El anillo escarlata
Allí se encontraba, sobre el empapado asfalto, agonizando. La sangre brotaba de su herida y aún sentía, en su pecho, el ardor del disparo. Lentamente, su boca se llenó de aquel rojo y tibio fluido ocasionándole la muerte.
John Decker prendió un cigarrillo, sabía que Asuntos Internos estaba analizando con sumo cuidado y desquiciado apetito su último caso. Aquella situación no le importaba demasiado, en sólo una semana estaría fuera de la fuerza. Llevaba cerca de veinticinco años como efectivo, y los últimos diez como detective en la sección de homicidios.
Volvió a su departamento, extenuado. "Las sanguijuelas de AI", como él los llamaba, lo habían interrogado por horas. Encendió el televisor y se desmayó sobre el sofá con una cerveza en su mano. El sonido de un disparo lo despertó. Estaba exaltados, su entrenamiento y su vida le habían enseñado que aquello no podía significar nada bueno. Se serenó, sonó otro disparo y se sintió realmente estúpido, eran los efectos especiales de una película. Esbozó una sonrisa, tomó otra cerveza de la heladera y se internó en la oscuridad de su habitación.
John se desveló con los primeros rayos del sol. Frotó sus ojos y extendió su mano derecha, tratando de alcanzar sus gafas. Notó algo frío y pegajoso bajo sus dedos, era sangre. Sobre la misma se hallaba un anillo plateado adornado con una gastada calavera. Él lo reconoció de inmediato y profirió un alarido. Apartó la mirada, sabía de sobra que aquello no podía ser real.
Cuando regresó a su apartamento, luego del trabajo, inspeccionó con cuidado cada rincón de su habitación sólo para descubrir que no habían rastros de aquella baratija teñida de rojo. "Lo sabía", se dijo a si mismo. "Fue mi cerebro jugándome una mala pasada". Se recostó, encendió un cigarrillo y, a los pocos minutos, se quedó dormido.
La escena del anillo volvió a repetirse. Allí estaba, inmóvil y ensangrentado, esperando por él sobre la mesita de noche. "Esas malditas sanguijuelas están jugando conmigo. Están esperando que me quiebre y les cuente todo lo que ellos desean oír. Idiotas, necesitarán algo más que las pertenencias de un muerto para lograr asustarme".
Los días pasaron y todo parecía haber vuelto a la normalidad. Asuntos Internos concluyó su investigación debido a que las evidencias eran insuficientes. John fue absuelto y retiraron todos los cargos en su contra. Finalmente podía respirar tranquilo, ya no tenía a nadie pisándole los talones.
Un golpe seco lo despertó en medio de la noche. Tomó su arma y revisó la casa, estaba completamente vacía. Caminó hacia el refrigerador, abrió una cerveza y se sentó en el sofá, esperando que algo suceda. Nada ocurrió. El amanecer lo encontró rendido con la pistola sobre sus piernas.
Cerca del mediodía, John se dirigió hacia el baño. El sucio espejo reflejaba sus cicatrices, signos de una vida complicada y violenta. En la esquina superior del mismo, divisó una sombra que parecía observarlo. Lentamente, aquel reflejo fue ganando nitidez, develando la identidad de aquella misteriosa figura. Era Christopher Baily, su antiguo compañero. Lenta y cuidadosamente, dirigió su mirada hasta la ubicación de aquel inesperado visitante, sólo para comprobar que, este, había desaparecido dejando detrás aquel anillo ensangrentado.
"¡Hijo de perra!", exclamó. "Debí suponerlo. Eras tú, bastardo, eras tú quien dejaba el anillo en mi habitación".
Golpeó la puerta de aquella humilde casa y no hubo respuesta. Lo hizo de nuevo y, finalmente, una mujer salió a recibirlo. Tenía, al menos, unos cincuenta años, su cabello mostraba las primeras canas y sus ojos marrones estaban rodeados por un complicado entramado de minúsculas arrugas.
—¿Qué quieres, John? —Lo reconoció de inmediato—. Ya no eres bienvenido en esta casa.
—¿De qué diablos hablas, Vanessa? —Estaba confundido, habían sido amigos por años. Él, incluso, era padrino de su hija.
—Hace dos años, en su lecho de muerte, Christopher me confesó lo que hicieron.
—No sé de qué hablas.
—Sé que tu mataste al joven colombiano. Mi esposo estaba contigo cuando sucedió.
—Deja de decir tonterías, Vanessa. Hice lo que tenía que hacer, el maldito tenía un revólver.
—¡Eres una basura! Sabes muy bien que estaba desarmado, tú plantaste el arma.
—Lo siento —dijo John. Tomó su pistola y, bruscamente, la apoyó sobre la frente de la mujer—, pero sabes que no puedo dejar que mi secreto se sepa.
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