La secuencia infinita
La luz rojiza de la lámpara de mesa apuntaba directo a un libro en los brazos de Rosie. La noche ya había caído, aunque ella no lo había notado, con un café en la mano y los auriculares reproduciendo una canción tras otra, el tiempo pasaba de una manera muy diferente.
Se dejó caer en la almohada, pasó una página, algo se escuchó en la ventana, dio otro sorbo a su taza, cambió la canción, algo se volvió a escuchar; observó el cristal temblar y escuchó por tercera vez un ruido que provenía de afuera. Se acercó a la ventana. Una llovizna caía, y a lo lejos, en la calle, algunos pocos paraguas deambulaban solitarios, abajo en el aparcamiento solo se encontraba el guardia, la saludó con los brazos y Rosie le respondió.
No hay nada más, se dijo, esto es muy común que pase, una sombra, un sonido, una luz, cuando se está solo en la noche es tan fácil crear fantasmas, la única solución es dormir. Se tumbó en la cama, se cubrió con las sábanas y cerró los ojos. Las sombras ya habían perdido la pelea, pero por desgracia los oídos no descansan a ninguna hora, y más tarde Rosie comenzaría a pensar que eso de escuchar cuando se está dormido solo trae malos ratos. Desde la puerta hicieron eco dos golpes secos contra la madera, seguidos de dos más, y luego otros dos. Rosie, cual resorte, terminó arrodillada entre las sábanas, menudo susto se había llevado, quién se atrevería a tocar a la puerta a esa hora, y aunque ella no supiera qué hora era, sin duda, sería cerca de la medianoche, o cerca del alba. Otro golpe resonó en la puerta, la joven se puso en pie, atravesó la habitación y terminó golpeando un vaso tirado en el suelo. El sonido de los cristales rompiéndose acabó con cualquier tipo de ensoñación en la que ella pudiera haber creído caer. Estirando un brazo hizo girar el pomo. La puerta no chirrió al abrirse, pero una brisa fría que corrió a través de esta causó una peor impresión.
Al otro lado del umbral el pasillo se mantenía desierto. Rosie asomó la cabeza, ambas puertas vecinas se encontraban cerradas. Se acercó a la escalera y se inclinó. En la primera planta una sombra se movía.
Rosie bajó las escaleras de dos en dos y alcanzó el primer piso, la puerta de entrada estaba abierta, atravesó el portón y salió a la calle. En la esquina de su edificio vislumbró la tela de un abrigo negro ondear al aire.
Persiguió al sujeto hasta el aparcamiento y lo encontró allí, con la mirada clavada en algo que aferraba entre sus manos. Cuando la luz de un automóvil lejano los iluminó descubrió una daga de la que corría un hilo de sangre. El intruso que parecía no haberla notado comenzó a escalar por las tuberías del edificio, daga en mano. Rosie se quedó allí, y claro podríamos pensar que era una tontería de su parte, pero es que algo en una ventana, acaso un rostro que aunque borroso se distinguía desde allí, la había hecho detenerse en seco y quedarse petrificada en su sitio. En ese instante Rosie veía su propia figura apoyada en el cristal de la ventana, con la vista recorriendo el aparcamiento. Rosie alzó los brazos y ella la vio, parecía saludarla, esta pensó en gritar, pero quizás había otra opción. El sujeto continuaba el trayecto por las tuberías y ya había alcanzado una buena distancia, mientras Rosie corría por el aparcamiento y atravesaba la esquina del edificio, directo a su propia habitación. La joven decidió que debía ayudarse, aunque en su cabeza tales palabras no tuvieran mucho sentido. Subió las escaleras sin pensar, sin ni siquiera detenerse a respirar hasta alcanzar el pasillo del cuarto piso, que era el suyo. Desesperada comenzó a golpear a su puerta, acercó un oído a la madera y se escuchó a sí misma atravesar la habitación y golpear algo de cristal. Si bien podía entrar y ayudarse, a Rosie le pareció muy extraño ver su propio rostro, y llegó a la conclusión de que era preferible guiar a la Rosie de la habitación hasta abajo sin necesidad de encontrarse con ella.
Haciendo todo el ruido posible comenzó a bajar los escalones, escuchó el sonido de su puerta al abrirse y cuando regresó al primer piso vio su propio rostro observándola desde arriba para luego desaparecer y comenzar a descender por las escaleras. Su plan había funcionado, agarró un abrigo negro que alguien había dejado y salió del edificio, llegó hasta el aparcamiento y encontró allí, en el suelo, una daga ensangrentada que sostuvo entre sus manos. Cuando alzó la vista notó algo, algo que no estaba allí antes, en la ventana de abajo a la suya tendía lo que aparentaba ser una mano humana, y cuando la luz de un automóvil lejano brilló en el aparcamiento, Rosie pudo ver con claridad un hilo de sangre correr por la pared, proveniente de esa ventana. Sin pensarlo dos veces, Rosie comenzó a escalar por las tuberías, sin percatarse de una versión suya que recién arribaba al aparcamiento, y de otra más que en ese instante se decidía por irse a dormir.
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