Capítulo 12: La ruleta rusa
Ciudad de Krasnodar, Rusia.
Sede secreta de la empresa Onyria.
Experimento 540. Procedemos a transferir un archivo de memoria marcado como Trauma Rojo para el sujeto 09. La imagen será proyectada en el sujeto 08 para evaluar su nivel de cortisol, hormona del estrés, en sangre.
Trescientas horas dormidos.
Norak pasó muchas madrugadas compartiendo sus turnos de guardia con Kurtis, y aún le sorprendía lo poco que tardó en convertir a su escolta en un gran amigo. Tenían tantas cosas en común que apenas se estaban callados. Esas noches de risas y alguna que otra anécdota que ocurría con los refugiados rusos era uno de los momentos que más amaba de esa misión en Kazán. Pero, sin duda, sus instantes preferidos era cada uno que pasaba junto a Yafus. El señor Hulén tenía una fama tan terrible como heroica por esos lares. Para algunos era ese temido «Cuervo», un nombre que les hacía temblar. La gente que vivía en ese refugio sabía bien qué fue capaz de hacer por su trabajo. Plantar cara a alguien así, peligroso hasta cierto punto, les parecía impensable. Incluso para alguien como Norak que tenía todo el derecho a odiarle de por vida. Él estuvo involucrado en la muerte de sus padres por agredir a ese piloto cobarde. Sin embargo, no era el miedo que traía esa historia consigo lo que le impedía llevarse mal con Yafus. Tampoco era ese odio que entrañaba su interior desde el día que se quedó huérfano. La única explicación que encontró al afecto que sentía por Yafus era que le admiraba. Siempre había aspirado a ayudar a los demás aunque tuviera que enfrentarse con el mismísimo presidente para garantizar que estarían bien. Tenía que aprender muchas cosas de él, y ese día en concreto aprendió que el bien común conllevaba sacrificios inevitables.
Cuando llegó la hora del relevo de su turno, esperaron a que vinieran la enfermera Qeri y Joselina, su escolta personal. El médico que estaba por venir era Yafus. Norak llevaba un par de semanas sin coincidir con él, pues la doctora Gorgo Turión estaba asignada en su rotatorio. A él tampoco le suponía un problema pasar tiempo con ella, y le gustaba su capacidad para mantener la cabeza fría cuando había problemas entre los pacientes no-neumo. Tenía una sensibilidad especial para tratarles, era como si pudiera prever el peligro al que estaban sometidos por su condición pulmonar. Si tuviera más de dos pulmones, Norak estaba seguro de que los habría donado a sus pacientes si así hubiera conseguido aliviar su enfermedad. Pero aunque la compañía de Gorgo, además de Kurtis, le hiciera pensar que tuvo mucha suerte por coincidir con profesionales tan entregados, siempre buscaba la forma de pasar tiempo con Yafus aunque su trabajo apenas se lo permitiera.
Conocía la rutina del doctor Hulén. En cuanto el turno de noche estaba cercano a terminar a las siete de la mañana, solía ir a la entrada del refugio a tomar un vaso de leche. Norak aprovechaba ese momento para charlar con él hasta que se incorporara al trabajo. Hablaban sobre algún caso importante que se había dado durante la noche, los pacientes más graves o problemáticos, información que fuera útil para el relevo y a veces, solo si la situación era tranquila, se sinceraban y contaban cosas sobre sí mismos. La falta de sueño a aquellas horas no era un problema para Norak, y a pesar del cansancio, estaba atento a cada palabra que pronunciaba Yafus como el hijo que oía los cuentos de su padre antes de dormir. Así eran sus «buenas noches» durante el alba. No tenía una cama para acostarse ni iba a oír el final feliz de un cuento de hadas con ese príncipe que vencía a un enorme dragón. Solo podía improvisar un asiento en las derruidas columnas de la entrada del refugio. Yafus se sentaba a su lado y bebía la leche hasta mojar las puntas de su bigote gris. Contaba historias de su vida donde no había príncipes ni dragones, sino un hombre que quería luchar contra un monstruo más grande: esa humanidad que condenó a los suyos por descuidar su hogar. La naturaleza se había transformado en una bestia que les hacía morir porque así fue su venganza tras tantas décadas de basura e industria que la destrozaron. Pero no solo había conversaciones sobre destrucción, también recordaban que aún había belleza y amor en la Tierra, y que debían luchar por ese trozo hasta hacer que creciera una vez más. Ambos entregaban su corazón en su trabajo para devolver la esperanza a esas personas que vivían en la espalda de su mundo. Reían y lloraban cuando charlaban sobre la gente que perdieron por el camino a ayudar a esos refugiados rusos. Era como si fueran los dueños de un jardín y se decantaran por cuidar y regar la hierba cada día, pero olvidaban las flores tan preciosas que se marchitaban. Entonces Norak siempre pensaba en la orquídea extinta que no volvería a crecer.
—Aún estás a tiempo de arreglar las cosas con Astride, hijo —dijo Yafus aquella vez—. Vuelve a casa cuando acabe esta misión, y busca cualquier cosa que te ayude a encontrarla. Si te quería de verdad, apuesto a que no se habrá marchado sin dejar rastro.
—Ese es el problema. Ella me quería, y yo también la quería. La única manera de olvidarme fue irse para que no pudiéramos encontrarnos nunca. El amor funciona así si quieres que se acabe.
—Es cierto, pero nunca es tarde para recuperarlo.
—¿Y eso cómo lo sabes? Ya han pasado varios años desde que se fue. Habrá rehecho su vida. Además... —Norak luchó por decir lo siguiente con un nudo en la garganta—. Sé que Kurtis la conoce, me lo dijo la otra noche. Pasó sus primeros años como policía en un departamento de robos tecnológicos en Geelong. La comisaría estaba cerca de los laboratorios Krasnodario. Solían coincidir en un bar donde paraban para comer.
—Hijo... —murmuró Yafus con una mirada de adivino—. Conozco ese cuento. Has conocido a un muchacho que se está convirtiendo en uno de tus mejores amigos y te ha contado que ha salido con tu ex pareja.
—Eso no me importa. Tiene derecho a salir con la persona que quiera. Lo nuestro se ha acabado. ¿Acaso estás insinuando que estoy celoso?
—Puede ser.
—¡No es eso, Yafus! Es solo que... —replicó Norak mientras se llevaba la mano a la frente con incomodidad—. Yo quiero que Astride sea feliz, ¿vale? Kurtis me parece un tío estupendo. Pero no me gusta ese tono con el que habla de ella, dándome a entender que apenas se conocen y luego me suelta que solía invitarla a comer y a alguna copa después del trabajo. No soy tonto, ¿sabes? Y conozco a Astride. Sé que esos rollos no le gustan porque prefiere las relaciones serias. Si me dejó fue porque no tenía perspectiva de sentar la cabeza y formar una familia, y aquí estoy por haber dejado pasar la oportunidad.
—Tú conocías a Astride. La gente cambia. Han pasado muchos años, y quizás ella no es la misma.
—Pues si tanto ha cambiado y prefirió a alguien como Kurtis, ¿por qué no vuelve conmigo? ¿Qué tiene él?
—¿Ves? A esto quería llegar. Esa es una mala actitud por tu parte, hijo... No puedes esperar que llegue el tren si te encargaste de destrozar las vías en su día.
—Esa frase parece de un profesor de Karate. ¿Qué es lo próximo que me vas a decir? ¿Dar cera y pulir cera?
—No desvíes el tema —repuso Yafus.
Norak bufó y apoyó su cuello en la pared. Miró el amanecer durante unos instantes para relajarse. El árbol metálico del antiguo Ministerio de Agricultura de Kazán construía la entrada del refugio y la salida a ese exterior desierto y contaminado. Las ramas de hierro formaban un entramado que troceaban la silueta del sol naciente.
—Trato de hacerte comprender que todos los problemas tienen sus causantes, y que la mayoría de veces cada causante tiene su parte de culpa. Astride se fue y te dejó. Puedo entender que sigas dolido por ello porque creías que estaba embarazada y no te lo dijo. Pero tú también la dejaste cuando decidiste marcharte a tu primera misión. Ella también estará dolida porque le hiciste creer que no estaba entre tus prioridades.
—¿Y qué esperabas que hiciera después de que me ocultara algo así? ¿Que vaya a Geelong y me plante allí?
—Sí.
—Ya es demasiado tarde.
—Nunca es tarde para recuperarlo —repitió Yafus—, si ella sigue viva...
Un destello ocupó uno de los ojos de Yafus, y Norak no logró entender la razón de su tristeza. Un parche negro ocultaba la otra mitad de su mirada, pero una lágrima cayó desde ese ojo escondido hasta alcanzar su ovalada perilla y la comisura de sus labios. Una infección acabó con casi toda la visión de su ojo derecho hasta provocarle un ochenta por ciento de ceguera. Fue poco después de la llegada de Norak. Uno de los pacientes terminales tenía una herida infectada en la pierna. Su rutina como médico le hizo ser demasiado confianzudo y no tomó las debidas precauciones. Notó un picor en el ojo al principio, y no advirtió las siguientes señales de alarma. Apenas quedaban reservas de los antibióticos específicos para esa bacteria. El envío con las reposiciones de farmacia llegó dos semanas más tarde. La visión perdida era irrecuperable cuando empezó el tratamiento. Incluso pensó que se tenía merecido perder un ojo después de esa pelea con el piloto que le hizo ganar su apodo. Los rumores falsos sobre el Cuervo acerca de lo que escondía ese parche se extendían entre los refugiados y les infundían más miedo que respeto.
—¿Acaso te ha ocurrido a ti...? —preguntó Norak—. Perdiste a alguien para siempre, y no porque se marchara, sino porque...
Norak no quería decir esa palabra. Morir. Ese verbo tan desagradable que cada ser humano tenía escrito en su ADN desde que nacía.
—Mi hermana pequeña —dijo Yafus—. Solíamos llevarnos fatal. Discutíamos casi siempre. Estaba deseando que me dieran la beca y me aceptaran en la facultad de Medicina para dejar de compartir mi habitación y perderla de vista. Yo tenía dieciocho años, y ella acababa de cumplir los quince. Le detectaron un tumor durante mi primer semestre en la universidad. Fue cáncer en la cabeza del páncreas, y bastante avanzado. Estaba ocupado con mis exámenes y no fui a visitarla al hospital. Estaba en proceso de ser médico. Sabía que un cáncer en estadio IV podría remitirse sin ningún problema, pero estaba equivocado. Nunca supe si la culpa fue de un mal equipo de médicos, de las malas medicinas o la mala suerte. Hasta que supe que la culpa fue mía. Fui un mal hermano. Si la hubiera visitado, podría haberme dado cuenta de que algo no iba bien. Habría podido alertar al personal... En definitiva, hacer algo por ella. Pero creí que ese cáncer iba a curarse como si fuera un resfriado. No achaqué la importancia que merecía, y la siguiente ocasión que tuve para decirle a mi hermana que la quería y me perdonara fue frente a una urna con sus cenizas.
Yafus bajó la mirada, y Norak, sin decir nada, le rodeó los hombros con su brazo.
—Entonces decidí que entregaría mi vida a salvar a los demás. No me he planteado casarme ni tener hijos. Supongo que elegí este infierno para enmendar mi error desde entonces. Por eso te digo que tú aún estás a tiempo de arreglarlo. Lo único que te separa de Astride son unos kilómetros. No dejes que sea tu orgullo y tu futuro lo que te separe de la gente que quieres porque a veces la muerte se interpone en ese camino. Entonces no podrás hacer nada, hijo.
—Tendría que haberte conocido antes... —susurró Norak.
—¿Por qué dices eso?
—Nadie me había hecho ver todo esto como tú hasta ahora. Si te hubiera conocido en otro momento, quizá lo hubiera arreglado...
—Condenar los errores de alguien sin atender a los propios es un fallo que tenemos la mayoría de seres humanos. Es algo que casi nos viene de serie, si te sirve de consuelo. A mí también me pasó. Y no deberías rendirte ahora si has atendido a mi lección.
—Pensaré en ello cuando salgamos de aquí. Te lo prometo, Yafus.
—Piénsalo desde ya, y así en cuanto salgas sabrás a dónde debes ir.
Compartieron uno de esos abrazos que curaban cualquier mal pensamiento. Yafus apoyó su cabeza en el hombro de Norak, y dejó que el peso de su vejez cayera sobre él como un bloque de cemento. Él dio unos ligeros golpecitos a la cabeza cana de aquel que se convirtió en algo parecido a un padre, y sostuvo toda la experiencia que le transfirió para guardarla en su corazón. La promesa que le hizo se convertiría en su lastre más pesado. Sabía que nunca reuniría el valor suficiente para buscar a Astride.
Mientras revolvía la posibilidad de abandonar la misión en su mente, unos ruidos que provenían del exterior le recordaron que debía permanecer allí. Yafus se sobresaltó, se levantó con rapidez y se colocó la mascarilla de oxígeno en menos de tres segundos. Norak siguió aquel breve proceso hasta que ambos estuvieron preparados para salir y descubrir la procedencia de esos sonidos de auxilio.
—Apuesto a que serán un par de refugiados nuevos —dijo Yafus con cautela—. Deberías dejarme este ingreso a mí e irte a descansar. Ya has tenido suficiente guardia por hoy.
—Me sentiría mal si me fuera a dormir y dejara aquí solo a un anciano. Vamos, viejo, necesitas mi ayuda.
—¡Ya quisieras tú estar así a mis años!
Norak esbozó una sonrisa burlona y avanzó tras los pasos de Yafus. Llevaba una pistola eléctrica en su cinturón por si había problemas, ya que Kurtis le había enseñado a usarla durante las pasadas guardias que compartieron juntos. En cuanto distinguió la silueta de una muchacha tirada en el suelo de la entrada, sacó el arma mientras revisaba los lados del edificio por si había alguien sospechoso.
—Ayuda... —bramó ella.
—¿De dónde vienes? —Yafus se acercó y la ayudó a incorporarse. Ella negó con la cabeza como si estuviera a punto de desmayarse. Debía haber venido de muy lejos para estar tan desfallecida—. Ven, te daremos comida y agua, y podrás descansar. ¿Puedes caminar?
La chica agarró el brazo de Yafus y andó con torpeza. Estaba demasiado delgada y tenía el pelo tan grasiento que casi se le quedaba pegado en las mejillas. Pero Norak advirtió en sus ropas. No estaban rasgadas ni tenían el aspecto de una persona que se habría llevado días durmiendo a la intemperie para llegar hasta el refugio de Kazán. Su aspecto no se asimilaba en absoluto a los niños que encontró cuando empezó su misión.
Justo cuando iba a alertar a Yafus para que entrara de inmediato y dejara allí a esa mujer, recibió un duro golpe en la pierna que le hizo caer al suelo boca abajo. Sintió una fuerte presión contra su espalda como si notara que algo iba a atravesarle. Giró el cuello con dificultad y se raspó la barbilla contra la áspera superficie. Vio de reojo que una mujer le había inmovilizado. Su rodilla le aplastaba para que no pudiera realizar un mínimo movimiento. Había agarrado sus muñecas con una sola mano, porque con la otra le apuntó con su propia pistola eléctrica. Desarmado e indefenso, lo único que pudo hacer fue gritar.
—¡Como grites una vez más te vuelo la cabeza! ¡Levanta, vamos! —La desconocida le obligó a ponerse de pie.
Norak estuvo a punto de desmayarse cuando comprobó el panorama. La chica que aparentaba estar desvalida apuntaba el cuello de Yafus con un cuchillo de hoja láser. Era un arma típica de contrabando. Pero ellas no eran ladronas ni asaltantes. La gente que pasaba por allí no venía en busca de dinero o medicinas porque no necesitaban robar para que les dieran lo que pedían. En Kazán solo existían dos amenazas. A la primera se enfrentó Yafus hacía años, y se resumía a un motín entre los refugiados si las condiciones de racionamiento eran tan pésimas que empezaban a morir. Entonces eso era algo que el nuevo equipo tenía controlado. El otro peligro se llamaba «ZAR». Eran las siglas de «Zafiros Anarquistas Rusos». Norak creía que solo quedaban unos pocos de ese grupo anarquista y estarían muertos o encarcelados, pero supo que esa leyenda seguía viva cuando vio el zafiro que ambas tenían tatuado en sus cuellos.
La anarquista ató a Norak y Yafus, y dio un paso adelante.
—Soy Kiova, la actual dirigente de la ZAR. Dejadnos entrar en el refugio y nadie saldrá herido. Así que espero que aviséis a vuestros matones para que no abran fuego contra nosotros porque lo vais a lamentar.
—¿Y qué vais a hacer con una sola pistola y un cuchillo de lucecitas? —vaciló Norak con una risotada—. Solo sois dos. Tenemos un cuerpo de seguridad en el refugio. Nini Barona está entre nuestros matones, como dices tú. Seguro que te suena su nombre porque se cargó sin despeinarse a veinte refugiados que se amotinaron. No te aconsejaría entrar porque estáis en clara desventaja.
Kiova se rio ante la voz temblorosa del enfermero. Llevaba la cabeza rapada y un uniforme militar con adornos rojos y amarillos. El símbolo de una «Z» con el dibujo de un cuchillo y un zafiro adornaba su pecho y espalda.
Había más miembros del grupo, pero no pudieron verlos hasta que miraron la escultura de la entrada. Habían escalado el árbol de hierro y estaban colocados sobre las ramas a la espera de la señal de Kiova.
Ella hizo un gesto con la mano. La ZAR al completo se reunió alrededor de su líder, que miraba a sus dos rehenes como un león antes de cazar. Sus ojos se parecían a ese zafiro que tenía tatuado en el cuello. Pero no fue ese color azul como la profunidad del océano lo que intimidó a Norak, sino esas pequeñas cicatrices que ocupaban su cara y sus labios carnosos. Imaginó que Kiova había luchado contra el Estado y el gobierno mundial para dar a su pueblo lo que merecía. La ZAR tenía una causa noble en el fondo. Quería que dejaran de ignorar a Rusia por ese error que cometió en el pasado. El país dejó que la contaminación les consumiera por sus ambiciones tecnológicas, pero no le habían dado la oportunidad de resurgir o salvar las vidas de sus habitantes.
—No sé para qué has abierto la boca, Norak... —protestó Yafus.
Kiova se acercó a Yafus y adoptó una postura amenazante con su pistola, como si él tuviera que pedir permiso para hablar.
—Dirigente Kiova... —agregó Yafus con las manos en alto—. He estado al tanto de la ZAR desde que llegué aquí, y créame... llevo muchos años trabajando y luchando por los derechos del pueblo ruso aunque no del mismo modo que usted.
—Y se lo agradezco. Ustedes son buenas personas y no tienen culpa de esto. Pero entienda que la única forma de llamar la atención del gobierno mundial ahora mismo es a través de ustedes.
—La violencia no le hará ganar adeptos en el gobierno.
—¡¡No me diga cómo debo luchar por Rusia!!
Kiova le apuntó a la frente con la pistola. Norak vio cómo el cañón se encendió, pero Yafus no mostró ningún titubeo.
—Por favor, dirigente Kiova, necesito que me escuche...
—¡Hable! —Kiova recapacitó y retiró el arma.
—Es probable que no me conozca por mi nombre. Soy Yafus Hulén, pero aquí me conocen como el Cuervo desde el motín...
—Así que usted es el Cuervo —espetó ella como si no se pareciera al tipo que había imaginado—. Conozco esa historia, señor Hulén. Esa tal Nini Barona hizo que se perdieran muchas vidas rusas.
—Nini lo hizo por miedo... ¡Fue un error que jamás volvió a cometer!
—Todos temblaríamos tanto si el miedo justificara nuestros crímenes que habría un terremoto. Prometo que no habrá represalias con esa asesina porque ha prestado muchos años de servicio por este país, al igual que usted. Conozco la historia del motín, como ya le dije. Sé lo que usted fue capaz de hacer contra ese cobarde que huyó del refugio y nos desatendió. Es usted un hombre de principios.
—Gracias, dirigente Kiova. Puedo adivinar porqué sabe usted todo eso. Se parece mucho a su padre, el señor Sokolov. Estuvo ingresado aquí durante la revuelta que hubo entonces, al igual que usted. Aunque era demasiado niña para recordarlo bien.
—Jamás olvidaría al hombre que nos ayudó. Escapamos sanos, y la ZAR resurgió gracias a usted —recordó Kiova—. Los años no le han tratado tan bien como esperaba. Mi padre se habría alegrado de verle si estuviera aquí. Apenas le reconocería con ese parche.
—Gajes del oficio —sugirió Yafus—. ¿Puedo sugerir ya que bajéis las armas?
Kiova, con la máscara de gas colgada en su mochila, se dio la vuelta para ocultar una risa nerviosa. Parecía que esa muestra de alegría delataba su intención de obedecer a Yafus.
—No bajaremos las armas. —El gesto de la anarquista cambió por completo—. Me apena meteros en esto porque no sois una amenaza, pero el gobierno sí lo es. Un ataque contra vosotros es un camino directo al Estado mundial.
—¡Dirigente Kiova, por favor, no lo haga!
Los anarquistas marcharon en el interior del refugio y dieron unos tiros al techo en cuanto entraron. La invasión sorpresa provocó que los pacientes se concentraran de forma desordenada en un lateral de la sala. El equipo médico y de seguridad no tardó en rendirse. No estaban preparados para afrontar aquella lucha al principio de su turno. Kiova, con una pistola en la mano y un fusil en la otra, se subió en una mesa.
—¡Pueblo de Rusia! ¡Somos la ZAR! ¡Somos las cenizas de un poderoso país que se alzará para recuperar lo que fue! —gritó ella, y se dirigió al equipo del Sindicato apiñado en un rincón—. Necesito que activéis vuestro contacto de emergencia con el Partido Retrospectivo.
—Esa llamada solo puede hacerla el Sindicalista Superior Jefe —informó la doctora Gorgo.
—¡Pues traédmelo ahora!
Gorgo entró en el área operativa para buscar a Hanro Vlaj. Tuvo que zarandearle para que se despertara y le dijo entre gritos que la ZAR les tenía secuestrados. El piloto no tardó ni medio minuto en vestirse y caminar hacia la sala central como si estuviera soñando. Comprobó que los anarquistas militaban alrededor de la sala entre sus compañeros y los pacientes. El choque con la realidad terminó de espabilarle. La representante que sobresalía entre los demás con su autoritario uniforme le esperaba en la mesa, y le apuntó con su fusil para obligarle a sentarse. Él sacó su dispositivo y programó el holograma de llamada para contactar con sus superiores. Una muchacha contestó al instante, y su imagen se proyectó con reflejos azules.
—Ima Boscor al habla. ¿Hay alguna emergencia en la misión?
—¡Soy la dirigente Kiova!—masculló sin dejar de apuntar a la sien de Hanro—. ¡El refugio de Kazán está bajo arresto de la ZAR! Jugaremos a la ruleta rusa.
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