La manzana de oro
—Ayúdame —le suplicaba Nicole.
—Haré lo que pueda —le prometió a la joven.
Hacía trece días que todo había iniciado, justo después del funeral de la señora Ríos. Era una mujer cansina en vida, pero sin duda su muerte, había sido todo un espectáculo.
Aunque el entierro terminó siendo tan aburrido como esperábamos, fue el momento en que el notario se sentó a leer la última voluntad de la señora, que las cosas comenzaron a tornarse extrañas.
Recuerdo sus palabras exactas una por una:
—Bien, sentaos para comenzar—. Los presentes tomamos asiento y un silencio expectante recorrió el salón.
—Dicto. Última voluntad de Magdalena Ríos Navarro. Ante mi muerte poseo dos peticiones, ambas han de ser cumplidas tal como lo estipulo; ante todo mi propiedad y el resto de mis bienes pasarán a manos de mi esposo, Edmundo Ríos, con excepción del contenido que hoy guardo junto a mi testamento, con el cual deberán seguirse las siguientes instrucciones: cada uno de los cinco nombres plasmados al final de esta hoja y siguiendo el orden en que aparecen, tendrán la posibilidad de guardar con ellos dicho contenido, y cada uno a su vez tendrá la oportunidad de venderlo a quien estime conveniente, si logra tal hecho la suma obtenida será solo suya, mas si en tres días no lo logra, el contenido señalado deberá pasar a manos del siguiente nombre en la lista, quien tendrá las mismas posibilidades de realizar la venta, y así la secuencia ha de continuar hasta la última persona, mi nieta Nicole Ríos, quien hará de albacea y verificará que pasados los tres días de plazo cada miembro entregue el contenido al siguiente.
Nos encontrábamos aún expectantes cuando el notario culminó la lectura, solo que ahora nuestros ojos habían clavado su atención en una caja de madera encima de la mesita del salón.
El notario se dispuso a abrirla y por inercia todos nos inclinamos a observar.
¡Qué sorpresa! Adentro solo había una cosa, pero menuda cosa. Brillaba ante nuestros ojos una inmensa manzana de oro, lustrada y radiante, que vendida a un buen comprador alcanzaría para ganar una bonita fortuna.
Y eso fue todo de Magdalena Ríos, ¡qué mujer! Sin duda una amante del drama.
Nicole, quien era una gran amiga, cumplió como pudo la última voluntad de su abuela y el siguiente lunes entregó la fina manzana de oro al primer nombre en la lista: Matilda Bane. Matilda era una creída y prepotente anciana, que había gastado sus últimos años amasando a costa de los demás una gran fortuna. Seguros estábamos de que en tres días vendería el tesoro, pero incluso así el miércoles a última hora nos encontrábamos, Nicole y yo, en la ostentosa residencia de la anciana. Golpeamos la puerta hasta el cansancio, pero nadie respondió, obligándonos a cruzar su jardín y entrar por una ventana.
¡Maldito el momento en que decidimos hacerlo!
En vez de encontrar a la señora con un fajo de billetes sonriéndonos, la encontramos en el suelo de su estudio, pálida, sin vida y en el centro de un gran charco de sangre.
Fue una noche difícil, debimos pasar largas horas en la delegación y responder toda una tanda de preguntas que nos formuló el inspector a cargo.
Sobre el crimen solo fuimos informados de que se realizó con una especie de punzón y de que en la casa no encontraron mucho, por no decir que no encontraron nada, sin huellas, sin testigos, nada.
Aunque el inspector insistió en que la manzana de oro debía ser tomada como prueba en la investigación, Nicole se las arregló para convencerle, cumpliendo con los deseos de su abuela, en que era necesario que al siguiente día, la manzana fuera entregada al teniente Burton, un antiguo amigo de la familia.
Los tres días siguientes continuamos pensando sobre el crimen, intentamos darle juntos una solución, pero no logramos más que una jaqueca.
Unas horas después nos informaron de que el hallazgo de dos tazas de té en el escritorio, delataban la presencia de un visitante en la residencia de la anciana, que posiblemente había sido sido el último.
El sábado caída la noche íbamos en busca de la manzana, si es que esta no había sido vendida.
Cuando llegamos menuda fue sorpresa al ver las patrullas estacionadas en la entrada. Adentro la casa era un revuelo, hacía una hora que había sido encontrado el cuerpo del teniente en medio de su salón, muerto, claro está.
Una vez más la investigación comenzó y a mí me empezó a molestar la situación.
El hombre había sufrido un envenenamiento por arsénico, sustancia encontrada en alta cantidad en el interior medio vacío de una botella de whiskey, que había sido hallada junto al cuerpo del hombre, pero sin la más remota idea de su procedencia.
Pobre familia destrozada, cuánta pena me dio por su hija que lloró desconsoladamente toda la noche, mas la manzana de oro, incluso por encima de las trágicas circunstancias, fue entregada sin falta en la mañana del domingo a la joven Penny Trinket, prima de Nicole.
He de hacer percatar cuánto intenté hacer entrar en razón a mi amiga, para que la manzana de la discordia, apodo que yo le había colocado, no siguiera de mano en mano causando desgracias, pero mi querida amiga hizo oídos sordos a mis consejos, lo que provocó que el ciclo de muertes continuara, esta vez sería un ahorcamiento la causa del fatídico deceso. La joven aún tenía la cinta de seda alrededor de su cuello cuando la policía arribó, una vez más no se encontró pista alguna.
La manzana de oro volvería a cambiar de dueño.
Ciertamente fue interesante la charla que sostuve con el inspector después de dados los acontecimientos. El hombre de apariencia amenazadora, en realidad ni era tan amenazador, parecía más bien un erudito en busca de una solución matemática.
Sin duda ambos coincidíamos en que los tres asesinatos debían tener relación, y que claro el conector más básico era la manzana dorada, mas en nuestra conversación todavía flotaba un nombre, este era Alfred Gutenberg, penúltimo acreedor en la lista.
Al final del día tanto el inspector como yo estábamos seguros de la culpabilidad de este señor, que encajaba a la perfección con los hechos. Y aunque la manzana de oro sí llegó a estar en sus manos, pues mi querida Nicole no había perdido ni un segundo en entregarla, aunque esta vez más que por cumplir con la voluntad de su abuela fue por deshacerse de tan maligno objeto, no duró mucho tiempo con el mismo propietario, pues ese mismo día el señor Gutenberg fue hallado en su casa, muerto, solo que esta vez había sido el tan inesperado suicidio. Todo parecía concordar, el hombre, cuyo sentido del humor debía ser muy grotesco para realizar tal acción, había ingerido más de doscientas semillas de manzana, alcanzando así la muerte por envenenamiento de cianuro, presente en pequeñas cantidades en las semillas de dicha fruta pecaminosa.
El caso hubiera estado resuelto de no ser por una carta encontrada junto al cuerpo, o debería decir una confesión, en la que el suicida aceptaba ser el asesino de Penny Trinket, la antigua propietaria de la manzana dorada.
Alfred Gutenberg confesaba no haber sido capaz de soportar la culpa y por tanto verse en la necesidad de partir de este mundo.
Con la nota dejada teníamos pruebas suficientes para dar respuesta al asesinato de la joven Penny, pero aun así la duda recaía una vez más en nosotros.
¿Y los demás asesinatos?
Para dar respuesta a esta pregunta tuve menos calma que en la última ocasión, pues descubierto el cuerpo y la nota de Gutenberg, mi amiga Nicole fue obligada a permanecer en la delegación como única sospechosa viva de la muerte del teniente Burton y de Matilda Bane.
Largas horas dediqué a pensar sobre el tema, pues no podía permitir que mi amiga fuera acusada por delitos que yo que la conocía sabía era incapaz de cometer.
En las clásicas novelas de detectives siempre habían pistas ocultas, testigos o cualquier hallazgo que brindara un camino, mas en este caso una parte de mí sentía que la respuesta terminaría por ser menos novelesca y más cruel y decepcionante.
Al día siguiente el inspector se presentó en mi propio hogar, llegaba con una noticia impactante, la pequeña hija del teniente Burton había confesado la culpabilidad de este en el asesinato de Matilda Bane. Entregado por la avaricia había acudido a casa de la señora la noche anterior a nuestra visita, con el pretexto de querer convertirse él mismo en el comprador de la manzana de oro, y qué fácil le fue clavarle un punzón afilado a la decrépita anciana, después de eso solo tuvo que esperar a que la ambicionada manzana cayera, como por gravedad, en sus manos.
Sin duda un medio desenlace entre decepcionante y abrumador. ¿Cómo es que aparecían asesinos por doquier?
Y sí, aunque no tuviese sentido, si el señor Gutenberg había asesinado a Penny Trinket, y el teniente Burton había acabado con la vida de Matilda Bane, solo hacía falta despejar la variable para entender que el único personaje que restaba impune no era otro que la joven e inocente Penny Trinket. ¡Qué locura por dios! ¿Quién lo iba a pensar?
Un joyero y en su interior un extraño polvo blanco que resultó ser arsénico, daba por cerrado los macabros crímenes cometidos en nombre de la manzana de oro.
Días después, cuando la calma retornó, Nicole llegó a mí con una carta en la mano. El remitente no era otra más que la propia Magdalena Ríos, cuya carta en realidad debía haber llegado días antes.
Nos sentamos en el diván y yo mismo la leí en voz alta, era una carta escueta, pero a la vez tan insospechada.
Mi amada Nicole:
Toda mi vida siempre pensé que el mundo estaba plagado de personas malas y que que solo era necesario un detonante para hacer despertar la maldad, pues estaba segura que esta no necesitaba razones, sino que le bastaba con un pretexto para aparecer, pero en todo este tiempo no he encontrado el momento de poner en práctica mi hipótesis, por eso he dejado esa manzana dorada de la que todos estaréis hablando, si es que estáis. Mi querida nieta solo te pido que pase lo que pase, termine como termine mi experimento póstumo, no te dejes llevar por la avaricia o el enfado, pues si no te dejo la manzana a ti, es porque en realidad su valor es tan escaso como el de una manzana cualquiera, y su objetivo no es enriquecer a ninguno de sus propietarios, sino probar su bondad. Nicole por favor, no cometas una locura, no te dejes llevar.
¡Increíble! ¿Verdad? Tanto lío por una manzana sin valor, ¡qué mujer! Nunca alcanzarán palabras para describirla.
Mas al leer su carta, asombro no fue mi única reacción, sino que una duda invadió mi mente.
¿Y la manzana podrida? ¿Qué le sucedió?
Y he de indicar que no me habría preguntado tal cosa, ni hubiera dudado de ninguna manera, si no fuera por una noticia que el inspector había compartido conmigo el día antes.
En el estómago del señor Gutenberg, después de realizar varias pruebas, fueron encontradas las doscientas catorce semillas de manzana, sin haber sido masticadas, lo que evita que el cianuro que contienen salga a relucir. Por tanto aunque nadie se atrevía a dudar de su suicidio, desde entonces en mi cabeza un temor rondaba.
Acaso la carta de la señora Ríos, habría tenido el objetivo de ser una advertencia, acaso ella creía que su dulce nieta podía ser capaz de hacer daño.
Yo jamás lo creería, Nicole era una buena persona, y juro por Dios que la hubiera defendido ante todos y hubiera impedido que mancillaran su nombre, claro, si no fuera por las afiladas tijeras que esa tarde, en mi casa, en mi diván, terminaron clavadas... en medio de mi cuello.
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