Sueños de un cobarde


Mario conducía el autobús de la línea 20 atravesando la calle de Alcalá. El cielo estaba despejado, arriba solo se veían moverse un par de nubes. A unos metros se divisaba la fuente de Cibeles, y enfrente el imponente edificio de La Real Casa de Correos. Mario contemplaba esta estampa de postal desde su asiento de conductor a través de la luna.

El tráfico en la capital a las 18 horas de un lunes 19 de septiembre era denso. El bus arrancó después de estar detenido en un semáforo, y recorrió un pequeño tramo antes de detenerse en la próxima parada. La fila de personas que estaban esperando era larga. Mario conocía de vista a varios de los pasajeros. Eran rostros conocidos a los que veía entre diario. De lunes a viernes conducía el autobús de la línea 20 desde las 16 a las 22 horas. Muchos de ellos de regreso a casa, otros a trabajar, y algunos a recoger el coche que dejaban aparcados fuera del centro de Madrid.

Abrió la puerta del bus. La mayoría de las personas pasaban con su abono transporte. Mario prestó especial atención a dos jóvenes de unos dieciséis años que pasaban escuchando música de reguetón por el móvil. Se sentaron al fondo, en uno de los últimos asientos. Ambos llevaban el mismo corte de pelo, rapado a los lados, y muy corto arriba, y el mismo peinado. Nada extraño viendo la poca personalidad de muchos de los jóvenes. Estos por lo menos no iban enseñando los calzoncillos. Después subió una anciana que llevaba una bolsa de plástico hasta arriba de comida. Un hombre sentado detrás del asiento del conductor se levantó rápido y cogió la bolsa.

-Muchas gracias, hijo -dijo la amable anciana de cabello blanco, que pasó con su vestido de flores a sentarse al asiento contiguo -. Te lo agradezco mucho; una ya no está para coger tanto peso.

El hombre asintió y le sonrió, mostrando una perfecta dentadura.

Mario no apartaba los ojos de las personas que pasaban. Parecía que estuviese esperando la llegada de alguien. En ese momento, aferró con más fuerza el volante. Sintió como su mirada le penetrase, sus ojos clavados en ella, y su mente perdida a miles de kilómetros de allí. El tiempo se había detenido. La mujer vestía con una blaze negra, dejando a la vista una camiseta blanca, y una falda negra larga que se ceñía a sus caderas. Enfiló el estrecho pasillo, y se sentó en la tercera fila de asientos. Mientras caminaba un hombre con barba, una camiseta blanca con lo que parecía una mancha de café, y unas ojeras como dos grandes medias lunas, se quedó atónito mirándola.

La puerta se cerró de golpe.

De vez en cuando, Mario miraba por el espejo retrovisor a Lucía, el nombre que hacía unas semanas vio cuando aquella bella mujer pasó con su abono transporte. Un coche se cruzó invadiendo el carril del bus, y Mario frenó en seco. Suerte que esta vez no había nadie de pie, y todos los pasajeros estaban sentados. Aún así, una chica que unos segundos antes no quitaba sus ojos de la pantalla del móvil se sobresaltó, y movió rápidamente su cabeza a los lados y al frente intentando averiguar que había pasado. Lucia miró a la carretera, y Mario que en ese momento miraba a través del espejo retrovisor para comprobar el estado de los pasajeros, cruzaron sus miradas. Los pitidos de los coches parados detrás del autobús, las personas caminando por el parque de El Retiro, y el caos de la ciudad quedaron ocultos, enterrados en lo más profundo. Mario recordaría esta noche sentado en su sillón antes de ponerse a ver en Netflix, Breaking Bad, este mágico instante que surgió de un posible accidente. Seguiría soñando despierto caminar de la mano de Lucía a través de una fina arena blanca de playa, mirando el mar, y bajo un resplandeciente sol.

A veces, los sueños de un cobarde se convertían en realidad, y si no, seguiría soñando despierto.

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