Hera

Echar de menos a un hermano es sentir la falta de esa conexión única que solo se construye a través de años compartidos, entre juegos, peleas y complicidades. Es extrañar la manera en que siempre sabía cómo hacerte reír, incluso en los momentos más difíciles, o cómo una simple mirada era suficiente para entenderse sin decir una palabra. La ausencia de un hermano se siente en las cosas más cotidianas, como una broma que solo él entendería o un recuerdo de la infancia que ahora te acompaña en soledad. Era un vacío especial, porque mi hermano no solo era  parte de mi familia, sino también parte de mi historia.

Y le extrañaba tanto que, después de un tiempo, intenté no pensar en él porque los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y los meses en años y él simplemente nunca volvió. Nos dejó, exactamente igual que mi padre.


Mi cumpleaños número diecisiete no traía la emoción que a otras chicas de mi edad les habría provocado. Para mí, era un día cargado de expectativas no dichas y una sombra que pendía sobre nuestra tragedia familiar. El único consuelo que tenía era que ssperaba que al menos, después de aquella noche, pudiera entender lo que había pasado u obtener más respuestas que preguntas.

Mi abuela Victoria me miraba preocupada pero aún así mantenía una sonrisa tranquilizadora.

—Es el momento, Lisa —dijo mi abuela, caminando hacia el bosque—. Es hora de que despiertes a tu loba.

Había ansiado con ganas que aquél día nunca llegara, no quería tener que pasarlo sola con mi abuela. Esperaba que cómo otras mujeres lobo hicieramos alguna gran fiesta en manada, sin embargo sabía que aquello era imposible porque estábamos solo las dos, solas en la vida.

Mi corazón se aceleró al escuchar esas palabras. Había sabido que ese día llegaría, pero no estaba lista. No me sentía lo suficientemente fuerte, no sin mi hermano.

—No sé si puedo, abuela —murmuré, sintiendo cómo mis manos temblaban ligeramente.

La luna brillaba intensamente en el cielo, sabía que era casi luna llena y que eso para los lobos era sagrado. Sentía los rayos acariciarme la piel pero por primera vez en mi vida, el pánico me invadió.

Victoria me miró con calma, pero en su mirada había algo más. Una preocupación que había estado ocultando. Me tomó de las manos, sus dedos arrugados transmitiéndome calor y firmeza.

—Sí puedes. El lobo siempre ha estado dentro de ti, Lisa. Solo debes dejarlo salir.

Cerré los ojos, intentando concentrarme pero no sucedió nada.

Abrí los ojos, nerviosa, no sabía cómo sentirme, sentía que algo iba mal o quizás sencillamente no había nada que yo sudiera hacer. Era una mujer lobo críada con humanos. Era totalmente inofensiva.

Sin mediar palabra, mi abuela se acercó y, con un movimiento rápido, me dio un golpe en la cara. El golpe fue suave, pero suficiente para sintiera el peso de la decepción de Victoria. Me dejé caer en el suelo, derrotada y por primera vez sentí una extraña presión en el pecho, era cómo si tuviese una energía que siempre hubiese estado ahí, pero de la que nunca me hubiera percatado. Era como un fuego que crecía lentamente en mí, extendiéndose por mis extremidades, cada músculo tensándose, cada fibra de mi ser vibrando y entonces, de pronto, sentí el dolor.


Había llegado el momento. 


Mi cuerpo comenzó a estremecerse, cada músculo tensándose con anticipación, sabiendo lo que venía. El primer crujido de mis huesos me arrancó un grito desesperado, pero no era de alegría, sino de terror. El dolor era desgarrador.

 Sentí mis huesos alargarse y romperse con una violencia inhumana, mis costillas expandiéndose y mi columna vertebral arquearse en un ángulo imposible, pero dentro de ese tormento había una nueva liberación era una mujer lobo.

Cada músculo se estiraba y rasgaba, el fuego en mis venas me llenaba de una energía feroz totalmente desconocida.

Mis dedos se partieron con un crujido horrendo, pero observé con fascinación cómo se transformaban en garras afiladas, fuertes, perfectas.


El dolor me quemaba desde dentro, mi piel ardía mientras el pelaje emergía con una intensidad abrasadora. Sentí mi rostro estallar en un nuevo grito cuando mis mandíbulas se alargaron y mis dientes se afilaron como cuchillas, pero me aferré a esa sensación con ansias, sabiendo que cada segundo de sufrimiento me acercaba más a mi verdadera forma.

El dolor llegó de golpe por segunda vez.

Un tirón en mi columna, un crujido de huesos que se reacomodaban, músculos que se estiraban y rasgaban. Grité, pero pronto mi voz se transformó en un aullido bajo y salvaje. Sentí cómo mis piernas se alargaban, mis brazos se arqueaban, y mi piel se cubría de un pelaje oscuro.

Mi mente se nubló, y por un instante, perdí todo sentido de mí misma.

Cuando abrí los ojos, ya no era Lisa.

Mis patas, negras y fuertes, se hundían en la tierra húmeda. Mi vista era más nítida, podía oler el mundo con una intensidad que jamás había conocido: la tierra, el aire fresco, los árboles, incluso el olor de mi abuela a unos metros de mí.

Pero lo más impactante no era el cambio físico. Lo más aterrador era la presencia en mi mente.

 No estaba sola.


"Así que por fin —dijo una voz grave y poderosa dentro de mi cabeza—te has atrevido a liberarme".

Mi cuerpo se tensó. La loba no era solo una extensión de mí. Era algo más, independiente. 

Hera, el nombre resonó en mi mente, un nombre cargado de poder y oscuridad.

"Hera" susurré en mi mente, intentando conectar con ella.

Pero su respuesta fue un gruñido bajo y amenazante.

"No me nombres" —escupió la voz dentro de mí— "Eres débil, humana. No estás lista para gobernarme"

Intenté imponerme, obligarla a obedecerme.

"Este es mi cuerpo, y harás lo que yo diga"—gruñí, luchando por tomar el control.

Pero Hera no cedió.

Sentí cómo su fuerza me empujaba, tratando de tomar control de mi forma. Mis patas se movían sin que yo lo quisiera, mis músculos se tensaban bajo su poder. Las garras arañaban el suelo, mis ojos brillaban con su furia.

"No eres digna de ser mi alfa. No eres digna de mí. No me someteré"

Luché contra ella con todas mis fuerzas, concentrándome en recuperar el control. Tras un esfuerzo titánico, conseguí forzar mi cuerpo a volver a su forma humana. Caí de rodillas en la tierra, mi cuerpo temblando, mi respiración pesada y descontrolada. Hera había sido despiadada. No la dominaba. Y ella lo sabía.

—Lisa... —la voz de mi abuela rompió el silencio—. ¿Estás bien?

Asentí, aunque no me sentía bien en absoluto. Victoria me tendió la manta con suavidad y me ayudó a levantarme con dificultad.

—Hera no me respeta —dije, con la voz rota—. No me obedece.

Victoria suspiró, como si hubiera esperado esa respuesta.

—Siempre es difícil para los lobos cómo tú—dijo en voz baja— ven vamos a casa. Hay mucho de lo que hablar.




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