CAJA BLANCA

Volví a abrir los ojos. Aún veía borroso y me los restregaba. Pensé que era de día, por la apabullante luminosidad que había alrededor… pero no. Sigo en el mismo lugar. Estoy harta de permanecer aquí. Este lugar es como una caja blanca: por donde mire reina ese color que no me transmite nada… solo me pone incómoda cada vez.
Creo estar sentada en lo que sería el medio del piso de esta habitación. Tampoco hay puertas ni ventanas que me den un indicio de dónde estoy o qué está ocurriendo. No sé qué día es; no sé cuánto tiempo ha transcurrido desde que vengo a converger siempre acá… solo sé que lo único que va en aumento es este aburrimiento atroz que hace juego con la blancura que predomina. Lo peor de todo es que este espacio se asemeja muchísimo al hueco que siento en mi estómago desde hace décadas. Muchas veces trato de no pensar en ello, porque siempre descubro el horror que me asalta desde la nuca hasta la sienes y se convierte en un dolor punzante por darle vueltas una y otra vez a todos esos obsesivos pensamientos que no deberían existir.
Más las cosas se tornan aún más desconcertantes cuando quiero levantarme de mi posición central y no puedo: tengo pegados los glúteos al suelo y los brazos enroscados alrededor de mi pecho… ¡la ironía de la vida! Un chaleco de fuerza imaginario que me detiene y no me permite avanzar… ¿Acaso la cordura se mofa de mí? ¿Quizás mi locura se dio cuenta de que la realidad es superior y no puede contra ella?
Miro hacia mi interior y solo veo ese hueco blanco, que ahora también se extendió hacia mi pecho y que aplasta a mis pulmones como si fuese el mármol de una lápida… Entro en desesperación pues quiero irme de allí pero, ¿cómo? ¿Cómo lo consigo? Quizás si grito lo suficientemente fuerte esta jaula blanca se rompe y logro escapar… y fallo nuevamente pues quiero abrir una boca que no tengo… no sé cómo huir.
Lo que me resta por hacer es mirar fijo un punto imaginario en alguna pared áurea y tratar de calmarme y meditar… pero no puedo. No logro la concentración. Tantos pensamientos y recuerdos se precipitan dentro de mi cabeza que siento la gran necesidad de quitármela y arrojarla lejos; lejos de toda mi existencia, de mis círculos, de mi destino.
Y vuelvo a dar una ojeada en mi interior, rogando que el gran vacío existencial que se extiende en todo mí ser pare su expansión de una buena vez... ¿Y cómo puedo pretender eso? ¡Si no existo! Hace tiempo dejé de ser yo… Sinceramente no me conozco… no sé quién soy… En ese instante preciso, mi boca aparece; mi cabeza se vuelve liviana. Ahora comprendo por qué todo se me presenta blanco: y es porque jamás viví mi vida. Viví la de los demás. Nunca construí logros para mí. Jamás pensé por mí, no me la jugué por mí e instantáneamente el cuarto blanco comienza a agrietarse. Se escabullen por esas grietas algunos hilos de oscuridad que he aceptado de buen talante, ya que son parte de mí. Son mi yo encontrado, creado, sanado y perdonado. El techo se cae a pedazos y se torna amarillento. Todo da vueltas y logro cerrar, una vez más, los ojos. Y a lo lejos siento como llegan a mis oídos las notas nítidas del canto de una ráfaga de viento pero… no… no es viento. Es la voz de alguien que me recita algo y que comienza a contar de atrás para adelante. “Cinco, cuatro, tres…” y el eco va en aumento. Y la regresión se plasma real cuando parpadeo lentamente después del chasquido de los dedos del psicoanalista especializado en hipnosis.
Me incorporo del diván después de la sesión, mientras el profesional me dice: “esta vez pudimos ir más a fondo con este ejercicio. Buen trabajo”. Agradezco con una inclinación de cabeza, busco en mis bolsillos los billetes para pagar la consulta. Saludo con una sonrisa y un “hasta la próxima semana” al psicoanalista y me voy. No habrá próxima sesión: he descubierto que del vacío existencial en mi interior puedo construir herramientas para comenzar a vivir.

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