Un último día
¿Qué tanto darías por la persona que amas? ¿Darías, quizás, todo lo que tienes a la vista, desde tu ropa apilada en el armario hasta cada una de tus sillas? ¿Darías tu vida, tus sueños, tu futuro? Quizás tú no, pero Celia sí, ella daría algo más valioso, lo más valioso del mundo: el último día de su vida.
No fue fácil, prepararse por un mes para morir al final, pero ella lo hizo. Hubieron algunas despedidas, algunas locuras, algunos gritos noctámbulos, pero no hubo nada de él, él no estuvo porque la última vez que lo había visto todo había terminado mal, ella había gritado barbaridades que ya no recordaba y él le había respondido con un seco ¡no te quiero volver a ver! Y así había sido, no se habían vuelto a ver, y una semana después le habían dicho a Celia que se iba a morir.
Ese era su último día, de una manera u otra allí acabaría todo, sus últimas 24 horas estaban por desintegrarse minuto a minuto y lo único que ella deseaba hacer era verle. Podía haber ido antes, quizás después de aquella semana, quizás después del diagnóstico, pero aquel no era el momento correcto, siempre podía esperar más, se decía ella, otro día, otra semana y ahora otra hora más.
Estaba sentada en una banca a mitad del parque, a dos calles de allí podía ver algo borrosa la puerta rojo cereza de él. Se estaba preparando, cargándose con valentía, aquella puerta se veía tan cerca y aun así era tan difícil alcanzarla. Se podría pensar que después de un mes de aceptar que el final estaba cerca, Celia ya no tendría miedo a las consecuencias, pero no era así, ella había sentido toda su vida un temor inhumano por el qué dirán, por el qué sucederá. Y si no tenía el valor para acabar con todo, y si mañana despertaba de nuevo, acaso tendría que lidiar con el bochorno de haber caído en sus brazos, otra vez, como un cachorro con frío. La posibilidad existía, y Celia se sentía algo tonta por ello, se podría decir que era la única persona aquel día que esperaba no llegar al mañana con vida, y que tal idea más que calmarla, la aterraba.
Para pasar el tiempo se compró un helado y la última edición de Vogue. Dio caminatas por el pasto, se sentó bajo los árboles y habló con extraños. El tiempo pasaba lento para ser el final, pero así eran las cosas, y de alguna manera el ocaso terminó por alcanzarla, y solo cuando Celia notó que el sol casi tocaba el horizonte, comprendió que ya no le alcanzaría el tiempo para decirlo todo, aunque así estaba bien, quizás lo mejor era eso, quizás lo único que necesitaba era dar un último abrazo y dejar flotando en el aire un último te quiero.
Aferrada a su bolsa, sintió un empujón de valentía que la obligó a caminar. Aquel era el momento, ella lo sentía, entonces podía, valía la pena ser valiente y olvidar las consecuencias. Se lanzó a correr a media calle y solo se detuvo frente a la puerta cereza. Presionó el timbre una, dos y siete veces hasta que la puerta se abrió.
—¿Buenas? —la recibió una señora secándose las manos en su delantal.
—Busco a Tony —dijo Celia intentando echar un vistazo por detrás de la figura.
—No se encuentra —le respondieron—, salió hace una hora al aeropuerto, no volverá hasta el mes siguiente. ¿Necesita algo?
Celia la observó. ¿Necesitaba algo? No lo creía, todo lo que ella podía haber necesitado se había ido volando, hacía una hora. Una hora, una terrible hora. En ese tiempo podía haber encontrado su valentía, pero era tarde.
Celia se alejó calle abajo, silenciosa como un espectro recorriendo la avenida. Aquella era su última noche, pero eso no era lo peor, lo peor es que lo único que lograba ocupar sus pensamientos era la verdad, una verdad tan grande y devoradora como un tsunami, y es que en la vida sirve de poco encontrar valentía, cuando no queda nada por lo que arriesgarse.
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