El pueblo Grifo

A Eliot lo conocí hace tres meses, mientras perseguía al gato de los Sullivan como cada mañana, solo que ese día se había colado en la casa de mi amigo. Toqué al timbre, a la puerta, a la ventana. Pasé casi veinte minutos esperando, hasta que la mirilla se abrió, dejándome ver dos ojos verdes como ríos.

—¿Po-por qué dices que mis ojos son co-como ríos? —me preguntó una vez con su característica tartamudez.

—Porque lo son, los ríos no se parecen al mar, tienen un color diferente, como un verde mohoso.

Con el tiempo entendí que Eliot era alguien especial, y por especial no solo hablaba de sus alergias a la lluvia, porque sí, en el pueblo Grifo, donde hacía diez años no paraba de llover, había un joven alérgico a la lluvia; pero Eliot era más que eso, con sus cabellos cobrizos cubriéndole el rostro, sus ojos verdes, verdes de río, y el trabalenguas que eran sus oraciones, parecía como si toda la putrefacción y el olor a tierra mojada y a ratones ahogados que reinaba en el exterior fueran ajenos a él.

Aquella mañana estábamos juntos. Yo apoyé mi mano en el cristal de la puerta y le sonreí. Eliot y yo debíamos hablar así, separados, porque en Grifo siempre llovía, y por eso yo siempre iba mojada.

Abrí la puerta y nos tumbamos en el suelo, dejando una distancia de pocos centímetros entre ambos.

—El gato de los Sullivan ha muerto —le dije—. Cayó en una grieta abierta ayer, casi parece que el pueblo se está convirtiendo en eso: una grieta gigante.

—Izzy, al-algún día nos ire-remos de aquí, vamos a ir a do-donde quieras, un lu-lugar cálido.

—Así será Eliot, así será.

La actividad favorita de mi amigo era imaginar el futuro, creaba increíbles historias sobre las aventuras que viviríamos.

—Es ta-tarde —me dijo—. Mi padre llegará pro-pronto.

—Llévame a tu habitación —le propuse.

—¿Estás loca? Si te ve mi padre me mata, él es el único que puede entrar a la casa.

—Pero si él entra es porque es posible. Venga, quiero ver tu habitación. —El chico dudó un segundo pero terminó por aceptar.

Escalé por las tuberías hasta su ventana. Eliot abrió los cierres desde adentro y yo subí el cristal y me colé a la habitación.

—Esto es hermoso —le dije.

La habitación de Eliot estaba forrada en tapices que representaban ciudades del mundo, desde París hasta Estocolmo.

Eliot se acercó con una toalla y un secador. Agarró la primera y me seco el rostro y los brazos, con el secador encendido intentó evaporar el agua de mi cabello y algo de mi ropa, que después de varios minutos seguía bastante húmeda.

—Eliot yo quiero ir aquí —señalé un dibujo del palacio de Windsor en Inglaterra.

—Encajarías muy bi-bien, tienes madera de princesa.

—¿Tú crees? —le pregunté.

Me tumbé a su lado en el suelo de la habitación.

—Un día de estos estaremos así, pero no será aquí, será en el pasto de una montaña, observando las nubes, y más cerca claro, en las montañas del sur no llueve tanto.

—Izzy —Eliot me observaba—. Te quiero —me confesó.

Acerqué mi mano a su rostro y le toqué la mejilla. Él me sonrió y se acercó más. Ojalá le hubiera abrazado.

Eliot recorrió mi cabello con sus dedos, bajando por mi frente hasta llegar a mis labios. Nuestros rostros se unieron. Su respiración era caliente, mientras yo debía exhalar ventiscas. Eliot dejó caer un beso en la comisura de mis labios, y antes de alejarse le envolví en mis brazos y me fundí con él, en un beso sabor a lluvia y a fuego.

—Nos iremos de aquí, te pondrás tu capa y unas botas, y también una sombrilla, lo que haga falta, nos vamos de aquí. Iremos a Windsor, hasta Australia, viajaremos juntos, tomados de las manos. Voy a buscarlo todo, ¿te parece?

Eliot me observó y luego a las ciudades en la pared.

—Un viaje co-contigo, va a ser una locura, pero ace-ace-ce...

—¡Aceptas! —le rodeé con los brazos dejando una distancia entre mi ropa mojada y él, y le cubrí con besos.

Escapé por la ventana hasta mi hogar. Tenía algo de dinero ahorrado. Cuando saliéramos de ese pueblo agrietado, entonces, la vida iniciaría.

Guardé todo en una mochila, recogí mi capa y me cubrí con ella. Me escurrí por la puerta de entrada sin hacer ruido y salí a la calle.

El aire me empujaba al correr, podía ver a Eliot al final de la calle, lo veía en la entrada de su puerta, vestido con su capa amarilla y con un paraguas rojo en la mano me hacía señales.

Continué corriendo y crucé hasta su calle. Cuando di un salto hasta cerca de su jardín, resbalé en el río de agua de lluvia que corría por la acera. Caí al suelo y una grieta se abrió bajo mi cuerpo, una montaña de tierra se deslizó por el agujero y me dejó tendida, con la mitad de mi cuerpo colgando sobre el vacío. La tierra húmeda hacía que mis manos se resbalaran y se hundieran en el fango.

Iba a caer, caería, eso pensaba, y ahora veo que él también, desde su puerta lo sabía, quizás por eso decidió que valía la pena ayudarme, salió de la casa con una manta de tela cubriéndole la cabeza desprotegida por la capa, la tela iba absorbiendo el agua a una velocidad sorprendente. Sostuvo mis manos y tiró de mí. Salí del agujero y caí encima de su pecho, entonces el agua corría por su rostro, miles de gotas cayendo desde las estrellas. Lo abracé y él me abrazó. Un minuto se convirtió en una hora. Sus manos se aferraron a mi espalda, y su pecho comenzó a trabajar con dificultad. Iba a morir, y sus ojos fueron los últimos en despedirse, dos perlas verdes me observaron, dos árboles, dos ríos, dos seres. Desde entonces me pregunto si las personas cuando mueren, se convierten en lluvia.

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