Capítulo VI
Centenares de personas
La tranquila vivienda del doctor Manette estaba situada en un rincón de una calle no muy alejada de la plaza de Soho. Una tarde de domingo, cuando ya las oleadas de cuatro meses habían pasado sobre la causa por traición, y se la llevaron mar adentro, adonde ya no alcanzaba el interés ni el recuerdo de la gente, el señor Jarvis Lorry recorría las calles llenas de sol desde Clerkenwell, donde vivía, para ir a cenar en casa del doctor. Después de varias recaídas en la enfermedad de sus negocios, que lo absorbían a veces por completo, el señor Lorry trabó estrecha amistad con el doctor, y el tranquilo rincón de la calle en que vivía fue, desde entonces, el rincón lleno de sol de su vida.
Aquella tarde de domingo el señor Lorry se dirigía a Soho, muy temprano, por tres razones habituales. La primera porque los domingos en que hacía buen tiempo, salía muchas veces antes de cenar con el doctor y Lucía; la segunda porque, en los domingos en que hacía mal tiempo, tenía la costumbre de permanecer con ellos como amigo de la familia, conversando, leyendo, mirando por la ventana y, en una palabra, pasando el día; y, tercera, porque tenía algunas dudas que le interesaba resolver, y sabía que en ninguna parte podría hallar la solución como en casa del doctor.
Habría sido difícil encontrar en Londres un rincón más bonito que aquél en que vivía el doctor. No lo atravesaba calle alguna y desde las ventanas de la parte delantera de la vivienda se gozaba de la hermosa vista de la calle, que tenía aspecto tranquilo y reposado. Entonces había pocos edificios al norte del camino de Oxford y por allí cerca había bosquecillos y flores silvestres. A consecuencia de eso, el aire era puro en los alrededores de Soho y cerca de allí había una pared muy abrigada y soleada, junto a la cual maduraban los melocotones en su tiempo.
En la primera parte del día aquel rincón estaba alumbrado por la luz del sol, pero cuando se caldeaban las calles, el rinconcito quedaba en la sombra y era como un remanso fresco y agradable, y excelente refugio de las ruidosas vías de la ciudad.
El doctor ocupaba dos pisos de una casa grande y tranquila. En la vecindad, separado por un patio en donde había un hermoso plátano, había un taller de órganos de iglesia y además se cincelaba plata y batía oro un misterioso gigante, cuyo brazo parecía brotar de la pared y ser también de oro, como él mismo se hubiese convertido en este precioso metal y amenazara con igual suerte a todos los que se acercaran. Estas industrias ocasionaban muy poco ruido y salvo el rumor producido por algún vecino o por un guarnicionero que estaba en la tienda, nada venía a turbar la paz y el silencio. De vez en cuando se veía un obrero que cruzaba la calle, a un paseante que descubría aquel rincón o se oía el eco lejano de algún martillazo. Estas eran las excepciones, para probar que la regla era que allí se oyera solamente el piar de algunos gorriones y los ecos que iban a morir en aquel rincón.
El doctor Manette recibía a los enfermos que le habían proporcionado su antigua reputación y el rumor de las desgracias que lo afligieran. Sus conocimientos científicos, su cuidado y habilidad en los ingeniosos experimentos que llevaba a cabo, le dieron cierta fama y ganaba lo bastante para cubrir sus necesidades.
Todo esto lo sabía perfectamente el señor Jarvis Lorry, cuando tiró del cordón de la campanilla de la casa del doctor en aquella hermosa tarde de domingo.
—¿Está en casa el doctor Manette?
—No, señor.
—¿Y la señorita Lucía?
—Tampoco.
—¿Y la señorita Pross?
—Tal vez sí —contestó la criada que, ignorante de las intenciones de la señorita Pross, no se atrevió a contestar afirmativamente.
—Bueno, pues, como me creo en mi casa, subiré.
A pesar de que la hija del doctor nada conocía de la patria de su nacimiento, parecía haber heredado de ella la habilidad de hacer mucho con pocos medios, lo cual es muy útil y agradable. A pesar de que el mobiliario era muy sencillo, estaba adornado por algunas chucherías, pero de muy buen gusto y el conjunto resultaba muy lindo.
En el piso bajo había tres habitaciones, cuyas puertas estaban abiertas para que por ellas circulara el aire. El señor Lorry las recorría, mirando satisfecho su aspecto. La primera era la mejor y en ella estaban los pájaros de Lucía, flores, libros, una mesa escritorio, una mesa de trabajo y una caja de pinturas a la aguada; la segunda era la sala de consulta del doctor, que también se utilizaba como, comedor, y la tercera, junto a la cual se veían las ramas del plátano del patio, era el dormitorio del doctor, y allí, en un rincón, se veía la banqueta de zapatero y las herramientas que estuvieran en el quinto piso de la casa de París en cuyos bajos tenía la taberna el señor Defarge.
—Es raro —murmuró el señor Lorry— que conserve estas cosas que han de recordarle inevitablemente sus sufrimientos pasados.
—Y ¿por qué os extrañáis? —preguntó a su lado una voz que le sobresaltó.
Procedía de la señorita Pross, la mujer de rostro colorado y de ligera mano con la que trabara conocimiento en el Hotel del Rey Jorge, en Dover.
—Me figuraba...— balbució el señor Lorry.
—¿Os figurabais?...— replicó desdeñosamente la señorita Pross. Y en vista de que el caballero no le decía nada más, le preguntó— ¿Cómo estáis?
—Muy bien, muchas gracias —contestó suavemente el señor Lorry. ¿Y vos?
—Nada bien.
—¿De veras?
—De veras —contestó la señorita Pross—. Estoy muy disgustada con lo que ocurre con la señorita Lucía.
—¿De veras?
—¡Por Dios! ¿No sabéis contestar otra cosa que esas dos palabras? ¡Me estáis sacando de quicio!
—¡Es posible! —exclamó el señor Lorry.
—También me fastidia eso, pero ya está algo mejor —exclamó la señorita Pross—. Pues, sí, estoy muy disgustada.
—¿Se puede saber el motivo?
—Pues que me irrita sobremanera que docenas de personas, indignas de nuestra señorita, vengan a cada momento a visitarla.
—Pero ¿son tanto como docenas?
—¡Centenares! —contestó la señorita Pross, una de cuyas características era la de exagerar cualquiera de sus asertos si advertía que se ponía en duda la afirmación original.
—¡Dios mío! —dijo el señor Lorry.
—He vivido con la señorita, o ella conmigo, desde que mi querida niña tenía diez años y me ha pagado, cosa que yo habría rechazado, de haber hallado el modo de vivir sin gastar. Y es verdaderamente muy duro.
Como no advirtiera claramente qué cosa era dura, el señor Lorry se limitó a menear la cabeza.
—Y toda clase de gente, indigna de la pobre señorita, la están rondando continuamente. Cuando vos empezasteis...
—¿Que yo empecé, señorita Pross?
—¡Claro! ¿No fuisteis vos el que devolvió a su padre a la vida?
—Bien, si esto se puede llamar empezar...
—Creo que no pretenderéis que fuese terminar. Pues bien; cuando empezasteis vos ya era bastante duro; no porque haya observado ningún defecto en el doctor Manette, a excepción de que no merece tener una hija como la que tiene, y eso no es falta en él, porque en el mundo no existe quien sea digno de tal felicidad. Pero, realmente, es muy duro tener aquí multitudes y extraordinario gentío, que andan siempre en torno del padre, para robarme el afecto de la hija.
El señor Lorry sabía que la señorita Pross era muy celosa, pero no ignoraba tampoco que bajo tal capa de su excentricidad era una de las criaturas más generosas que se encuentran solamente entre las mujeres capaces, por puro amor y admiración, de constituirse en esclavas de la juventud cuando ellas ya la han perdido, de la belleza que nunca poseyeron, de dones que jamás tuvieron la fortuna de alcanzar y de las esperanzas que nunca brillaron en sus vidas sombrías. El señor Lorry conocía bastante el mundo para saber que ningún servicio es mejor que el hecho por amor, y que no está inspirado en ningún interés mercenario, y por esta razón sentía tal respeto por la señorita Pross, que la consideraba mucho más cerca de los ángeles que a muchas de las damas favorecidas por la belleza y el arte y que tenían grandes sumas depositadas en las cajas del Banco Tellson.
—No hay, ni habrá nunca, un hombre digno de mi querida niña —dijo la señorita Pross—. Solamente habría podido serlo mi hermano Salomón, si no hubiera tenido un pequeño desliz en la vida.
El señor Lorry tuvo ocasión de informarse acerca de la señorita Pross y así supo que su hermano Salomón era un perfecto sinvergüenza, que le robó cuanto poseía, con excusa de realizar un negocio y que luego, sin compasión alguna, la abandonó, dejándola en la miseria más completa. Y aquella buena opinión de la señorita Pross acerca de su hermano, deducción hecha de su pequeño desliz, era un motivo más que contribuía a aumentar la buena opinión del señor Lorry sobre ella.
—Ya que se da la feliz casualidad de que estamos solos y ambos somos personas de negocios —dijo el señor Lorry—, permitidme preguntaros si el doctor se ha referido alguna vez, hablando con Lucía, al tiempo en que se dedicaba a hacer zapatos.
—Nunca.
—Pues ¿por qué conserva esa banqueta y las herramientas?
—Tal vez trata de ello consigo mismo —replicó la señorita Pross.
—¿Creéis que piensa en ello alguna vez?
—Sí, lo creo.
—¿Imagináis?...— empezó a decir el señor Lorry, pero la señorita Pross lo interrumpió diciendo:
—No imagino nada. No tengo imaginación.
—Bueno, lo diré de otra manera. ¿Suponéis... porque espero que alguna vez llegaréis a suponer?
—A veces.
—Pues bien. ¿Suponéis si el doctor tiene opinión formada acerca de la causa de su prisión o de quién tuvo la culpa de ella?
— En este asunto no supongo más de lo que me dice mi niña.
—¿Y es...?
—Que se figura que su padre sabe todo eso.
—No os enoje porque no soy otra cosa que un hombre de negocios, y vos también sois mujer que entiende en ellos. Encuentro muy raro que el doctor Manette, inocente como es él de todo crimen, no quiera hablar nunca de este asunto. Y no ya conmigo, a pesar de que estuvimos antiguamente en relaciones de negocios, sino con su hermosa hija, a quien tanto quiere. Creedme, señorita Pross, si os hablo de eso no es por curiosidad, sino por el interés que el doctor me inspira.
—Lo que me figuro es que si el doctor no habla de ello, es porque tiene miedo.
—¿Miedo?
—Sí, miedo. El recuerdo es, realmente, espantoso y, además, porque durante su prisión perdió la conciencia de sí mismo. Y como no sabe cómo perdió la inteligencia, ni cómo la ha recobrado, no puede tener la seguridad de que no la perderá otra vez. Y ya comprendéis que el asunto no es nada agradable.
—Es verdad —contestó el señor Lorry después de admirar la profunda observación de su interlocutora—. Pero me temo que no sea muy conveniente para el doctor Manette guardar en su interior estos recuerdos y estos temores.
—No se puede evitar — replicó la señorita Pross.— Y es mejor no hablarle de ello.
Muchas veces, a altas horas de la noche, le oigo pasear por su cuarto, arriba y abajo. Su hija ya sabe que, cuando eso ocurre, su pobre padre pasea mentalmente de un lado a otro de su calabozo. Entonces acude a su lado y lo acompaña en su paseo, hasta que se tranquiliza. Pero él no dice nunca una palabra acerca de su agitación y la pobre niña cree mejor no hablarle tampoco de ello. Y silenciosos, pasean los dos, hasta que el amor y la compañía de su hija hacen que el doctor se calme.
Mientras estaban así hablando, se oyeron pasos y la señorita Pross exclamó:
—Aquí vienen, y pronto vamos a tener centenares de visitas.
Aparecieron pronto el padre y la hija, y la señorita Pross acudió a su encuentro. En cuanto llegó Lucía, la buena señorita Pross le quitó el sombrero, lo golpeó con su pañuelo para quitarle el polvo, y ahuecó el dorado cabello de la joven, tan satisfecha como si fuera el suyo propio y ella fuese la mujer más hermosa del mundo. Lucía la abrazó, protestando de tales cuidados, pero no se opuso a ello para que la pobre mujer no se retirara llorando a su habitación. El doctor miraba sonriendo a las dos mujeres, diciendo que la señorita Pross echaba a perder a Lucía, en tanto que el señor Lorry contemplaba la escena y daba gracias a la Providencia de los solterones por haberle deparado un hogar en los últimos años de su vida. Pero por el momento no se presentaban los centenares de visitantes y el señor Lorry esperaba en vano que se cumpliese la predicción de la señorita Pross.
Llegó la hora de la cena y los centenares de visitantes sin dejarse ver. La señorita Pross gobernaba la casa, y las cenas que preparaba, aunque modestas, estaban exquisitamente guisadas y no se podía pedir nada mejor.
El día era muy caluroso y, después de comer, Lucía propuso ir a tomar el vino bajo el plátano. Lo hicieron así, pero los centenares de visitantes no daban señales de vida. A poco, sin embargo, llegó el señor Darnay, pero éste no era más que uno.
El doctor Manette lo recibió con la mayor bondad y también Lucía lo acogió con la mayor amabilidad. La señorita Pross se sintió algo indispuesta y se retiró a su habitación. El doctor estaba muy bien y parecía más joven de lo que era en realidad, y en tales ocasiones la semejanza que tenía con su hija se acentuaba considerablemente.
Habían estado hablando de diversos asuntos, cuando Darnay preguntó de pronto:
—Decidme, doctor, ¿habéis tenido ocasión de visitar la Torre?
—Con Lucía la visitamos una vez, pero sin fijarnos gran cosa.
—Ya sabéis que estuve allí —dijo Darnay sonriendo y ruborizándose ligeramente, —aunque no como visitante y desde luego sin facilidades para verlo todo. Pero mientras estuve allí me refirieron una cosa curiosa.
—¿Qué es ello? —preguntó Lucía.
—En cierta ocasión en que se hicieron algunas obras, unos obreros llegaron a un antiguo calabozo, que permaneció olvidado durante muchos años. Todas las piedras de las paredes estaban cubiertas de inscripciones grabadas por los presos y que se referían a fechas, a nombres, a quejas y a plegarias. En un ángulo un preso que, probablemente, fue ejecutado, esculpió cuatro letras, desde luego con un instrumento poco apropiado, con alguna prisa y con manos poco hábiles. Al principio se leyeron como G. A. V. A., pero examinándolo mejor, se advirtió que la primera letra era una C. No había rastro de ningún preso a cuyo nombre pudieran corresponder estas iniciales y se hicieron muchas conjeturas para explicar el significado de aquellas letras, hasta que alguien dijo que no eran iniciales, sino que formaban una palabra: "Cava". Entonces se examinó cuidadosamente el suelo, al pie de la inscripción, y en la tierra, debajo de una losa o de un ladrillo se encontraron restos de papel juntamente con los restos de un saquito de cuero. No se pudo leer lo que escribiera el desconocido preso, que sin duda escribió algo y lo enterró para que el carcelero no se enterase.
—¡Padre mío! —exclamó en aquel momento Lucía. ¿Estáis enfermo?
En efecto, el doctor se puso repentinamente en pie y el aspecto de su rostro asustó a todos.
—No, querida mía, no estoy enfermo. Han caído algunas gotas de lluvia y me he sobresaltado. Mejor sería que entrásemos.
Casi enseguida se repuso. En efecto, caían gruesas gotas de lluvia, pero el doctor no hizo el más pequeño comentario acerca de la historia que acababa de referir Darnay, y aunque, de momento, el señor Lorry se alarmó, al observar su aspecto, pudo creer que se había engañado.
Llegó la hora del té, que sirvió la señorita Pross, y a todo eso no se habían presentado aún los centenares de personas que parecían empeñados en no darse a conocer. Es verdad que llegó Carton, pero sumándolo a Darnay, solamente eran dos personas.
La noche era tan calurosa que, a pesar de tener abiertas todas las ventanas, los reunidos estaban bañados en sudor.
Mientras tanto, como era evidente que se acercaba la tormenta, aprovechando aquellos momentos de relativa calma, pues apenas llovía, se oyó el rumor de numerosos pasos de las personas que echaban a correr en busca de cobijo.
—Parece como si contra nosotros viniese una multitud —observó Lucía a sus compañeros—. Como si amenazasen a mi padre y a mí.
—Que vengan contra mí — dijo Carton—. En este momento está dispuesta a venir contra nosotros una muchedumbre... la veo a la luz del rayo —añadió en el momento en que un rayo teñía el firmamento de viva luz—. Y ahora me parece que la oigo —añadió en cuanto resonó el trueno. Aquí viene toda esa gente, a toda prisa, furiosa...
En aquel momento empezó a diluviar de tal manera que el ruido casi apagó la voz de Carton. A la lluvia se mezclaron los relámpagos y los truenos, de manera que el estruendo era ensordecedor, y así continuó largo rato hasta que salió nuevamente la luna.
Resonó en San Pablo la una de la madrugada, cuando el señor Lorry salía escoltado por Jeremías que llevaba un farol encendido.
—¡Vaya una noche! —exclamó el anciano dirigiéndose al señor Roedor— ¡Como para que salieran los muertos de sus tumbas!
—No he visto nunca una noche así, señor —replicó Jeremías— ni que sea capaz de hacer eso que decís.
—Buenas noches, señor Carton —dijo el anciano banquero—. Buenas noches, señor Darnay. ¿Volveremos a ver juntos una noche como ésta?
Tal vez. Quizás, también, verían cómo la multitud feroz y rugidora se arrojaría sobre ellos.
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