Capítulo 8: El Cuervo

Ciudad de Krasnodar, Rusia.

Sede secreta de la empresa Onyria.

Experimento número 538. Procedemos a transferir archivos de memoria con anterioridad de ocho años al sujeto 09. La actividad onírica del sujeto 09 se proyectará en la mente de la sujeto 08 para realizar una evaluación de los niveles de empatía y confianza.

Doscientas horas dormidos.

El sujeto 09, alias Norak Ryder, estremeció su cuerpo aun bajo los efectos de una potente sedación al vivir por segunda vez ese recuerdo. La nave en la que viajaba durante aquella memoria era casi un deshecho de chatarra y cables desparramados que guardaban en el hangar del Sindicato, pero de todas maneras, ni aunque viajaran en el último modelo de aeronave que garantizara la máxima seguridad, él perdería su miedo a volar. Las misiones del Sindicato de Paz y Salud Retrospectivo contaban con menos fondos que antes.

La imagen que le devolvió el espejo de su camarote era prácticamente un insulto.

—Estás hecho un trapo, Norak —dijo para sí mismo mientras reía.

Tenía la frente llena de sudor que había empapado su pelo negro. Ya no necesitaría gomina para peinar su distintiva cresta. Su propio sudor había hecho esa función por sí solo. Además, su estado no terminaba ahí. Tenía los ojos abiertos como platos, tan alerta como para creer que en cualquier momento el cacharro en el que viajaban se estrellaría contra el suelo.

Abrió el grifo para echarse agua en la cara. No salía ni una gota.

«Maldición», bufó entre dientes conforme pegaba la cara a la pared.

—Calma, camarada —habló Beres Nardian, su compañero de habitación.

—¿Que me calme?

—Si no sale agua de ese condenado grifo es porque la nave estará empleando el máximo de su potencia. Seguramente habrán cerrado nuestras reservas de agua para aprovecharlas en refrigerar el motor. Sí, no hace falta que digas nada... Es una auténtica bazofia de transporte. Deberían pagarnos un plus de peligrosidad por venir aquí metidos —explicó el muchacho.

Norak puso una cara que emitía más susto que antes, sobre todo tras recordar que su perspicaz compañero era bastante aficionado a la mecánica y sabía de lo que hablaba, aparte de ser médico.

—Eh... Creo que con eso que he dicho... he empeorado las cosas —prosiguió Beres rascando su cabeza rapada.

—No me digas...

El enfermero empezó a realizar un peliagudo tic nervioso en su ojo izquierdo. Beres le sostuvo por los hombros porque temía que se iba a desmayar.

—¡Oye! ¿Sabes que si la nave está al máximo de potencia en estos momentos es que estamos a punto de aterrizar? —vociferó él—. Ya sabes, llegar a tierra y todas esas cosas, camarada. Aterrizar. A... te... rri... z...

—¡Que ya me entero! ¡Estoy acojonado, no sordo! ¡Más te vale que sea verdad!

De repente, la luz roja de emergencia que estaba sobre la compuerta de salida del camarote se encendió mientras emitía un sonoro pitido. El sonido y el intenso destello comenzaron a parpadear en señal de aviso a los pasajeros.

—¿Qué es eso? —gritó Norak.

Beres apenas podía oírle por el ruido de la sirena.

—¡Lo que yo te dije, camarada! —exclamó él—. ¡Estamos a punto de aterrizar, aunque a juzgar por este aviso, será un aterrizaje algo forzoso...!

La nave temblaba con fuerza. La sensación de estar ahí era igual que ser pasajeros de un bote de madera en un mar embravecido. Segundos más tarde, cayó en picado, y ese repentino cambio de gravedad hizo que ambos compañeros cayeran al suelo. Norak se agarró a una de las patas de metal de la litera mientras enterraba su cabeza entre sus rodillas.

—Por favor, por favor... —susurró, sintió en ese instante que pedir clemencia era un deseo inútil.

El sonido de la sirena disminuyó su volumen hasta que, luego de unas interferencias, se escuchó una voz femenina y severa:

Procedemos a iniciar las maniobras de aterrizaje. Señoras y señores, diríjanse a las sillas plegables del pasillo y abrochen sus cinturones. Gracias.

—¿Ves? —dijo Beres, y le dio la mano a Norak para ayudarle a levantarse—. Salvados por la campana.

A Norak no le quedó otra que esbozar una sonrisa forzada ante los intentos de su colega por animarle.

—¡Y mírate, camarada...! ¡Estás empapado! —murmuró él con un tono de burla tras tocar su mano sudorosa—. ¿Para qué narices querías abrir el grifo antes si tú pareces una catarata? Madre mía, Ryder...

Beres reía con fuerza sin soltarle. Terminó por contagiarle la risa a Norak, y ambos fueron armando un cómico escándalo hasta que ocuparon los asientos del pasillo.

Iniciando aterrizaje.

Norak respiró hondo tras escuchar el último aviso de aquella distante voz. Con los ojos cerrados, imaginó cómo sería la apariencia de la mujer que había hablado esas dos veces por megafonía. El tono arisco le hizo visualizar una silueta que le superaba en altura, tal vez con cabello oscuro y un gesto anodino. No consiguió hacerse una idea de cuál podría ser su edad, ya que la distorsión del sonido de los anticuados altavoces no le permitió escucharla con total claridad. El hecho de tener esa imagen en la cabeza le ayudó a tranquilizarse, y escasos minutos después, notó cómo el acelerado pulso que golpeteaba sus sienes se volvía imperceptible. Exhaló un profundo suspiro, y oyó el «clic» del cinturón de Beres al soltarlo.

—Arriba, camarada —cuchicheó mientras se ponía en pie.

—¡Poneos las mascarillas y seguidme! ¡Cuerpo médico a un lado del pasillo! ¡Cuerpo de seguridad, al otro! En fila detrás de mí a mi señal —ordenó la conocida voz.

Norak se levantó mientras daba un respingo, se mareó de nuevo y acabó en el lado contrario del pasillo, entre dos de sus otros compañeros del cuerpo de seguridad.

—¡Tú! —exclamó la mujer—. ¿Es que estás sordo?

Ella se acercó, colocándose a pocos pasos de distancia de Norak como si estuviera preparada para castigarle. Él se volvió para enfrentarla, y Beres saltó para defenderle:

—Perdone, copiloto, no es que lo haya hecho a posta. Tiene mucho pánico a volar, y se habrá mareado tras el aterrizaje.

—Ajá...

Entonces, Norak tuvo oportunidad para ver a la dueña de esa voz más de cerca, y comprendió que el sonido de unas cuerdas vocales no construía el físico de una persona. La descripción que encajaba con ella era muy distinta a la que había imaginado. No era una mujer gigante ni tenía una rebelde cabellera negra. Mejor dicho, era algo más baja que él, delgada pero atlética, y llevaba su pelo rubio recogido en un moño deshecho. Su rostro parecía angelical, pero tenía una especial forma de mirar... Si una bomba estallaba justo delante de ella, seguiría con esa peligrosa expresión sin mostrar ningún titubeo ante la explosión. Y por supuesto, tras lo que le dijo por no acatar una simple orden, seguro que era capaz de reducir a cualquier hombre fornido sin ni siquiera despeinar el grueso mechón dorado que atravesaba su mejilla.

—¿Quieres decir con ese miedo que no confías en que sepamos pilotar bien un pajarito como este?

—Ese miedo no es por vuestra experiencia en los mandos. Quizá puede que sea, en cierto porcentaje, porque a lo que tú llamas «pajarito», es más bien un puñetero origami. Y no me gusta pensar que estoy a miles de pies del suelo, y que la estabilidad de esto sea la misma que la de un avión de papel. —Norak se desahogó—. Pero la verdadera razón es que mis padres murieron en un trasto de estos. Tal vez fue mala suerte, mal tiempo, malos pilotos... —dijo eso último con retintín—. Sí, fue un accidente. Algo que tengo grabado. Y disculpe mi desconfianza, copiloto. Ya sabe que he tenido un motivo para colocarme sin intención en el lado equivocado del pasillo, y quizás ahora usted tenga uno más para no volver a cruzar conmigo las palabras erróneas.

La copiloto se quedó muda. Cabizbaja, miró a Norak por el rabillo del ojo con el fin de que él no observara su avergonzado semblante.

—Lo siento. No lo sabía —gruñó ella—. Y tampoco quiero que empecemos esta operación con mal pie. Esta es la primera vez de todos tan lejos de casa. Entiendo que estemos un poco tensos. No tengamos tanta formalidad. —La copiloto se quitó su gastado guante reglamentario, y le tendió la mano a Norak—. Soy Faith.

—¿Así... a secas?

—A secas. Es el apodo que tengo desde que empecé a meterme en la cabina de cualquier trasto con alas.

Norak estrechó su mano con convicción.

—Encantado de conocerte, pues. Yo me llamo Norak Ryder. Mejor no te cuento mis apodos, dejemos las anécdotas patéticas para otra ocasión. El tuyo al menos tiene un significado épico.

Faith le dedicó una peculiar sonrisa con las comisuras de los labios apuntando hacia abajo. El resto del equipo formó parte del tenso silencio por el amago de discusión, pero Beres no tardó en soltar una risa que rompió el hielo. Una reacción muy humana que desencadenó un efecto dominó entre todos, sonriendo y soltando carcajadas mientras abandonaban la nave.

Las partículas de polvo se elevaban en el aire hasta formar una nube tóxica que hacía imposible tanto ver como respirar. El escaso presupuesto que tenía esta operación les obligó a tener que usar unas máscaras aislantes que eran insuficientes para combatir el problema. El contaminado entorno se colaba por las estrechas rendijas que comunicaban la tubuladura de la máscara con la botella de oxígeno. Era como respirar veneno. El mismo pensamiento cruzó la mente de todos ellos. Pensaron cómo era posible que tantas personas pudieran vivir en estas condiciones. Se dieron cuenta de que el precio para salvarlas significaba tener que respirar un porcentaje de esa brisa envenenada.

El campamento de refugiados estaba a unos doscientos metros de la pista donde aterrizó su nave. Caminaban a pocos metros los unos de los otros, con las ordenadas posiciones que habían ensayado días previos a la misión. Se colocaba un miembro del cuerpo médico, y detrás, alguien del cuerpo de seguridad como escolta. Eran un grupo de diez en total, formado por dos médicos, dos enfermeros y un guardaespaldas para cada uno de ellos. Los dos puestos restantes pertenecían al piloto, Hanro Vlaj, y la copiloto Faith.

Llevar escolta era un requisito necesario para mantenerse vivo durante una misión a estas zonas marginales. Sobre todo, si el campamento estaba situado en una de las mayores concentraciones de enfermos por el Síndrome de Hypox de toda Rusia. La gente estaba tan desesperada por curarse y escapar de allí a una zona con aire limpio, que habían llegado al extremo de amenazar de muerte al personal sanitario por tener sus medicamentos antes que los demás. Una clara representación de la ley del más fuerte. De hecho, el refugio al que se dirigían era uno de los más conflictivos del país. Hacía unos años, el grupo de paz que asistió con la oferta de llevarse a cincuenta refugiados terminó renunciando. En mitad de una guardia nocturna, asesinaron a un enfermero por negarse a dar a un hombre más medicación de la cuenta. Su objetivo era repartirla entre sus más allegados para asegurarse un billete de ida. Por muy humano que resultara su motivo, el Sindicato tenía sus normas a la hora de racionar la medicación. Primero tenían derecho a tomarla los niños y los jóvenes hasta la edad de dieciocho años. Segundo, las mujeres embarazadas o en edad fértil. Por lo que no se podían entregar las dosis a diestro y siniestro. El desenlace fue catastrófico; con el enfermero fallecido, se corrió la voz de que las reservas de medicina estaban desatendidas, por lo que se generó una histeria que terminó en una lucha a muerte por sobrevivir entre los propios refugiados. En ese entonces, cada grupo de paz llevaba solo un par de escoltas. Por la escasa seguridad, ninguno tuvo la oportunidad de proteger a ese enfermero, ni tampoco pudieron lidiar contra un centenar de personas enfurecidas. El resultado fue la huida del equipo, y solo unos pocos valientes se quedaron para mantener a esas personas a salvo, a pesar de jugarse el cuello por eso.

Lo que queda de ese campamento, situado en las ruinas del colosal edificio del Ministerio de Agricultura de Kazán, está vigilado por tres sindicalistas. Solo cuentan con un médico, un enfermero y un único escolta. Ni siquiera tienen un piloto por si tienen que volver a casa. Están atrapados allí, nadie del SPSR se prestó voluntario para ir a ayudarles hasta esa vez. Se limitaban a ver pasar los días rodeados de enfermos, muertos y aire tóxico. El único contacto que tenían con la organización para la que trabajaban era mediante los drones que les enviaban cada semana con provisiones. Algo de comida, agua, medicinas... y con suerte algún equipo nuevo de mascarillas aislantes que cederle a algún niño moribundo.

Esa fue una de las razones por las que Kazán, un núcleo urbano cercano a un cristalino río, un sitio que rebosaba colores y una arquitectura para envidiar, se convirtió en una sombra de lo que era. Un enorme palacio rodeado por suelos agrietados. Un desierto de frío y cenizas. Así se describía el hogar de los centenares de afectados que estaban obligados a atrincherarse allí, por el mero hecho de haber nacido en una ciudad sin recursos. Cada buen momento que vivieron sus antepasados en ese paraíso gobernado por la tecnología se marchitó, y ellos simbolizaban esa podredumbre. Sin aire, sin dinero, sin vida.

Las ciudades más prósperas involucionaron hasta convertirse en ruinas y polvo. Este proceso comenzó hacía varios siglos. La decadencia fue la moneda de cambio del progreso, el exceso de tecnología en las calles, o las maquinarias que hacían las vidas tan mecánicas y fáciles hasta terminar por arrebatar el mero concepto de vivir... A más industria y más tecnología, crecía la polución. Era una fórmula sencilla que ignoraron todas las personas que habitaban en aquellos lugares, cegadas por la codicia de una rutina llena de comodidades robóticas, y obnubiladas por la firme creencia de que ese bienestar sería eterno. Un país tan grande como Rusia era una víctima asegurada de este problema.

El sentimiento que producía estar caminando por Kazán era confuso. Por una parte, cada voluntario que decidió formar parte de la temeraria misión estaba aterrado por la hostilidad del entorno. Pero al mismo tiempo, se podía llegar a estar maravillado por ciertos detalles que embriagaban de aquel inhóspito paraje. Tal vez, fuera el aire contaminado que teñía el ambiente con un filtro sepia, o incluso las grietas del suelo seco que parecían dibujar formas. Esas líneas sobre la tierra árida se presentaban como un lienzo. Y el cuadro se creaba mediante la selección mental de aquellos surcos. Qué forma tan curiosa de crear arte sin pincel ni lápiz.

Aunque para hacer honor al arte, ya estaba el edificio del Ministerio de Agricultura. A Norak le pareció mentira que aquella enorme construcción aún se conservara en pie. En su interior les esperaban tanto sus compañeros como sus futuros pacientes. Él supuso que el ambiente estaría mucho más caldeado que la última vez. Sin embargo, en vez de pensar en la desesperación que sufriría ahí dentro, se paró a observar la entrada del edificio blanco. Había una gigantesca escultura de un árbol sin hojas que cubría un ventanal roto. El tronco estaba oxidado, unas manchas rojizas rompían la uniformidad de su color grisáceo.

A Norak le pareció hipnótico el concepto de belleza que reflejaba la escultura del árbol. Una belleza pasada, solitaria. Que no solo se definía así por el óxido que carcomía lo que antaño era una brillante estructura, también porque no entrañaba la imagen de un árbol frondoso, primaveral y rebosante de flores. A veces, había que contemplar algo al desnudo para ser conscientes de su verdadera apariencia. Pensó entonces que ese monumento era como una metáfora del mundo. Un mundo que no vería crecer flores en mucho tiempo si seguía muriendo así.

—¡Oye! En marcha. No te separes —habló una voz autoritaria que le sacó de la perplejidad.

—Perdona... Kurtis. Te llamabas así, ¿verdad? Kurtis Slade.

—Y me sigo llamando. Aún no la he palmado, Norak. Podrás hablar de mí con verbos en pasado si un ruso histérico intenta atacarte y me raja el cuello mientras te protejo.

—Sí... Todavía no me acostumbro a que seas mi sombra. Te diría que si intentan matarme, pases del protocolo y te salves el culo tú primero —ironizó el enfermero.

—Eso dependerá de lo amigos que vayamos a ser. —Kurtis le siguió la broma.

El africano dedicó una amplia sonrisa a Norak, sus dientes blancos contrastaban con el color de su piel. Llevaba el pelo rapado, y tenía una trenza morena a ras de la cabeza que la dividía en dos partes perfectas.

El enfermero se cuestionaba una y otra vez porqué un hombre como él había terminado aquí, en una de las Zonas Hypoxigenadas más pobres del planeta. Solo había que ver lo tersa que era su piel, la complicada naturaleza del peinado que llevaba, o hasta la afilada perilla oscura como el carbón que tenía dibujada sobre los labios y su cuadrada barbilla. Ese aspecto parecía planteado por un barbero de diseño. Tal vez iba cada pocas semanas a ese caro establecimiento para mantenerse siempre acicalado. Aquel lujo no era barato. Apostó también a que asistía a tratamientos regeneradores de piel, ya que no tenía ni una imperfección o cicatriz.

A día de hoy, tener ese color de piel significaba proyectar el orgullo de un continente que pasó de la miseria a la abundancia, la riqueza y el carácter generoso de una población que se llevó repudiada durante siglos. Así eran África y sus personas.

De repente, Kurtis se puso delante de Norak, cortándole el paso.

—¿Qué pasa?

—Quédate detrás de mí —insistió su compañero.

Kurtis apuntó con su escopeta láser a una gruesa rama del árbol de hierro. La potente luz roja de la mirilla subrayó la trayectoria de sus balas. Quitó el seguro de su arma, despacio.

—¡Todos quietos! ¡He visto algo! —exclamó.

Rano, otra robusta compañera que escoltaba a Beres Nardian, apuntó al mismo sitio que Kurtis con su rifle. Utilizó la mini-pantalla telescópica para visualizar aquel punto.

—Bajad las armas —bramó Rano—. Es una niña.

—¡No podemos confiarnos! —contradijo Kurtis.

—Rano, vuelve a tu posición. Slade tiene razón —interrumpió Faith.

—¿Pero qué está haciendo esa niña ahí arriba...? —Beres pensó en voz alta.

Intrigado, Beres avanzó unos pasos y vociferó algo en ruso a la chica. Norak tradujo en sus pensamientos: «Hola, pequeña». La niña se asomó, y descendió por el tronco del árbol con la maestría de un animal de la jungla. Avanzó hacia ellos. Sus movimientos eran rápidos, pero a la vez, la seguridad con la que se desplazaba transmitía una magnética lentitud. Tenía el pelo enmarañado, la tez blanca y unos apagados ojos azules que analizaban todo lo que sucedía a su alrededor. Era como un cadáver que mantenía vivo el miedo.

La pequeña se paró frente a Beres, solo les separaba una escasa distancia. Rano se mantuvo detrás de él, con el arma bajada pero con el dedo bien puesto en el gatillo. Había algo siniestro en el aspecto de aquella niña, en el blusón blanco que llevaba con unas sospechosas marcas de tono cobrizo. Las manchas eran del mismo color que las de su boca y un lateral de su mejilla.

—¿Entiendes mi idioma? —preguntó Beres mientras se agachaba para ponerse a su misma altura.

La chica asintió. Se acercó hasta él con cuidado. Beres comprobó que las palmas de sus manos también estaban sucias por el mismo marrón que había en su ropa y su cara. A pesar de llevar la máscara aislante puesta, percibió el fétido olor que despedía ella. Un hedor metálico y putrefacto que le resultó bastante significativo.

—Está cubierta de... sangre. Es sangre seca —susurró él, temblando.

Sostuvo a la chiquilla por los hombros conforme la acercaba a él.

—Pequeña, ¿estás herida...?

La expresión de la cara de ella cambió por completo. Curvó las cejas hacia arriba, y arrugó su barbilla. Estaba a punto de romper a llorar, pero negó con la cabeza bruscamente. De seguido, señaló la parte baja del árbol.

—Ryder —dijo Faith—. Ve hasta dónde señala la niña.

—Que vayan dos escoltas con él —completó Hanro Vlaj.

Sin apenas conocer al piloto, Norak agradeció su gesto de consideración. La tensión que se palpaba en el ambiente precedía una catástrofe. Él podía sentirlo. No obstante, iba más tranquilo si le acompañaban Kurtis y Rano.

Cuando le faltaban unos metros para llegar, vislumbró un cuerpo sobre las raíces del árbol gris. Estaba tan inmóvil que era imposible verlo desde la lejanía. El color cetrino de su piel casi le camuflaba como una parte más del monumento. Él se agachó para verlo con más detalle. Era un niño tumbado boca abajo, y por la longitud de su cuerpo se adivinaban unos doce o trece años de edad. Norak se quitó el guante para tomarle el pulso en el cuello.

—Está muy débil...

El chico apenas respiraba. Norak le acurrucó entre sus brazos, y al darle la vuelta, vio que tenía unos rasgos parecidos a la niña. Tal vez fueran hermanos. Su estado era incluso peor que el de ella. Tenía la boca seca y ni siquiera poseía fuerzas para abrir los ojos.

—¿Has visto si está herido? —preguntó Rano.

—Por ahora no veo lesiones... Pero sí está muy afectado por el Síndrome de Hypox. Habrá que ponerle en prioridad para el triaje.

—Norak —musitó Kurtis—, su brazo...

El enfermero avistó un trozo de tela que rodeaba su antebrazo derecho, a modo de venda. Estaba ensangrentada. Él la retiró con cuidado, y el chico gimoteó de dolor en respuesta. Se quedó helado al ver los trozos de carne que faltaban en su extremidad, casi se podía ver el hueso. Entonces, cruzó su mente la imagen de su posible hermana. Tenía la cara manchada de sangre, su boca tenía esa sangre...

Sus heridas eran mordeduras.

—No puede ser posible... —A Norak se le quebró la voz.

El chico abrió los ojos con dificultad, y le miró de manera directa. Balbuceó algo ininteligible al principio. Repitió varias veces la palabra hasta que se escuchó con claridad:

—Cuervo...

—¿Cuervo?

—El... Cuervo... —insistió.

—¿Quién es el Cuervo?

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