LA REVANCHA

Del suicidio social una jamás se recupera. Es como la droga: “un viaje de ida”… y más para personas como la que está escribiendo este relato que sienten que nunca se van a recuperar de la ridiculez o, más bien, de haber hecho el ridículo.
Los seres humanos somos seres demasiado particulares: nos encanta hacer leña del árbol caído, y mucho más, cuando ese “árbol” tiende a alimentar la soberbia altivez de los demás. Por esta razón es que prefiero hacer conexión con mis mascotas y mis plantas que con un habitante humano de este planeta.
Antes de seguir redundando y haciendo catarsis, prefiero contarles el motivo por el cual me encerré en mi misma para no volver a salir al mundo humano:
Era el año 1995. Yo tenía 16 años, era una adolescente con muchas ganas de hacer cosas que sabía me harían feliz pero que jamás me iban a adolecer (ese era mi inocente pensamiento). Mi compañero de aventuras era mi vecino de toda la vida: mi amigo Lucio. Desde el día cero de nuestras vidas presentí que estábamos hechos el uno para el otro… o al menos así lo había creído y decretado drásticamente yo.
La verdad es que pasábamos el tiempo y las etapas sin ningún tipo de alteración. Lucio era el prototipo ideal de lo que toda sociedad bien llevada y entendida te vendía: bueno, servicial, divertido, compasivo, apuesto, valiente, respetuoso… sinceramente, el príncipe azul de los cuentos de hadas… y de mi propio cuento… hasta ese fatídico día que me llevó a toda velocidad al ostracismo social ¡Pero! Antes de seguir con este relato, me olvidé de contarles que en esta historia hay un personaje más, que si bien era secundario, terminó siendo el que dibujó la letra escarlata en mi frente. Les presento resumidamente a Micaela. Mica era mi mejor amiga del colegio. Lo que compartía con ella no debía saberlo nadie y, principalmente Lucio. A ella le conté y le contaba mi amor eterno hacia él: de cómo nos habíamos encontrado y cómo yo sabía a ciencia ciega (ahora comprendo que jamás fue a ciencia cierta) que él sentía lo mismo por mí porque, supuestamente yo, había captado las señales que me mostraba cuando estábamos juntos… lo que nunca hubiera imaginado era que a Micaela también le interesaba mi vecino, el “amor de mi vida”. No lo supe hasta esa fatídica tarde de carnaval en la fiesta organizada en la casa de otro vecino. Ya habíamos llegado con Micaela a la fiesta. Un rato después lo hizo Lucio, con su imponente figura. Como todo un príncipe.
Atiné a decirle a Micaela: - ¡por fin llegó mi futuro esposo! – sin notar que una sombra desagradable se formaba en su mirada y en su mente.
Ella, irónicamente divertida, me dijo: - ¿sabés?, el otro día estuve hablando con “TU” Lucio. La verdad que es un vaguito canchero.
En ese momento bajé a la tierra porque lo que me dijo era raro. -¿Cómo lo conocés si yo no te lo presenté? –.  Ella, ni lerda ni perezosa, me retrucó: - ¡ay, amiga! ¿Cómo que no? El otro día que fuimos a la plaza él estaba allí y cuando nos acercamos me lo presentaste.
- La verdad es que no recuerdo ese episodio – le comenté confundida. Se tendría que haber activado mi alarma de presentimientos en ese momento, con esa duda que me asaltaba. Pero la ahogué con vergüenza porque “¿cómo podía ser tan desalmada en pensar mal sobre mi mejor amiga?” Así que decidí creerle.
Ella continuó diciéndome: - el otro día lo encontré nuevamente en la plaza y nos pusimos a charlar; y entre una cosa y otra, me contó que está enamorado de una personita muy especial para él y que no dudaría en aceptar ser su novio si “esa personita” (señalándome a mí y mirándome con fingida complicidad) se le declara públicamente en esta fiesta.
- ¿De verdad? ¿Eso te dijo? – le pregunté esperanzada. Micaela, un tanto ofendida, me respondió: - ¿acaso no confiás en mí?
Entonces no tuve más dudas y corrí al centro del salón y con voz fuerte y clara pedí la atención de todos:
- ¡Un momento! ¡Un momento! ¡Quiero que me escuchen todos! En especial vos Lucio.
Todos hicieron silencio, cortaron la música… Lucio me miraba entre confundido y sorprendido.
Entonces comencé a recitar lo que sería el réquiem de mi vida entera:
- Mirá Lucio, hace mucho que te quiero decir esto y no encontraba la forma. Pero hoy, una personita a quien quiero mucho, me dio el empujoncito que necesitaba para animarme. Lo que quiero decirte es que me gustás desde el primer día que te vi. Que entendí cada una de las señales que me mostrabas y por esa razón quiero preguntarte si querés ser mi novio.
No había percatado que Lucio se había puesto rojo: primero de la vergüenza, después de la bronca. Que todos estaban estupefactos ante semejante declaración. Y lo que vino después fue fatal: Lucio se me acercó con la velocidad de un rayo, y agarrándome violentamente el brazo me gritó:
- ¡Sos una ridícula! ¿Cómo me vas a hacer pasar semejante vergüenza? ¡No me vuelvas a hablar en tu vida!
En ese momento lo único que alcancé a hacer fue caer de rodillas mirando a mi alrededor. La mayoría de los que estaban ahí se reían grotescamente de mi situación; unos pocos me miraban con lástima. Mi vergüenza se convirtió en dolor y mi dolor en rabia. ¿Cómo podía ser que mi mejor amiga me gastara semejante broma? Después lo entendí todo: a ella también le gustaba Lucio y tenía una ventaja: a Lucio le gustaba ella.
Salí corriendo de la fiesta y de la vida de todos para nunca más volver.
Pero, la vida da vueltas y se encarga de ubicar a todos en el lugar que les corresponde. Muchos años más tarde, me convertí en una afamada profesional y escalé los niveles jerárquicos en la empresa en donde trabajaba. Me sentía magnánima, temeraria, fría… todo lo que fui construyendo sobre la base de la ridiculez de mi adolescencia. Y como el destino siempre está a favor del más perjudicado, llegó a la puerta de mi oficina un hombre muy maltratado por la vida y las circunstancias sociales. Venía a pedirme trabajo. Había algo en él que me resultaba familiar.
Con aires de insuficiencia le pregunté:
- Trajo su curriculum – mirándolo por encima de mis anteojos.
- Si señora – contestó en un hilo trémulo de voz.
-Veamos- le dije estirando mi mano para recibir el papel.
Cuál sería mi sorpresa: el hombre frente a mí era nada más y nada menos que el Lucio de mi infancia y mi desafortunada adolescencia.
Me reí ante este giro inesperado del destino. Este era mi momento. Tiré despectivamente el curriculum en mi escritorio y le dije: - ¡Por favor Lucio! ¡No seas ridículo! ¿Pensás que yo te voy a dar la oportunidad que vos jamás me diste? Ahí vi cómo él caía en cuenta quién era la persona que estaba detrás del escritorio. Incómodamente se dio la vuelta y, antes de irse, me preguntó: -¿cómo puede ser que no me perdones por algo insignificante? ¿Qué puedo hacer para que me perdones?
- Dejar de existir Lucio. Solo eso.
 

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