Capítulo 9

Capítulo 9 – Lyenor Cross, 1.794 CIS (Calendario Solar Imperial)




Faltaban tan solo treinta y seis minutos para que se cumpliese el límite de tiempo cuando decidí abrir el pergamino. Aidan me había hecho jurar que no lo haría hasta que no llegase el momento, pero no quería perder ni un segundo. En cuanto el cronómetro marcase la hora saldría a la carrera del Jardín de los Susurros, dispuesta a subir a un tren del que ya había comprado un billete y al que tan solo tendría cinco minutos para llegar antes de que partiese de Hésperos hacia la frontera con Talos, por lo que no tenía ni un segundo que perder. Necesitaba saber qué era lo que había provocado aquella situación, y para ello solo había una forma.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo al abrir el pergamino y leer el nombre que contenía. Su visión duró tan solo unos segundos, pues el papel empezó a arder en mis manos y se consumió en un parpadeo, pero fue suficiente para que removiese mi conciencia. Aidan me había asegurado que era una misión peligrosa, pero que volvería. Que podía hacerlo. Ahora que al fin sabía quién era su objetivo no podía evitar sentirme un tanto engañada. Resultaba difícil creer que fuese a volver. Lo que le había pedido el Emperador era prácticamente un suicidio. Algo que nadie podría conseguir jamás...

A excepción de Aidan, claro. Él era capaz de absolutamente todo, y aquella locura no iba a ser una excepción.

Necesité unos minutos para ordenar las ideas. Suicidio o no, mi deber era acabar con lo que mi Centurión no hubiese podido completar, por lo que tenía que pensar con cuidado cuáles serían mis próximos movimientos. Por el momento tenía solventado el viaje hasta la frontera, así que no debía preocuparme por ello. Lo que hiciese a partir de entonces sería producto de la improvisación. La gran cuestión era, ¿como internarme en el laboratorio del mismísimo Landon Farr, una de las mentes más impredecibles de todo el planeta?

Conocía aquel hombre. Cinco años atrás, antes de que se convirtiese en el siniestro y perturbador científico loco sobre el que tanta leyenda negra había en Albia, Landon Farr había sido un reputado genio cuyas visitas al Emperador se habían repetido hasta en cinco ocasiones. El talosiano, muy abierto de mente para los cánones de su sociedad, estaba convencido de que su talento debía atravesar las fronteras de su reino, que el mundo entero debía conocer su obra, y para ello no había dudado en escapar de los estrictos controles de su patria para plantarse en la capital del imperio Albiano, dispuesto a conquistar al mismísimo Konstantin Auren.

Y lo había logrado. Al menos al principio, claro. Tras las tres primeras visitas, todas ellas llenas de promesas y medias verdades pero sin resultados reales, el Emperador había dejado de creer en él y, escuchando el consejo de su hermano, había dejado la negociación en sus manos... con lo que aquello comportaba. Lucian Auren no era un alma cándida precisamente. Lo convocó una cuarta vez, escuchó lo que tenía que decir y, en la quinta visita, le advirtió que no habría sexta. En caso de que volviese a pisar Albia sería ejecutado. Aquella advertencia, obviamente, no fue bien vista por parte del científico. Ofendido, Lanson decidió volver a su patria y, a partir de entonces, muchos fueron los rumores que rodearon su figura. Rumores sobre proyectos extraños, sobre prácticas ilícitas... sobre robos de cadáveres. En definitiva, sobre él se dijeron muchas cosas, pero dado que estaba en Talos, no se le dio la suficiente importancia como para que nuestra Casa tuviese que actuar.

Hasta entonces, claro.

Si el Emperador había tomado aquella medida tan extrema era por algo, y teniendo en cuenta su forma de actuar, debía tratarse de algo realmente vital para el bienestar de Albia. La gran cuestión era, ¿el qué?

Fuese cual fuese la respuesta sabía que probablemente jamás se me confiaría, por lo que preferí no teorizar al respecto. Mi objetivo era acabar con él, borrarle del mapa tanto a él como a sus investigaciones, y no iba a fallar. O al menos esa era mi misión. Teniendo en cuenta que el laboratorio de Lanson se encontraba en el castillo del mismísimo Rey de Talos, Kritias Asatryan, las cosas se complicaban notablemente...

Pero por muy peligroso que fuese, no iba a dar mi brazo a torcer. Había sido entrenada para aquel tipo de operaciones, para enfrentarme al enemigo sin temor alguno, y si bien las posibilidades de éxito eran prácticamente inexistentes, no estaba dispuesta a darme por vencida antes de intentarlo.

—Así que a esto te dedicas, Aidan, a colarte en el castillo del Rey...

Una sonrisa amarga se dibujó en mi rostro. Debo admitir que en aquel entonces debería haber tenido miedo, pero por alguna razón estaba convencida de que, en cuanto llegase a mi destino, encontraría al Centurión haciendo de las suyas. Lo lógico hubiese sido que le hubiese dado por muerto, como probablemente habría hecho cualquier otro en mi posición, pero yo creía tan ciegamente en Aidan que estaba totalmente convencida de que seguía vivo. Prisionero, mal herido, incomunicado... había mil posibilidades por las cuales no había contactado, pero entre ellas no barajaba la de que hubiese muerto.

Me negaba a creerlo.

Y aunque sabía que aún eran demasiado jóvenes para creer en él como yo hacía, estaba convencida de que, con el tiempo, Davin y Damiel también lo harían. Por desgracia, aún tendrían que pasar varios años para ello. Años en los que sencillamente se dejarían llevar por el instinto, creyéndose más listos que su padre... más listos que todos.

Era cuestión de tiempo que madurasen. Lamentablemente, hasta entonces, me tocaría sufrir sus decisiones unilaterales. Decisiones que, aunque intentaron ocultar, no tardaron más que unas horas en salir a la luz.

—¿Pero que maldita historia me estás contando, Jeavoux? —pregunté a mi agente tras escuchar su explicación de porqué sus compañeros no se habían presentado aquella mañana a la reunión que les había convocado la noche anterior—. ¿Dónde están los Sumer?

—Ya te lo he dicho, Optio. Se han adelantado.

—¿Se han adelantado a qué?

Mentiras y más mentiras. Lansel me engañaba abiertamente y ambos lo sabíamos.

—Ansían poder ir en busca del Centurión y el resto de la Unidad, de ahí a que hayan decidido adelantarse y empezar la misión ya. Cuanto antes acabemos, antes podremos salir en su búsqueda.

—Ya, claro... ¿tú me ves cara de idiota o qué?

—Bueno, yo te veo la misma cara de siempre, la verdad. Una cara muy bonita teniendo en cuenta que podrías ser mi madre, por cierto.

Tuve que hacer un auténtico esfuerzo para no responder a aquel crío insolente. Lansel me caía bien, no voy a mentir, pero a veces se pasaba de listo. Sus ingeniosas respuestas solían arrancarme sonrisas en los peores momentos, sobre todo cuando dejaba a Aidan sin palabras, pero en aquel entonces no hicieron más que acrecentar mi mal estar.

Obligándome a mí misma a canalizar el cada vez más evidente nerviosismo, me puse en pie. Más que nunca, la sala de reuniones me resultaba sofocante. El estar bajo tierra no me molestaba, ni tampoco la oscuridad casi absoluta rota únicamente por la luz de una única vela, pero tal era la preocupación que empezaba a sentir que notaba que me faltaba el aire. Aidan, Olic y Mia desaparecidos, los Sumer haciendo de las suyas y Lansel mintiéndome a la cara. ¿Acaso podían empeorar las cosas?

Obviamente, sí, podían empeorar, y de hecho no tardarían en hacerlo.

Mientras tanto, al margen de lo que estaba a punto de suceder, atravesé la estancia con paso firme, haciendo repiquetear las botas en el suelo de piedra, y me detuve frente a él. Ya cara a cara, clavé la mirada en él, esperando que borrase su eterna sonrisita burlona, cosa que no hizo.

—Te lo voy a preguntar una última vez, Lansel, y más te vale que no me mientas —le advertí—. ¿Dónde demonios están los Sumer?

—¿Cuál de ellos? —replicó—. Hay tantos... Jarek está muerto, y la niña también. De los abuelos no sé nada, y de Aidan...

Furiosa le cogí de la solapa de la casaca, logrando con aquel sencillo gesto que frunciese el ceño. Lansel entornó los ojos, ofendido, pero no se quejó. Probablemente tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para ello.

—No te pases de listo —le dije—. Responde de una maldita vez, ¿dónde están los hermanos?

—Pues...

—En un tren camino a Talos, es evidente —interrumpió de repente una tercera voz.

Luther Valens apareció bajo el umbral de la puerta, uniformado totalmente de oscuro y con el casco de centurión bajo el brazo. Como de costumbre, su aspecto era impecable. Ni había rastro alguno de cansancio en su rostro, ni de arrugas en su ropa. Estaba, como solía decir Aidan, hecho un pincel. Claro que, siendo sinceros, aquellas eran las ventajas de no salir de Hésperos, ¿no?

—Vaya, veo que llego en el momento más oportuno.

Sintiendo su gélida mirada de ojos oscuros clavarse en mí, solté a Lansel. Aquel hombre no era mi jefe directo, por lo que no tenía que darle explicaciones de cómo trataba a mis agentes, pero no quería que supiese más de lo estrictamente necesario sobre nosotros. Si Aidan había preferido que entre ellos hubiese tanta distancia era por algo, y aunque no conociese el motivo, yo no era nadie para desoír los deseos de mi Centurión.

Tan sorprendido o incluso más que yo, Lansel dio un paso atrás, dejando libre el camino entre Valens y yo. Ambos nos mantuvimos quietos en nuestra posición, mirándonos con fijeza durante unos segundos, hasta que finalmente decidí apartar la vista, dándome por vencida. Su mirada era tan perturbadora que resultaba prácticamente imposible mantener el contacto visual más de unos cuantos segundos. Era como si, de alguna manera, sus ojos quemasen.

—Centurión —dije rompiendo el tenso silencio—. No te he oído entrar.

—Imagino que estarías demasiado ocupada amenazando a Jeavoux —respondió él con sencillez—. Por cierto, muchacho, ¿sabes lo que les hago yo a los agentes que me mienten?

Me adelanté unos pasos para interponerme en su campo visual. Aunque Lansel pudiese llegar a ser muy insolente, sabía que no debía jugar con aquel hombre. Cabía la posibilidad de que la fama de sádico que le acompañaba fuese un tanto exagerada, pero era innegable que de vez en cuando se le iba la mano.

—Cree que intenta protegerlos, no se lo tengas en cuenta —disculpé a Lansel—. Pero dime una cosa, Centurión. ¿Eso que has dicho sobre los Sumer es cierto? ¿Estás seguro de que están camino a Talos?

—Lo estoy —respondió Luther con seguridad—. En cinco horas habrán llegado a la frontera. Una vez allí, desconozco cuál es su plan, pero imagino que algo habrán pensado. ¿Saben hacia donde se dirigía Sumer?

Preferí no responder. Lo cierto era que no sabía qué les habría confiado su padre al respecto. No me gustaba meterme en su relación. Lamentablemente, en momentos como aquel no podía evitar sentirme culpable por no haberlo hecho. Con dos de mis agentes desobedeciendo órdenes y de camino a territorio enemigo, el no tener constancia de cuánto sabían era un auténtico problema.

—Ya veo —dijo Luther con frialdad, y dejándome a mí de lado, fijó la mirada en Lansel—. Jeavoux, ¿vas a hablar o hace falta que te saque las palabras a la fuerza?

Incluso viéndose atrapado por la situación, Lansel no confesó nada. Cabía la posibilidad de que no supiera nada, pero me extrañaba. Por suerte, Luther no le dedicó demasiado tiempo. Escuchó lo poco que tenía que decir y, dándose por satisfecho al menos por el momento, decidió trazar por sí mismo un plan de actuación.

—Ambos tenéis asignadas unas misiones que deben ser cumplidas —nos recordó—. Así pues, sabéis lo que tenéis que hacer. El bienestar de Albia está por encima de los conflictos internos.

—Sin duda —admití—. Pero no puedo permitir que los Sumer se adentren en Talos en solitario. En cuanto los descubran, serán detenidos.

—Si están bien adiestrados, no se dará ese supuesto —respondió Luther con seguridad—. Sin embargo, es cierto que podrían ponernos en una situación complicada en el terreno político. Las fronteras están cerradas para nuestro pueblo: el que de repente sean localizados dos agentes de la Casa de la Noche deambulando por Talos no será ni bien visto ni comprendido. Además, su intervención podría poner en peligro la misión secreta de vuestro Centurión. Hay que tomar medidas.

—Debo ir a por ellos —dije, creyendo leer entre líneas—. Los localizaré, y...

—Cross, que sus errores no te distraigan de lo que realmente importa. Tu misión es clara —insistió—. Viaja hasta Talos y concluye lo que tu Centurión no ha sido capaz de hacer. Yo me ocuparé de los agentes.

—¿Tú?

Luther me miró con cierta sorpresa ante lo que probablemente consideró un atrevimiento. Nadie ponía en duda las decisiones de un Centurión, y mucho menos de alguien como Valens. Hasta donde había podido saber por boca de Aidan, Luther trataba a sus hombres con mano de hierro. Por desgracia para él, yo no era uno de sus agentes, por lo que sus palabras no eran órdenes para mí. Agradecía su colaboración, desde luego, y más en una situación tan complicada como aquella, pero me negaba a aceptarlo como superior. Si alguien debía decidir qué hacer ese alguien era yo.

—¿Tienes un plan mejor acaso, Cross? Y por favor, no me digas que vas a pedir ayuda a tu hermanita y sus amigos del Invierno. Para cuando lograsen localizar a los Sumer probablemente ya se habría declarado la guerra entre Albia y Talos.

—Te aseguro que me encantaría discutir contigo sobre la importancia de la Casa del Invierno en el Imperio, pero no tengo tiempo, Centurión —respondí—. Como bien dices, tengo una misión que cumplir. Una muy importante además.

—Vital para el futuro de Albia —admitió él—. ¿Y bien? Te tenderé mi mano únicamente una vez, y solo porque esos dos agentes revolucionados son sangre de mi sangre. Si ahora la rechazas, ten por seguro que no volveré a ofrecértela. Tú decides.

En realidad el plan ya estaba decidido, pero agradecí que al menos me diese la oportunidad de fingir ser yo quien tomaba la decisión. Si lo que queríamos era que lo ocurrido no saliese a la luz y que mis agentes no recibiesen el castigo que realmente les correspondía por una desobediencia de aquel calibre teníamos que actuar rápido, y la única forma de hacerlo era aquella.

Con suerte, nadie se enteraría de nada.

—No metas a la Casa del Invierno en esto —me recomendó Luther—. No te conviene. Los trapos de la Noche se lavan en casa.

—Lo sé —admití.

Y muy a mi pesar, a sabiendas de que aquella decisión sacaría de quicio a Aidan en caso de que algún día se enterase, no tuve más opción que aceptar su ayuda.

—Haces bien —aseguró—. Los traeré con vida.

—Confío en ello —respondí, y desvié la mirada fugazmente hacia Lansel—. Jeavoux, ¿qué haces aún aquí? ¿Acaso no tienes trabajo?

El Pretor me lanzó una fugaz mirada antes de salir de la sala a paso ligero. En el fondo, él también estaba preocupado por el resto de sus compañeros, pero jamás lo admitiría. Afortunadamente, no era necesario. Aquel último gesto antes de salir me bastó para comprender que me estaba deseando suerte.

Ya a solas, aguardé unos segundos a que el agente abandonase el mausoleo para volver a mirar a Luther a los ojos. Su presencia me incomodaba, al igual que la mía a él, era evidente, pero era innegable que, en aquellas circunstancias, Valens era uno de los pocos aliados con los que podía contar. Alguien que sería capaz de poner en jaque su posición por salvar las vidas de sus sobrinos y que, a pesar de todo, haría lo que fuese necesario por mantener limpio el apellido Sumer. Después de todo, era de la familia. Además, Aidan ya me lo había dicho: podía confiar en él.

Y precisamente era eso lo que iba a hacer.

—Landon Farr —dije en apenas un susurro—. Si yo fallase...

—Cuenta con ello —respondió con brevedad, e hizo una ligera reverencia con la cabeza a modo de despedida—. Que el Sol Invicto te proteja. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top