Capítulo 9: El refugio de Kazán

Ciudad de Krasnodar, Rusia.

Sede secreta de la empresa Onyria.

Evaluación del experimento 538 (Redactada por el Dr. Falan):

Sujeto 08. Orbon, Astridia: Receptor del recuerdo.

Sujeto 09. Ryder, Norak: Portador del recuerdo.

Resumen: Transferir archivos de memoria con anterioridad de ocho años al sujeto 09. La actividad onírica del sujeto 09 se proyectará en la mente de la sujeto 08.

Objetivo: Realizar una evaluación de los niveles de empatía y confianza del sujeto 08 en el sujeto 09.

Discusión: Aumento de los niveles de cortisol (hormona del estrés) en sangre del sujeto 09 por revivir una situación traumática. Aumento de los niveles de serotonina y dopamina (hormona del apego emocional) en sangre del sujeto 08 por observar las vivencias de su ex pareja.

Resultados observados: La transmisión de recuerdos personales de un Individuo X a un Individuo Y puede generar empatía y confianza por compartir una parte de su vida.

Experimento 539. Procedemos a continuar la transmisión del mismo recuerdo para realizar una reevaluación de los niveles de empatía y confianza del sujeto 08.

Doscientas y tres horas dormidos.

Norak seguía tumbado sobre la camilla, sin ni siquiera moverse un centímetro durante las últimas tres horas. Conservó la exactitud de tu posición, a pesar de continuar recordando uno de los momentos más traumáticos de su vida. El efecto del sedante era demasiado profundo para una mínima reacción física por su parte. Pero, de manera inexplicable, revivir esa memoria se le antojó algo tan real... que sintió el peso del niño herido como un bloque de hierro, ocupando su regazo y su pecho. Sin embargo, era el peso de la tristeza el que cargaba sobre sus hombros. Sentía que la propia situación le aplastaba, le impedía respirar. Notaba que sus costillas se volvían barrotes de huesos que aprisionaban sus pulmones. Ver algo así de nuevo era como caminar descalzo sobre una pila de cadáveres.

—¿A alguno de vosotros se os ocurre quién es el Cuervo? —preguntó Norak en un gastado tono de voz.

Kurtis le tocó en el hombro, y le regaló un gesto de preocupación a su compañero al comprobar que le faltaba el aliento.

—Deja que lleve yo al chico... —Kurtis ignoró su pregunta.

Antes de que Norak se diera cuenta, él enfundó su escopeta para ocupar sus brazos libres con el fin de cargar al niño enfermo.

—No tenemos ni idea de quién es ese tal Cuervo, Norak —interrumpió Rano.

—Preguntemos entonces a los demás.

Los tres compañeros se reencontraron con el resto del equipo. Cuando Hanro Vlaj distinguió que Kurtis llevaba el cuerpo del pequeño, abrió sus ojos cristalinos con asombro.

—Slade —habló con dureza—, ¿qué ha ocurrido?

—Había un chico en el lugar donde señalaba la niña. Tal vez sea su hermano. Está... herido, señor. Tiene el brazo lleno de...

Kurtis vio que Norak le lanzó una rápida mirada. Captó por la rígida expresión de sus cejas que lo mejor que podía hacer era callarse. Él censuró lo que estaba a punto de decir. No era buena idea explicar al equipo que esa pobre niña era la causante de las heridas de su hermano sin saber ni el motivo ni sus intenciones. Tampoco resultaba apropiado acusarla delante de aquellos que podían decidir entre salvarla o no.

No todos los actos atroces podían convertir a un inocente en culpable si existía un buen motivo tras su historia.

—¿Tiene el brazo lleno de qué? —Faith tomó la palabra, intrigada por conocer lo que había pasado.

—Lesiones ulcerosas —improvisó Norak mientras recolocaba la venda del chico para ocultar bien la herida—. Está muy afectado por el Síndrome de Hypox. Solo hay que ver el color de su piel. Está cianótico. La falta de oxígeno rico en sus tejidos le puede provocar una necrosis por cualquier parte de su cuerpo. Y en cualquier momento.

—Está bien. Llevaremos a ambos al campamento —admitió Faith.

—Y una cosa más —recordó Norak—. El chico solo nos ha dicho una palabra. Hemos entendido que llamaba a alguien como el Cuervo... ¿Sabéis quién o qué es?

—No tenemos ni idea. —Faith habló en plural tras comprobar la expresión dubitativa de su compañero, Hanro Vlaj.

—Entonces no nos queda más opción que entrar ahí y descubrirlo —interrumpió Beres, con la niña agarrada de su mano.

Una vez volvieron a sus posiciones, junto con los dos chiquillos incorporados en su formación, prosiguieron hasta la entrada del enorme edificio. Había un trozo de pared derrumbado justo al lado del árbol de hierro. La abertura tenía la irregular forma de un arco, y había el suficiente espacio disponible para que todos pudieran entrar de uno en uno. Atravesaron una sala redonda de techos altos. Una gigantesca lámpara de cristal ocupaba el centro del lugar. Solo era necesario echar un vistazo rápido al objeto destrozado para imaginar cómo hace un tiempo iluminaba esplendoroso aquel recibidor. Algunos trozos de su cristal con la forma de una lágrima estaban desperdigados bajo el polvo acumulado durante varias décadas.

La niña corrió hacia un punto de la sala, escarbó como un perro entre la suciedad, y se quedó con uno de los pulidos cristales. Lo guardó con un posesivo afán entre sus dedos, y en pocos segundos regresó a la diestra de Beres Nardian. Ella miró al joven médico como si fuera su protector; el de ella, de su hermano y de aquel nuevo tesoro que acababa de encontrar, que para otros podía ser un simple trasto viejo. Incluso podían tildar ese cristal de basura, pero para aquella niña era el material más brillante que había visto. Quizá quería guardarlo para observarlo, y ser consciente de que antaño, su mundo fue un sitio repleto de cosas preciosas.

Pero ese día podía compararse a un cementerio.

—¡Por aquí! —indicó Rano.

Norak divisó unas puertas de acero que se diferenciaban de la madera que recubrían el resto de mobiliario abandonado. Fue necesaria la fuerza bruta de dos miembros del cuerpo de seguridad para girar los pomos, una vez accionaron la llave magnética maestra que llevaban para garantizar su acceso. Entraron en un habitáculo estrecho y poco iluminado, apenas cabían todos ahí dentro. De seguido, cerraron las puertas tras su paso, la sensación de estar ahí era cercana a la claustrofobia. Otra puerta más les cerraba el camino al final de la habitación, y esa sería la última. Aquella puerta les conduciría al interior del refugio.

Los refugios de las Zonas Hypoxigenadas tenían estructuras parecidas a las de un búnker. Los gobiernos más ricos del planeta financiaban la construcción de estos oasis de metal y hormigón. Utilizaban los edificios que mejor se mantenían, y elegían un ala con los metros cuadrados suficientes para procurar las instalaciones necesarias. Se dividían en dos zonas: El área operativa y el área vulnerable.

El área operativa era reducida, pero no por ello menos relevante. Estaba dedicada a los profesionales que vivirían allí durante su tiempo estipulado de misión. En el caso del SPSR, las misiones podían durar desde semanas a meses. Esta zona contaba con habitaciones comunitarias que tenían lo justo para vivir. Una cama para descansar, un baño compartido y un comedor amplio en el que convivían todos. Aunque algunas habitaciones estaban segregadas según el rango del profesional: cuerpo médico u de seguridad. Las habitaciones del cuerpo médico estaban próximas al botiquín, sala de urgencias respiratorias y la fila de los «no-neumo», una hilera de diez camas con los enfermos que tenían mayor riesgo de fallo pulmonar; y aquellas que pertenecían al cuerpo de seguridad, estaban cercanas al arsenal de armas de castigo, como los bastones láser y las pistolas disuasorias, esta última arma diseñada para provocar desmayos al introducir una carga de somníferos en el organismo, por si había altercados... Algo que era bastante habitual. Además, había un par de habitaciones reservadas para los pilotos, con un pasaje directo a un garaje trasero. Allí tenían una avioneta de doce plazas, con la función de salvoconducto por si el equipo necesitaba una huida rápida, o para volar hasta un punto de encuentro cada pocas semanas para recoger material sanitario. Ya fueran reservas de comida o tanques de oxígeno de repuesto.

Por otra parte, el área vulnerable formaba la inmensa mayoría del refugio. Podía haber un total de quinientas camas en los refugios más grandes, pero el de Kazán tenía unas cien. Contaba con su respectivo comedor, y unos baños y duchas de vapor comunes en una sala aparte. Las camas estaban organizadas según la gravedad de los ingresados; categorizadas desde los «neumo estables», aquellos que estaban poco afectados por el Síndrome de Hypox, a los «neumo comprometidos», ya enfermos, y por último, los «no-neumo», pacientes que esperaban la pérdida de la función respiratoria. La parte de los no-neumo se conectaba con el mortuorio. Allí se incineraban los cadáveres de los refugiados fallecidos.

Tal como estaban diseñados los refugios, a pesar de ser bastante simples y no sumar unos recursos de gran calidad, suponían un proyecto ambicioso y de altos costes para los gobiernos que decidían enviar sus grupos de paz. Poco a poco, las operaciones se fueron cancelando. Solo quedó Sudáfrica, que financiaba el SPSR, y los gobiernos de Australia, México e Islandia, que también daban buenos presupuestos a otros sindicatos. Sin embargo, el dinero que mantenía todo este invento menguaba cada vez más, cada vez que las estadísticas señalaban que era casi imposible frenar el Síndrome de Hypox. El gobierno consideraba absurdo invertir esas sumas de dinero en esa población. Y tras la aprobación de la Ley General Anti-Contaminantes del 3428, que se acató en todos los países del planeta, no había mucha tolerancia a prestar ayuda a estos países contaminados. La ley dictaba que «las Zonas Hypoxigenadas no recibirán sustento económico ni la evacuación de sus residentes a las zonas limpias del mundo.»

El razonamiento de los diputados que aprobaron esa ley se basaba en el castigo. Un castigo hacia los países que por poco llevaron el mundo entero a la ruina por su exceso de industrias y tecnología, y su clara destrucción a la naturaleza. Decidieron no dar ninguna oportunidad a esa tierra tóxica y a esperar sentados a que su población se extinguiera en su propia prisión contaminada. Se creyó entonces que contemplar el fin de los causantes de una crisis cercana a la extinción de la raza humana, serviría a todos como lección para no volver a repetir ese error. Por una vez, el ser humano no se tropezaría dos veces con la misma piedra, aunque descartar ese problema significara sentenciar a muchas personas inocentes, que poco tenían que ver con la contaminación que originaron los países donde tenían su hogar. Hasta el año 3500, unos meses después de las elecciones a la presidencia mundial, no hubo algo de misericordia al respecto. Vera Trêase Somout consiguió reformar dicha ley mediante una frase que salvaría muchas vidas mientras se construía la Máquina de Limpieza Atmosférica, que sería la solución definitiva durante la siguiente década...

Ley General Anti-Contaminantes del 3428, ref. del 3500.

«Las Zonas Hypo-oxigenadas no recibirán sustento económico ni la evacuación (...), pero los gobiernos que posean fondos para acciones humanitarias, construirán refugios en una selección de dichas zonas, y enviarán grupos de paz especializados en el Síndrome de Hypox de manera regular.»

Resultaba insultante que pudieran despilfarrar el dinero en construir unos búnkeres y conducir a profesionales para salvar a unos pocos, en vez de llenar un centenar de naves y salvarlos a todos, evacuándolos a las zonas limpias. Pero así era la humanidad, quedó más retratada que nunca desde la aprobación de esa ley en el 3428. Entonces quedó claro que el orgullo humano era tan infinito como el universo y los números. Fueron tan despiadados que mandaron a morir a los que casi les mataron por su error de contaminar la Tierra. Una venganza desigualada, pero efectiva. El fallo de la contaminación no se volvería a repetir, pero un genocidio a esa escala sí, porque matar a algunos culpables y muchos inocentes no se consideró un error, sino todo lo contrario, esa matanza se alabó como una religión.

Gracias a esa matanza siguieron todos vivos.

Sin embargo, tras permitir ese error como un camino de alabanza y salvación, nacieron tipos como Dacio Krasnodario. Alguien que repitió otro genocidio, y que utilizó la premisa de la muerte humana como una buena causa.

Al menos, Vera aportó su grano de arena para salvar unas pocas vidas. Aunque su reforma de la ley sirviera más como pancarta de publicidad humanitaria. Solo había que ver el estado del búnker de Kazán para corroborar que los gobiernos invertían porcentajes ínfimos en estas misiones. Había pequeñas aberturas en los techos y en algunas paredes. La estructura de hormigón y metal estaba resquebrajada por el paso de los años al no realizarse una reforma decente. En ese estado, no se podía mantener el aislamiento al completo. El aire tóxico del exterior se colaba en el refugio de igual forma, y desbarajustaba los niveles de oxígeno que se filtraban a diario. Estos niveles se mantenían mediante unos tanques situados al lado opuesto de los conductos de ventilación del edificio.

Estar en contacto con un aire menos sucio podía prolongar la vida de los refugiados, pero ante esas condiciones, se veían obligados a seguir usando las mascarillas aislantes unas horas al día.

El nuevo grupo del SPSR comprobó que los rumores eran ciertos, y que tanto el estado del refugio como de sus integrantes rozaba lo lamentable. Si el aspecto de los dos niños que les acompañaban era insano, se podían comparar con el resto de refugiados sin encontrar muchas diferencias. En cuanto les vieron llegar, se formó una algarabía entre todos los pacientes que tenían fuerzas para mantenerse en pie. Gritaron, dieron golpes contra el hierro que estructuraba sus camas, y unos cuantos se acercaron con las manos en alto, en señal de paz y rendición.

—Sois nuevos sindicalistas... —dijo un refugiado mientras se ponía de rodillas—. Aquí necesitamos vuestra ayuda... Apenas nos queda nada...

—La fila de los no-neumo ha duplicado su cifra esta semana —completó una refugiada con lágrimas en los ojos.

—¡Necesitamos vuestra ayuda! ¡Mi mujer está entre los no-neumo...! ¡¡Morirá si el refugio sigue así!! Ni siquiera el Cuervo puede ayudarnos... Somos demasiados... Él no puede ayudarnos... no puede ayudarnos a todos... —habló el mismo refugiado de antes, su discurso le había arrancado el aliento.

Las palabras de los refugiados sonaban débiles y entrecortadas, con un distintivo acento ruso, pero no por ello era menos claro su mensaje. Pedían un milagro para salvar sus vidas, y los sindicalistas eran ese milagro. Además, conocían bien quién era el Cuervo.

—¡¡Por favor, mi mujer está muy enferma!! —gritó el hombre conforme se abalanzaba a los pies de Norak.

—¡Atrás! —replicó Kurtis mientras le apuntaba con su escopeta láser.

El refugiado se retiró con cuidado, arrastrando sus pies por el suelo polvoriento. Pero de pronto, saltó para levantarse como si una energía maquiavélica se apoderara de él. Su cara se tensó, y gruñó como si llevara una bestia en su interior.

—¿¡Acaso crees que podría matar a este sindicalista!? ¿De veras piensas que tengo fuerzas suficientes para hacerlo? ¡¡Si ni siquiera puedo matarme yo mismo!!

—¡Señor, tranquilícese! —bramó Norak.

El hombre se quedó paralizado, y a Norak le invadió la lástima. Se aproximó para acompañarle hasta su camilla.

—Le prometo que encontraremos una solución para mejorar el estado de su esposa.

—Eso espero... —contestó el refugiado en voz baja.

—Necesito pedirle un favor a cambio. —Norak prosiguió la conversación—. Sé que no está de humor para preguntas, pero antes ha mencionado a alguien apodado como el Cuervo, y tengo interés en saber quién es.

—Vaya al área operativa... Le encontrará en su habitación, cercana al botiquín... Es el único médico que tenemos aquí... —explicó el hombre, enterrado bajo las sábanas raídas.

—¿Y por qué le llaman así?

—Cría cuervos... y te sacarán los ojos...

El hombre repitió ese refrán de raíces españolas que apenas se escuchaba durante aquellos años. Disminuyó el volumen de su voz hasta que permaneció en un total silencio. Su cuerpo escuálido comenzó a temblar, y se mantuvo en posición fetal sobre el rudo colchón. Norak sintió pavor al contemplar la colección de trastornos mentales que podía tener aquel paciente, sin contar el avanzado estadio de su Síndrome de Hypox.

—Está chalado... —afirmó Kurtis.

—Aunque lo esté, no tiene porqué ser un mentiroso —peleó Norak.

—Deberíamos ir al área operativa para conocer a nuestros nuevos compañeros y averiguar qué narices pasa aquí. No me gusta esa historieta del Cuervo —admitió Faith.

Un escalofrío recorrió la espalda de Norak conforme recordaba la frase que repitió el refugiado. Hizo el intento de pensar que fue puro azar que dijera ese antiguo refrán, y que esas sangrientas palabras no guardaban relación con el Cuervo. Pero algo le decía que la locura era un atributo común de la mayoría de personas que habitaban este campamento.

El área operativa estaba cerrada. Era poco antes de las diez de la noche, y los sindicalistas debían estar cenando y descansando antes de pasar la ronda nocturna de las 00:00 horas. De nuevo, utilizaron la llave magnética maestra para entrar en la zona de acceso restringido. La primera sala era el comedor, limpio y desértico. No había nadie allí, pero encontraron una botella con unos centímetros de agua y unas pastillas efervescentes de leche.

—Parece que alguien se ha tomado un vaso de leche antes de dormir —sugirió Kurtis, olisqueando un envoltorio vacío de una de las pastillas.

—Los demás sindicalistas están descansando. No vamos a ser tan malos compañeros para interrumpirles. Vamos a esperar hasta las doce para avisarles, y haremos la ronda nocturna todos juntos. Aprovechad estas dos horas para instalaros en vuestras habitaciones —dijo Hanro Vlaj en un tono autoritario—. Mientras, yo visitaré a los refugiados y presentaré la lista del SPSR para que nos conozcan. Llevaré también a los dos niños a las camillas para que puedan dormir algo. Y que el cuerpo médico les ponga los primeros en el parte para examinarles durante la ronda de las doce.

—Entendido —respondieron unos cuantos sindicalistas en señal de aprobación.

Norak dio una vuelta por el emplazamiento. Todo lo que veía guardaba una calculada exactitud con las descripciones que leyó en los manuales del Sindicalista en las Zonas Hypoxigenadas, un libro bastante didáctico que todos los miembros de estas misiones tenían que saberse al dedillo. Ese manual les instruía sobre normas, derechos y deberes de profesionales y pacientes, estructuración del refugio... Era un resumen que mostraba con utilidad cómo administrar una de estas concurridas y peligrosas bases. Y todo el contenido estaba aprobado por el gobierno que financiaba la operación, como era lógico.

Desde un mullido sillón que había en el salón del área operativa, Norak vislumbró a Hanro Vlaj, subido en una de las mesas del comedor del área vulnerable. El piloto dedicaba unas esperanzadoras palabras a los refugiados, no faltaban frases como: «Estamos para lo que necesitéis», «nos han enviado para ayudaros», «deberíais estar agradecidos»...

—¿Agradecidos de qué...? ¿De que los gobiernos con más billetes del mundo les envíen unas migajas mientras se enorgullecen de que hacer eso es humano? ¿Acaso no era inhumano promover una ley que les enviaba a una muerte segura? Claro que no, esa era la mejor manera de salvar el pellejo a los que vivimos con un aire limpio. Y a los que no tienen ese privilegio, que les den —escupió Norak.

Él no estaba de acuerdo con el concepto de ética que tenía el gobierno. Pero, por desgracia, esta misión era la única forma de ayudar que amparaba la legalidad. Norak no pensaba desaprovechar la oportunidad, aunque no compartiera esas ideas corruptas.

—Concuerdo contigo, camarada... Pero creo que no deberías gritar eso a los cuatro vientos si no quieres que te suspendan el contrato —aconsejó Beres, irradiando una pedante sabiduría.

El enfermero asintió en respuesta, y se quedó en silencio. Observó que Hanro finalizó su charla con la publicación de la lista del SPSR. Puso un holograma portátil en un sitio que se viera bien. El aparato proyectó la imagen de una pancarta donde se veía la foto, nombre y ocupación de cada nuevo sindicalista al cargo de la base.

Hanro Vlaj. Sindicalista Superior Jefe / Piloto.

(Nombre real censurado) Faith. Copiloto.

Beres Nardian. Cuerpo médico / Neumólogo.

Rano Arkias. Cuerpo de seguridad / Escolta del Dr. Nardian.

Norak Ryder. Cuerpo médico / Enfermero de urgencias respiratorias.

Kurtis Slade. Cuerpo de seguridad / Escolta del Enf. Ryder.

Gorgo Turión. Cuerpo médico / Medicina intensiva.

Dumös Polard. Cuerpo de seguridad / Escolta de la Dra. Turión.

Qeri Navas. Cuerpo médico / Enfermera especialista en toxicología.

Joselina De Upoulos. Cuerpo de seguridad / Escolta de la Enf. Navas.

Tras hacer una lectura rápida de la lista, Norak se incorporó y se dirigió a la habitación que compartiría con sus otros colegas del cuerpo médico. Vio que había otra puerta similar a la suya, pero cerrada. Ese cuarto era el que se comunicaba directamente con el botiquín y el cuarto de medicación, tendría un par de camas y debía ser el que se utilizaría durante las guardias. Supuso que ahí estaban durmiendo el otro médico y el enfermero que se convertirían en sus anfitriones. Allí estaba el misterioso Cuervo, y le picó la curiosidad. Tuvo que ignorar la intriga. Sacó los uniformes que creyó que utilizaría más a menudo de su petate, y los colgó en un armario de aluminio que había en el habitáculo. Al lado de sus perchas, estaba colgaba la chamarra reglamentaria de la enfermera Qeri Navas. No pudo evitar oler la agradable fragancia que desprendía su prenda, parecía el aroma de agua de peonías, una flor bastante común en los invernaderos virtuales.

Norak sabía distinguir las flores solo por su olor, era algo que se le había pegado de su querida Astride al verla devorar tantos libros de sus cursos de botánica. Esa tierna fragancia le había recordado cuánto la echaba de menos desde hace años, aunque el perfume de una peonía no podía compararse con el de las orquídeas...

—Qué buen armario he escogido para colgar mi ropa. Mis uniformes saldrán con el olor de un suavizante de lujo gracias a la colonia que usa mi compañera.

—Vaya, Ryder... No te tomaba por un fanático del mundo vegetal —contestó Qeri con una sonrisa amable—. Debes saber que no podía hacer la maleta sin traerme unos cuantos botes de mi agua de flores favorita. Creo que va a ser el olor más agradable que percibamos en estos meses.

—Y ni más ni menos que de unas peonías. Has escogido bien. Estar cerca de ti será como caminar por un invernadero de flores virtual.

Qeri le dio a Norak un pequeño frasco.

—Tengo unos cuantos más en la maleta —murmuró en una aterciopelada voz—. Esto es para que camines siempre por ese invernadero, así tu estancia aquí no será tan desagradable.

Él acercó el pequeño bote a su nariz, y olvidó su sentido del olfato para prestar atención en exclusiva al de la vista. La vio a ella, a Qeri Navas. Observó su cabello castaño y ondulado, y las pecas que formaban diminutos dibujos sobre sus mejillas. Cualquier otra chica habría pagado para quitarse esas manchas naturales. Tener arrugas, cicatrices o imperfecciones era visto como algo de gente pobre. Pero Norak no observó esas pecas como un fallo en su piel, ni siquiera tuvo una actitud tan superficial como para tacharla de alguien pobre.

Todo lo contrario.

Vio que esa muchacha prefería invertir su dinero en otras cosas más importantes que eliminar las imperfecciones de su piel. Norak se moría por conocer cuáles eran esas inquietudes. ¿Quizá coleccionaba esos caros perfumes de flores casi extintas, que solo existían en invernaderos virtuales? Sonrió para sus adentros al comprobar que esa preciosa pero imperfecta mujer era una excepción. Prefería oler bien antes que verse bien.

—Ojalá todo el mundo fuera ciego, Qeri Navas —musitó él.

—¿Por qué dices eso? —cuestionó ella con una risotada nerviosa.

—Así se concentrarían más en oler ese aroma a flores que te rodea, ¿no crees?

Norak volvió a centrarse en el delicioso aroma de aquel frasco. Era un olor diferente, más suave y fresco que el anterior. Y sin apenas darse cuenta, vio que Qeri se había ruborizado. Unos pétalos rojos que se abrían tras sus mejillas rosas.

—Dime, chica flor, ¿de qué es este olor que me resulta tan familiar?

—Estoy segura de que lo adivinas.

Él lo olió una vez más con una sonrisa tímida en su rostro. Recordó la fragancia de las orquídeas, pero ese nuevo aroma que contenía el frasco no tenía nada que ver. Era dulce y nuevo, adivinó que eran... claveles. Se preguntó si ese nuevo olor podría sustituir el mismo que ocupaba su memoria, ese que al mismo tiempo era único y agradable, pero que le atormentaba y se volvía amargo. La orquídea era una flor que ya había visto marchitarse una vez. Desde entonces, no había encontrado ninguna parecida a ella. Ni siquiera el clavel.

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