Una tumba en las estrellas

Era un noviembre frío. Las personas desaparecían debajo de su ropa. Yo los observaba a través de la ventana del segundo piso del reclusorio. Aunque helaba afuera, adentro, en mi celda, aún se sentía algo de calor, lo atribuí en especial a la respiración agitada de mis compañeros que al igual que yo esperaban su sentencia. Éramos cuatro en aquella habitación, los reclusos del segundo piso se organizaban según la fecha en que debían acudir a la corte. Yo era el segundo de mi celda, Tommy fue el primero, tardó dos horas allí y cuando regresó llevaba el overol rojo. Los colores también tenían su significado: azul para penas de menos de cinco años, verde para penas de cinco a treinta años, amarillo eran aquellos que excedían los treinta años, rojo para las cadenas perpetuas y negro los condenados a muerte. Tommy tendría que pasar el resto de su vida allí, en el primer piso del reclusorio. Si tenía suerte mi antiguo amigo moriría de neumonía a los sesenta y solo tendría que pasar allí unos treinta años (toda su vida hasta ese entonces pues tenía treinta cuando lo juzgaron).
Después de Tommy llegó mi turno, me esposaron y me llevaron hasta la sala del jurado en la primera planta. Era un cuarto pequeño, solo estaba la mesa del estrado y una silla para mí. Tomé asiento y esperé silencioso a que iniciara el juicio.
El fiscal leyó en voz alta mi lista de crímenes. «Homicidio agravado. Tres hombres». No hubieron abogados ni testigos. El jurado tenía la declaración escrita de algunas personas, todas culpándome, no fue necesario más.
Por si alguien se pregunta mi opinión, es cierto, los cargos son ciertos, no tengo defensa, no tengo perdón, no hay nada que yo pueda decir para exculparme. Fue una pelea, solo eso, una riña que acabó mal. Sé que termina siendo decepcionante, pero no todas las historias tienen un oscuro trasfondo.
El jurado dictó mi sentencia. Mi juicio solo duró cuarenta y seis minutos. Me llevaron a una habitación y me dieron un overol. Me quité mi ropa y me vestí. Había un espejo, o al menos un trozo de cristal en el que podías verte. La cuestión no era que te acomodaras el overol o te peinaras, había un espejo allí porque esa sería la última vez que verías tu rostro. En la cárcel no hay espejos, ni siquiera en los baños, aunque a mí poco me importaba, yo no volvería a la cárcel. Esa fue la última vez que me vi, con el cabello despeinado, la cara sucia y un overol negro que absorbía toda la luz.
Me sacaron a empujones de la habitación y me condujeron hasta afuera de la prisión. Me lanzaron al interior de una camioneta blindada y allí me dejaron. Sentí el motor arrancar, sentí como nos movíamos, y así estuvimos por dos horas hasta que llegamos a mi parada.
Me bajaron entre cuatro hombres, me llevaron a otra habitación y me vistieron por encima de mi overol negro con el traje especial. Me encadenaron las manos y me condujeron hasta el puerto de embarque. Habían otros nueve reclusos conmigo, todos condenados a la misma muerte que yo.
Esperamos allí hasta que nos asignaron nuestro puesto en la nave. Estábamos en la sección cuatro, había una sección de carga, una sección para pasajeros, una sección para comida (la que debía ser refrigerada) y la última, para sentenciados.
Cuando todos nos ubicamos cerraron las compuertas y comenzó el viaje. Había una pequeña ventanilla a mi lado por la que pude ver a la Tierra alejarse cada vez más y por el otro lado a la Luna hacerse más y más grande, hasta ser inevitable.
Nuestra nave se detuvo en la Luna aunque esta no era su punto final. Nuestra sección sería vaciada y después la nave retomaría su curso hasta la estación espacial donde dejaría el resto de su cargamento.
La compuerta a nuestros pies se abrió, caímos sin remedio unos siete metros hasta alcanzar la superficie de la Luna. Dos minutos después la compuerta se cerró y la nave se dispuso a despegar. Tuvimos que correr para salir del radio de los propulsores, tristemente uno de nuestros compañeros (porque en esa situación ya éramos compañeros) no alcanzó y terminó siendo cenizas.
Vimos a la nave partir y dejarnos solos. Teníamos trajes con una carga de oxígeno mínima que duraría un par de días, podían habernos dejado allí desnudos para morir al instante, pero preferían dormir sabiendo que esos criminales (nosotros) pasarían sus últimos días vivos en un infierno a miles de kilómetros del hogar.
Con los minutos algunos decidieron echarse a caminar y terminaron por perderse. El resto de nosotros recogimos algunas piedras e hicimos una especie de cueva rústica.
La estación espacial estaba a nuestra izquierda, bastante cerca de nosotros, la Tierra, un poco más lejos, igual se veía deslumbrante. Vimos varios rovers lunares pasar por nuestro lado recogiendo piedras y analizando la tierra, ellos fueron por esos días nuestros únicos amigos.
Como el día y la noche se habían fundido cada quien se durmió a su ritmo. Yo por mi parte pasé esos tres días despiertos con la vista clavada en el espacio. Desde la Luna las estrellas parecían más cercanas, como las luces de un teatro. La tierra fue nuestro público y nosotros los condenamos protagonistas de la tragedia.
Uno a uno mis compañeros murieron asfixiados. Yo fui el quinto del grupo en perecer. Al principio no lo noté, pero a medida que el oxígeno escaseaba sentía la cabeza más pesada. Cuando no fui capaz de respirar la vista se me comenzó a nublar. Puedo afirmar que mis últimos esfuerzos nunca fueron por absorber aire, sino por ver. Quería verla una última vez, verde y azul, llena de vida. Mi último recuerdo es un nubarrón colorido a mitad de un telón negro.
Mis restos descansan en la Luna, la tumba eterna e imperturbable, cerca de las estrellas. Desde aquí todavía veo a la Tierra, cada día se ve más hermosa. Algún día (cuando el propio universo estalle) volveré a ella.

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