Idas nocturnas

Era el primer día de verano, y el aire estaba impregnado de la fragancia de flores y el canto alegre de los pájaros. Sin embargo, en casa, una extraña tensión flotaba en el ambiente desde hacia unos meses.


 Gabriel, mi hermano mayor, se mostraba distante, como si una barrera invisible lo separara de mí. A mis diez años, no podía evitar sentir que me ocultaba algo, algo que se cernía sobre él como una sombra. Sabía que recientemente Gabriel había encontrado a su lobo y que por lo tanto, parte de su cambio se debiese a ello sin embargo, algo en lo más profundo de mi corazón me decía que algo no andaba bien, sin embargo, esa noche, cenamos juntos, mi abuela, Gabriel y yo. La mesa estaba llena de risas mientras mi abuela contaba historias de su juventud, sus ojos brillaban con la alegría de recordar tiempos pasados. Gabriel, aunque a veces parecía perdido en sus pensamientos, se unía a la conversación, lanzando bromas que provocaban carcajadas.


—Y entonces, el ciervo me miró como si supiera que estaba detrás de él —dijo Gabriel, imitando la expresión del ciervo, abriendo los ojos como platos—. ¡No sé quién estaba más asustado, si yo o él!

Solté un carcajada y le respondí, entre risas:


—¡Seguro que te miraba como si dijera: "¡¿Qué te pasa, lobo tonto?! ¡No sabes que es verano y estoy en mi momento de relajación!"!


La abuela Alda se unió a la risa, mientras le servía un poco más de puré de patatas a Gabriel.


—Y tú ahí, escondido detrás de un arbusto y en vez de cazar tú al ciervo, el arbusto te cazó a ti—dijo la abuela, con los ojos brillantes—. ¡No me sorprendería si el ciervo fue a contarle a todos sus amigos sobre el "lobo espía"!


Gabriel se llevó la mano al corazón, fingiendo ofensa.


—¡Oye! ¡Era una emboscada perfectamente planeada! —protestó.


Lisa se inclinó hacia adelante, con una sonrisa traviesa.


—¡Quizás el arbusto estaba de vacaciones y se olvidó de apartarse! —exclamó.


La abuela rió a carcajadas, casi escupiendo su bebida.


Gabriel se unió al juego y, con un tono de voz dramático, dijo:


—¡La próxima vez llevaré un mapa de arbustos! Y marcaré los que son "amigables" y los que son "cazadores de lobos inocentes".


Me tapé la boca, intentando contener la risa.


—¡Sí, claro! Asegúrate de que el mapa tenga una leyenda que diga: "Cuidado, aquí viven los arbustos vengativos"!


La abuela se dejó caer en la silla, riendo tan fuerte que los retratos en la pared parecían temblar.


—Y si ves un arbusto que parece estar vigilando, ¡huye! ¡No hay nada más peligroso que un arbusto con actitud!


Las risas llenaron la habitación, creando un ambiente cálido y lleno de amor, mientras la luna comenzaba a asomarse por la ventana, iluminando sus rostros felices.
Después de la cena, Gabriel insistió en leerme un cuento cómo de  costumbre. Abrió un libro que había leído muchas veces, y su voz, suave y reconfortante, llenó la habitación. Las historias de valientes héroes y criaturas mágicas me envolvieron, y poco a poco, el cansancio me fue venciendo. Cerré los ojos, dejando que las palabras de Gabriel se convirtieran en un susurro lejano, hasta que finalmente caí en un profundo sueño.



En medio de la noche, desperté con una mala sensación en el pecho, como si algo oscuro se acercara. El aire en la habitación parecía diferente, pesado. Me levanté de la cama y me asomé por la ventana, buscando consuelo en la luz de la luna. Pero lo que vi me dejó helada.

Fuera, bajo un árbol, se encontraba Gabriel, cruzado de brazos. A su lado había otro chico, algo más corpulento y alto, apenas se intercambiaron algunas palabras antes de dirigirse hacia el bosque. Sin pensarlo, abrí la ventana y quise llamar a mi hermano pero en ese momento, mi abuela apareció en la puerta, con su mirada preocupada. 


—Lisa, ¿qué haces? Es muy tarde para estar despierta—dijo en voz baja pero firme —tienes que volver a la cama.


Con el corazón latiendo con fuerza en mi pecho, miré a mi abuela, quien me observaba con esa mirada sabia y protectora que siempre había llevado. Sin pensarlo, me deslicé hacia la puerta, determinada a alcanzar a Gabriel antes de que se perdiera en la oscuridad del bosque. Creía que tenía alguna posibilidad pero rápidamente sentí una mano firme en mi hombro.

—¿Adónde crees que vas, pequeña? —preguntó mi abuela, su voz suave pero firme.


No podía permitir que me detuviera. Este era el primer momento en que realmente sentí que debía hacer algo por mí misma. Con determinación, me volví hacia ella y empujé su brazo, intentando liberarme.


—¡Déjame ir! —grité, sintiendo que la adrenalina me recorría.


Pero ella, con una fuerza sorprendente, me agarró con firmeza, manteniéndome en su lugar. La preocupación en su mirada se tornó en firmeza, y su agarre no cedió.


—Lisa, no —dijo, su tono grave resonando en el aire.


Desesperada, grité con todas mis fuerzas:


—¡Gabriel! ¡Gabriel, se va!


El eco de mi voz resonó en la noche, pero solo me respondió el silencio. Mi corazón se aceleró, y una sensación de pánico me invadió. Sabía que debía ir tras él, que algo no estaba bien.

—¡Suéltame! —imploré, luchando contra su agarre, mientras la desesperación llenaba mis ojos.

—Lisa, no. Es su destino —dijo con pesar.

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