruzó corriendo el jardín y la verja y, gracias a la suerte, consiguió detener un coche de punto.
Ahora, mientras esperaba a su futuro esposo, pensó con satisfacción taciturna que probablemente no volvería a ver nunca a Pak. A medida que su volumen aumentaba, limitaba cada vez más sus actividades a la casa de los Phunsawat, y no solía dejarse ver en sociedad. Daba igual cómo salieran las cosas, él jamás iba a arrepentirse de haber escapado al horrible destino de convertirse en su esposo. No era seguro que Pak hubiera intentado acostarse con él ya que no parecía poseer suficiente «espíritu carnal», eufemismo con que se designaba el instinto sexual. Dedicaba toda su pasión a la comida y los licores. Lord St. Jumpol, en cambio, había seducido, comprometido y deshonrado a innumerables mujeres y donceles. Aunque parecía que a muchos eso les resultaba atractivo, Gunnie no figuraba entre ellos. No obstante, después de la boda, nadie podría objetar que el matrimonio no se había consumado completamente según mandaba la ley. Al pensarlo, se le hizo un nudo en el estómago. Había soñado que se casaría con un hombre sensible, acaso un poco aniñado, que nunca se burlaría de su tartamudez y sería cariñoso y tierno. Off, lord St. Jumpol, era la antítesis de su amor soñado. No tenía nada de amable o sensible, y mucho menos de aniñado. Era un depredador al que, sin duda, le gustaba juguetear con su presa antes de matarla.
Con la mirada puesta en el sillón que él había ocupado, pensó en el aspecto de St. Jumpol a la luz de la chimenea. Alto y delgado, con un cuerpo que era la percha perfecta para la ropa elegantemente sencilla que complementaba su atractivo leonado. Pelo del dorado viejo de un icono medieval, abundante y un poco rizado, salpicado de mechones ámbar pálido. Ojos que brillaban como diamantes azules en el collar de una antigua emperatriz, y que no reflejaban ninguna emoción cuando sonreía. Sin embargo, su sonrisa bastaba para dejar a una mujer sin aliento —y a él por supuesto—. Boca sensual y cínica; dientes blancos destellantes... Oh, St. Jumpol era deslumbrante. Y él lo sabía. Pero, por extraño que pareciera, Gunnie no le temía. St. Jumpol era demasiado inteligente para usar la violencia física cuando unas pocas palabras bien elegidas fulminarían a alguien con un mínimo alboroto.
Gunnie temía más la brutalidad simplona del tío Ice, por no mencionar las manos despiadadas de la tía Piglet, a quien le gustaba dar bofetadas y pellizcos. Nunca más, se juró Gunnie, mientras se frotaba distraídamente las manchas del traje, donde la suciedad del canalón le había dejado unas rayas negras. Le apetecía ponerse el traje limpio que había metido en la bolsa de viaje. Sin embargo, como los rigores del viaje le ensuciarían y arrugarían cualquier cosa que llevara puesta, prefirió no cambiarse. —Un ruido en la puerta—. Alzó los ojos y vio a una criada regordeta, que le preguntó con timidez si quería refrescarse. Pensó con tristeza que la chica parecía acostumbrada a la presencia de extraños —jóvenes— solos en la casa, y dejó que lo llevara hasta una pequeña habitación en el piso de arriba.
El cuarto, como el resto de la casa, estaba muy bien amueblado y arreglado. El empapelado, de colores vivos, tenía un dibujo de aves y pagodas chinas. En una antecámara anexa había un lavabo con grifos de agua corriente con llaves en forma de delfines, y una puerta que daba a un retrete. Tras hacer sus necesidades, se lavó las manos y la cara, y bebió agua en un vaso de plata.
Fue a la habitación en busca de un peine o un cepillo. Al no encontrar ninguno, se arregló el cabello con las manos. No oyó nada que le advirtiera de la presencia de alguien pero, de golpe, supo que no estaba solo. Se volvió con un respingo nervioso. St. Jumpol estaba allí de pie, en una postura relajada y mirándolo con la cabeza levemente ladeada. Gunnie sintió una sensación extraña: un calor suave, como la luz que atraviesa el agua, y de repente se sintió desfallecer.
Estaba muy cansado y pensar en todo lo que le esperaba —el viaje a Escocia, la boda apresurada, la consumación posterior— era agotador.
Se enderezó y dio un paso pero, al hacerlo, una lluvia de estrellitas le nubló la vista. Se detuvo y se tambaleó. Sacudió la cabeza para despejarse y advirtió que St. Jumpol estaba a su lado, sujetándolo por los codos. Era la primera vez que lo tenía tan cerca y su aroma y su contacto le impregnaron los sentidos: una suave fragancia de colonia cara y la piel limpia cubierta por prendas de lino y lana fina. Irradiaba salud y virilidad. Sin duda, era un hombre atractivo y pulcro que sabía cuidar de sí mismo. Gunnie parpadeó y se percató de que era mucho más alto de lo que parecía. Le sorprendió ver su corpulencia, algo que de lejos no se apreciaba.
—¿Cuándo comió por última vez? —preguntó él.
—Ayer por la ma... mañana..., creo...
—No me diga que su familia también lo mataba de hambre —comentó arqueando las cejas, antes de resoplar cuando él asintió—. Esto suena cada vez más melodramático. Pediré a la cocinera que prepare unos emparedados. Cójase de mi brazo y le ayudaré a bajar.
—No necesito ayuda, gra... gracias.
—Cójase del brazo —repitió él con una voz agradable pero firme—. No quiero que se caiga y se rompa la crisma antes de llegar siquiera al carruaje. No se encuentran herederos disponibles así como así. Me costaría mucho encontrar un sustituto.
Gunnie debía de estar más mareado de lo que creía, porque cuando se dirigieron hacia la escalera se alegró de contar con su apoyo. En algún momento del trayecto, St. Jumpol le deslizó un brazo por la espalda y le tomó la mano libre para guiarlo con cuidado peldaños abajo. Tenía unas leves magulladuras en los nudillos, recuerdo de la pelea con lord Suppasit. Gunnie se estremeció al pensar en el penoso desempeño que tendría ese aristócrata consentido en una pelea cuerpo a cuerpo con el descomunal tío Ice, y deseó estar ya en Gretna Green. St. Jumpol, que notó su temblor, lo sujetó con más fuerza al llegar al último peldaño.
—¿Tiene frío? —preguntó—. ¿O son nervios?
—Qui... quiero irme de Londres antes de que mis parientes me encuentren.
—¿Tienen algún motivo para sospechar que ha venido a mi casa?
—Oh, no —aseguró él—. Na... nadie concebiría que pueda estar tan loco. Si la cabeza no le diese ya vueltas, la deslumbrante sonrisa de St. Jumpol le habría provocado ese efecto.
—Afortunadamente tengo una vanidad muy elevada. Sus pullas no me afectan.
—Seguramente hay muchas personas que le alimentan la va... vanidad. No necesita ninguna más.
—Siempre necesito más. Ése es mi problema.
Lo llevó a la biblioteca, donde lo dejó sentado ante la chimenea unos minutos.
Cuando se había adormilado, St. Jumpol regresó listo para partir. Aún aturdido, fue con él hacia un reluciente carruaje negro estacionado delante de la casa, y St. Jumpol lo introdujo en el vehículo. La tapicería de terciopelo crema, muy poco práctica pero magnífica, brillaba a la tenue luz de una pequeña lámpara en el interior del coche. Gunnie sintió una extraña sensación de bienestar al recostarse en un cojín ribeteado de seda.
La familia de su madre vivía según unas normas estrictas que regían el buen gusto, y no les gustaba nada que oliera a exceso. Pensó que para St. Jumpol, en cambio, el exceso era habitual, en especial el relativo a la comodidad corporal. En el suelo había una cesta hecha con cintas de piel trenzadas. Contenía varios emparedados de pan blanco con lonchas de embutido y queso envueltos en servilletas. El aroma de carne ahumada le despertó un hambre voraz, y se comió dos emparedados con tanta rapidez que casi se atragantó. St. Jumpol se había sentado frente a él. Esbozó una leve sonrisa al verlo comer con avidez.
—¿Mejor ahora?
—Sí, gracias. El abrió la puerta de un compartimiento montado hábilmente en el tabique interior de la cabina y extrajo una copa de cristal y una botella de vino blanco. Llenó la copa y se la dio. Tras un sorbo prudente, Gunnie se la acabó con rapidez. A los jóvenes no se les permitía tomar vino solo; solían rebajárselo con agua. St. Jumpol volvió a llenársela. El carruaje avanzaba ahora con un ligero balanceo, y los dientes de Gunnie golpearon ligeramente el borde de la copa. Temeroso de derramar el vino en el terciopelo crema, se acabó la copa de un trago. St. Jumpol soltó una carcajada.
—Bebe despacio, cariño. Nos espera un largo viaje. —Se reclinó en los cojines con el aspecto de un pachá ocioso sacado de las novelas tórridas que tanto gustaban a Earth Kanawut—. Dígame, ¿qué habría hecho si no hubiera aceptado su propuesta? ¿Adónde habría ido?
—Supongo que habría ido a ca... casa de Bas y del señor Itthipat. —No habría podido recurrir a Gulf y Lord Suppasit, ya que estaban de luna de miel. Y habría sido inútil dirigirse a los Kanawut. Aunque Earth habría terciado vehementemente en su favor—. Pero sus padres no habrían querido tener nada que ver con aquello.
—¿Por qué no fue ésa su primera opción?
—Habría sido difícil para los Itthipat impedir que mis tíos me llevaran de vuelta —explicó Gunnie, ceñudo—. Estaré más se... seguro siendo su esposo que como invitado en casa de alguien. —El vino le había mareado un poco, y se hundió más en el asiento. St. Jumpol lo miró pensativamente antes de inclinarse para quitarle los zapatos.
—Estará más cómodo sin ellos —aseguró—. Por el amor de Dios, no tenga miedo. No voy a abusar de usted en el carruaje. —Le desabrochó los cordones y añadió en tono suave—: Y si lo hiciera, no importaría demasiado, ya que vamos a casarnos. Él apartó de golpe el pie y él, con una sonrisa, alargó la mano hacia el otro.
Mientras dejaba que le quitara el zapato, Gunnie se obligó a relajarse, aunque el roce de aquellos dedos en su tobillo a través de la media le provocaba un extraño escalofrío.
—Debería aflojarse la faja —aconsejó él—. Así el viaje le resultará más agradable.
—No llevo fa... faja —respondió Gunnie sin mirarlo.
—¿No? Vaya, vaya —comentó St. Jumpol a la vez que le repasaba el cuerpo con mirada experta—. ¡Un fulano muy bien proporcionado!
—No me gusta esa palabra.
—¿Fulano? Perdone... Es la fuerza de la costumbre. Siempre trato a los donceles como fulanos y a las fulanas como damas.
—¿Y le da buen resultado esa táctica?
—Ya lo creo —respondió él con una arrogancia tan alegre que Gunnie no pudo evitar sonreír.
—Es usted te... terrible.
—Cierto. Pero es un hecho conocido que la gente terrible suele terminar mucho mejor de lo que se merece. Mientras que la gente buena, como usted... —Hizo un gesto dando a entender que su situación actual era un ejemplo perfecto de ello.
—Puede que no sea tan bu... buena persona como usted cree.
—La esperanza es lo último que se pierde. —Entornó los ojos, pensativo. Gunnie observó que tenía las pestañas, larguísimas para un hombre, un poco más oscuras que el pelo. A pesar de su corpulencia y su anchura de hombros, tenía un aire felino. Era como un tigre perezoso que a la primera podía resultar mortífero—. ¿Qué enfermedad padece su padre? He oído rumores, pero nada seguro.
—Tisis —murmuró Gunnie—. Se la diagnosticaron hace seis meses y no lo he visto desde entonces. Es el ti... tiempo más largo que he estado sin visitarlo. Los Phunsawat me lo prohibieron. Quieren que haga como que no existe.
—Me gustaría saber por qué —murmuró St. Jumpol con ironía, y cruzó las piernas—. Así que no lo ve asiduamente. Entonces ¿por qué estas ganas repentinas de revolotear sobre su lecho de muerte? ¿Para asegurarse un lugar privilegiado en su testamento?
Sin tener en cuenta la maliciosa insinuación, Gunnie reflexionó y respondió con frialdad:
—Cuando era pequeño, me dejaban verlo una vez al mes. Entonces estábamos unidos. Era, y es, el único hombre que se ha preocupado por mí. Le quiero. Y no deseo que muera solo. Puede bu... burlarse de mí si eso le divierte. Me da igual. Su opinión no significa nada para mí.
—Tranquilo, encanto. —Su voz reflejó cierta diversión—. Detecto indicios de un carácter sin duda heredado de su padre. He visto cómo le brillan los ojos cuando pierde los estribos por alguna insignificancia.
—¿Co... conoce a mi padre? —preguntó sorprendido.
—Claro. Todos los hombres amantes del placer han estado alguna vez en el Atthaphan's. Su padre es un buen tipo, aunque tan explosivo como un polvorín. Por cierto, ¿cómo diablos se casó una Phunsawat con un don nadie?
—Entre otras cosas, mi madre debió de considerarlo un medio para escapar de su familia.
—Lo mismo que en nuestro caso. Existe cierta simetría ¿no?
—Espero que la si... simetría termine ahí. Porque me concibieron poco después de casarse y mi madre murió en el parto.
—No lo dejaré embarazado si no quiere —comentó él con desfachatez—. Es bastante fácil evitarlo: fundas, gomas, además de... —Se detuvo al ver su expresión y soltó una carcajada—. Dios mío, ha abierto unos ojos como platos. ¿Lo he alarmado? No me diga que sus amigos casados no le han hablado de estas cosas. Gunnie meneó la cabeza. Aunque Bas Itthipat a veces se mostraba dispuesto a explicar algunos de los misterios de la vida conyugal, jamás había mencionado dispositivos para evitar el embarazo.
—Dudo que ellos los conozcan —dijo, y él rió de nuevo.
—Estaré encantado de ilustrarlo cuando lleguemos a Escocia. —St. Jumpol esbozó una sonrisa que a los hermanos Kanawut les habría resultado encantadora, aunque no habrían advertido el brillo calculador de los ojos—. ¿Ha pensado que quizá disfrute lo suficiente de nuestra consumación como para desear repetir, cielo?
Con qué facilidad pronunciaba palabras cariñosas.
—No —contestó Gunnie—. Eso no pasará.
—Mmm... —Murmuró él con un sonido parecido al ronroneo de un gato—. Me gustan los retos.
—Pu... puede que me guste acostarme con usted —aclaró Gunnie mirándolo a los ojos, a pesar de que sostenerle la mirada lo hizo sonrojar—. Espero que así sea. Pero no cambiaré de parecer. Porque sé cómo es usted y de lo que es capaz.
—Todavía no ha visto lo peor, encanto —repuso él casi con ternura.
🔥 𝕭𝖑-𝖋𝖎𝖈𝖘
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