Pitt y las hormigas
Los Walker cultivaban la tierra. Tenían docenas de hectáreas bien plantadas, con todo tipo de verduras y frutas, las más exquisitas casi parecían provenir del propio Edén.
El otoño para los Walker era la época de preparar el abono. Krum Walker era el único hombre que conocía el método exacto para producir un abono tan efectivo, que acortaba el plazo de maduración de algunas plantas. Pitt Walker casi siempre ayudaba a su padre a finales del otoño a esparcir el abono, aunque nunca tomaba parte del proceso en sí, le divertía regar los surcos abiertos con aquella tierra negruzca.
Aquel otoño habían iniciado la preparación de la tierra. El viento esparcía las hojas secas por todo el campo, los árboles aparentaban oxidados alambres entrelazados, y en general, todo el paisaje cargaba con el pesar de la muerte a los hombros, solo a lo lejos, muy a lo lejos, algún pino comenzaba a florecer.
Krum Walker entraba y salía de una habitación al final del granero, había colocado una lona negra que cubría la puerta y hacía pasar por allí una carreta vacía, que luego salía convertida en una carreta repleta de abono. Pitt Walker observaba a su padre trabajar sentado en la cima de uno de los tejados del almacén, el más bajo de estos. Cortaba un trozo de calabaza con desgano, lo mordía por las esquinas y lo lanzaba al suelo con los demás fragmentos que ya comenzaban a ser devorados por una montaña de hormigas.
Su padre sacó la tercera carreta llena, luego la arrastró hasta el interior del almacén y vació su contenido en varios sacos apilados en una pared como ya había hecho antes. El abono reposaría unas semanas allí para más tarde ser usado.
Pitt Walker vio a su padre partir, pasó por su lado y de un pisotón aplastó la montaña de hormigas que comenzaron a correr por su pierna y luego por el tejado hasta alcanzar al niño.
Pitt saltó de su lugar y comenzó a sacudirse, soltó un par de chillidos de desesperación y decidió que necesitaba algo más para quitarse los molestos bichos. Las hormigas ya habían comenzado a saborear el sudor en la piel del niño y a mirarlo como un trozo de calabaza gigante. Pitt caminó hasta el granero, en una alacena había un trozo de tela, le quitó algunos fragmentos de barro seco y comenzó a limpiarse del cuerpo las insistentes hormigas, luego dio varios golpes encima de la alacena para obligar a los bichos a salirse de la tela, hizo con tanto ímpetu la tarea que en uno de los golpes el trozo de tela, aún cargado de hormigas, salió volando hasta caer a la mitad de la puerta del fondo, justo debajo de la lona.
Pitt observó la tela por unos segundos, hasta que se decidió por recogerla, su padre no le permitía entrar a esa zona del granero, pero no le haría falta, solo se arrodillaría y la alcanzaría con una mano.
De rodillas no logró mucho, Pitt se acostó en el suelo, el trozo de tela estaba a la distancia de su mano, podía alcanzarla si quería, pero algo al fondo, adentro, en una mesa, al lado en el piso, algo al otro lado de la puerta semiabierta había llamado la atención del niño.
Pitt entró a la habitación, habían dos hornos muy grandes al fondo y al centro, una profunda piscina a la que solo se podía llegar por una escalera.
Subió los peldaños y se inclinó al borde. Estaba llena de agua, sí, pero no fue el agua lo que le provocó tal mareo al niño. Se tambaleó hacia los lados, se iba a desmayar, intentó sostenerse de una soga que atravesaba todo el techo, pero esta estaba tan tontamente anudada que cuando el niño dejó todo su peso a su merced, la soga se desató y Pitt terminó por caer, al agua, sí, pero no fue el agua lo que le hizo vomitar mientras se hundía.
Pitt no sabía nadar, la piscina tendría al menos unos tres metros, aunque el pequeño se esforzó por subir, aquellas cosas que flotaban a su alrededor apenas le dejaron espacio para moverse. Habían unas seis en la superficie, las mismas que había visto antes y que le habían dejado en tal estado, y quizás otras seis en el fondo. Estaban en muy malas condiciones, pensó Pitt mientras seguía hundiéndose, no se podía decir si fueron hermosas o no, si tenían la piel suave o el cabello rizado, ni identificar otro rasgo en ellas.
En unos segundos Pitt alcanzó el fondo, por ese minuto Krum Walker regresaba con la carreta del abono vacía. Pitt escuchó sus pasos, Krum golpeó el tanque por una esquina a espaldas de Pitt, este intentó responder al sonido, pero por algún motivo sentía los brazos inertes, como muy cansados.
Krum Walker contó desde arriba la cantidad de personas, unas doce hubiera dicho él, le parecían suficientes para dos carretas más; las dos últimas. Movió el tanque sobre la plataforma y lo hizo entrar a uno de los hornos. Él mismo había construido todo a la medida, antes usaba un tanque más liviano y un horno más pequeño, pero el trabajo era el doble y con el tiempo solucionó sus problemas aumentando las medidas de sus instrumentos de trabajo.
Krum cerró la puerta del horno, apiló más madera debajo y revisó el sistema de quemado, como lo llamaba él. Los cuerpos se iban tostando poco a poco, les tomaba tiempo, pero en un par de sesiones lograba obtener una ceniza gruesa, que luego troceaba y mezclaba junto algo de humus para crear su abono especial.
Pitt estuvo todo ese tiempo entre la consciencia y la inconsciencia, él escuchó el sonido de la puerta al cerrarse y como poco a poco sus mejillas se calentaron, ¿tendría fiebre?, se llegó a preguntar. Cuando el calor se volvió irresistible, y aunque el niño tenía bastante menos oxígeno del que se espera baste para gritar, su cuerpo cobró vida por encima de la asfixia y dejó salir un par de alaridos dolorosos, cualquiera que los hubiera escuchado, podría jurar que ese sonido es el que constantemente atormenta a las víctimas del purgatorio.
Seis horas después, cuando los cuerpos estuvieron listos, Krum Walker sacó el gran tanque de agua, revolvió las cenizas y creó el abono. Lo montó en dos carretas y lo apiló junto al resto, en la pared del almacén.
A la noche, cuando los grillos nos recordaban que ya era tiempo de dormir, cuatro hombres se internaron al bosque buscando a un niño. Dos días después lo dieron por perdido, y hoy, a un año, crece al centro de la pradera uno de los robles más escuetos y feos, pero eso sí, parece siempre estar cubierto por hormigas.
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