¿QUE SI FUI FELIZ?

Dedicado a mi madre querida. Un poco resumida su vida y su último día. Espero, sinceramente, hayas podido ser feliz en algún momento.

Fui concebida hace cincuenta y seis años atrás. Me abrí a la vida un trece de abril de mil novecientos cincuenta y ocho, siglo veinte aún. No ví las primeras luces en un quirófano de hospital y mucho menos vestí mantas costosas… no, no lo hice. Me recibieron las manos de una matrona – en esos tiempos se estilaba eso -, en la cama de mis padres, en una quinta arrendada porque la economía de ese tiempo no permitía a mi familia “tirar manteca al techo” y tampoco pagar la habitación de una clínica. Fui enviada por el destino a una familia de escasos recursos pero con herramientas suficientes para salir adelante. Fui obstinada en el momento de salir por el canal de parto, ¿y quién no lo sería? Dentro del vientre de mi madre era todo cálido, acuoso, lento, sordo, quieto, feliz… Fuera del vientre: frío, seco, árido, duro, violento, rápido, ruidoso, movido, triste. Y el terror de ver sin ver formas que no conocía: una forma era mi padre, la otra la partera; una más reducida mi hermana mayor y la más cercana y que extrañamente me transmitía calma, intuía, en esos momentos, que era mi mamá. Sentí sosiego cuando me recostaron un momento en su pecho, como para que reconozca un poco el terreno, pero al instante me arrancaron brutalmente de ese lugar similar a mi vientre hogar para llevarme y depositarme en un recipiente que contenía líquido tibio. Allí sentí un poco de alivio pues el frío del lugar se había pegado a mi junto con los restos que me quedaban de mi espacio gestante: jugo amniótico, placenta, una sustancia roja que tenía un olor penetrante… todo era trauma. Y yo que cargaba mis pulmones una y otra vez con esa mezcla rara y reseca que llaman aire me quemaba la garganta… aún así grité con todas mis fuerzas, como pidiendo volver al lugar donde era dichosa. Mis lágrimas se confundían con el agua donde me aseaban: ellos tratando de sacarme toda la miseria por fuera; yo tratando de sacarme toda mísera frustración por dentro. Mi cerebro se sentía nuevo, como si jamás se hubiese desarrollado. Tanta información en tan corto tiempo de vida que llevaba era demasiado, era aberrante.
Comencé a sentir algo inquietante por debajo de mi pecho: como una burbuja que se expandía en esa cavidad, como llenándola, pero a la vez no se completaba con nada. En mi desesperación, volví a berrear con todas mis ganas hasta que mi madre, sabiamente, me cargó en sus brazos, me volvió a recostar en su pecho y me ofreció lo mejor de mi existencia: su mama redonda, turgente: ávida de generoso y sencillo elixir blanco llamado leche materna. Con desesperación busqué involuntariamente el pezón que ya volcaba gotas de fina lluvia láctea y empecé a succionar la vida: como queriéndomela engullir sin respirar. Un par de ahogos tuve, pero así fui aprendiendo lo que era comer, lo que era amar por el estómago
¿Fui feliz? No lo sé. Una serie de sucesos marcaron todo.
Actualmente, a mis cincuenta y seis años, me veo desde arriba: estoy con los ojos abiertos; el cáncer sube velozmente por mi eje dorsal nervioso, como si fuese un sicario urgido de terminar su trabajo, mi hija menor (entre dolida y serena) preguntándome: “mamá, ¿sos feliz?” y yo, entre delirios y conciencias, muevo suavemente la cabeza mientras siento como las neuronas dejan de hacer sinapsis y se apagan una a una mientras me hacen una tomografía. Mientras el telón de esta vida vana se cierra, viene a mi encuentro mi esposo. Él se fue antes sin avisar. Me dejó una carga importante con la que lidiar. Pero es un consuelo saber que él me lleva y no la parca negra que tanto miedo le tuve siempre… aunque todo el tiempo la enfrenté.
Y vuelvo mi mirada, la última que hago en el plano terrenal aún estando suspendida en un limbo y veo a mi pequeña Sol armarse de valor, marcar en el celular el número de su hermana mayor y comunicarle que ya viajé… aunque siga un ratito más aquí. Sinceramente quiero llorar y hacer explotar mis pulmones con un grito, como el de mi primer día en este mundo… pero ya no puedo: es tanta la paz que siento, tan egoísta este bienestar, que solo siento ganas de subir y subir. El último acto de amor bello de mis hijas hacia mi cuerpo inerte y helado: mudarme la ropa sucia de mis miserias, limpiarme con tibia agua del cuenco que les prestaron en el sanatorio (ahora lo podemos pagar, ¡qué ironía! ¿Verdad?) mis partes enmugradas por el adiós repentino… ¡pero con qué devoción lo hacen! Y no solo lavan mis restos por fuera, vierten sus lágrimas en mis ojos cerrados y mi boca endurecida como último beso de redención y sanación.
¿Qué si fui feliz? No lo sé. Durante el inane tránsito del ciclo vital ni reparé en ello; pero en mi inicio me planteé y no fue positivo… Ahora en mi final lo replanteo y solo puedo sonreir.
 

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