Capítulo 88
Capítulo 88 – Aidan Sumer, 1.818 CIS (Calendario Solar Imperial)
Algo iba mal. La sensación de estar a la deriva en mitad de un océano revuelto me había acompañado a lo largo de las dos jornadas de viaje, martilleando mi mente en todo momento, tratando de llenarla de extraños pensamientos e ideas. Alguien parecía interesado en susurrarme al oído; en que me dejase llevar. Por suerte, estaba entrenado para ignorarlo. Mi autocontrol era muy superior al de la mayoría de Pretores y en momentos como aquél se hacía evidente. Aunque no lo hubiese hecho abiertamente, el Bosque nos estaba atacando. Intentaba envenenar las mentes de mis hombres, y aunque por el momento solo lo hacía para divertirse, volviéndonos a todos locos con sus travesuras, lo cierto era que temía que tarde o temprano fuese a más. Los Sumer no éramos bienvenidos en el Reino de los Señores del Sueño, y así me lo hacían saber a cada momento.
Pero como digo, algo iba mal. Peor de lo habitual, para ser más concretos. La noche había empezado muy tranquila, con Lansel y Diana cumpliendo el turno de guardia, pero alcanzadas las tres de la madrugada, con Lyenor y conmigo sustituyéndolos, las cosas habían empezado a cambiar. El hasta entonces silencio total y absoluto se había roto con el sonido de un inquietante tañido de campana que poco a poco había ido aumentando de volumen. Primero había sido algo lejano, muy lejano, poco más que un susurro en el viento, pero tras varios inquietantes minutos de tensión el sonido se había apoderado de la mente de todos, arrancando a mis chicos de su sueño.
Ordené a la Unidad que se pusiera en alerta. No quería que abandonasen la luz de la hoguera ahora que la oscuridad había devorado cuanto nos rodeaba, pero no era buena idea quedarnos quietos. El Bosque estaba mandando señales de que pronto algo sucedería y no estaba del todo seguro de querer descubrirlo. Así pues, consciente de que fuesen cuales fuesen nuestros movimientos era posible que cayésemos en una trampa, pedí a mis hombres que se quedasen junto a las llamas mientras que Lyenor y yo nos adentrábamos en el bosque en busca del origen del tañido.
Recuerdo el sonido de mis pies al avanzar sobre el suelo cada vez más embarrado. Resultaba irónico que la oscuridad pudiese cegar a un hijo de la Casa de la Noche, pero estaba totalmente ciego. Me movía a tientas, basándome en lo que dictaba mi instinto. Un paso aquí, otro allí; un giro en un recodo invisible, unos metros en cuclillas y, como si mi propia mente lo crease, ante nosotros apareció un empinado desfiladero al final del cual tan solo aguardaba niebla.
Nos agachamos para intentar ver más allá de la nube blanca.
—Ahí hay algo... ¿lo ves, Aidan?
No, pero no tardé en verlo. Un brillo dorado surgió entre las nubes. Se trataba de una luz muy débil, apenas un destello que intentaba abrirse paso entre las sombras; una fuerza que, desde las profundidades de Nymbus nos llamaba.
Nuestros fragmentos de Magna Lux vibraron con fuerza.
—¿Lo notas? —me preguntó, aunque ambos sabíamos la respuesta.
Asentí con la cabeza, precavido, y me acerqué aún más al límite del desfiladero. Oculta hasta entonces aguardaba una escalerilla de mano. Comprobé el mecanismo con el que estaban ambos extremos estaban anclados al suelo y con la ayuda de Lyenor aseguramos que pudiese soportar nuestro peso. Una vez confirmado, iniciamos el descenso.
Sentí una mezcla de emociones durante la bajada. Durante los primeros metros estaba demasiado preocupado con no caer como para poder pensar en nada más, pero superado el primer momento una avalancha de sensaciones acudió a mi mente. Primero la volar, con aquella presión que siempre me acompañaba en el pecho al sentir que estaba retando al Sol Invicto; después la de navegar en un océano de niebla. De vez en cuando una suave brisa acariciaba mi rostro, y lo hacía con los finos dedos del pasado. Sobre mí sentía el latido de la Magna Lux de Lyenor, pero unos metros por debajo, acompañando al esfuerzo con jadeos, sentía la de mi hermano Jarek. Lo notaba delante de mí, abriéndome paso... protegiéndome. Velando por mi seguridad, tal y como había hecho hasta la muerte. Incluso creía poder oír su voz murmurando maldiciones entre dientes.
Por un instante olvidé donde estaba. Borré de mi memoria mi papel en toda aquella historia y regresé a mi más lejana juventud, aquella en la que, recién salido del Castra Praetoria, había vivido en compañía de mi hermano gemelo...
Pero no era él en realidad quien me guiaba. Durante el descenso no fui capaz de entenderlo, pero tan pronto mis pies alcanzaron al fin tierra firme y ante mí surgió medio oculta por la niebla la Torre de los Secretos, comprendí que quien aguardaba frente a su entrada principal no era Jarek Sumer. Por suerte o por desgracia, él había abandonado el mundo de los vivos hacía ya demasiado tiempo como para poder acompañarme en aquel viaje. El hombre que me esperaba, sin embargo, no lo haría hasta el final.
Nos miramos el uno al otro durante unos segundos, calibrándonos. Sus ojos y los míos brillaban del mismo modo, con la misma calidez y frialdad, la misma duda y confianza, pero a la vez lo hacían de una forma totalmente distinta. Los suyos lo hacían desde el conocimiento y la experiencia; desde la verdad que aguardaba al otro lado del camino. Los míos con la juventud de la inexperiencia...
Con suerte, no tardarían en brillar del mismo modo que el suyo.
—Te sientan bien los años —dije, dedicando a mi propio reflejo futuro un asomo de sonrisa—. Las canas se resisten por lo que veo...
—Y sin embargo ves el paso del tiempo en mí —prosiguió él, reflejándose mi sonrisa en sus labios—. ¿En qué lo notas?
—En qué no lo noto, dirás. Los ojos son el reflejo del alma.
Asintió con la cabeza. Tras él, alzándose hasta perderse entre la niebla, la Torre de los Secretos aguardaba estoica a pesar del paso de los años. Parte de su fachada estaba dañada, derrumbada incluso en algunos puntos, pero por lo demás seguía manteniendo su férrea estructura. El océano aguardaba más allá del espigón, con el agua embravecida y teñida de oscuro, mientras que las antes fértiles tierras que la rodeaban ahora se encontraban totalmente ennegrecidas, con charcos de sangre donde antes había macizos de flores.
Sentí un mal presentimiento al avanzar unos pasos y descubrir la armadura de mi yo futuro manchada de sangre. En su rostro había gotas rojas secas; en sus manos, desnudas sin los guantes, una cinta antes blanca teñida de carmín. Y a sus pies...
A sus pies tan solo quedaba un fragmento de Magna Lux.
—¿Qué ha pasado? —pregunté agachándome para coger la esquirla de cristal. Ni tan siquiera necesité tocarla para reconocer de inmediato a su dueño. Me bastó con acercar los dedos para que su rostro acudiese a mi mente—. Lyenor...
Me volví de inmediato, recordando que mi amada Centurión me había seguido hasta entonces. Imcomprensiblemente, la había olvidado, y lo que es aún peor, no había ni rastro de ella.
—Tranquilo —me dijo el Pretor del futuro al volver la vista al frente—. Está a salvo. Al menos en tu época. En la mía su destino es otro. Va a morir. Ella y la mayoría de los que te rodean, ¿y sabes por qué?
—¿Va a morir? —pregunté, confuso ante la frialdad con la que hablaba. Conociéndome me costaba creer que jamás pudiese pronunciar aquellas palabras con tanta indiferencia—. ¿De qué va todo esto?
—Va a morir por que no vas a estar para poder ayudarla —respondió—. La Torre de los Secretos caerá, Aidan. Será uno de los objetivos durante la guerra, y ella morirá. Ella y el resto de Pretores residentes.
—¿Lyenor en la Torre de los Secretos? —Cuanto más decía, menos comprendía—. Eso es absurdo: su lugar está en Hésperos, en la ciudad, no perdida en el culo del mundo. Intentas engañarme... intentas jugar conmigo, ¿verdad?
Mi yo del futuro avanzó hasta detenerse frente a mí. Me gustaría poder decir que aquella aparición era producto de la mente perversa del Bosque; que estaba siendo víctima de uno de sus trucos, pero en lo más profundo de mi corazón sabía que no era cierto. En aquel lugar brillaba la luz del Sol Invicto. La niebla impedía verla, pero estaba allí, protegiéndome; velando por mí y por los míos. Y me gustase o no, aquel hombre era el canal a través del cual mi dios me iba a hablar, mostrándome el futuro para hacerme entender las consecuencias de mis decisiones.
—Lyenor irá a la Torre de los Secretos en busca de la manera de sacarte de la realidad donde quedarás atrapado al intentar salvar las almas de los tuyos, Aidan. Dejará la ciudad poco después de que desaparezcas y no volverá jamás. Unos años después, la guerra golpeará Albia y ella morirá.
—¿La guerra? Hablas del Nuevo Imperio, ¿verdad?
No respondió. En lugar de ello apoyó la mano sobre mi hombro y lo presionó con suavidad, tal y como en tantas ocasiones había hecho para apaciguar el nerviosismo de alguno de los míos. Por desgracia, no sirvió de nada. Tal era mi confusión y mi miedo que no pude hacer otra cosa que limitarme a alzar la mirada hacia el cielo, en busca del punto más alto de la torre, allí donde, desde la penumbra, el Sol Invicto me sonrió.
—Cuando ella muera el enemigo se apoderará de los secretos que durante tantos siglos hemos protegido. Robarán nuestro conocimiento y lo usarán para hacerse aún más poderoso, sentenciando para siempre a Albia. —Sonrió con tristeza—. Será nuestro final, Aidan.
—¿Insinúas que mi desaparición va a provocar la caída del Imperio?
—Oh, vamos, no te engañes: nunca serás tan importante. Únicamente digo que de haber estado ahí podrías haber salvado a Lyenor. Podrías haber evitado que la Torre de los Secretos cayese... Y quien sabe, Aidan, puede que incluso pudieses haber cambiado el futuro. No lo sé. Lo único que sé es que tenía un papel importante con el que no cumplí.
—Damiel también lo tiene.
—Él y todos. Sois Pretores, ¿recuerdas? Los elegidos del Sol...
Poco a poco el cielo empezó a despejarse. Se estaba haciendo de día, pero por el momento la fuerza mística del Bosque impedía que la luz atravesara las copas de sus árboles.
—Diría que no sé qué quieres decirme con todo esto —reflexioné—, pero ambos sabemos perfectamente que miento. Me pides que abandone a mis seres queridos; que los deje desaparecer, pero no puedo hacerlo. Alguien debe cuidar de ellos; alguien debe sacrificarse y ese alguien debo ser yo. Damiel aún tiene mucho que hacer.
—Es cierto, Damiel tiene un papel clave que jugar en el futuro, pero tú también, Aidan. Yo creía que mi deber era quedarme junto al resto de almas y protegerlas el resto de la eternidad, pero me equivoqué. Albia va a morir, Aidan. Va a morir si no hacemos algo para evitarlo. Es por ello que Somnia ha buscado a Damiel y por lo que hoy yo estoy aquí. Te vas a equivocar, Aidan. Si te quedas atrapado en esa dimensión y das la espalda al Imperio te equivocarás, convirtiéndote en uno de los culpables de nuestra destrucción... y lo siento, amigo mío, pero no puedo permitirlo.
La niebla desapareció al fin, permitiendo que los rayos de luz me alcanzasen. Alcé la mirada hacia el cielo, sintiendo ya la calidez del Sol calentar mis mejillas, y cerré los ojos en un gesto involuntario. Quería huir... quería escapar de sus palabras. Sin embargo, logré lo contrario. Lejos de cerrar mi mente al futuro, permití que éste acudiese a mí. A mi mente llegó una tormenta de imágenes y sonidos, de noticias y acontecimientos, y durante los cincuenta segundos que duró la visión, no pude respirar. Lo que vi fue tan aterrador que mi cuerpo no fue capaz de hacerlo. Fuego, muerte y destrucción. Traición, luchas entre hermanos... y magia. Un poder oculto que, de manos del hombre de rojo, pronto teñiría de sangre nuestro mundo...
Y vi a Damiel morir. Lo vi a él, a Lyenor y a Jyn. Vi a Noah luchar contra su hermana, a Luther Valens hundir su arma en el pecho de Misi y a Lansel convertirse en polvo. Vi a Marcus perderse entre las duna del desierto y al Emperador Kare Vespasian caer de rodillas al suelo, con el cadáver de una niña entre brazos. Vi el Sol Invicto oscurecerse y a las fuerzas del mal alzarse por encima de él. Vi a los Dioses del Sueño cabalgar más allá de los lindes de su Bosque y al "Fénix" alzarse una vez más de sus cenizas convertido en un dios vengativo. Lo vi absolutamente todo... y con ello comprendí que no podía darle la espalda.
Me llevé la mano instintivamente al pecho, allí donde la Magna Lux vibraba con fuerza, y apreté el puño. A mi lado, el otro Aidan me miraba con fijeza, ansioso porque rompiese el silencio. Él sabía mejor que nadie lo doloroso que era tomar la decisión...
Bajé la mirada hasta el suelo y apreté los puños con fuerza, desesperado.
—Tiene que haber otra solución. ¡No puedo dejarlos abandonados! No... ¡no puedo!
—La hay —respondió él en apenas un susurro—. Aún no lo sabes, pero la solución está de camino. Únicamente debes permitirlo... debes dejar que suceda.
—¿De qué hablas?
Sonrió sin humor, lúgubre, dando por sentenciada la conversación. Apretó una última vez mi hombro y retrocedió.
—Cuidaré de ella hasta que lo hagas. Es la única manera. Y sé que me vas a odiar por ello pero si te sirve de consuelo... —Aidan me dedicó un leve asentimiento.— En el fondo eres tú mismo quién lo está haciendo.
Lyenor desapareció. La busqué durante horas. Recorrí los caminos y grité su nombre hasta quedarme afónico, pero no logré encontrar ni rastro de ella. Mi yo futuro quería asegurarse de que no me equivocaba; de que Albia podría contar conmigo, y para ello había utilizado a una de las pocas personas cuyo bienestar podía hacerme cambiar de opinión.
Lyenor...
Se notaba que era yo mismo quien estaba detrás de todo aquel complot. Tan solo una mente como la mía era capaz de actuar con tanta crueldad. Por suerte, precisamente porque era mi yo futuro quien estaba detrás de lo ocurrido sabía que a Lyenor no le iba a suceder nada. Tarde o temprano volvería, pero para ello primero tenía que cumplir con mi cometido... ¿pero cómo hacerlo sabiendo las consecuencias? ¿Qué ayuda se suponía que estaba en camino si nadie sabía dónde estábamos?
Me gustaría poder decir que estaba totalmente en blanco. Que no sospechaba que ninguno de mis hombres pudiese podido rebelar algo y mucho menos que no hubiese tomado medidas. Ojalá hubiese podido asegurar que creía y confiaba en todos por igual. Lamentablemente, no tardé en empezar a unir piezas.
Retomamos el viaje una hora antes del atardecer. Podríamos habernos pasado días enteros buscando a Lyenor por el bosque; todos estábamos dispuestos, pero el tiempo jugaba en nuestra contra. Cuanto más tardásemos en llegar a nuestro objetivo más oportunidades tendría el Fénix de descubrir nuestros planes, por lo que no tuvimos más remedio que retomar la marcha.
Pasamos el resto de la tarde avanzando hasta dejar atrás los bosques que conformaban el aro exterior de Nymbus y adentrarnos en una zona especialmente frondosa donde había pequeñas lagunas de agua negruzca de forma circular. Y cuando digo circular me refiero a que eran redondas perfectas. Artificiales, suponía, aunque Lansel tenía otra teoría. Una de sus historias. Esta vez, sin embargo, no la escuché. Estaba demasiado furioso. En lugar de ello, seguí avanzando con paso rápido, asegurando cada una de mis zancadas para esquivar el agua... y sin que Diana Valens escapase en ningún momento de mi campo visual.
Las horas se hicieron especialmente largas en aquella zona de Nymbus. Damiel estaba convencido de que no tardaríamos en alcanzar la cascada de Hierro, que según los mapas estábamos relativamente cerca, pero yo ya no sabía qué pensar. Los segundos se me hacían terriblemente largos y los paisajes me parecían iguales. Aunque caminábamos sin cesar tenía la sensación de que no avanzábamos, de que pasábamos continuamente por el mismo punto, y en cierto modo tenía razón. Siempre había algo que variaba, un árbol algo más bajo, una roca más grande, un charco menos oscuro, pero lo cierto era que la estructura básica del entorno era la misma, como si hubiesen copiado cada metro cuadrado del bosque y duplicado.
Estaban jugando con nosotros. Algunos tardaron un poco más en darse cuenta, otros menos, pero para cuando al fin cayó la noche todos éramos conscientes de que estábamos atrapados en un bucle de árboles, lagunas y zarzas.
—Esto es eterno —musitó Diana entre dientes, con el rostro iluminado por las llamas de la hoguera—, menuda mierda.
Alguien respondió a la queja de la Reina de la Noche, pero no fui yo. Yo no abrí la boca en toda la cena. Demasiado concentrado en mis propios pensamientos, apenas escuchaba lo que decían mis acompañantes. Lo único que mi mente era capaz de percibir era el sonido de su voz y el crepitar de la noche. Lo demás quedaba totalmente fuera de mi alcance. Todo, incluso los continuos intentos de Misi por apoyarme o las palabras de Damiel, casi tan tranquilizadoras como inspiradoras. Por lo visto me aseguró que encontraríamos a Lyenor costase lo que costase en varias ocasiones. A saber. Como digo, yo solo tenía ojos y oídos para la Reina de la Noche, y por el modo en el que en varias ocasiones me miró, supuse que se dio cuenta de ello. Francamente, tampoco lo disimulé demasiado. Aunque desde la muerte de Davin me había esforzado por tratar con cariño a aquella chica y acogerla en el seno de mi familia y mi Unidad como si nunca hubiese pasado nada, lo cierto era que me había costado un gran esfuerzo conseguirlo. Un esfuerzo que, a aquellas alturas, empezaba a no estar dispuesto a hacer. Y es que, en el fondo, había errores que jamás podrían ser perdonados.
El sueño acudió a mí implacable, arrastrándome al mundo de los sueños. Un mundo en el que me encontraba en mitad de un páramo, tumbado sobre una alfombra de hierba, observando el cielo despejado. El canto de los pájaros sonaba de fondo, llenando de paz mi mente. Estaba tranquilo, relajado sin ningún tipo de preocupación más allá que la de disfrutar de aquel día; disfrutar de aquel precioso paraje lleno de silencio... y de la mujer que me acompañaba.
Lyenor se incorporó sobre mí, apoyando su pecho contra el mío. Acercó su mano hacia mi rostro para acariciar mi mejilla con el dorso y sonrió. Sus ojos brillaban con la luz del cielo, llenos de esperanza y energía; llenos de vitalidad. Su sonrisa, en cambio, tenía una expresión sombría. Había preocupación en ella.
—¿A qué viene esa cara? —pregunté, alcanzando su mentón con los dedos—. Pareces triste.
Lyenor no respondió. En lugar de ello ensanchó aún más la sonrisa y acercó los labios a los míos, para fundirlos en un largo y pasional beso. Paseó las manos por mi pecho y mis hombros, recorriéndolos con las yemas, hasta alcanzar el cuello. Apoyó ambas manos alrededor, cerró los dedos... y empezó a apretar.
—¿Lyenor...?
Cuando abrí los ojos descubrí que había alguien subido a horcajadas sobre mí. Su cabello era rubio como el de Cross, sus labios rosados y sus ojos castaños... pero el parecido acababa ahí. Dotado de un color verdoso en la piel y vestido con harapos de tonalidades ocres, el ser que tenía sobre mis piernas, presionando mi garganta con sus largos y resbaladizos dedos, no era humano. Su físico era similar, pero el vacío en sus ojos y los dientes de sierra en la boca evidenciaban que se trataba de un enviado del Bosque. Alguien que, al verme despertar, me liberó de la presa únicamente para recorrer mi rostro con las uñas, dibujando ocho dolorosas líneas en él. Lancé un grito de dolor, incorporándome de golpe, y me lo quité de encima de un rápido empujón, justo cuando otro parecido a él, con la tez azulada y el cabello blanco, se abalanzaba sobre mis espaldas con un puñal entre manos. Me giré a tiempo, recibiéndolo con un rápido quiebro, y lo tiré al suelo, haciéndolo tropezar con mi pierna. Una vez allí, a tan solo unos metros de la hoguera, el ser se incorporó y me dedicó una fugaz mirada de ojos rojos. Emitió un desagradable y agudo chirrido. Inmediatamente después, uniéndose a al primero, se abalanzó de nuevo sobre mí, con el puñal entre manos.
Forcejeé con ambos. El ataque del primero logré esquivarlo, rodando por el suelo, pero el segundo clavó de nuevo sus uñas en mi espalda. Rugí de dolor, viendo por un instante a Marcus en una situación parecida a la mía, y giré a tiempo para recoger la espada del suelo y alzarla, interponiéndola entre el cuchillo y mi pecho. La punta del arma, de plata por su brillo, se hundió en la vaina. Debatí con el ser unos segundos, hasta lograr lanzarlo hacia atrás, y desenfundé la espada. Inmediatamente después, la hundí en el estómago del otro monstruo cuando, babeando, trató de apuñalarme. Chilló con todas sus fuerzas, taladrándome los tímpanos, y cayó de rodillas justo cuando un tercero saltaba sobre mis espaldas. Me doblé hacia delante y, cogiéndolo por los hombros, lo lancé al suelo, donde chocó con otro ejemplar. Alcé el arma... y un disparo muy cerca de mí precedió la caída de otro a mis pies. Volví la vista atrás fugazmente, logrando localizar por un instante a Misi con el arma aún humeando entre manos, mirándome con fijeza, pero de nuevo uno de aquellos seres cayó sobre mí desde la espalda. Me desembaracé de él hundiendo mi arma en su pecho, no sin antes llevarme un buen corte en el hombro, y me apresuré a dar una vuelta sobre mí mismo para comprobar que estábamos totalmente rodeados. Mirase donde mirase, aquellos seres surgían de la nada... y mis hombres luchaban. Lo hacían con todas sus fuerzas y una ferocidad propia de los mismísimos hijos de las Espadas, pero la incesante aparición de nuevos monstruos provocaba que la batalla no tuviese fin.
Comprendí que había llegado el momento de moverse.
—¡Diez segundos! —grité.
Y diez segundos después, desapareciendo de la vista de los engendros en un abrir y cerrar de ojos, nos fundimos con la oscuridad. Nos abrimos paso entre las ahora confusas criaturas, las cuales parecían haber quedado desorientadas ante nuestra ausencia, y juntos nos internamos de nuevo en los bosques, donde corrimos durante largo rato sin intercambiar palabra alguna. Corrimos con todas nuestras fuerzas a pesar de que no nos seguían, y no nos detuvimos hasta que, transcurridos doce minutos, un gran muro de piedra surgió ante nosotros, cortándonos el camino. Nos detuvimos entonces junto a la pared grisácea, desactivando al fin el fragmento de Magna Lux, y cogimos un poco de aire. Hacía tiempo que no me faltaba tanto aliento como aquel día. No obstante, no era el momento ni el lugar para pausas. Cuanto más nos acercábamos al corazón del Bosque más peligrosos serían los obstáculos a sortear, así que volvimos a ponernos en marcha. Bordeamos el muro hacia el norte, dejándonos guiar por un Lansel cada vez más convencido de que estábamos a punto de alcanzar nuestro objetivo, y corrimos durante un cuarto de hora más, hasta dar con un desnivel al final del cual el muro llegaba a su fin. Lo descendimos con cuidado de no resbalar por la alfombra de césped verde que lo cubría y, una vez al otro lado, nos adentramos en un amplio lago de aguas negras cuyos extremos se perdían más allá de la vista. En la otra orilla, a unos cien metros de distancia, aguardaba una amplia explanada donde se alzaba un risco de dimensiones titánicas. Y cubriéndolo de agua con su impresionante salto de aguas claras, estaba la cascada...
Diana chilló cuando algo la cogió por los pies y la sumergió mientras nadábamos. Mi sobrina se encontraba a cierta distancia de mí cuando sucedió, pero incluso así traté de acudir a su encuentro. Antes de conseguirlo, sin embargo, Giordano se me adelantó. El joven Pretor arrancó de las manos de los seres del lago a Diana y, cargándosela a las espaldas, retomó el nado, advirtiéndonos a todos que era mejor que nos diésemos prisa, cosa que hicimos. Recorrí la distancia que nos separaba de la otra orilla a gran velocidad, sintiendo en varias ocasiones que algo manoseaba e intentaba sujetar mis tobillos, y salí de un salto. Una vez fuera, dado que había sido el primero en salir, me apresuré a ayudar al resto. Tomé sus manos cuando me las tendieron y uno a uno los fui sacando, incluido a una Diana cuya pierna derecha estaba sangrando copiosamente. Algo la había mordido.
—¡No hay tiempo! —exclamó Damiel, agachándose a nuestro lado para comprobar que, tal y como había temido yo al ver la herida, la benjamina del grupo no lo iba a tener nada fácil a partir de aquel punto—. Sube a mis espaldas, Diana, yo te llevo.
—¿A tus espaldas? —respondió con sorpresa. Se apresuró a negar con la cabeza—. ¡Ni de broma! ¡Puedo perfect...!
Tan solo necesitó incorporarse y levantar el peso en la pierna herida para dejar la frase a medias. La joven lanzó un chillido de dolor y se dejó caer al suelo, llevándose las manos al rostro.
Giordano se apresuró a arrodillarse a su lado y, con la ayuda de Misi, examinar los cortes. Además de ser mucho más grandes y profundos de lo que cabría esperar para una bestia de lago, había algo que estaba tiñendo de negro su sangre. El Pretor se quitó los guantes, se mojó los dedos en la herida y se los llevó a la boca. Inmediatamente después, tras probar la mezcla, la escupió al suelo.
Sentí un vuelco en el corazón al ver su expresión sombría.
—No es veneno, algo es algo —anunció para alivio de todos—, pero es una sustancia paralizante. Calculo que en menos de quince minutos tendrás la pierna inservible, y en una hora el resto del cuerpo. Por mucho que ahora te hagamos un torniquete, la sustancia ya ha alcanzado tu torrente sanguíneo.
—¡Pero entonc...! —Diana volvió a chillar. Se revolvió en el suelo—. ¡Sol Invicto! ¡Páralo! ¡Haz algo! ¡Haz...!
Marcus lo hizo, y lo hizo a tal velocidad y con tanta efectividad que ninguno de nosotros tuvo tiempo a reaccionar. Sencillamente golpeó la nuca de Diana en el punto exacto, allí donde le había enseñado que debía hacer para dejarla inconsciente, y la joven cayó al suelo, inconsciente.
Se encogió de hombros al ver la mirada reprobatoria de Damiel.
—Lo pedía a gritos —se disculpó.
—Has hecho lo que debías —dije, y dando la espalda por un momento al resto del grupo, me giré para comprobar que, a menos de trescientos metros, al final de una bonita explanada de césped alto, aguardaba el gran lago al que iba a parar las aguas claras de la cascada.
Sentí un escalofrío al escuchar el rugido de las aguas al caer. La belleza de la cascada residía en su singularidad. Inscrita en la falda de un monte totalmente negro, la luz de las estrellas y la luna arrancaba destellos iridiscentes al agua, llenando de una luminosidad muy especial la zona. El lago parecía brillar con luz propia, y en cierto modo así era. Había mucha magia en aquel lugar. Una magia que me acompañó y guió hasta la orilla, donde me agaché para hundir las manos en la vidriosa superficie y mojarme la cara.
—Es aquí —comprendí de inmediato—. Tiene que ser aquí.
—Es aquí, sí —me secundó Damiel, agachándose a mi lado para apoyar la mano sobre mi hombro—. Estamos a punto de llegar... sigamos.
Lansel cargó con Diana a sus espaldas mientras recorríamos el último tramo. Buscamos en la falda de la montaña el camino para ascender, el cual se encontraba oculto tras unas enredaderas cargadas de fresas silvestres, y en fila india fuimos ascendiendo a través de un empinado y resbaladizo sendero hasta alcanzar la estrecha pasarela que conectaba con la cascada. A simple vista parecía un tronco caído, pero lo cierto era que, en realidad, se trataba de una plancha de madera de no más de veinte centímetros de ancho cuya superficie estaba totalmente cubierta de runas. Comprobamos su estabilidad, probando con el más pesado para asegurarnos que soportaría nuestros cuerpos y, por petición expresa del aventurero, dejamos que Marcus fuese el primero en atravesarla.
Cogió aire antes de intentarlo. Se llevó el puño al pecho, allí donde el fragmento de Magna Lux latía con fuerza, y tras musitar unas rápidas palabras entre las que creí escuchar el nombre de mi hija, inició el avance. ¿Y creéis que lo hizo despacio, con cuidado de no resbalar, tal y como le habíamos advertido? No, por supuesto que no. Giordano se lanzó a la carrera y, como si de un equilibrista se tratase, recorrió los casi treinta metros de longitud de la tabla hasta alcanzar la cortina de agua. Una cortina cuya fuerza era tal que todos temíamos que pudiese ser arrastrado. Por suerte, Marcus ni tan siquiera le dio opción. Agachó la cabeza y, acelerando aún más el paso, se lanzó contra el agua, desapareciendo de nuestra vista. Quince tensos segundos después, percibimos su voz entre el rugido de la cascada, invitándonos a seguirle.
Giordano en pura esencia.
Uno a uno fuimos atravesando la pasarela, siguiendo los pasos del Señor del Desierto. El vértigo al recorrerla era sobrecogedor, sobre todo cuanto más te acercabas a la cascada, pero tal era la determinación que marcaba nuestros pasos que ninguno de nosotros dudó. Superamos el obstáculo a base de fuerza de voluntad, y una vez al otro lado de la caída de agua, en la entrada de una oscura y silenciosa cueva, nos dispusimos a enfrentarnos de una vez por todas a nuestro auténtico destino. Nos adentramos con paso rápido, ya incapaces de reducir el ritmo después de los últimos acontecimientos, y recorrimos su sombrío interior a la carrera, hasta lograr localizar al final de uno de los túneles la débil luminiscencia blanca con la que Somnia había marcado el camino. Un camino al final del cual, esperándonos junto a un imponente arco de metal toscamente apoyado contra la pared rocosa de la cueva, se encontraba la misteriosa bruja.
—Empezaba a creer que os habíais arrepentido —dijo al vernos aparecer, dedicándonos una sonrisa maliciosa—. Os lo habéis tomado con calma.
—El Bosque no nos lo ha puesto fácil —respondió Damiel, adelantándose para acudir a su encuentro. Mi hijo se detuvo frente al arco de metal, a través del cual ahora únicamente se veía la roca de la pared sobre la que estaba apoyado, y lo señaló con el mentón—. ¿Es este el portal?
—Lo es, sí —admitió ella... y adelantándose unos pasos para acercarse a mí, me tendió la mano—. Llevo tiempo queriendo conocerte, Aidan Sumer. Se oyen auténticas maravillas de...
—No es momento de presentaciones —advirtió Damiel con severidad, sin apartarse de la estructura metálica—. Ni ahora ni nunca: ábrelo.
La bruja me dedicó una mirada significativa antes de volver la atención hacia mi hijo y asentir con la cabeza. Sus labios no dijeron nada, pero sí sus ojos. Lo dijeron todo, en realidad. De nuevo regresó a mi mente el recuerdo de Lyenor, las palabras de mi yo del futuro e irremediablemente sentí vértigo.
Necesité coger un poco de aire al sentir el latido de mi Magna Lux desbocarse.
—¿Estás bien, Centurión? —me preguntó Lansel en apenas un susurro, con Diana aún a las espaldas.
¿Lo estaba? No, por supuesto que no. Los planes se desmoronaban y no sabía qué hacer. Abandonar a su suerte las almas de mis queridos familiares no era una opción, pero tampoco dar la espalda a Albia. Si al menos hubiese estado allí Lyenor para serenarme... para tranquilizarme con su calidez...
Volví la vista atrás. Si la ayuda estaba en camino, de momento no había ni rastro de ella.
—¿Aidan? —insistió Lansel—. ¿Va todo bien?
—Sí, sí, tranquilo...
—Padre, discutíamos sobre Diana —me llamó Damiel, el cual había formado un corrillo con Misi, Marcus y la bruja—. En su estado, debería quedarse aquí fuera. No podremos velar por ella una vez atravesemos el portal.
—¿Y dejarla sola? —preguntó Misi, poco conforme—. No me parece seguro, Damiel. Podría pasarle cualquier cosa...
—La bruja puede cuidar de ella —intervino Marcus, todo practicidad—. Aguantarla despierta es complicado, pero mientras duerme es de lo más sencillo. No le supondrá demasiado esfuerzo.
—¿Cómo la vas a dejar en sus manos?
Misi estaba en lo cierto. No me parecía buena idea dejar a la joven Valens en manos de la bruja estando inconsciente. Confiaba en que, tratándose de una aliada de Damiel, no le causaría ningún daño, pero jamás podría llegar a fiarme del todo de un ser del otro lado del velo. No obstante, ¿qué otras opciones nos quedaban? ¿Dejar a uno de los nuestros fuera? Después de la pérdida de Lyenor y de Diana, no podíamos permitirnos más bajas...
Era una decisión complicada, desde luego, pero la falta de opciones nos facilitó enormemente las cosas. Demasiado, para mi gusto. Por desgracia, no quedaba otra alternativa. Diana debía quedarse fuera, aguardar a que saliésemos, y para ello solo nos quedaba confiar en ella.
—No tenemos otra alternativa —dije, logrando con mi decisión que Misi y Lansel palidecieran—. En este estado es un estorbo.
—¡Pero Centurión...! —insistió Misi—. ¡No sabemos qué va a pasar aquí fuera! ¿¡Y si las atacasen!? ¡Y si...!
Somnia alzó la mano, congelando las palabras de la Pretor en el aire. Fijó su mirada en mí con los ojos entornados, seductora, y me guiñó el derecho.
Por sorprendente que parezca, nadie salvo yo mismo se dio cuenta del perturbador gesto.
—Si me lo pides tú, Aidan Sumer, cuidaré de ella con mi vida si es necesario...
Preferí no darle mayor importancia al tono de sus palabras. Si lo que quería era incomodarme, lo estaba logrando. Muy a mi pesar, no teníamos tiempo para discutir. Con suerte, a la vuelta.
—Entonces hazlo. Ahora... ahora abre el portal.
—Tus deseos son órdenes para mí, Centurión.
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