Capítulo 83

Capítulo 83 – Misi Calo, 1.818 CIS (Calendario Solar Imperial)




La búsqueda estaba acabando conmigo. Con mi fuerza, mi determinación, mis esperanzas... con mis ganas de seguir adelante. Cuantos más días pasaban más recordaba lo sucedido con Doric Auren, las jornadas persiguiendo a un fantasma, y mayores eran mis temores. El príncipe heredero había regresado, sí, y con él había habido un antes y un después en Albia. Con Damiel y Lansel, sin embargo, dudaba mucho que el destino fuese a darnos una segunda oportunidad. Más allá del velo no aguardaba más que oscuridad y muerte, destrucción y mentiras... y aquí, dolor. Mucho dolor.

Pasamos doce días buscándolos sin éxito. Durante todo aquel tiempo, tras la marcha de Marcus y de Jyn, habíamos ampliado el rango de búsqueda sin llegar a abandonar en ningún momento la cima de Cristal. Aidan estaba convencido de que tarde o temprano regresarían, que era cuestión de tiempo, y aunque durante los primeros días había querido creerle, ya tenía dudas de que fuese a suceder. El Laberinto de Huesos los había devorado, era evidente, pero dónde hubiese escupido sus restos era algo totalmente diferente. Tanto que, a pesar de la insistencia del Centurión, en lo más profundo de mi mente el permanecer en la cima empezó a perder sentido.

El miedo me estaba afectando, lo sé. Mi conducta no estaba siendo todo lo correcta que cabría esperar de un Pretor experimentado como yo, pero no podía evitarlo. Aquellos dos hombres eran mucho más que simples compañeros para mí y hasta que no supiese la verdad sobre su destino no podría enfrentarme al futuro con claridad. Ni podría dirigir la Fortaleza, ni mucho menos volver a combatir tal y como había hecho hasta ahora. Mi mente no me lo permitiría. Así pues, lo mejor que podía hacer por ellos y por mí era seguir buscando, y así hice. Sin descanso, sin final, sin miedo.

¿Y sirvió de algo? Recorrí gran parte de la cordillera, adentrándome en sus cavernas y perdiéndome en sus empinados caminos. Viajé a través de las dunas, dibujando aros concéntricos cada vez más amplios alrededor de la Cima de Cristal, pero mis esfuerzos no dieron ningún resultado. Como pronto descubriría, mis buenos amigos se habían esfumado del mapa.




Alcanzado el décimo tercer día de búsqueda tal era mi desesperación que, estando sola en la cima a la espera de que la lluvia nos abriese las puertas de nuevo al otro lado del velo, empecé a tener ideas extrañas. Aidan no había puesto demasiadas limitaciones a la hora de desarrollar la búsqueda. Había turnos de vigilancia para que la cima no quedase nunca vacía, pero por lo demás, salvo la prohibición de adentrarnos en las cuevas y la de alejarnos más de veinte kilómetros de la montaña, todo era válido. Desde escalar por las caras oscuras de la cordillera hasta negociar con las tribus errantes que de vez en cuando aparecían entre las dunas. No había límite. No obstante, estando tirada en la arena, con la mirada fija en el cielo totalmente despejado, empecé a tener dudas.

Dudas que surgían desde las profundidades de la montaña en forma de susurros.

No diré que oía una voz llamarme desde las entrañas de la tierra, pero sí es cierto que había algo que estaba despertando algo en mí. La incertidumbre, supongo, era la que me llevaba a pregúntame si estábamos golpeando todas las puertas. Sea como fuera, no sé ni cómo ni porqué lo hice, pero por primera vez en mi vida decidí desobedecer las órdenes de Aidan. Supongo que la desesperación fue la culpable, no lo sé. Después de tanta búsqueda sin éxito necesitaba asegurarme de que no estaban allí... aunque en el fondo de mi corazón sabía que no los encontraría.

Estúpido, ¿no?

Pues estúpido o no, entré en la cueva. Descendí el camino que conectaba con la cima y me deslicé por el túnel de acceso, ayudándome de mi destreza para no resbalar y caer. Una vez dentro, con la prohibición de Aidan en mente, recorrí la primera galería hasta alcanzar la zona de las lagunas. Se respiraba paz en el recinto. Tanta paz que empecé a preguntarme el motivo por el cual no habíamos pisado aquel lugar en tantos días. De haber aprovechado la cueva como refugio hasta la noche de la lluvia probablemente nuestro estado físico habría sido mejor. Muchísimo mejor, de hecho. Es más, es posible incluso que Jyn y Marcus no nos hubiesen tenido que abandonar...

No necesité más que estar unos minutos en aquel lugar para darme cuenta de que me estaba envenenando a mí misma. Aquellos pensamientos eran peligrosos... y no era precisamente mi mente quien los creaba. Aquel lugar me inducía a ello.

Qué razón tenía Aidan.

Me obligué a mí misma a mantener la mente en blanco. Estaba tan cansada que resultaba tentador meterme en una de las lagunas a relajarme. No me sentaría nada mal un baño después de tanto tiempo. Quizás, con la mente clara pudiese pensar en otras alternativas...

Me adentré en otro de los pasadizos para escapar de aquellos pensamientos. Atravesé un túnel de paredes azuladas con paso rápido y, una vez en el otro extremo, entré en una sala circular en cuyo corazón había unas escaleras que conectaban con el nivel inferior. La estancia no estaba especialmente iluminada, pues únicamente había una antorcha encendida junto al primer peldaño, pero incluso así emitía una luminiscencia especial.

Avancé varios pasos, creyendo escuchar algo en el silencio. Parecía un susurro... unos arañazos. Alguien golpeaba una pared... Gritos. Reconocí de inmediato la voz de Diana. La joven Pretor parecía nerviosa muy nerviosa...

Corrí hasta la abertura central y descendí los peldaños. Unos metros por debajo, en el interior de un estrecho túnel de paredes negras, había un muro de piedra frente al cual se encontraba Diana. Diana y su puñal.

Me detuve en seco para poder observarla mientras trataba de introducir el metal entre las piedras. Diana parecía ansiosa por encontrar la forma de abrir un agujero, y no era menos. Al otro lado del muro alguien golpeaba la pared con los puños; la arañaba con las uñas, la pateaba con las botas... y todo mientras, jadeante, suplicaba ayuda.

Palidecí al reconocer la voz.

—¡Damiel!

Me uní a Diana en su intento desesperado por derrumbar el muro. Ella parecía convencida de que con su cuchillo lo conseguiría. Yo, por el contrario, era bastante más práctica y contaba con más alternativas. Ordené a la Pretor que retrocediese y ocupé su lugar. A continuación, frente a la pared, concentré mi mente hasta contactar con el poder que albergaba mi Magna Lux. Hasta entonces había estado dormido, demasiado lejos del Sol Invicto como para poder canalizarlo. En aquel entonces, sin embargo, mi desesperación logró despertarlo. Apoyé la mano sobre la piedra, cerré los ojos y, sintiendo la energía crecer en mi interior, llené de oscuridad los minúsculos resquicios que quedaban entre las piedras. Envolví las rocas de sombras, dibujando pequeños lazos a su alrededor, y una vez la capa hubo envuelto toda la superficie, la hice crecer. Canalicé aún más energía a mis tentáculos de oscuridad, llenando sus músculos de poder, y éstos empezaron a abultar más. Multiplicaron su tamaño al instante, y como si de explosivo se tratase, hizo saltar por los aires la pared, llenando de piedra y polvo toda la sala.

Me cubrí el rostro con el brazo y cerré los ojos para impedir que la humareda me nublase la vista. Permanecí unos segundos a la espera, escuchando los pasos de Diana conducirla a mi lado, y una vez transcurrido un periodo prudencial, volví a destapármelos.

Y fue entonces cuando vi lo que realmente aguardaba al otro lado.

—¿Damiel...? —murmuré con la voz ahogada—. ¡Pe... pero...!

—No era Damiel —me corrigió Diana con rabia, abriéndose paso entre las piedras hasta alcanzar la estancia que aguardaba al otro lado—. ¡¡Lansel!! ¡¡Lansel!!

No había mucho por donde buscar. Nos encontrábamos ante una pequeña sala de piedra rectangular totalmente desnuda en la que únicamente había un espejo sin marco colgado en la pared. Un espejo en el que, mientras que Diana se internaba en la sala, vi aparecer una figura... y no la mía precisamente.

Quedé paralizada y no fue de miedo. Tampoco fue de la impresión. Sencillamente mi cuerpo quedó congelado, al igual que el de Diana, cuando la imagen del espejo surgió del vidrio y se materializó ante nosotros. Se trataba de una persona, mujer por la fisionomía, embutida en una poderosa armadura cobriza cuyo rostro estaba cubierto por un yelmo en forma de estrella.

La figura dio un paso al frente. Era imponente, alta y poderosa. Emitía una luminiscencia extraña, de un color entre rosado y dorado, que no lograba iluminar nada salvo su propia existencia. Los demás, Diana y yo en este caso, seguíamos sumidas en la oscuridad casi total, con las ropas y el pelo tintados de polvo.

Nos observó durante unos segundos, haciéndonos sentir diminutas. Diana se encontraba a cierta distancia de mí de espaldas, por lo que no podía ver su cara. No obstante, podía imaginar su expresión. Miedo, sorpresa, inquietud...

Un escalofrío me recorrió el cuerpo al escuchar la voz de la mujer en mi mente.

—¿Sabéis ante quien os encontráis, niñas?

¡Niñas! Hacía tanto tiempo que nadie me llamaba así que quise reír. Lástima que no pudiese.

—No lo sabéis, por supuesto —prosiguió. Su voz sonaba como un trueno en mi mente—. De haberlo sabido, jamás os habríais atrevido a pisar este lug...

—¿¡Dónde está Lansel!? —interrumpió de repente Diana—. ¡Oí su voz! ¡Estaba aquí dentro...! ¿¡Dónde está!? ¡Responde!

Desconozco cómo lo hizo, pero la Reina de la Noche no solo logró mover los labios y articular palabra, sino que, además, desenfundó su espada ceremonial y la alzó, amenazante. Perpleja, traté de imitarla, consciente de que necesitaría ayuda, pero mi cuerpo no respondió. La fuerza que me mantenía inmovilizada parecía invencible.

La mujer de la armadura soltó una carcajada al ver el arma alzarse contra ella.

—¿Te atreves a levantar tu endeble espada contra mí, humana? —Negó suavemente con la cabeza—. Podría matarte con una sola palabra si así lo deseara.

—¡No me importa lo que puedas o no hacer! —Diana negó con la cabeza—. ¿¡Dónde está Lansel!?

—Lansel...

En la mente de ambas se dibujó la imagen de Lansel Jeavoux de pie frente a un muro de fuego. Estaba en mitad de un bosque, rodeado de un campo minado de esqueletos humanos. Mi buen amigo tenía el rostro embadurnado de su propia sangre tras haber recibido algunas heridas, pero estaba vivo. Jadeaba de puro cansancio y en la mano cargaba su espada ceremonial. Había estado luchando... ¿con los esqueletos, quizás?

La imagen desapareció igual que había aparecido. Diana me miró, desconcertada, y por un instante el peso del arma en la mano se le hizo demasiado insoportable como para mantenerla en alto.

—Lansel —dijo en apenas un susurro.

—Preguntabas por él —respondió la aparición—. Y ahí lo tienes... preguntas tú también por él, ¿Misi Calo?

No respondí. No fue necesario. Tan pronto a mi mente acudió el nombre de Damiel, una nueva imagen acudió a mi encuentro con el Centurión como protagonista. A diferencia de Lansel, Sumer se encontraba frente a una cabaña junto a una extraña mujer de rostro indefinido vestida de blanco. Estaban hablando... o al menos ella lo hacía. Él únicamente escuchaba. Parecía concentrado... parecía asustado.

Sentí el corazón encogerse en mi pecho al ver en su mejilla derecha la marca negra en forma de beso. Era la primera vez que veía aquella señal, pero sabía perfectamente lo que significaba...

—La Estrella del Desierto es piadosa —dijo la aparición, rompiendo la ilusión de un plumazo—. Entiende el amor que puede llegar a albergar un alma herida.

—¿Dónde están? —respondí, logrando recuperar al fin parte de la movilidad. Tal era mi emoción al haber visto a Damiel que mi Magna Lux volvía a brillar furiosa, llena de energía—. Esa señal...

—Es un Beso de Viuda —explicó Diana con rapidez, poniendo en su boca lo que yo ya sabía—. Marca a su portador como uno de los elegidos por una de las Forjadoras... al menos en la mitología clásica.

—¿Significa eso que Damiel...?

No logré acabar la frase. Las palabras se me quebraron en la garganta.

—¡Al infierno lo que signifique! —gritó Diana—. ¡Tráelos de vuelta, seas quien seas, o te juro que conocerás la furia del Sol Invicto!

—¿Me amenazas?

Antes de poder responder Diana salió disparada contra la pared como si de un muñeco de trapo se tratase. Su espalda se estrelló contra la piedra, arrancándole un grito de dolor, y la joven cayó de rodillas al suelo. Cerró los dedos alrededor de su arma... pero ésta escapó de su mano cuando, de repente, la rodillera metálica derecha de la armadura se estrelló contra su cara. La cabeza de la Pretor salió disparada hacia atrás, golpeándose de nuevo contra la pared, lo que provocó que por un instante quedase aturdida. La aparición aprovechó entonces para cerrar los dedos alrededor de su garganta y alzarla en vilo... momento que yo aproveché para, desenfundando la espada, abalanzarme sobre ella y lanzar una estocada a su espaldar.

Chispas rosadas saltaron con el entrechocar del metal. La mujer giró su yelmo en forma de estrella hacia mí y, sin soltar a Diana con una mano, lanzó la otra hacia mí, ahora armada con una alabarda.

Tuve que lanzarme hacia atrás para lograr detener el golpe con mi espada. Resistí la embestida invirtiendo la mayor parte de mi resistencia en ello y la repelí con un fuerte golpe. Inmediatamente después, agachándome para escapar de un aguijonazo horizontal, rodé por el suelo y lancé un corte al peto, justo en el hueco que quedaba entre el metal y el cuerpo de Diana.

De nuevo saltaron chispas. Retrocedí, esquivando un nuevo ataque de la alabarda, y alcé el arma a modo de defensa. Diana, al fin, estaba despertando.

—¿Pero qué...? —murmuró.

Y empezó a patear enloquecida al verse atrapada.

—¡¡Suéltame!!

—Sí —la secundé—, ¡suéltala ahora mismo!

—¿O qué? —replicó la aparición—. ¡La Estrella del Desierto...!

El sonido del espejo al partirse en mil pedazos silenció su voz. La mujer emitió un grito agudo, desesperado, y como si de una gran estatua de hielo se tratase, estalló en mil esquirlas, bañando de fragmentos rosados el suelo. Inmediatamente después, Diana cayó de rodillas al suelo, alzó la mirada... y al volver la vista atrás, hacia donde yo miraba en aquel preciso momento, descubrió que ya no estábamos solas.

Lyenor bajó el arma con el cañón aún humeante.

—¿Se puede saber qué demonios os pasa por la maldita cabeza? —preguntó en un susurro amenazante, con sus profundos ojos fijos en nosotras—. ¿Es que no entendéis una orden?

—Lyenor —respondí de inmediato, bajando mi propia espada—. Yo no...

Intenté responder, pero no fui capaz de hacerlo. Ni yo ni la propia Diana. No teníamos excusa.

Furiosa, la Centurión nos ordenó de inmediato que saliésemos de la sala. No decía demasiado, consciente de que aquel lugar no era seguro, pero sus ojos lo decían todo. Estaba muy enfadada y profundamente decepcionada por nuestro comportamiento... pero también asustada, y no le faltaba motivo.

Me pregunté qué habría sido de nosotras de no haber aparecido la Centurión. ¿Habríamos podido vencer al ser de la armadura? Francamente, no lo sé.

—Solo os dimos una maldita orden —murmuró mientras ascendíamos los peldaños con ella cerrando la fila—. ¡Una maldita orden! Y no sois capaces de cumplirla... ¡Sol Invicto, esperaba más de vosotras! Sobre todo de ti, Misi. No dejas de sorprenderme.

Lyenor nos sacó de la cueva prácticamente a rastras, castigándonos continuamente con miradas llenas de rabia y alguna que otra acusación. Me hubiese gustado poder pedirle que no le dijese nada a Aidan, que aunque aún no éramos del todo conscientes de lo que acababa de suceder, no se repetiría, pero no dije nada. No fui capaz. Como digo, aún no era consciente de lo que estaba pasando. Ni de la gravedad de lo acontecido ni de la naturaleza del ser de la armadura... pero como descubriría con el tiempo, a partir de aquel día estaríamos siempre en deuda con Lyenor Cross.

Aidan ya nos estaba esperando en la cima cuando llegamos. Estaba tan desorientada que no sabía que hora era, pero por el tono rojizo del cielo supuse que estaba anocheciendo. Sea como fuera, no tuvimos demasiado tiempo para pensar en ello puesto que, tan pronto llegamos a la hoguera, Lyenor nos ordenó que nos sentásemos frente al fuego y cerrásemos la boca. Acto seguido, como si de dos niñas nos tratásemos, Diana y yo recibimos la mayor reprimenda que hasta entonces había escuchado.

Una reprimenda que me acompañaría durante muchos años, tanto por su dureza como por la brutalidad de sus palabras... pero que en aquel entonces, por sorprendente que pareciese, no me importó lo más mínimo. Mientras que ellos escupían palabra tras palabra, casi tan furiosos como aterrorizados ante lo que acababa de suceder, yo solo podía pensar en lo que había visto, en el Beso de Viuda de Damiel... y en la aparición. Después de todo, si aquel ser tenía poder para mostrarnos a Damiel y Lansel, ¿cómo no iba a tenerlo para traerlos?




—Lyenor dice que cree que era un agente de la Estrella del Desierto... ¿tú lo crees? Yo diría que la mencionó en un par de ocasiones, pero... ¿Misi? ¿Misi, me estás escuchando?

Las llamas de la hoguera danzaban con fuerza ante mis ojos cuando la voz de la Reina de la Noche captó mi atención. No la estaba escuchando. Ni a ella ni a nadie.

—¡Misi!

Parpadeé un par de veces, sobresaltada por el grito. No recordaba cuándo me había sentado frente a la hoguera, ni tampoco cuánto tiempo llevábamos hablando, pero el cielo estaba ya cubierto de estrellas. Además, estábamos solas.

—Qué extraño...

Me froté los ojos. Me costaba pensar con claridad. En mi mente aún estaba muy presente el enfado de Lyenor y Aidan, pero no lograba interiorizar lo que habían dicho. De hecho, apenas recordaba ninguna de sus palabras. Era como si una nube de polvo cubriese esos recuerdos... como si estuviesen emborronados.

¿Casualidad? No, imposible.

—Perdona —respondí al fin, poniéndome en pie—. ¿Qué decías?

Diana puso los ojos en blanco.

—Nada importante, supongo. ¿Estás bien?

Su aparente interés en mí me sorprendió. Los últimos días no habían sido en absoluto fáciles con Diana. De hecho, con ella nunca había sido nada sencillo. Aquella chica era capaz de sacar a cualquiera de quicio. Por suerte, hasta entonces yo siempre había logrado mantenerme inmune a sus provocaciones. Se podría decir que había habido paz entre nosotras. Desde el inicio del viaje, sin embargo, las cosas habían cambiado. Ella estaba más bocazas que nunca, y yo... ¿desquiciada?

—Sí, supongo que sí.

—Pues quién lo diría, tienes una cara... oye, ¿crees que Lyenor hablaba en serio? Con lo de sancionarnos oficialmente, digo. No sé tú, pero yo no tengo un currículo demasiado brillante, la verdad. A este paso van a acabar expulsándome de la orden.

—No creo que hablase en serio —admití—, pero por si acaso me andaría con cuidado. Tu apellido no ayuda precisamente.

—¿Me lo dices o me lo cuentas? —Diana se puso en pie y empezó a caminar alrededor de la hoguera con las manos en los bolsillos, nerviosa—. Empiezo a preguntarme si mi lugar está realmente en Albia o no. Mi padre...

Se detuvo en seco y me miró con las cejas levantadas. Se sorprendía a sí misma de lo que había estado a punto de hacer. Diana compartiendo sus inquietudes más privadas... ¡de locos!

Negó con la cabeza.

—Olvídalo, Calo. Me voy a dar una vuelta: quédate vigilando, ¿de acuerdo? Esta noche nos toca a nosotras.

Diana se esfumó entre las sombras sin darme opción a réplica. Aquella mañana parecía más pensativa de lo habitual. Lyenor y Aidan habían sido duros con ambos, pero era ella a la que realmente podían llegar a influir. Yo ya había demostrado lo suficiente a lo largo de todos aquellos años. Además, como Directora de la Fortaleza de Jade poco podían hacer en mi contra. Diana, sin embargo, era otro mundo. Con sus antecedentes y carácter, mucho tendría que cambiar si realmente quería seguir en Albia el resto de su vida.

Claro que, siendo francos, aquel no era mi problema. Aunque apreciaba a Diana, sus preocupaciones habían dejado de importarme hacía ya mucho tiempo. Desde lo de Davin, supongo. En el fondo, yo tampoco había podido perdonarla. Ni yo ni nadie, supongo, aunque a mí me costaba más disimularlo. Si a su gran error le sumabas que siempre se posicionaba de lado de Jyn, o mejor dicho, en contra de Marcus y mío, era difícil que entre nosotras pudiese haber una buena relación. Por suerte, poco me importaba. Diana, Albia, el futuro... ya habría tiempo para ellos. Ahora lo importante era recuperar a Damiel y a Lansel, y después de lo ocurrido en la cueva, creía saber cómo hacerlo.

Volví. Sé que suena estúpido, que no debería haberlo hecho después de lo sucedido y aún más tras la bronca de Aidan y Lyenor, los cuales nos prohibieron taxativamente que regresásemos a las cuevas, pero incluso así lo hice. Lo hice porque no tenía miedo a los castigos, ni mucho menos a las amenazas; lo único que en aquel entonces me importaba era recuperar a mis amigos, sobre todo a Damiel, y si para ello tenía que sacrificarme, estaba dispuesta a hacerlo.

Además, alguien me llamaba desde el corazón de la montaña. No podía oír su voz, pero sabía que algo o alguien me reclamaba. Era un sentimiento, una sensación... un presentimiento.

Rehice el camino hasta el interior de la cueva a gran velocidad, sin importarme poder ser descubierta. Me adentré en sus pasadizos, recorrí sus galerías, y antes incluso de que pudiese ser consciente de ello ya me encontraba de nuevo a los pies de las escaleras, frente a la pequeña estancia donde horas atrás Diana y yo nos habíamos enfrentado a la aparición. Ahora la oscuridad era absoluta en su interior. Se percibía aún el hedor de la poca sangre que se había vertido de la Pretor en el ambiente, pero poco más.

Me agaché junto a los fragmentos del espejo y recogí uno de ellos especialmente voluminoso. Aunque el vidrio no presentaba mayores daños que el evidente, no lograba verme reflejada en él. Era como sí, de alguna extraña forma, su superficie reflectara la imagen de otro lugar en el que ya no había nadie.

—¿Hay alguien ahí? ¿Hay...? ¡Tenemos que hablar! ¡Por favor! ¡Por favor, ¿alguien me oye!?

Tuve un mal presentimiento.

—¿Hola...? ¡Estrella del Desierto, yo...!

El cristal se desintegró en mis manos, dejándome los dedos teñidos de ceniza. Observé el polvo caer con desesperación. Una vez en el suelo, se esfumó, dejando tras de sí un breve destello rosado. Sentí el pánico apoderarse de mí. Extendí la mano hacia otro de los fragmentos, pero éste corrió la misma suerte, acompañado por el eco de una carcajada. Apreté los puños, furiosa, sintiéndome humillada al haberme convertido en el blanco de las burlas de quien fuese que aguardase al otro lado del espejo, y salí de la sala a la carrera. Ascendí las escaleras, recorrí el pasadizo cada vez más estrecho que conectaba con la galería principal y una vez en ella me dejé caer junto a una de las lagunas, con la cabeza llena de preguntas y los ojos al borde de las lágrimas.

Había estado tan convencida de poder llegar hasta ellos...

De repente, algo iluminó la sala. Desvié la mirada hacia el fondo de la estancia, allí donde las aguas de una de las lagunas habían empezado a emitir una luminiscencia azulada, y me puse en pie.

Me acerqué con precaución. De nuevo podía sentir la misma voz llamándome... pronunciando todas y cada una de las letras que componían mi nombre con cariño, con dulzura... con amor.

—Misi, ven. Acércate. Misi...

Me dejé llevar por la voz y acudí a la orilla de la laguna, donde me detuve para inspeccionar su superficie. El agua se movía suavemente, dibujando pequeñas olas en las que se reflejaba algo. Unas piernas, unas manos... una sombra.

Dos ojos rojos brillaron en sus profundidades. Unos ojos que me miraron desde más allá de la superficie del agua... pero también desde más allá del velo.

Sentí miedo cuando nuestras miradas se encontraron. No podía ver nada a parte de los puntos rojos, pero sabía que se ocultaba alguien poderoso en su interior. ¿La dueña de la armadura, quizás?

—Misi —insistió—. ¿Me buscabas?

Me dejé caer de rodillas en el suelo para poder ver más de cerca el agua. Quería averiguar qué clase de ser se ocultaba entre las olas, pero su movimiento continuo me lo impedía. Tan solo llegaba a percibir una sombra humana.

El agua vibró con la risa del ser.

—Para poder verme tendrías que cruzar al otro lado, Pretor.

—¿Quién eres? —respondí con precaución—. ¿Cómo sabes mi nombre?

—¿Acaso importa? —Una sonrisa roja que recordaba más a un corte que a unos labios surgió bajo los ojos del ser—. Acudiste a la cueva en busca de ayuda... y yo puedo brindártela... ¿o es que acaso ya has olvidado a tus queridos amigos? Ahora mismo los estoy viendo... Sumer se encuentra bajo la lluvia, mirando al cielo con los ojos encendidos, y Jeavoux sentado al otro lado del muro de fuego, a la espera de que el viaje del Centurión llegue a su fin... Podría traerlos ahora mismo si me lo pidieras. Podría traértelos... te echan de menos.

Me echaban de menos... y yo a ellos.

Apreté los puños con fuerza, tratando de mantener a raya mis emociones. Tal era el ansia de volver a verlos que ni tan siquiera era capaz de analizar la situación. Estaba bloqueada.

—Tráelos —murmuré como respuesta—. Yo también los echo de menos.

—Los traeré entonces... aunque no va a ser fácil. Hay quien no desea que vuelvan, Pretor. Hay quien desea que permanezcan atrapados eternamente... sus captores son poderosos. Traerlos no va a ser en absoluto fácil.

Sus palabras lograron estremecerme.

—¿Quién los tiene prisioneros? —pregunté—. Dime su nombre, y...

—No puedes hacer nada en su contra —sentenció con determinación—. No desde aquí. No pertenecéis al mismo mundo, Pretor. Tú no puedes liberarlos, pero yo... yo sí puedo. Sera complicado y me requerirá un gran esfuerzo, pero estaría dispuesto a hacerlo por ti si realmente así lo deseas. Únicamente pido una cosa a cambio... algo muy sencillo.

En circunstancias normales ni tan siquiera habría escuchado la voz. Como elegida del Sol Invicto es posible incluso que hubiese intentado destruirlo. En aquel entonces, sin embargo, ni tan siquiera lo pensé. La desesperación hablaba por mí.

—¿El qué? —respondí—. ¿Qué pides? Sea lo que sea...

La sonrisa del ser se ensanchó aún más.

—Oh, es algo sencillo... y ni tan siquiera lo necesito ahora. Será algo más adelante... y como digo, es fácil. Únicamente necesitaré que me abras una puerta. Solo eso... fácil, ¿no crees?

—¿Una puerta? —pregunté con perplejidad—. ¿Qué puerta?

—No te preocupes por eso, Pretor... eso es lo de menos ahora. Lo importante es rescatar a tus amigos. Dime, ¿tenemos un trato, sí o no?




Aquella noche llovió. El cielo hasta entonces despejado se cubrió de una película de nubes negras que, dos horas después de que abandonase la cueva, empezaron a liberar miles de gotas de agua. Unas gotas que, formando densas cortinas de lluvia, trajeron del olvido las estructuras de piedra blanca que conformaban el Laberinto de Huesos.

Y con el Laberinto de Huesos, regresó él.

Solo él.

—¡Lansel! —gritó Diana al localizarlo entre la lluvia, de pie frente al pozo, con las ropas manchadas de sangre y la espada ceremonial en mano.

La Pretor acudió a su encuentro de inmediato, seguida muy de cerca de Lyenor. Aidan y yo, sin embargo, nos quedamos clavados en el mismo lugar donde nos encontrábamos, frente a los restos de la hoguera, a la espera de que Damiel se uniera a él.

Por desgracia, no solo no lo hizo, sino que no lo haría por el momento.

—Aún no —anunció Lansel finalmente, respondiendo a la pregunta que, aunque nadie formuló, todos teníamos en mente—. Volverá, pero aún no. Podéis estar tranquilos: está bien... pero no va a volver de momento. Aún le queda mucho por hacer.

—Pero...

—Misi, no —sentenció Jeavoux sin darme opción a más—. No es su momento.

—¡Esperaremos entonces! —respondí con rabia, furiosa—. ¡Esperaremos hasta el final!

—Esperaremos, sí —admitió Aidan—, pero no aquí. Ha llegado el momento de volver.

—¿¡Volver...!? ¿¡Os habéis vuelto locos!?

Consciente de que estaba poniéndome muy nerviosa, Lansel apoyó las manos sobre mi hombro y depositó un beso en mi frente, tranquilizador.

—Misi —dijo—, espéralo en la Fortaleza. Volverá, te lo prometo.

Promesas... quise creerle, lo juro. Quise confiar en sus palabras y poder regresar a la Fortaleza de Jade con la certeza de que era cuestión de tiempo de que volviese. Lo intenté con todas mis fuerzas... pero no lo conseguí.

No escuché a Lyenor cuando me pedía que recapacitara, ni a Lansel cuando insistía en que debía confiar en él. Tampoco escuché a Aidan cuando me pidió que regresara... ni mucho menos cuando me lo ordenó. Sencillamente les di la espalda, cosa que jamás pensé que haría, y me senté a esperar.

Nada más.

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