Noche...frío...hambre...dolor...
¿Le contarías a tus padres que escuchas susurros debajo de tu cama todas las noches?
A tus 16 años ya no podrían atribuírselo al miedo infantil del niño que desea no dormir en la oscuridad de un cuarto solitario.
El problema se incrementa cuando pones atención a las voces y se escuchan palabras que se sienten como lijadas, como si rasparan la garganta con menta y yerbabuena; y dicen cosas que no comprendes en su totalidad.
Noche...frío...hambre...dolor...
No dices nada a nadie aún. A tus 16 ya no eres ingenuo y sabes que todo podría deberse a una enfermedad mental que desarrollaste de tanto ver tik toks de asesinos seriales.
Esquizofrenia, quizá.
Pero solo se escuchan en un horario preciso: después de la media noche y se detienen antes de las 3 de la mañana. Ni más, ni menos.
Has prestado atención por días, en diferentes horarios, en diferentes lugares y solo es la vida siguiendo su curso sin monstruos del infierno. Has dormido en otras casas y sus madrugadas son carentes de voces de ultratumba. Pero llegas al hogar, a tu habitación, y es allí donde los lamentos surgen puntuales.
Claro que revisaste a profundidad debajo de tu cama y solo encontraste la vieja alfombra verde que alguna vez fue fina, polvo, telarañas, muñecos de plástico e insectos secos. Lo hiciste en la mañana y en la tarde; pero no te has atrevido a hacerlo en la noche, en ese momento preciso en que los cánticos ahogados te roban el sueño y la paz.
Pero esto no puede seguir así o realmente enloquecerás, ¿verdad?
Hoy estás decidido. Revisarás debajo de la cama justo esta noche. Justo hoy que has invitado a un amigo para una noche de videojuegos, papas fritas y soda de lima-limón. Esperarás a la media noche para compartir con alguien lo que sea que encuentres debajo y comprobar, de paso, si la desafortunada visita también escucha algo. Comprobar así que no estás enfermo. Comprobar que hay algo sobrenatural y entonces poder decirle, por fin, a tus padres, que la casa esta maldita.
Y no sabes que va a ser peor, pero definitivamente no quieres estar solo. Le temes más a la soledad de tu mente en un manicomio, que a lo que sea que nos aguarde en el más allá.
Da la media noche. Puntualmente los susurros se levantan como siseos escurridizos y sacudes a tu visita para preguntar con voz intensa y entrecortada si los escucha, si oye los lamentos. Jamás esperaste con tanta ansiedad una respuesta.
Con terror en los ojos te ha dicho que sí. Inhalas con fuerza y te llenas de felicidad de saber que no es tu mente la que ha estado jugando a engañarte, ahora tienes un valioso testigo y eso debió bastar para llamar a tus padres, pero, envalentonado por la compañía y queriendo acabar con la curiosidad que te carcome, te tiras al suelo y prendes la luz de lámpara de tu celular para alumbrar debajo de la cama.
¿Qué has encontrado?
Nada. Pero las voces aún se escuchan.
¿Vienen debajo de la alfombra? ¿Debajo de la casa?
Y las voces aún se escuchan y cada vez con más fuerza. Entra el temor. Es hora de decirle a tus padres.
Te incorporas con prisa para salir de la habitación, más cuando volteas para buscar a tu compañero descubres con terror que no hay nadie; que en algún momento se ha ido y ahora estás solo en ese cuarto a oscuras, con un televisor prendido manteniendo su imagen estática carente de sonido.
Las voces se incrementan. Algo cruje bajo la cama he instintivamente alumbras y al compás de tu corazón reventado, de tu boca seca, del temblor en tus manos, descubres que ahora tu visita esta allí, en trozos amasados en sangre donde se distinguen brazos y piernas que nacen del hueso y la carne. La verde alfombra es un lago carmín de coágulos podridos donde las moscas rezumban de gula. Una bola incandescente se incrementa en el centro de tu garganta y te impide gritar; el pánico te ha congelado y el infierno surge de las paredes cuando, desde la cabeza de tu visita que se encuentra arrancada y colocada entre la carne de brazos y piernas, ves un rostro con cuencas negras donde brota sangre y te sumerge en la locura cuando mueve la reseca boca con lentitud, dejando salir un susurro que dice:
Noche...frío...hambre...dolor...
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Cada noche es lo mismo.
La luz de la mañana entra por la ventana rota y no se escucha nada más que tu corazón que golpetea con fuerza; has tenido una horrible pesadilla.
Fue tan vívida que aun puedes oler la carne podrida y saborear el hierro de la sangre entre tus dientes.
Tal vez si estoy enfermo, has dicho mientras tus pies, que tocan el suelo, juguetean con la sangre que escurre desde debajo de tu cama.
Pero ¿hoy sí le dirás a tus padres lo de las voces nocturnas?
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Gendo Uribe
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