El Consejo de la calle Vermont
El comedor de los Gómez es como cualquier otro comedor, incluso podríamos clasificarlo en la sección de comedores pasados de moda. En el centro de la habitación han colocado una larga mesa de ébano con espacio para doce sillas, bastante inútil hemos de indicar, pues los Gómez son apenas cinco en la casa, la abuela ha cosido el mantel de flores que cubre la mesa, y la madre ha elegido un par de margaritas plásticas como adorno central. Esto es todo cuanto concierne al comedor de los Gómez durante el día, una reliquia pasada de época, pero en la noche, la mesa de ébano se convierte en el centro de reuniones del departamento de casos sin resolver del tercer comité del club de personas perdidas, o como prefieren ellos llamarse: "El Consejo de la calle Vermont". Son ocho espectros fantasmagóricos que se juntan, cada noche, para debatir sobre los nuevos casos sin resolver que hay en el ambiente.
—Buenas noches —dijo el fantasma tuerto.
Los siete fantasmas restantes respondieron al saludo.
—Que comience la junta —dijo el fantasma de la cuneta—. Señor aguasnegras le doy la palabra.
—Hoy debemos debatir el caso de Lucie Mirth —dijo el fantasma de aguasnegras, mientras se acomodaba la pajarita del traje con el que aquella noche de fiesta lo lanzaron a las alcantarillas a perecer entre desperdicios—. Como sabrán, hace siete días un grupo de delincuentes mal intencionados capturaron a la pequeña y la encerraron en un rancho a una ciudad de distancia de la suya, enviaron varias horas después un mensaje en forma de carta a la señora y al señor Mirth, donde indicaban la cifra que estos debían de entregar como rescate por su hija.
Antes estas palabras el fantasma del desierto comenzó a reír.
—Señor, un respeto —le reprendió el fantasma de la cuneta.
—Me disculpo, es que sé cómo termina la historia y me parece demasiado hilarante, pero prosiga señor aguasnegras.
—Bien, como decía —continuó el fantasma de la pajarita—, cuando el matrimonio Mirth recibió la nota y leyó la cifra, que por cierto ascendía al millón de euros, creyeron que era una broma, pues de ninguna manera podían entregar esa cantidad tan lejana a sus posibilidades, pero lo curioso del caso es que nuestros secuestradores no escogieron a una niña cualquiera de una familia cualquiera, ellos escogieron a Lucie Mers, la hija más pequeña de uno de los matrimonios más pudientes del país, pero claro entre cosa y cosa, cometieron un error, pues Lucie Mers vive una calle antes que Lucie Mirth, una causalidad que bordea a lo improbable pero no a lo imposible, y al final se quedaron sin rehén de oro y sin millón de euros.
—Un caso terrible —indicó el fantasma calvo—. Lo peor es que dejaron a la pequeña Lucie Mirth en el cobertizo y allí murió de inanición, y que quede claro que no fue de sed, pues la niña terminó bebiéndose toda el agua de los caballos, por desgracia el heno no se encontraba incluido en su dieta.
—Sin duda es doloroso —agregó el fantasma de la cuneta—, pero no hay nada que podamos hacer por Lucie, o al menos no en cuestiones de vida, nuestro trabajo ahora es lograr que su cadáver sea descubierto y luego sepultado o incinerado.
—Ante esto —interrumpió el fantasma del deshuesadero—, tengo algunas propuestas. Podríamos, por ejemplo, poseer al perro de los Gonzales, la familia vecina de los Mirth, para que persiga el rastro de Lucie y guíe a sus dueños hasta la niña.
—Me parece una idea fenomenal —exclamó el fantasma tuerto.
—Lo mismo digo. —El fantasma de la cuneta se puso de pie, apoyando los brazos sobre la mesa de ébano—. Debemos elegir a un responsable, ¿algún voluntario?
—Yo me propongo —indicó el fantasma desnudo.
—No, no me parece usted una buena opción, ya sabe que a los perros les incomoda vuestro aspecto, necesitamos a alguien más.
—Entonces iré yo —se propuso el fantasma del desierto.
—Perfecto, mañana a la misma hora tendremos otra reunión para verificar el estado de Lucie.
Los ocho fantasmas se despidieron, cada uno tomando una calle diferente.
El fantasma del desierto siguió la ruta hasta la casa de los Gonzales, atravesando por la avenida donde vivían los Mers. La familia estaba de picnic esa tarde, y el fantasma pudo ver a Lucie Mers jugar en el pasto. Quién diría, pensó el fantasma, que ahora podría ser ella la que yaciera entre heno y heces de caballo.
En pocos minutos el fantasma arribó a la casa de los Gonzales, su perro, un labrador marrón, dormía en el centro del portal. El fantasma se acercó y acarició al animal que se giró de panza ante la muestra de afecto.
—Eres un ejemplar maravilloso, te prometo que no te dolerá. —El fantasma atrapó la cara del animal con ambas manos e introdujo sus dedos índices en sus ojos. El perro se retorció un poco, pero en un par de segundos ya se encontraba poseído por la espectral presencia que había acudido a su portal.
El can comenzó a ladrar cerca de la puerta de entrada hasta que el señor Gonzales apareció para calmarlo. El hombre acarició la nuca del perro a lo que este respondió con otro ladrido. El animal mordió la manga del abrigo de su amo y comenzó a jalar de este hasta el jardín donde le soltó y comenzó a correr calle abajo. El señor Gonzales no tuvo otra opción más que perseguir al can por todo el vecindario y más allá de este hasta la siguiente ciudad. El fantasma del desierto seguía al dúo de cerca guiando al animal hasta el establo de caballos donde había muerto Lucie.
El perro se detuvo pocos metros antes y comenzó a ladrar hacia el establo. El señor Gonzales, sin dar crédito a lo que sucedía, siguió la dirección de los ladridos hasta el interior de las caballerizas, donde había un par de caballos atados por sogas y tres cerdos que deambulaban sueltos en el interior. El señor Gonzales registró el lugar a detalle, pero no encontró absolutamente nada. El fantasma del desierto, que ayudó en la búsqueda al señor Gonzales, tampoco encontró el pequeño cuerpo de la niña Lucie, pero en cambio, encontró otra cosa, un minúsculo bulto acurrucado en una esquina que parpadeaba cuando la luz del Sol lo atravesaba.
—Ven acá pequeña —dijo el fantasma—. No te haré daño.
La niña se puso de pie y dio algunos pasos, le parecía estar viendo a un ángel vestido de túnica y turbante.
—Soy el señor duna, acaso sabrás dónde está tu cuerpo.
La niña apuntó con el dedo hacia uno de los cerdos.
—Se lo han comido —dijo y una mueca de asco se dibujó en su rostro.
—Oh, oh.
El fantasma del desierto sacó al labrador de los Gonzales de su limbo, y ambos, él y su dueño, regresaron a su hogar con rostros de quien no sabe bien qué ha sucedido.
Al otro día se reunirían de nuevo el Consejo de fantasmas de la calle Vermont para discutir el caso de Lucie.
—¿Los cerdos? —inquirió el fantasma de aguasnegras.
—Los cerdos —afirmó el fantasma del desierto.
—¡Qué locura! Pues ya no hay nada que hacer.
—Claro que hay, señor encuero —dijo el fantasma de la cuneta—, ahora debemos recibir y acomodar a la niña, aunque será sencillo, acaban de construir una casa al final de la calle 20, yo mismo conocí a la familia y no tienen fantasma asociado, así que Lucie estará muy bien allí.
—Debemos de asignarle un apodo —recordó el fantasma tuerto.
—Yo propongo que adopte el nombre de miss tripa —dijo el fantasma del desierto—, pues es allí donde al final ha acabado su cuerpo.
—Me parece bien —indicó el señor cuneta—. Votos a favor.
Siete fantasmas levantaron un brazo y el señor manco se tumbó en su asiento y levantó una pierna.
—Entonces queda decidido por unanimidad, pasaré el caso al centro de reuniones del departamento de administración de espectros, y ellos se encargarán del resto. Señores la reunión ha acabado, recuerden que debemos seguir de cerca el caso del hombre del acantilado, por si los bomberos no lo encuentran, eso es todo, tengan una buena tarde.
Una vez más el Consejo de la calle Vermont había resuelto, de una forma u otra, la desaparición de un cadáver en las cercanías del tercer comité, y al llegar la mañana, el comedor de los Gómez volvía a convertirse, simplemente, en otro comedor pasado de moda.
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