EL LIRIO ROJO
Por: ITS_BIC y RimskyGreencatcher
Hubo momentos en que me preguntaba cuánto tiempo he sido parte de este oficio y por cuánto la seguiría ejerciendo. Pero ahora no había manera de preocuparse por ello. Actualmente me encuentro retirado en una casa de reposo en alguna parte de Pensilvania, pasando mis últimos años escribiendo mis memorias en una máquina de escribir Royal.
Siempre he preferido la mecanografía tradicional (incluso la prefiero como una compañera para anotar la lista de compras, porque siempre se me olvida lo que debo conseguir si lo hago con lápiz y papel), ya que no se me hacía fácil hacerlo en esos extravagantes ordenadores que usan los jóvenes hoy en día. No; mi intensión es escribir a máquina.
Creo que es mejor estar apegado a una reliquia para estimular la memoria. Cuando yo trabajaba en el departamento de policía de Clovisville, Olivia, una basset hound y secretaria del lugar, se encargaba de trascribir los informes delictivos escritos a mano. A ella no le molestaba el contenido de esos documentos —hasta podía descifrar los forzados jeroglíficos de mi querido compañero Douglas Harring— ya que, según ella, tenía una técnica especial para eludir los hechos malsanos. «Solo me limito a escribir y enfocándome en cualquier falta gramatical y ortográfica —decía ella—, después termino por leerlo completo imaginando que es solo parte de otra novela de misterio» Bueno, tal parece estoy haciendo lo mismo, en cierto sentido. Gracias Olivia.
...
Tengo pensado en conseguirme un agente y que este pueda ayudarme a publicar este grupito de palabras entintadas. Pero lo que estoy por escribir no llegará a ser una novela; ni mucho menos un best seller. Prefiero guardar esto en lo poco que me queda de mis pertenencias para estimular mi desgastado cerebro de anciano. Y si llega el momento en que deje este mundo y los enfermeros tengan que limpiar esta habitación, deseo con fervor que alguno de ellos pueda rescatar mis escritos y los conserve con su alma. Puede que hasta tenga la intensión y la habilidad de transformarlo en un libro.
Doble suerte para mí.
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Es extraño sentirme como un personaje de esas novelas baratas que venden en las librerías —y para mi desgracia yo era el protagonista—, de esas que parecen tener una vida solitaria y en ocasiones se acostaba con una o dos testigos (puede que lo primero me haya quedado envuelto desde mi nefasto matrimonio que les relataré dentro de poco). La verdad es que me siento un tanto afortunado, en relatar la época que me cambió, y de la hembra que me salvó la vida.
Tras servir a los Aliados en la guerra, mi cabeza no ha sido más que un revoltijo de papeles; apilados y guardados en gabinetes que no llegaban a tocar la luz. Me conformaba con seguir la línea recta y entrar a la policía de una de las ciudades más problemáticas de Michigan, que estaba por debajo de Detroit en la escala criminal.
Durante siete años fui agente patrullero, después ascendido en el departamento de Homicidios por otros tres años, hasta volverme jefe de este. Desde entonces, esa línea de racionalidad que deseaba mantener, iba desvaneciéndose como las franjas de una carretera del desierto.
Allí estaba yo, en mi oficina. Sacando uno de los vasos pequeños y una botella de whisky de la pequeña nevera. Los últimos rayos de sol parecían resistir ante el implacable clímax del atardecer cual dedos que intentaban agarrar el firmamento y se ahogaban en un mar de edificios.
Conservaba la idea de cambiarme a los suburbios y vivir esa capa perfecta del sueño americano, como muchas de las familias que habitaban (y siguen viviendo con algo de miedo) en la creciente Clovisville. Podía dejar toda esa mierda policial a un lado y descansar de una jodida vez.
Abrí uno de los cajones del escritorio. Saqué mi Colt .45 y comencé a pensar en mi padre. Tomé el vaso con mi otra pata y dejé que su contenido fluyera por mi garganta; estaba algo desabrida. Puse el cañón en la sien para sentir su helada textura; antes de tirar el gatillo. Ni siquiera estaba cargada.
Sueño americano, pensé con una risa cínica. Si esto hubiera sido en verdad un sueño, no habría estado con el arma de mi padre a punto de volarme la cabeza, después de terminar la búsqueda de Russell Durham; aquel malnacido que violó y asesino a Doris March.
Su cacería no duró más de tres días —yo encabecé la captura— y el muy hijo de puta se lanzó de un edificio departamental a otro extremo de la ciudad. Estuve pensando en que cuando un psicótico se da cuenta de que está acorralado, lo mejor que puede hacer es dar el «acto final». Hubo una docena de espectadores cuando eso ocurrió.
Masajeaba mi cabeza con el cañón, haciendo círculos que pudieran alejar las migrañas. Las balas estaban en el mismo cajón. Estaba la posibilidad de hacerlo. Estaba..., pero no podía, no aún. No era una cobardía. Pero en cierto sentido, el quitarme la vida o seguir con mi engorrosa profesión, eran actos de cobardía en dos puntas de la vara.
Me puse a pensar que tal vez debía hacer un viaje a Robin's después de otro día en la fantasía del sueño americano.
Sin guardar el vaso y la botella, me incorporé. Aquella oficina había pasado tanto tiempo hundida en el desorden que hasta yo era parte de ella. Inconscientemente me sentía cómodo allí; era la viva imagen de mi mente.
Mi gabardina estaba en el perchero junto a la ventana, una vieja prenda que había sido testigo de tantos casos que hasta me sorprendía lo bien cuidada y limpia que la mantenía. Vestido con ella pasé la destartalada puerta de madera, que siempre me recibía (y despedía) con el horrible chirrido de sus bisagras.
Salí a la calle. Como de costumbre caminé hacia el lugar donde sacaría mi cabeza de la realidad, aunque tardase el mismo tiempo que la luna sobre mi cabeza.
...
Llegué a Robin's hundido en el recuerdo de Durham. Desde el principio supe que no era un caso para mí, solo se trataba de un enfermo que hasta un aficionado podía atrapar. Sin embargo no pude negarme ante las súplicas y lágrimas de la señora March, no por compasión, sino por la mala fama que eso me traería.
El problema llegó cuando comencé a investigarlo, quien a vista de todos era un pandillero de poca monta, pero para mí, había algo podrido más allá de su cáscara.
Estaba en frente; en el viejo Robin's. Tan demacrado y sombrío como lo había sido desde el principio. Por fuera no destacaba ni aunque las mismas estrellas bajaran y se pararan sobre él. Por dentro, la cosa solo empeoraba. El asfixiante olor a cigarro se mezclaba con el del alcohol, dejando ese ambiente tan pesado que lo hacía exclusivo para animales de estómago fuerte.
Me senté frente a la larga barra en el costado del lugar, mirando hacia el lado opuesto. Todas las mesas de en medio eran ocupadas por la clientela habitual. Nadie mantenía contacto directo conmigo por más de dos segundos, pues yo no resaltaba mucho entre aquellos marginados sociales que estaban hasta las orejas con la bebida. Puede que por mi especie, pues si de algo servía ser así, tenía la dificultad de que otros pudieran imaginarme como el detective que era.
—Eh, jefe —La voz rasposa de Beatty sonó frente a mi—. Dos veces esta semana. ¿Acaso está rompiendo una nueva marca?
Beatty llevaba siendo barman desde que Herbert Hoober alcanzó la presidencia. Era un labrador, de estatura mediana y con más edad que yo. Cada vez que se podía, lo veía con un cigarrillo en la comisura del hocico; y en ocasiones lo veía toser.
—Nada de marcas, mi buen amigo —repliqué apoyándome en un brazo sobre la barra y con la otra pata sacaba mis cigarrillos. Era un mundo donde el humo abundaba—. Solo vengo por lo de siempre.
Beatty puso una sonrisa maliciosa.
—Sale un bourbon a las rocas —carraspeó a la vuelta. Beatty era el único en quien podía confiar en esta porquería de ciudad.
Cada animal de por aquí tiene su forma de apuñalarte por la espalda y yo estoy aquí para limpiar el desorden. Si no eran los sacerdotes que te exigían persuasivamente el diezmo de cada domingo, o los tenderos de Flint Street que trataban de ser amables solo para sacarte un centavo del bolsillo, solo podían estar los buenos amigos que te servían un vaso de bourbon con hielo para que, inconscientemente, te dejen aturdido en grandes cantidades de ardiente dulzor.
Beatty llegó con mi trago, sin hielo para que no se desvaneciera el sabor.
—Oí lo que pasó —dijo el labrador, extendiendo sus patas en la barra— Diablos, jefe. No sé lo que está pasando en este mundo.
—Ni yo.
—Ese cabrón debe estar ardiendo en infierno. Y no voy a juzgar a Dios de porqué permite que estas cosas sucedan. Mi madre, que en paz descanse, me enseño a no juzgar al Señor con estupideces.
Beatty, que era de una familia católica, hacía penitencia cada vez que «ofendía a Dios». Por eso casi nunca lo mencionaba en cada una de nuestras pláticas de barra. Yo por mi parte, fui criado por congregacionalistas.
—Esa pobre madre... –continuó, pero parecía que las palabras se le trababan tras esa mirada penosa.
—Dejémonos de tanto drama, Beatty. Esto ya acabó, y no de la forma que queríamos.
No de la forma que yo quería.
Lo tenía de las pelotas. Tres días siguiéndole la pista para que al final lo echara todo a perder. ¿Qué estaban haciendo mal? ¿Qué estaba haciendo yo mal? Si debía tener la mente enfocada en algo, sería con la vieja Colt esperando ser presionada.
Siete años en el cuerpo de policía y cinco como detective. He visto horrores inimaginables desde que me enviaron a pelear en Europa. Divorciado y sin hijos. Y en ese momento, un doberman de cuarenta y tantos años que se la pasaba deprimido en un lugar de mala muerte, esperaba ahogarse en la medicina de todo macho.
Pensé en la pequeña Doris y en la vida que pudo tener si siguiera viva. Pensé en mi padre trabajando en su tierra y en cómo la perdió por el progreso industrial. Pensé en Cora y en cómo permití que se fuera sin darle una sola razón para que se quedara.
Simplemente estaba llegando al límite.
El escenario se ilumino mientras las cortinas azules se deslizaban para dar paso al espectáculo. Pudieron ser los Summer Lights con su relajante tocada de jazz, o esa pequeña pero insignificante banda de rock n' roll que los jóvenes escuchaban en ese entonces.
Pero no era lo uno ni lo otro; sino algo nuevo.
Entre la penumbra del escenario salió una hembra, hipnotizando a todos los presentes con sus refinados movimientos de cadera. Su vestido deslumbrante reflejaba la luz con su fina tela del mismo color que las cortinas.
Quedé con el hocico tan abierto que hasta me olvidé del cigarrillo que sostenía en mis labios, el cual cayó sobre mi pata, dejando una pequeña marca en mi pelaje. Ni en mis propios sueños habría sido merecedor de presenciar una especie con tal belleza natural.
Pensé que mis ojos me estaban jugando una mala pasada. Estaba comparando a aquella chica con las miles de especies que habitaban en el mundo, pero ninguna se le asemejaba. Su fino hocico halagaba la elegancia digna de los zorros, y su esbelto cuerpo la sensualidad de cualquier felina.
—¿Bonita, no? —A mis espaldas, la ronca voz de Beatty se coló en mis orejas. Al girarme pude verlo apoyado en el mostrador, con la picardía reflejada en sus ojos.
—Parece un ángel caído del cielo —dije todavía envuelto en la mirada de aquellas filosas perlas verdes. El viejo labrador lanzó una ahogada carcajada.
Empezaron a tocar. La música transcurría lenta y suave. La hembra (que era difícil de identificar) se balanceaba de un lado a otro con los ojos cerrados, como si dormitara. Sus patas se alzaban alrededor del micrófono.
Camino
En un sendero de sombras
Susurrando tú nombre.
Escucho a
Las almas del ayer
Llorando por ti.
Verla ahí en el escenario, siendo iluminada por un único reflecto, me mantuvo flotando desde el primer momento que cantó. Y, aunque no me lo podía creer, sentía que mi cuerpo me traicionaba, y me balanceaba al compás de la canción.
En ese momento, las lágrimas brotaron. Mi visión se fue nublando, y no por la bebida. Eran las emociones que no había sentido en mucho tiempo, en tiempos en que era un cachorro ingenuo y feliz, que acompañaba a su padre a cosechar el maíz y olfateaba el dulzor de la mañana. ¿Dónde quedó ese pequeño que se escondía del torrentoso presente?
Cantaba con confianza, pero también con pasión. Desconocía si los demás también sentían lo mismo, aunque a mí me parecía algo hermoso. Había un aire diferente, casi agridulce. Se alejaban todo aroma amargo del lugar y solo quedaba uno en especial; era cálido y dejaba un picor en la nariz: su perfume.
Al terminar, llegaron los aplausos. Sin duda les había llegado a todos. La hembra puso una pata en sus labios y lanzo un beso al aire. Las cortinas se cerraron y todo quedó a oscuras.
—Sí señor, literalmente cayó del cielo —dijo Beatty—, ¡y lo mejor de todo! parece que a Robin no le ha costado ni medio centavo.
Aquello último había hecho sonar las alarmas en mi cabeza. ¿Esa chica pidiendo tan poco para venir a un lugar como este? Algo olía incluso peor que el bar. Sin embargo, toda inquietud se borró de mi mente; apagándose, exceptuando las que hacían brillar a ese diamante entre trozos de carbón.
...
En los últimos días pensaba en lo mucho que quería conocer a esa cantante. Tenía la extraña sensación de verla directamente a los ojos, hablarle y felicitarla por su presentación.
Es curioso la forma en cómo nos comportamos ante un desconocido. La mayoría solo piensa en evadir las presentaciones ajenas porque están acostumbrados a que sus amigos los rodeen casi todo el tiempo. En mi caso, fue como una especie de regocijo. Como si ella hubiera estado en mi vida desde hace tiempo.
Me hizo pensar en mi vida en Nebraska. En las infinitas planicies doradas del verano que susurraban con el canto de las cigarras. De niño me encantaba jugar en los surcos porque me sentía a salvo en ellas. A veces jugaba a los exploradores, y con un bastón en la mano caminaba más de siete o nueve hectáreas hasta ver mi casa como un insignificante punto rodeado de flechas doradas.
Al preguntarle a Beatty sobre la hembra, solo me entregó datos muy escasos: «Su nombre es Eloise. Esta ha sido su primera noche en el bar, y por lo visto, les cayó bien a los clientes. ¿Verdad que es bonita?» Lo era en muchos sentidos: su cuerpo, su rostro, su voz...
Entre mis garras sostenía una bala y la observaba con detenimiento. La examinaba como buen doctor, como si hubiera descubierto una anomalía dentro de un organismo. De repente, tocaron a la puerta.
—Pase.
Era Harring, uno de los agentes veteranos de la jefatura (aquel de los famosos jeroglíficos que mencioné). Traía consigo una carpeta color beige. Harring era un lobo gris, alto y en forma; siempre vivaz ante la adversidad.
—Jefe, le traje el informe del forense —dijo él dejando el expediente en mi escritorio.
—Gracias. ¿Cómo se encuentra Norma?
—De maravilla. Está contenta después de que le compré ese horno nuevo que tanto le gustaba ver en el escaparate de la tienda.
—¿Y los cachorros?
—A Teddy y Junior les va bien en la escuela. No podría estar más orgulloso de ellos. Estaba pensando en darles un dólar para que vean la matinée de mañana. Están dando una de John Wayne en el Windsor.
Era la suerte de ser joven. Sobre todo en una época en que tienen mejores oportunidades. Aun así era ingenuo; la experiencia se adquiere la vejez. Eso lo sé perfectamente.
—Bien por ellos —comenté.
Harring pareció emocionarse; tenía cierto rubor en sus mejillas. Se retiró cerrando la puerta. El tedioso chillido de las bisagras penetró en mi cabeza y me hizo apretar los dientes.
El documento revelaba la autopsia de Durham; o lo que quedó de él. En definitiva: muerte por suicidio. Apreté la bala con firmeza, sentía se me iba a escapar producto de la presión. Respiré hondo para dejar salir mis frustraciones restantes. En ese entonces recordé a Eloise y todo se tranquilizó. Me di cuenta que el intento fallido de captura no fue por incompetencia mía. Que esas cosas pasan y pueden volver a ocurrir. Era obvio que lo habíamos acorralado y que él mismo acabó pagando por sus crímenes; un loco menos en el mundo.
Guardé la bala en mi bolsillo y continué con el papeleo.
Trabajar en Homicidios me distanció de mi matrimonio. Cora no quería ser parte ello, incluso me tenía prohibido hablar del asunto en la mesa. Largarse parecía lo mejor, para huir de mis problemas sin comentar un aspecto de esta. Ese era el arte de Cora Stedman, antes esposa del sufrido detective Dalton Jones.
Mi mente ya no era un revoltijo de recuerdos. En las últimas horas podía aclarar mis cosas con normalidad. Siempre, teniendo en cuenta, el recuerdo de la canción que brotaba de los labios de esa hembra. Tenía que indagar y saber sobre ella lo antes posible.
Me centré en el ya concluso caso, más que eso no quedaba por hacer. Quería finalizar con todo y guardarlo en el archivo para toda la eternidad. Pero había algo que todavía no me cerraba y seguía carcomiéndome la cabeza: Durham, Durham, Durham.
El tipo era como un maldito libro abierto, que hasta el detective más pusilánime podía leer. La primera vez que me encontré con él no fue para atraparlo, sino para saber si escondía algo más de lo que parecía. Esa madrugada, en los muelles el asunto se llenó de la más oscura niebla.
Él era una escoria, pero también un idiota. Alguien así no podría haber escondido las pruebas con facilidad; era uno de esos delincuentes que guardan el cuerpo en su armario y esperan que mágicamente desaparezca («Ahora lo vez, ahora no lo vez»). Sin embargo, Doris apareció en el otro extremo de la ciudad, tirada en un descampado.
A pesar de ser casi imposible encontrar a su asesino no me rendí, nunca antes lo había hecho. Oportunos testigos me llevaron hasta Durham; en ese punto, lo único que me importaba era atraparlo. El siguiente paso fue su apartamento. Aquel destartalado lugar estaba lleno de migas, migas de pan que me permitieron culparlo de todo.
Di un golpe a la mesa, todo en ella tembló. ¿Por qué se había esmerado tanto en esconder el cuerpo si luego descuidaría todo lo demás? Años de experiencia me habían enseñado a saber si los acusados son, o no capaces de cometer ciertos crímenes... Y por desgracia él no.
Volví mi vista al informe. Era mi último recurso para intentar encajar algo. El papel detallaba todo lo que tenía encima al momento de morir: navaja, una caja de cigarrillos, otra de fósforos, apenas efectivo y una extraña ficha con la forma de estrella marcado en relieve.
Nunca había visto tal cosa en Durham, pero podía ser el último hilo del que tirar para llegar a una respuesta. Me asomé por la puerta y llamé a Harring, enseguida lo tenía frente a mí, firme como siempre.
...
En el extremo norte de la ciudad, en Pearl Hills, se hallaba El Lirio Azul. Muchos de los acomodados de la ciudad pasaban por allí para satisfacer sus necesidades más avaras y carnales. El casino tenía sus lujos y sus infamias. Era gobernado por los hermanos Cacciatore, y han estado en la mira de la policía por décadas.
Horas atrás, le pedí a Harring que me informara de los movimientos recientes de la familia Cacciatore. A pesar de la incomodidad que le embargaba al oír ese apellido, el lobo gris sabía mantener la compostura.
—El último caso es de hace cinco meses. Tiene que ver con un cliente apostador y un préstamo agudo.
—Sé de qué se trata —le dije lacónico—. Es como cuando tienes una astilla en la garra y solo puedes sacarlo con otra astilla. De cachorro lo hacía. ¿Acaso tú también lo hacías, Harring?
El se limitó a negar con la cabeza.
—Bien. Eso demuestra que eres un macho listo, pero por lo que más quieras, que esa idea no se te suba tanto a la cabeza. Hacerse el listillo cuando no lo es en realidad, es una ofensa a las leyes que gobiernan nuestros instintos —Empezaba a jugar con la bala haciéndola rodar por el escritorio desnivelado. Después lo miré a los ojos—: Hace cinco meses esperaba dar con las pequeñas extremidades de Robinson después de preguntarle dónde las había perdido. Una aguja en un pajar; cuatro para ser exactos.
El idiota de Robinson —un jugador compulsivo— cayó en las pezuñas de esa familia por no garantizar sus deudas. Terminó con unas costillas fracturadas y las garras de la pata derecha amputadas; advertencia recibida por muchos de los que se adentran a sus dominios.
—Es posible que los Cacciatore hayan guardado una de sus garras —comentó Harring.
—¿Por qué harían eso? —pregunté fingiendo no saber.
—Puede que por una forma de advertencia, o para conservar la nostalgia de sus acciones.
Esa última respuesta me gustó más. Le había atinado al blanco. Si bien los Cacciatore tenían una reputación de hierro, sabían darle importancia a las cosas pequeñas, tanto físicas como psicológicas.
Eran un trío de toros muy ladinos, todos hijos del difunto Don Sergio: Lorenzo Cacciatore, el mayor, encabezaba el negocio de El Lirio Azul y mantenía su imagen a buen ver, se aseguraba de que su reputación fuera incuestionable; Luciano Cacciatore, el del medio, tenía cierta fama con poner el orden de las cosas a su imagen y semejanza, reconocido por sus tácticas en Artes Tortuosas, además de administrar a sus machos en los pequeños negocios que echaron raíces por las calles de la ciudad; y Leonardo Cacciatore, el menor, era el gran ojo detrás de la nuca, nada se le escapaba.
Nunca en la vida se me hubiese ocurrido acercarme a alguno de los tres, tenían dinero y poder suficiente para sacarme a mí y a cualquiera de su camino. Eran intocables. Pero con mi más sincero pesar tenía que averiguar qué había detrás de Durham y de la peculiar ficha que conectaba con ese casino sobre las colinas.
Le agradecí a Harring por la información y le pedí que se tomara el resto del día libre. Así pudiera pasar el tiempo con sus cachorros antes de que el tiempo los convirtiera en adultos.
Mientras pensaba en mis próximos movimientos, los cuales no podía desperdiciar, el sol le dejó espacio a la luna trayendo otra estrellada noche a la gran ciudad.
Un nuevo callejón sin salida apareció en frente, no había manera de arrimarme a los Cacciatore sin llamar su atención. Miré por la ventana, hacia esa inalcanzable barrera llena de puntos blancos incandescentes.
«Escucho a las almas de la noche, llorando por ti» Inconscientemente repetía su voz, tan magnífica y absorbente hasta el punto de perderme en el simple recuerdo de la canción.
Di un paso hacia la puerta, sin olvidar mi gabardina en el perchero. Aquella fiel compañera que, sin importar a donde fuese, siempre estaba para acogerme en los momentos más turbios: el primer amor de cada detective.
...
¿Valía la pena enfrentarme a esos bovinos por una pobre corazonada salida de ninguna parte? Total ya demasiadas cosas me quitaban el sueño, una más no me haría daño.
El caso ya estaba resuelto, había detenido —no de la mejor forma posible— al asesino y aunque no trajera de vuelta la vida de la pequeña, era un problema menos para la sociedad. No. No podía pensar así, estaba cometiendo el error más grave de un detective: no dejar cabos sueltos.
Hace más de dos años que comenzaron las desapariciones de hembras jóvenes en toda la ciudad. He intentado seguir el caso atando las redes de coherencia criminalística, pero al instante se desataban. Mis esperanzas estaban puestas en Durham, quien a pesar de haber hecho tal acto enfermizo con una cría parecía pertenecer al mismo patrón.
Así es, podía seguir investigando y zanjar de una vez por todas mis cuentas pendientes con el malnacido que estuviese detrás de la sombra en aquellas desapariciones. Pero prefería ahogar mis dolores de cabeza en el falso alivio del alcohol. Lo que fuera que me pasara, estaba acabando conmigo.
Llegué a Robin's, y al apenas cruzar la desvencijada puerta, el pesado ambiente del interior cedió todo su peso sobre mí. La barra estaba tan llena como nunca antes lo había estado desde que aquel lugar abrió, y las mesas tan apegadas entre sí que apenas dejaban ver un lugar libre.
Hasta la clientela era nueva, y con ello el cambio de vibras que desprendía el lugar, había cambiado. No podía creer lo que veía hasta que caí en la atención de Beatty. Al labrador no le alcanzaban las patas para servir tantos tragos.
Al desocuparse el mostrador volteé a verle, tenía una gran sonrisa pintada en el rostro y reía emocionado cual cachorro en una dulcería.
—¡Esperaba que aparecieras! —El viejo perro ni siquiera tenía un cigarrillo entre los labios.
—Aquí estoy —Me senté frente a él, se notaba a leguas el cansancio en sus ojos—. ¿Cómo va todo?
—De maravilla, como podrás ver —contestó con su pata apuntando hacia el local—. Esa muchacha, Eloise, es increíble.
¿Todo eso era gracias a ella? No me extrañaba, pocos eran dueños de aquella agraciada belleza y tan angelical voz, ambas en conjunto eran una combinación letal para cualquier macho.
Los aplausos y silbidos estallaron dejándome con las palabras en la punta de la lengua. Me giré de inmediato con el desvanecimiento de las luces, dejando un único reflector a la vista, la misma apuntaba hacia el escenario, cuyas cortinas ya abiertas dejaron paso a la tan nombrada cantante.
El vestido negro que acariciaba su manchado pelaje grisáceo hacía notar su esbelta figura. Mientras quienes la veían por primera vez quedaban paralizados. Al resto se nos daba otra oportunidad de volver a deleitarnos con sus dones.
No hizo falta más que una mirada de sus ojos para callar a todo el público, y ya frente al micrófono, los cerró para dar paso al canto de su voz.
Miénteme una vez más
Escucha los alaridos
De los mártires descorazonados.
Miénteme y llora
Toda causa
Tiene consecuencias.
Sigue jugando con
Los límites del amor
Y verás
Y verás
Y caerás.
Me quedé embargado por la potencia de su voz, incluso estaba estático por como la letra transmitía melancolía. Hablaba de secretos y traiciones. Una especie de tragedia homérica con algunos tintes de romance campestre. Al terminar, la hembra hizo una reverencia alzando la pata para luego inclinarse y dejar caer su mano con una agilidad cordial y cabal. Después se apagaron las luces y los aplausos cesaron.
Era mi oportunidad de conocerla. Le pregunté a Beatty y me señaló la puerta pequeña a un costado del escenario. Me hizo prometer que no lo escuché de su hocico.
Al otro lado estaban los camarines, donde guardaban el vestuario y otros instrumentos en telas gruesas de lona. Al fondo de un pasillo estaba la señorita Eloise siendo elogiada por una de las bailarinas del siguiente acto. En un movimiento rápido de cabeza, la hembra fijo su vista ante mi presencia. Debía tener el oído tan agudo como para darse cuenta de una presencia desconocida que se dirigía en completo silencio.
Levanté mi sombrero a modo de saludo y me acerqué a paso veloz. Las bailarinas ya se habían ido.
—Tal vez no me conozca, me llamo Dalton Jones —me presenté, omitiendo la parte de que era detective—, y quería darle mis felicitaciones por su presentación.
Estando frente a ella, me daba cuenta de lo esbelta que era y que solo alcanzaba la mitad de mi estatura; era muy distinta cuando estaba en el escenario.
—Bueno, es un placer que le fascinara —contestó con voz lenta y serena—, incluso si la actuación haya sido pésima.
—En absoluto, señorita.
—Me da gracia como los machos parecen agradarle mis actuaciones aun cuando no son perfectas —comentó desinteresada, y acto seguido, se presentó—: Eloise Santos.
Extendió su brazo con mucha naturalidad. Tenía una complexión gruesa pero delicada. Con toda la educación que me quedaba, tomé su pata y puse mis labios en el dorso de esta.
—Esa clase de caballerosidad solo es para los estirados —replicó suspicaz—, pero tiene su encanto viniendo de enormes machos con cara de policía.
¡Vaya! Si que era muy observadora. No podía mentirle.
Ese mismo instante, le pedí si era posible esperarla hasta tarde para hablar, para cuando la clientela se hubiera retirado. Ella aceptó.
—Es usted el primer macho que habla conmigo.
—¿De verdad?
—¿Por qué mentiría?
Más tarde, como a la medianoche, el lugar estaba desierto excepto por Beatty que se encargaba de limpiar la barra y recoger lo poco que quedaba en las mesas (vasos, jarras y cigarrillos), también habían un par de borrachines durmiendo en mesas apartadas. Gracias a Dios que no roncaban.
Invité a la señorita Santos a sentarse a una de las mesas cercanas al escenario. El micrófono era el único instrumento; solitario y destellando con la poca luz del bar.
La hembra vestía un traje chaqueta y una falda con encaje, me hacía acordar la veces que invitaba a Cora a cenar antes de casarnos, comiendo espagueti y dulces de fresa como postre. Pero en este momento, yo me servía mi bourbon favorito y ella un tequila. Me avergonzaba por beber algo menos fuerte que eso.
Le pregunte qué especie era exactamente. Reconocía a casi todos los que habitaban en esta ciudad, los suficientes. Pero su apariencia era un tanto peculiar: se acercaba a un felino, pero tenía rasgos silvestres. Cuando la vi por primera vez en su vestido pude notar manchas negras e irregulares, que de seguro componían gran parte de su espalda. Su cola, como de mapache, brillaba más que el resto de su pelaje, al parecer uso purpurina para resaltar.
—Puedo ser un gato, o un mapache —dijo la cantante—. Pero mi especie, de la familia de los vivérridos, siempre se ha visto al margen del conocimiento general. No te ofendas, a mí tampoco me preocupa que me vean como la gineta que soy.
—¿Gineta?
—Estas frente a una.
Era un nombre inusual para describir a tal belleza que tenía frente a mí, bebiendo alcohol fuerte y con una mirada que decía que no se andaba con juegos de críos. Le pregunté sobre su estadía en la ciudad y cómo está la recibió.
—¿Esta es una de sus preguntas habituales como detective? —inquirió.
—No —respondí con tranquilidad—, pero debe ser la costumbre que hace que suene como interrogatorio. Ya sabe, gajes del oficio. Te tienen inmerso en hacer lo correcto, que sientes que olvidas que tienes otra vida más allá de la placa y la pistola.
Ella sonrió.
Me contó que ella era de Arizona, que comenzó a cantar en algunos bares de Tucson y Phoenix poco después de acabar el instituto. Después fue a Salt Lake para tener oportunidad con un cazatalentos; no tuvo suerte. Así que se mudó a la costa este para establecerse y tener una vida plena y cómoda de clase media.
—Mi intención era ir a California, pero debo tener lo necesario si quiero dedicarme a esto en serio.
Seguimos hablando sobre temas colectivos, como la política, la televisión y otras cosas sobre la ciudad que podían caber en un solo libro: todo sobre lo que rodea en cada equina. Eloise prendió un cigarrillo y aspiró el humo como toda una profesional. Soltaba hilos perfectamente formados que se elevaban hasta desvanecerse.
Minutos después le conté la historia de una disputa vecinal en el barrio irlandés: dos hembras se peleaban por un tendedero que se extendía a ambos lados de los edificios en que se encontraba. La dueña original de la cuerda era una cierva roja anciana que insistía que la compró hace siete años. En cambio, la otra, una madre nutria, decía que usaba con frecuencia la cuerda para tender la ropa de sus siete críos. En ese entonces era recién ingresado a la policía y se me hacía bien el patrullaje diurno.
—Me imagino que le era fácil atender discusiones domesticas que atrapar maleantes de segunda.
—Era algo que podía lidiar sin tener que sentir la culpa del principiante. ¿Si me entiende?
Ella negó con la cabeza.
Se lo expliqué: un policía novato entra al cuerpo de policía teniendo las expectativas de servir y proteger a la comunidad. Pero luego entran la burocracia y toda la experiencia se vuelve una rutina aburrida y peligrosa. Esa era la manera de servir a Clovisville: papeleo que solo era acumulado en archivero físico y mental.
De regreso a mi historia, las dos señoras no paraban de disputársela hasta que una tercera se le ocurrió cortarla con un cuchillo para pelar papas (dijo que no podía soportar los gritos con un vocabulario tan vulgar del norte), fue en allí cuando se revolvió el gallinero. La señorita Santos soltó unas risitas pequeñas pero honestas.
—Cuénteme de usted, detective. Por lo visto tiene muchas historias de gente desconocida. Quiero saber de usted.
No tuve de otra y le conté la historia de mi vida: un joven cachorro de Lincoln, Nebraska, que se fue a vivir a la ciudad a los doce años. Educado bajo la estricta y devota enseñanza de su tía luego de que su padre muriera de neumonía; terminó la escuela primaria y media y el instituto, se graduó de la academia de policía con honores y se casó con una cavalier king con quien estuvo treinta y dos años de matrimonio, batalló contra las fuerzas alemanas en el cuarenta y cuatro y fue ascendido a detective poco después de su regreso a casa con cicatrices de bala en el abdomen.
—Usted me contó sobre cómo llegó aquí buscando éxito —comenté tomando otro sorbo de mi bebida—. ¿Qué opina su familia?
La cantante curvó sus labios y bajó la mirada. Debió ser una pregunta muy personal, por lo que me retracté.
—No importa —aclaró ella—. De todas formas, mis padres ya no están y no tengo por qué preocuparme.
El reloj encima de la barra marcaba un cuarto para las una, así que me ofrecí para acompañarla. Ella se negó, muchas gracias, que no tenía problemas en regresar a su apartamento por su cuenta.
...
Los días pasaron y la búsqueda de la verdad estaba a solo unos peldaños.
Mi investigación me tenía inmerso en varias horas de sacar conclusiones con evidencias claras de que el asesino era el responsable y sospechoso principal. Pero tenía en claro la posibilidad de algo mucho más grande.
Al parecer, Durham congeniaba en el mercado negro con algunos comerciantes de polvos de ángel, pero como eran negocios de los Cacciatore, me impedía acercarme a ellos; aun así, servía de pista para dar con sus verdaderos propósitos.
Ellos tienen algo que ver con las últimas acciones de Durham, analicé mentalmente.
Una tarde aproveché de pasar por el mercado negro cerca de Graham Street. Muchos me conocían, pero no me temían, puesto que he encerrado a algunos de sus mejores compradores; aun así ellos tenían inmunidad, la protección perfecta de los de arriba, en Pearl Hills.
Conversé con unos machos de confianza que solo podían soltar la legua por unos centavos. Durham deambulaba para revisar la seguridad del lugar; eso era poco usual en él. Decían que estaba interesado en el comercio secreto de los Cacciatore, pero días antes de su muerte, se había metido en un embrollo que lo hizo alejarse de esa familia de bovinos. Sabía que debía interferir y saber la verdad.
La respuesta final que solo ellos me la darían.
...
Sabía que como policía no tenía jurisdicción sobre El Lirio Azul, pero no se conocía restricción alguna cuando se trata de apostar. He trabajado muchas veces de encubierto para facilitarles el trabajo a los fiscales de distrito; esto hubiera sido pan comido, aunque se trataba de ingresar a la boca del lobo.
La ficha que encontraron en el cuerpo del asesino era insignia de esos mafiosos. Lo usaban todos los miembros de alto y bajo rango, y Durham era uno de ellos.
Vestía de etiqueta para la ocasión, dejé la camioneta lo más apartada posible y seguí el sendero de adoquines hacia el enorme edificio de piedra y cristal. Esa noche no era más que un cliente deseoso por jugar al Black Jack.
El lugar estaba bien iluminado, centelleaban los candelabros a la altura de la bóveda de vidrio que mostraban un firmamento oscuro y nuboso; pronto llovería. La Colt —que alguna vez la iba usar para cegar mi vida— estaba en la funda de mi cinturón, en caso de una emergencia. Mi misión era recolectar información, aunque tuviera que interrogar a cada uno del personal del casino.
Las camareras vestían de lencería blanca, con encajes que dejaban mostrar solo lo necesario. Algunas llevaban bandejas con martinis, otras repartían cigarrillos de buena marca.
Pasé por la ruleta y después al Black Jack. No había un indicio que me llevaría al secreto de Durham. Me dirigí al Blue Room para servirme una copa. Tenía que ser cuidadoso y estar alerta de los peligros que me acechaban, en especial las de Leonardo Cacciatore.
El maestro de ceremonia saludó al público y presentó el siguiente acto. Posiblemente un espectáculo burlesque.
—¡Ella es la sirena del desierto! —anunció—. Damas y caballeros, ¡Eloise Santos!
Los vítores no silenciaban los repiqueteos de mi corazón. Eloise, el nombre grabado en mi mente como un recuerdo vivaz.
Unas cortinas rojas dejaron al descubierto a la hembra que conocí hace apenas unas semanas, la cual me enamoré de su voz. Los aplausos silenciaron, dejando escuchar sus suaves gemidos.
Vivo en una tierra de ángeles
Caídos en desgracia
Espero tu llamado en
Los más recónditos
Mundos del silencio.
Silencio
Escucho al silencio
Susurrante.
Silencio
Clama nuestros
Nombres.
Era un sueño; debía ser un sueño. La llamaban la «sirena del desierto». Recordé su nuestra conversación, su estadía en Tucson y otros bares del suroeste. En cierta forma, merecía ese nombre. Las lágrimas se me escapaban y la respiración se agitaba con los ensordecedores ecos melodiosos.
Fue en ese momento en que, una parte de mi corazón hacia a un lado mi lógica detectivesca. Sentía que todas mis preguntas serían contestadas por ella.
Minutos después de su presentación, me levanté precipitadamente. Buscando la forma de encontrarme con ella sin llamar la atención. De la nada, unos enormes guardias obstruyeron mi camino.
—Señor —dijo uno—, voy a pedirle que nos acompañe.
Bajé la pata hacía el cinturón, estaba listo para lo peor.
—¿Puedo saber de qué se trata?
—Lo mejor es que no pregunte, señor Jones —contestó el otro—. Adelante.
Fui llevado con ambos brazos apresado por las patas de esos gorilas. Saliendo del Blue Room, sabía a dónde me llevarían.
...
El despacho de Lorenzo Cacciatore estaba decorado con elegantes tapices oscuros y una alfombra de terciopelo rojo. Muchas de las ventanas dejaban al descubierto las colinas y las luces de la ciudad. Los tres hermanos bovinos estaban sentados en distintos lados del escritorio macizo de en medio. Algunos guardias protegían las entradas. Me revisaron y confiscaron mi arma.
—Detective Jones —dijo Luciano Cacciatore, mostrando la cicatriz sobre su ojo derecho— Qué sorpresa tenerlo aquí.
—Para mí, no tanto —replicó su hermano menor mientras pulía una pequeña esfera de mármol—. Después de todo, yo fui quien lo reconoció.
Me llevaron a una silla, teniendo de frente al mayor de los hermanos.
—No nos complace ver a un policía en nuestra morada —dijo Lorenzo levantándose de su asiento—. Ni mucho menos a un detective. Pero como es nuestro invitado, no tenemos otra opción. ¿Le gustaría un coñac?
Negué con la cabeza.
Él se sirvió un vaso y lo sostuvo en su caminata por la habitación.
—Mi buen hermano, Leo, ha notado que estaba disfrutando de nuestros servicios, en especial de la señorita Santos.
—Una belleza, por cierto —agregué.
—Sí, ya lo creo. Pero no solo viene por entretención como los demás, ¿no? Sea honesto, por favor.
—Vengo a hablar sobre su amigo, el difunto Russell Durham.
Luciano puso una cara de disgusto, pero después se compuso.
—El señor Durham ya no trabajaba para nosotros desde que rompió nuestro acuerdo de confidencialidad. Me refiero al asesinato de la niña March, pobre ángel. Durham era un enfermo, siempre interesado en la mercancía. Fue cuando debíamos encargarnos de él. Pero el trabajo sucio fue solucionado gracias a usted, detective.
—Solo hacía mi trabajo —respondí, mascullando esa última palabra—. ¿Qué quiere decir con que March era la mercancía?
Luciano y Leonardo contuvieron las risas.
—¿Se ha dado cuenta cómo gira el mundo, detective? Funciona de la siguiente manera: el comercio crece, evoluciona y se amplia. Hay rasgos mucho mayores que solo polvo de ángel. Doris March era una de muchas de nuestras unidades para el extranjero. Diversión al bolsillo y placer en la mano de mis compradores. No juzgo la mentalidad que tienen los animales de hoy en día para satisfacer sus necesidades, pero es un buen negocio.
¿Tráfico de menores? Ellos eran los responsables de las desapariciones de las hembras.
—Durham no fue más que una piedra en el zapato. Creo que con eso cerraría el expediente de ese infeliz comemierda —sonrió el bovino— Ahora déjeme presentarle a la estrella de esta noche —hizo un ademán a uno de los guardias—. Háganla pasar.
Desde la puerta frontal, Eloise caminaba con gracia hacia la habitación en su traje de coctel.
—¿Verdad que es una preciosidad detective? Mi querido hermano, Leo, fijo sus ojos en ella y la sacó de ese insignificante bar en la ciudad. Vio que tenía un talento que no se podía desperdiciar. Ahora es nuestro diamante en bruto. Los machos caerán a sus pies ante sus cantos de sirena.
Lorenzo se acercó a la hembra, y con una pezuña acarició su mentón.
Posó sus ojos en mí y notó la preocupación que me dominaba.
—Pero todo debe llegar a su fin, detective. Lo que se habla es mi despacho, se queda en mi despacho.
Acto seguido, me apuntaban con un arma en la nuca. Escuché el click y cerré los ojos, esperando el final.
Ya estaba pensando en el final. Creo que debía bastar con saber que Durham era, sin duda algunas, un infeliz malsano y pusilánime. El caso ya estaría cerrado, y mi amargo final cerraría mi archivo mental para solo desvanecerse en la oscuridad de la muerte.
Escuché el disparo, pero no me llegó. Abrí rápidamente los ojos y vi como Eloise sostenía una pistola pequeña y salía humo del cañón. Volteé para ver que le había disparado a mi verdugo: el mismísimo Leonardo Cacciatore, que salió volando hacia la puerta.
No sabía lo que estaba pasando. Creía que la gineta estaba de su parte. Creía que era parte de este plan maquiavélico. Pero solo pude notar furia en sus ojos; un deseo oculto sediento de sangre.
Mi arma cayó al suelo cuando Leonardo fue impactado. Me abalancé inmediatamente a la alfombra aterciopelada y extendí mi pata hacia ella.
Todo fue tan repentino que no dudé en coger mi arma. Eloise esquivaba a los guardias, listos para aprenderla. La velocidad de cómo disparaba era increíble. Apuntaba a los lugares adecuados y muchos de los gorilas caían al suelo antes de lograr esquivar las balas.
Di mis intentos en darles a Lorenzo y a su hermano, que dieron con sus armas y comenzaron a disparar. Pude notar la sorpresa en los ojos del mayor de los bovinos. Realmente no se lo esperó.
Oculté mi cabeza ante la lluvia de proyectiles, pero no lo suficiente. Uno me rozó la oreja izquierda, haciéndome sangrar. Presioné la herida con mi pata y con la otra disparaba. Le di a Luciano en el pecho y terminó tendido con medio entre el suelo y la pared; solo quedaba Lorenzo.
Eloise, que se había encargado de los guardias. Apuntó a una esquina y disparó. La bala llegó a la pantorrilla del bovino, haciéndolo caer. La hembra se acercó lentamente, sin dejar de apuntarle.
—¿Quién eres? —preguntó Lorenzo, indefenso. Tratándose de proteger.
—Ya deberías saberlo —replicó ella, seguía apuntándole—. ¿No me recuerdas? La cría de ojos dulces.
Algo dentro de Lorenzo le produjo escalofríos. La estaba viendo como un fantasma que no esperaba volver a ver.
Un último disparo resonó en la habitación y silenció la vida del último de los Cacciatore.
Un silencio habitaba la habitación. El zumbido de los disparos aún persistía en mis oídos. Eloise estaba estática, con una respiración agitada y los brazos caídos. Me apresuré para tomar el arma de sus garras.
—¿Quién eres? —repetí la pregunta de Lorenzo.
—Alguien que murió hace mucho tiempo y volvió para hacer justicia.
Ella se acercó a mí para abrazarme. No podía abstenerme, yo también lo quería. En ese instante, las sirenas de las patrullas se aproximaban, con una ligera sensación de alivio.
EPÍLOGO
Escribo esto con la mínima intensión de contar las cosas como son. También por revelar los hechos que hasta el día de hoy me perturban mientras duermo.
Estoy aquí, a mis noventa y tantos años, escribiendo en los pocos días de diciembre. Falta poco para entrar al nuevo milenio y solo quiero dejar un legado de la historia americana. Mi historia, y la de Eloise.
Pasé otra noche más en Robin's después de un caso de pillaje por la carretera estatal. Nada como un buen bourbon en las rocas para relajar los músculos.
—Todo pareció salir bien para el jefe, ¿eh? —dijo Beatty.
—Solucionado como es debido, buen amigo —respondí.
El caso de Durham se cerró con el descubrimiento del siglo que acabó con la familia Cacciatore. La policía —protagonizada por el bueno de Harring— logró dar con la ubicación de las niñas desaparecidas y con el arresto de sus captores en un almacén de Detroit. Sin esos hermanos bovinos, no había poder sobre el mercado negro, y hubo una revuelta y pillajes por toda la ciudad. El Lirio Azul fue cerrado. Por fin estábamos acabando con la pesadilla.
—Puedo decir que ha rejuvenecido, jefe ¿Cuál es su secreto?
A esa pregunta solo pude responder señalando a aquella gineta que se aproximaba hacia nosotros. Ella no saludo, tampoco pidió que hiciéramos lo mismo.
—Me siento alagada a ser su fuente de la juventud —bromeó.
—No lo pienses así, preciosa.
Ella sonrió.
De acuerdo con el informe policial (redactado por el viejo detective Jones) los hermanos Cacciatore tuvieron un altercado con uno de sus compradores, que decidió «saldar sus cuentas» en una lluvia de balas. El sospechoso se dio a la fuga, esperando ser capturado.
La cosa era la siguiente: Eloise René Santos, hija de Alfredo Santos y Janette Porter, nació en Tucson, Arizona donde se crió con sus hermanas, Isabelle y Karina. Su padre era un derrotista del alcohol mientras que su madre era el sostén de la familia. Tuvo problemas con apuestas en las carreras. Terminó padeciendo el Síndrome de Robinson.
Don Sergio, asistido por sus hijos, estaba de visita en la costa oeste, cuando escucharon el suspiro de preocupación del señor Santos. La paga sería la siguiente; un simple préstamo. Las hijas mayores para sus hijos y problema resuelto. Lorenzo, que en ese entonces tenía alrededor de quince años, se maravilló por los ojos ámbar de la mayor de las hijas. Decía que eran como caramelos.
Pero la señora Santos se interpuso. No iba a permitir que les quitaran a sus hijas. En medio del escándalo, los cuatro miembros de la familia fueron derribados hasta la muerte por los lacayos de Don Sergio; exceptuando a la hija menor que sobrevivió al tortuoso mar de balas.
Eloise vivió los últimos años al cuidado de sus tíos, sin olvidar las caras de los perpetradores de ese crimen, en el que les arrebataron a sus padres a sus hermanas.
Dio con sus huellas y se preparó por años para conseguir su venganza. Venganza que (por así decirlo) libero de los problemas a toda una comunidad.
—¿Estas lista para partir a Los Ángeles? —consulté.
—Mañana. Tengo tiempo para dar mi último show —Veloz como un rayo, puso su pata sobre la mía— ¿Me escribirás?
—Cada semana.
Sus intenciones no la convirtieron en un monstruo, fue el lado oscuro del mundo el que nos hizo cambiar a ambos. Y juntos logramos escapar de la bestia.
—Cántala una vez más —le pedí.
—Será un placer.
Unos años después, entregué mi placa y les deseé suerte a mis compañeros; en especial a Douglas Harring. (Leí en los diarios que se volvió jefe del departamento en el setenta y tres). Decidí dejar la ciudad y me instalé en a las afueras de Allentown, Pensilvania. Dedicándome al campo como una especie de retiro celestial.
Eloise Santos consiguió empleo en otros bares de la ciudad de Los Ángeles. Su voz llego a oídos de un productor de Hollywood. Le consiguió un trabajo en una discografía, y a su vez, participó en algunas películas. Tuvo una vida, mucho mejor que la que le arrebataron. Se casó con su abogado y tuvieron dos hijos. Siguió cantando con el alma como una forma de redención por sus actos en El Lirio Azul, hasta su muerte en 1997; tenía setenta y cuatro años.
Asistí a su funeral en Pasadena. Muchos animales le acompañaron hasta su entierro. Seguramente su familia y amigos que formó tras dejar Clovisville, y yo era el único. En su tumba lancé un lirio rojo, como una forma de mostrar mi aprecio por su presentación, y su heroísmo.
Algunas noches sueño con ella. En aquel bar, ahora limpio y el aroma de un denso perfume. Su perfume. Vuelve a cantar la primera canción que la oí escuchar la primera vez. Dentro de poco, no voy a necesitar los sueños para estar con ella. Hasta puedo sentirla, susurrándome una respuesta sincera.
Solo una más.
Será un placer.
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N/A(s): La intención de esta historia es para dar el ejemplo y la confianza de ser parte de este proyecto integral. No teman, lo importante es la creatividad de cada uno.
Siéntanse cómodos de expresar sus historias a su manera. Lo mínimo que se les debe pedir, es cuidar su ortografía; lo máximo, es ser lo más creativos.
Buena suerte a todos.
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