Capítulo VI


El zapatero


—Buenos días —exclamó el señor Defarge mirando al hombre de cabellos blancos que tenía la cabeza inclinada sobre su trabajo.

El interpelado levantó la cabeza y en voz baja, como distante, contestó a la salutación:

—Buenos días.

—Siempre trabajando, ¿eh?

Después de largo silencio, la blanca cabeza se levantó de nuevo y dijo:

—Sí, estoy trabajando.

Y aquella vez, antes de inclinar de nuevo la cabeza, el anciano miró al tabernero con sus trastornados ojos.

La debilidad de la voz causaba compasión y temor a un tiempo. No era la debilidad resultante de la pérdida de fuerzas, sino que, indudablemente, se debía en gran parte al encierro y a la falta de uso. Era como débil eco de un sonido muy antiguo.

Hubo una pausa y luego el tabernero dijo:

—Deseo abrir un poco la ventana para que entre más luz. ¿Podréis resistirla?

El zapatero interrumpió su labor y preguntó:

—¿Qué decís?

—Que si podréis resistir un poco más de luz.

—Tendré que resistirla si la dejáis entrar.

El tabernero abrió la ventana y el rayo de luz que entró dejó ver al viejo zapatero que tenía sobre las rodillas un zapato a medio terminar. Sobre la banqueta y en el suelo estaban sus herramientas. Tenía la barba blanca, mal cortada, la cara chupada y los ojos muy brillantes. Llevaba la camisa abierta por el pecho, dejando al descubierto su piel blanca y flácida. Y tanto él como los andrajos que vestía, a causa del largo encierro habían adquirido el color amarillento del pergamino.

Puso una mano ante los ojos para resguardarlos de la luz y entonces se vio que los huesos de aquélla se transparentaban. No miraba al tabernero, sino que apenas dirigía los ojos a uno y otro lado, como si hubiese perdido el hábito, de asociar el espacio con el sonido.

—¿Vais a terminar hoy este par de zapatos? —preguntó Defarge al tiempo que hacía señas al señor Lorry para que se acercara.

—¿Qué decís?

—Si vais a terminar hoy este par de zapatos.

Esta pregunta le recordó su labor y se inclinó nuevamente sobre ella. Mientras tanto avanzó el señor Lorry llevando de la mano a la joven, y cuando ya hacia cosa de un minuto que estaban al lado de Defarge, el zapatero levantó la vista. No dio muestras de sorpresa al ver a otra persona, sino que se llevó la mano a los labios y luego reanudó el trabajo.

—Tenéis una visita —le dijo Defarge.

—¿Qué decís?

—Que hay una visita. Mirad, este caballero es muy inteligente en calzado. Mostradle el zapato que estáis haciendo. Tomad —dijo a Lorry dándole el zapato—. Ahora, —añadió dirigiéndose al zapatero— decid a este señor qué clase de calzado es éste y el nombre del que lo hace.

Hubo una larga pausa y luego el pobre hombre dijo:

—He olvidado ya lo que me decíais. Repetídmelo.

—¿Podéis describir este calzado?

—Es un zapato de señora. A la moda, aunque nunca he visto la moda.

—¿Y el nombre del zapatero?

—¿Preguntáis mi nombre? —exclamó después de largo silencio.

—Precisamente.

—Ciento cinco, Torre del Norte.

—¿Nada más?

—Ciento cinco, Torre del Norte.

Y dando un suspiro se absorbió nuevamente en su trabajo.

—¿Sois zapatero de oficio? —le preguntó el señor Lorry.

El interpelado miró a Defarge, como invitándole a contestar, mas en vista de que no lo hacía, lo hizo él diciendo:

—No, no es mi oficio. He aprendido aquí. Lo aprendí yo solo. Pedí permiso...

Hizo una pausa como si no estuviera resuelto a continuar y luego añadió:

—Pedí permiso para aprender yo solo. Lo conseguí al cabo, después de muchas dificultades y desde entonces hago zapatos.

Y mientras tendía la mano en espera de que le devolvieran su labor, el señor Lorry le preguntó, mirándolo con fijeza:

—¿No os acordáis de mí, señor Manette?

El zapato cayó al suelo, en tanto que el pobre zapatero miraba al que le preguntaba.

—¿No recordáis tampoco a este hombre, señor Manette? —preguntó el señor Lorry, apoyando la mano en el brazo de Defarge—. Miradlo bien. Miradme también. ¿No vuelven a vuestra memoria las imágenes de los que fueron vuestro antiguo banquero y vuestro criado, ni recordáis vuestros antiguos negocios, señor Manette?

El cautivo de tantos años miró fijamente al señor Lorry a Defarge y sus ojos dejaron asomar algunos destellos de la antigua inteligencia, pero quedaron pronto nublados.

Y eso ocurrió nuevamente cuando los ojos del desgraciado se fijaron en el hermoso rostro de la joven que, deslizándose junto a la pared avanzaba tendiéndole las manos, en su deseo de estrechar contra su pecho aquella cabeza de espectro.

Pero nuevamente quedó apagado el destello de inteligencia. Dando un suspiro, el zapatero reanudó su labor.

—¿Lo habéis reconocido, caballero? —preguntó Defarge en voz baja.

—Sí, por un momento. Al principio no lo creí posible, mas luego, por un instante, he reconocido perfectamente el rostro que tan familiar me fue. Pero retirémonos un poco.

La joven, mientras tanto, se había acercado más a su padre y se situó a su lado, en tanto que él estaba absorto en su labor. Por fin, tuvo necesidad de cambiar de herramienta y al hacerlo sus ojos se fijaron en el extremo de la falda de su hija.

Entonces levantó los ojos y vio su rostro. Los dos hombres se sobresaltaron, temiendo que el desgraciado pudiera herirla con su cuchilla, pero la joven les hizo seña de que permanecieran quietos y ellos la obedecieron.

Se quedó mirándola, asustado, y pareció como si sus labios quisieran articular algunas palabras, aunque permanecieron mudos. Luego, tras unos momentos en que su respiración fue jadeante por la emoción que sentía, exclamó:

—¿Qué es esto?

La joven llevó sus propias manos a los labios, y seguidamente cruzó los brazos sobre el pecho, como si en él se apoyara la querida cabeza del anciano.

—¿No eres la hija del carcelero? —preguntó él.

—No —contestó la joven dando un suspiro.

—¿Quién sois, pues?

Sin atreverse a contestar, la joven se sentó en la banqueta, al lado de su padre, el cual retrocedió, pero ella le puso la mano sobre el brazo. Extraña conmoción se apoderó de él, y dejando a un lado la cuchilla se quedó mirando a la aparición. El dorado cabello de la joven, peinado en largos tirabuzones, caía sobre su esbelto cuello y el anciano, adelantando despacio la mano, tocó suavemente las doradas hebras, pero se apagó la luz que por un momento acababa de brillar en su inteligencia, y dando un suspiro, volvió a engolfarse en su labor.

Mas no por mucho tiempo. La joven le puso la mano sobre el hombro y él, después de dudar de que, en efecto, la aparición fuese real, dejó a un lado la labor, se llevó la mano al cuello y sacó un cordón ennegrecido, del que pendía una vieja bolsita de paño.

La abrió con el mayor cuidado, sobre la rodilla, y entonces se vio que contenía algunos cabellos; solamente dos o tres hebras doradas, que en más de una ocasión rodeara a sus dedos.

Tomó nuevamente los cabellos de la joven y murmuró:

—¿Cómo es posible? Son los mismos. ¿Cuándo ocurrió? ¿Cómo?

En su frente se advertía la concentración de sus ideas.

De pronto, tomó la cabeza de la niña, la volvió a la luz y la miró con la mayor atención.

—Aquella noche en que me llamaron, ella apoyó la cabeza en mi hombro... Tenía miedo de que saliera, aunque yo no temía nada... y cuando me encerraron en la Torre del Norte, me encontraron esto escondido en la manga. ¿Me dejáis que lo conserve? No puede ayudarme a facilitar la fuga de mi cuerpo, pero permitirá que mi espíritu pueda marcharse. Les dije estas mismas palabras, me acuerdo. perfectamente.

Estas palabras las formó varias veces en sus labios antes de poder pronunciarlas, mas cuando las emitió lo hizo de un modo coherente, aunque despacio.

—¿Cómo puede ser eso? ¿Eraís vos?

Nuevamente se alarmaron los espectadores de aquella escena, pues él se había vuelto hacia la joven con extraordinaria rapidez. Pero la niña estaba tranquilamente sentada y en voz baja les dijo:

—Os ruego, señores, que no os acerquéis y que no os mováis siquiera.

—¿Qué voz es ésta? —exclamó el anciano.

Al pronunciar estas palabras la soltó y se mesó los blancos cabellos, pero tranquilizándose luego, guardó su bolsita, aunque sin dejar de mirar a la joven.

—No, no, —dijo—, sois demasiado joven y bonita. No puede ser. Mirad cómo está el prisionero. Estas no son las manos que ella conocía, ni la voz que estaba acostumbrada a oír. No, no. Ella era, y él también... antes de los larguísimos años pasados en la Torre del Norte... hace ya de eso mucho, muchísimo tiempo. ¿Cómo te llamas, ángel mío?

La joven se dejó caer de rodillas ante su padre, con las manos plegadas sobre el pecho.

—Oh, señor, ya conoceréis cuál es mi nombre, y sabréis quiénes fueron mi madre y mi padre, así como su triste, tristísima historia. Pero ahora no puedo decíroslo. Lo que os ruego ahora, es que me toquéis con vuestras manos y me bendigáis. Besadme, besadme.

La blanca cabeza del anciano se puso en contacto con los dorados cabellos de la joven, que parecían prestarle nueva vida, como si sobre él brillase la luz de la libertad.

—Si oís en mi voz, y no sé si será así, aunque lo espero, si oís en mi voz algún parecido con la que en un tiempo fue dulce armonía en vuestros oídos, llorad, llorad por ella. Si al tocar mis cabellos algo os recuerda una adorada cabeza que un día reposó en vuestro pecho cuando erais joven y libre, llorad, llorad por ella. Si cuando, os nombre el hogar que nos espera, y en el cual me esforzaré en haceros feliz, con mi amor y mis cuidados, os recuerdo un hogar que quedó desolado mientras vuestro pobre corazón lo echaba de menos, llorad, llorad también por él.

Y rodeando el cuello del anciano con los brazos, lo meció sobre su pecho, como si fuese un niño.

—Si os digo, querido mío, que ya ha terminado vuestra agonía y que he venido para llevaros conmigo a Inglaterra, para gozar de la paz y de la tranquilidad, y eso os hace recordar que vuestra vida se malogró cuando tan útil pudiera haber sido, y que vuestra patria, Francia, fue tan cruel para vos, llorad también, llorad. Y si cuando os diga mi nombre y el de mi padre, que aun vive, y el de mi madre, que murió ya, sabéis que habré de caer de rodillas ante mi querido padre para pedirle perdón, por haber dejado de procurar su libertad y por no haber llorado por él noche y día, porque el amor de mi pobre madre alejo de mí esta tortura, llorad también por ello, llorad por mí y por ella. Buenos señores, demos gracias a Dios, pues siento que sus lágrimas corren por mi rostro y sus sollozos tiemblan sobre mi corazón. ¡Mirad! ¡Gracias, Dios mío!

El pobre anciano se había refugiado en los brazos de la joven y apoyaba la cabeza en su pecho. Y aquella escena era tan conmovedora que los dos testigos se cubrieron los rostros con las manos.

Cuando reinó nuevamente la tranquilidad en aquel lóbrego lugar, los dos hombres se acercaron para levantar al padre y a la hija, pues, insensiblemente, se habían deslizado al suelo..

—Si fuera posible —dijo la joven— que, sin molestarlo, se pudiera disponer todo para salir cuanto antes de París...

—¿Creéis que estará en condiciones de soportar el viaje? —preguntó el señor Lorry.

—Más que de continuar en esta ciudad tan funesta para él.

—Es verdad —dijo Defarge que se había arrodillado para oír y ver mejor—. Más que para quedarse. El señor Manette estará siempre mejor lejos de Francia. ¿Queréis que vaya a alquilar un carruaje y caballos de posta?

—Esto es ya un negocio —contestó el señor Lorry recobrando en el acto sus maneras metódicas—, y si ha de terminarse un negocio es mejor que yo me ocupe en ello.

—Entonces haced el favor de dejarnos solos —rogó la señorita Manette—. Ya veis qué tranquilo se ha quedado; no temáis dejarme a solas con él. Cerrad la puerta al salir, para que no nos interrumpan, y, sin duda alguna, lo hallaréis tranquilo al volver.

Poco acertada parecía a los dos hombres esta proposición, y por lo menos quería quedarse uno de ellos, pero como, además, había que arreglar los papeles necesarios y el tiempo urgía, se repartieron las gestiones necesarias y salieron apresuradamente.

Mientras las sombras se acentuaban, la joven permaneció al lado de su padre, sin dejar de mirarlo. Ambos permanecían quietos y, por fin, se filtró un rayo de luz por un agujero de la pared.

El señor Lorry y Defarge lo habían preparado todo para el viaje y consigo llevaban, además de algunas prendas de abrigo, pan, carne, vino y café caliente. Defarge dejó las provisiones sobre la banqueta de zapatero, así como la lámpara que llevaba y ayudado por el señor Lorry levantó al cautivo.

Nadie habría sido capaz de darse cuenta, por la expresión de su rostro, de las misteriosas ideas de su mente. Era imposible comprender si se había dado cuenta de lo sucedido o del hecho de que ya estaba libre. Probaron de hablarle, mas el desgraciado parecía estar tan confuso y respondía con tanta lentitud, que creyeron mejor no molestarle con nuevas observaciones. A veces se cogía la cabeza entre las manos, pero siempre parecía experimentar placer al oír la voz de su hija, hacia la cual se volvía invariablemente cuantas veces hablaba.

Con la obediencia peculiar de los que están acostumbrados a someterse a la fuerza, comió, bebió y se abrigó con las prendas que le dieron. Con agrado se dejó llevar por su hija, que lo cogió del brazo y hasta tomó entré las suyas las manos de la joven. Entonces empezaron a bajar la escalera; Defarge iba delante con la lámpara y el señor Lorry iba detrás. Pocos escalones habían bajado cuando la joven se detuvo y le preguntó:

—¿Os acordáis, padre mío, de haber venido aquí?.

—No, no me acuerdo —contestó—. Hace de eso demasiado tiempo.

No tenía memoria de haber sido sacado de su prisión para llevarlo a aquella casa. Los que lo acompañaban le oyeron murmurar: "Ciento cinco, Torre del Norte", y observaron que miraba a su alrededor, como si buscara los muros de piedra de la fortaleza. Al llegar al patio, instintivamente aminoró el paso, como si esperase cruzar el puente levadizo, pero como no lo viera y en su lugar encontrase un carruaje que lo esperaba en la calle, cogió la mano de su hija e inclinó la cabeza.

Reinaba el mayor silencio en la calle y en ella no vieron a nadie más que a la señora Defarge que, reclinada en la jamba de la puerta, seguía haciendo calceta y no vio nada.

El prisionero entró en el coche con su hija, pero, inmediatamente, rogó que le entregasen sus herramientas de zapatero y el calzado a medio terminar. La señora Defarge, que oyó su ruego, se apresuró a complacerlo; poco después regresó trayendo lo pedido y volvió a enfrascarse en su labor de calceta, pero, aparentemente, sin haber visto nada.

—¡A la Barrera! —exclamó Defarge entrando en el coche. El postillón hizo restallar el látigo y el vehículo se puso en marcha.

Por fin los detuvieron unos soldados, provistos de linternas, y uno de ellos exclamó:

—Vuestros papeles, caballeros.

—Aquí están, señor oficial —contestó Defarge bajando y llevándose aparte al militar—. Estos son los papeles de este caballero que va en el coche, el del cabello blanco. Me han sido consignados, con su persona, por...— Bajó la voz antes de terminar la frase y el oficial, después de dirigir una mirada al pasajero en cuestión, contestó...

—Perfectamente. Adelante.

—Adiós —exclamó Defarge.

El coche reanudó la marcha y se aventuró en las negras sombras de la noche. Y durante el frío y obscuro intervalo hasta la madrugada, resonaban en los oídos del señor Jarvis Lorry, que se sentaba enfrente del desenterrado, las mismas palabras:

—Espero que os gustará volver a la vida.

Y la contestación era la misma de siempre.

—No puedo decirlo.

FIN DEL LIBRO PRIMERO

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