El manzano
Hace mucho tiempo, cuando yo era una pequeña niña, mi padre me contaba historias sobre mamá, sobre como llegaba después de un largo día de trabajo, cansada y siempre con sueño aun así lista para hacer las tareas del hogar, hasta que un día el decidió que lo mejor para ella sería dedicarse de lleno al trabajo doméstico, puesto que esperaban mi llegada con alegría y su mayor ilusión era tener una bella familia, por esos motivos, también decidieron mudarse a una casa en el campo, rústica y acogedora, ideal para sus planes a futuro, me contaba que ella amaba la jardinería, por lo cual decidió plantar un pequeño árbol de manzanas, el cual cuando creciera, daría grandes y jugosos frutos de color rojo, aquella morada es lo más parecido a un lugar al que pudieron llamar hogar.
Pero mi nacimiento trajo por consecuencia la muerte de mi madre, esto causó una gran tristeza en mi padre. Nunca supe si aun habiendo pasado tanto tiempo seguiría extrañándola, mientras que una falsa capa de amabilidad había cubierto su vida, educando a su hija, algo terriblemente doloroso para papá, el ser yo el vivo retrato de mi madre plago de miseria su existencia, el perder el amor de su vida dejó grandes secuelas que nunca superó, aun así me educó espléndidamente, dándome todo lo que una niña podía desear, pero dentro de mi sabía que me cuidaba sólo por el peso que le transmitía la muerte de mi madre.
A pesar de esto, recuerdo claramente la primera vez que vi el manzano, fue cuando tenía cuatro años de edad y mi padre insistió en que una señorita en formación debía gozar de cierta privacidad, con la cual se me otorgaría con una habitación propia, a dos puertas después de la suya, al lado de las escaleras y con una preciosa vista al campo, justo debajo de mi ventana se alzaba el imponente manzano, bueno para mí lo era, al ser una niña, el metro y medio que el mismo medía parecía enorme, aunque no alcanzara a llegar a mi ventana, sabía que estaba ahí, cuidándome y velando por mis sueños, ese año pude apreciar el dulce aroma de sus flores.
Durante las noches de invierno el ligero humo del tabaco salía del estudio de mi padre, dejando pequeñas secuelas que se desvanecían en el aire a los pocos segundos, junto con un blues lento que fluía con el calor de las estufas, con la leña ardiente que seguía su propio ritmo, lento y suave, creando un espectáculo maravilloso para aquel que estuviera presente para sentir todo aquello, junto con la extraña farola que todos los días de invierno justo al anochecer aparecía en la lejanía y se acercaba poco a poco a mi ventana, el suave sonido del viento siempre me arrullaba, siempre impidiéndome conocer al portador de aquella linterna que logré apreciar desde la primera noche que estuve en esa habitación.
Al cumplir los siete años mi padre anunció que sería la primera cosecha de manzanas, cosa que esperaba con una enorme ilusión infantil, ¡El manzano de mamá por fin daba sus frutos! Y podría decirle a mi nana que me enseñara a preparar sus famosas tartas de manzana con fresas y canela; la brisa de otoño se hizo presente trayendo consigo la cosecha, era tal mi impaciencia por comenzar que la noche antes de empezar, mi sueño se esfumó, estuve gran parte de la noche intentando dormir con poco éxito, apenas dormí lo suficiente para poder ayudar a mi nana a recoger manzanas, ese mismo día, justo cuando el sol se empezaba a poner y nana preparaba la mesa para cenar llegaron tres extraños con mi padre y bueno, aunque para mí fueran extraños, al parecer mi padre los conocía de pies a cabeza, era (aunque no lo supe esa noche) el matrimonio de los Birtch y como buen matrimonio, tenían un pequeño hijo de ocho años, al parecer mi padre quería que socializara con él puesto que al estar a las afueras de la ciudad, mi educación dependía de tutores privados y no conocía personas de mi edad, su presencia me incomodó desde el primer momento en que estuvimos en la misma habitación y no porque fuera feo, sino, porque mi atención se centró únicamente en él, el primer niño que vi en mi vida.
Me dije a mí misma, que él era el amor de mi vida, que con mi corta edad, poder distinguir los diferentes tipos de amor era difícil, era como hacer una comparación con la comida de mi nana, otros sabores hubieran sido tan diferentes para mí en esos momentos, que sinceramente no sé si los hubiera amado u odiado. Después de esto, Michael se volvió mi mejor amigo y confidente, sus visitas eran frecuentes y su caballerosa actitud infantil me conquistó.
Con cada una de sus visitas, mí insistencia por visitar su casa y ser afable con su familia se volvían cada vez más grandes, pero a cada vez que lo hacía, el respondía de diferente manera y siempre con una sonrisa: "El caballero es quien visita a la dama, no viceversa" fue una de las muchas frases que escuché. Al parecer sus padres dijeron que era mejor así. Eso no lo entendí durante seis años más, hasta que visité por primera vez la ciudad de Berlín y todos estaban de fiesta ─ ¡Extra, La segunda guerra termino!, ¡Hitler ha muerto! ─ Eran frases que inundaban las calles junto a los gritos de alegría que escuche en aquella cuidad, miles de judíos reían y bailaban en la plaza principal, acompañados por una pegajosa polka en el barrio irlandés, mi padre tenía que atender unos negocios ahí y Margaret, mi nana, estaba fuera del país porque su marido había muerto en la guerra, mi padre, por consecuencia, no quería dejarme sola en casa, así que por primera vez en toda mi vida salí de casa y perdiendo mi virginidad al adquirir nuevas experiencias y logrando por fin ver un poco de ese vasto mundo que se extendía a través de mí ventana.
El barrio era hermoso, las flores llenas de vida y los mercaderes abriendo sus puertas sin miedo a ser atracados por la policía nazi exigiendo víveres y medicinas, por esto la gente aunque amable, solía mostrarse desconfiada, esperando lo peor de cada uno. El ser nueva en este entorno me volvía confianzuda, no tenía experiencia tratando con otras personas y eso me volvía un blanco fácil para los delincuentes que habitaban por la zona, el afortunado en tomarme como víctima fue un chico de aproximadamente 16 años, con un corte a rapa y unos profundos ojos azules, en esos momentos no supe que pasó, simplemente robó mi bolso y no volvió.
Dos años después mi padre fijó mi compromiso con Michael, no me desagradaba en absoluto, era la persona que más amaba en el mundo aparte de mi padre y de mi nana, que fue como una madre para mí. Nos casaríamos dos años después, mientras que los preparativos estaban en marcha y nuestros caminos estaban uniéndose gracias a nuestros padres. No contaría con que a meses de esto, me encontraría con el ladrón de mi bolso.
¡Se estaba robando las manzanas de mamá. Ese vil ladronzuelo se llevaba mis manzanas! Eso nunca lo permitiría y aunque la noche fuera su aliada, yo no era alguien a quien debías robar, mucho menos aquellos frutos de color rojo. Salí corriendo de mi habitación directamente al jardín, como niña a punto de abrir sus regalos en navidad y me abalancé sobre él sin darle tiempo a defenderse, en segundos lo tenía en el suelo sin oportunidad de escapar.
─ ¡Devuelve las manzanas y no te haré daño! ─ Fueron las primeras palabras de muchas que le dirigiría a Joseph, él me explico que tomaba manzanas para su familia. La guerra había dejado grandes estragos económicos y ellos fueron unos de los afectados y sus recursos eran tan bajos que tenía que recurrir al robo. Me pidió que no le dijera a nadie y que lo mantuviera en secreto; muy a regañadientes le dí unas cuantas manzanas para su madre y sus hermanas, Desde esa noche una buena amistad empezó.
Cada semana, a las diez con treinta minutos exactamente, lanzaba una pequeña piedra a mi ventana anunciando su llegada. Una visita furtiva, a los ojos de mi padre y mi prometido me hacían sentir viva. Sus profundos ojos de muñeco y sus largas pestañas le hacían parecer una chica. Pero el porte y la dedicación en su mirada podían atraparte sin esfuerzo; sólo unas palabras eran suficientes para encandilarte y además una sonrisa para enamorarte. Sé que sus visitas eran solo por manzanas, su familia las necesitaba y nunca pude negarle nada a ese chico, me enamoré de falsas esperanzas. Ya que mi compromiso estaba fijo y mi padre nunca le aceptaría.
Aunque mi amor por Michael era fuerte y tenía un largo tiempo en mi corazón, Joseph lo quitaba de sus manos pedazo a pedazo, un gran dilema para una persona de diecisiete años, apenas saliendo de la adolescencia y a punto de casarse, Sin poder declinar a tal compromiso, Joseph no me visito en semanas, hasta dos semanas antes de la boda con mi prometido. Me pidió que escapara con él, que dejara todo atrás, incluido el manzano que me había acompañado durante toda mi vida. Me contó que después de conocernos había entrado al ejército y le darían el ascenso a general dentro de unas semanas. Me dijo: Nunca te faltará nada, nuestro amor podrá superar cualquier obstáculo, ¡Incluso a tu padre! Me dio hasta un día antes de la boda para pensar, su hermana vendría por mí. Si mi respuesta era positiva, ella me indicaría el camino, sí no... Una canasta de manzanas se iría con ella. Las semanas se fueron tan rápido como un suspiro. En ese tiempo, Michael me declaró su amor por primera vez, dijo que el aroma de las flores era poco para la belleza que rodeaba mi ser, que la elegancia de la luna era justa para describirme y que las estrellas serían pocas comparando el amor que él me profesaba. La hermana de Joseph se llevó las mejores manzanas del árbol. Nunca volví a verlo.
Años después supe por su hermana que él había muerto en campo enemigo, ella volvía cada semana, ya no por manzanas, más bien porque sabía lo mucho que amaba a su hermano. Pero el poco valor que tuve para irme con él, era un consuelo enorme para mi corazón, teniendo en cuenta de que me casé con aquel que consideré mi hermano durante mucho tiempo; sabía que su amor era incondicional. Sin embargo, me era imposible corresponder a aquellos sentimientos, tuvimos dos preciosos hijos, los cuales se llamaron Analisse y Joseph. Mi marido nunca supo la razón de mi cambio tan repentino en cuanto a mi decisión sobre el nombre de mi segundo hijo.
Ellos crecieron bajo el mismo manzano en el que conocí al amor de mi vida y donde lo vi por última vez. Los recuerdos quedaron grabados en sus hojas y en el dulce aroma de sus frutos.
Aunque nuestros caminos no terminaron juntos, sé que él ésta con mamá, esperándome en algún lugar, para así poder realizar lo que no pudimos hacer en vida: Amarnos.
FIN
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