Capítulo 72
Capítulo 72 – Damiel Sumer, 1.817 CIS (Calendario Solar Imperial)
Era la primera vez que estaba tan lejos de casa.
Tras más de una semana de viaje a través del océano del Verano a bordo de un buque albiano, Lansel, Asher y yo habíamos llegado a las costas de Donnegard poco antes del anochecer. La travesía había resultado ser de lo más agradable, con mis dos compañeros demostrando en todo momento que abandonar las tierras del Sol Invicto no era lo peor que podía pasarnos. Su protección era clave para nuestra supervivencia, de eso no teníamos ninguno la más mínima duda, y más si lo que queríamos era apoyarnos en los poderes de la Magna Lux, pero incluso así encontraríamos la forma de salir adelante. Su luz, aunque muy tenue en aquel continente, sería suficiente para seguir iluminando nuestros caminos durante un poco más.
Donnegard era un pequeño país costero situado al sur de Galaad y al este de Volkovia. Estaba a la altura del sur de Throndall y Talos, por lo que su temperatura era bastante más baja de lo habitual en Albia. Sus altas montañas siempre estaban nevadas, sus campos pelados y sus bosques, aunque densos en su mayoría, poblados por peligrosas especies venenosas.
Donnegard era un país antiguo en el que las viejas tradiciones estaban muy aferradas en su escasa población. Se decía de él que era la cuna de Gynae: el lugar de nacimiento de su civlización. Cierto o no, la única realidad era que el país no pasaba por sus mejores tiempos, con un elevado número de poblaciones abandonadas en sus montes y una juventud cuyo futuro aguardaba más allá de la frontera con Volkovia.
Era un lugar gris. Mientras recorríamos sus estrechos pasos de montaña en un coche alquilado hacia Kíope, la ciudad donde Maiha tenía su residencia, su sombría aura iba envenenando nuestro humor. A Lansel no podía vencerlo: aquello era una batalla perdida, pero Asher y yo éramos otro cantar.
Asher Coolan era una de nuestras últimas incorporaciones. Procedente de otra Unidad y tras haber pasado casi dos décadas en Ballaster, el veterano Pretor, con más de sesenta años en el contador, había aceptado unirse a la Sumer cautivado por las grandes historias que se contaban sobre mi padre. Su destacado papel en la guerra y en el Alto Mando lo había convertido en una leyenda, y para gente como Asher Coolan el poder formar parte de su Unidad era un honor. Personalmente me caía bastante bien. Lansel decía que era un tipo aburrido, con aspecto de viejo y mentalidad aún más anciana. Yo, sin embargo, tenía otra visión. Alto, ancho de espaldas y de constitución fuerte, Asher Coolan era un elegante agente de larga melena rubia y tupida barba cana siempre bien recortada. Su rostro era cuadrado, con una mandíbula fuerte y unos brillantes ojos verdes siempre ocultos tras unas gafas circulares. Mi padre decía que era uno de los hombres más elegantes que había conocido jamás, y no se equivocaba. Incluso vestido con su uniforme, aquel Pretor ofrecía un aura de sofisticación y estilo que ni Lansel ni yo podríamos jamás igualar.
Era, como le gustaba decir a Lyenor, todo un caballero. El caballero de la Noche en mayúsculas. Todo corrección, sabiduría y buenas formas... pero letal como el más afilado de los cuchillos en combate. En definitiva, un gran fichaje. Lansel no estaba convencido, y mucho menos de que lo hubiese elegido para aquel viaje, pero no había motivos para dudar. Asher era justo lo que necesitábamos para asegurarnos de que, pasase lo que pasase, no perderíamos el norte.
Llegamos a Kíope tres horas después, caída ya la noche. La pequeña ciudad en la que Maiha se había asentado se encontraba en un profundo valle, en el corazón de una densa arboleda cuyos caminos estaban totalmente congelados. Se trataba de un lugar tranquilo y bonito, compuesto por casas de piedra en su mayoría y estrechas avenidas por las que las ruedas de nuestro vehículo resbalaban. Por suerte, no tardamos demasiado en localizar la mansión donde nuestro contacto vivía. Situada en lo alto de una pequeña colina, a un par de kilómetros del corazón de la ciudad, la casa de Maiha se alzaba entre el paisaje nevado como una imponente edificación blanca y azul sobre cuya puerta de entrada aguardaba un sonriente Sol Invicto.
—Empezaba a echarlo de menos —exclamó Lansel al verlo.
Asher aparcó no muy lejos de las escaleras de entrada, en una cochera situada en el ala izquierda del edificio, y juntos nos encaminamos hacia la parte frontal del edificio. Junto a las dos columnas que custodiaban la puerta principal, vestido con una larga toga blanca y el cabello ya canoso peinado hacia atrás, el viejo amigo de mi padre nos esperaba.
Ishmael Maiha era un hombre de más de sesenta años cuya peculiar vida llena de sacrificios lo había convertido en una de las grandes personalidades del continente occidental. Albiano de nacimiento, Maiha había cruzado el océano desde niño de la mano de su padre, un popular comerciante de perlas de la época. Con él había aprendido el negocio, varias de las lenguas y, sobre todo, a tratar con las peculiares gentes de Gynae. Sus tradiciones y costumbres no eran un misterio para él. Al contrario, las conocía todas, y tal era el respeto que les profesaba que incluso las había incorporado en su vida cotidiana. Eso sí, siempre sin olvidar sus auténticos orígenes. Vistiese como vistiese y hablase como hablase, la luz del Sol Invicto siempre marcaría sus pasos.
Tras la muerte prematura de su padre, Ishmael había seguido con el negocio familiar durante unos años. De hecho, aún lo mantenía, aunque a modo de tapadera. En realidad, Maiha era uno de los mayores informadores de la Casa de la Noche; un agente que, sin necesidad de formar parte de las Casas Pretorianas, era considerado un igual entre aquellos que lo conocían, incluido mi padre.
Pocas personas habían dado tanto al Imperio sin pedir nada a cambio.
—Ishmael —saludé, y tal y como me había pedido Aidan, me fundí en un abrazo con él—. Mi padre me pide que te recuerde una vez más que le prometiste una visita hace años.
—Tu señor padre está demasiado ocupado como para atender a alguien como yo —respondió él, con un asomo de sonrisa oculta entre la espesa barba blanca—, pero tranquilo, llegará el momento. Antes de morir volveré a Albia para despedirme de ella.
—¿Antes de morir? —replicó Lansel, que prefirió limitarse a estrecharle la mano a modo de saludo—. Tenga paciencia, caballero, me temo que el Sol Invicto no deja ir tan pronto a sus mejores agentes. Es un tanto exigente, ya sabe.
—Jeavoux, sin duda —respondió él—. Ese peculiar sentido del humor lleva tantos años acompañando a tu familia que es imposible no reconocerte, muchacho. Saluda a tus padres de mi parte, nos conocimos hace ya muchos años... y tú debes ser Coolan. Conozco esa mirada.
Asher tomó su mano entre las suyas y la estrechó con calidez, dedicándole una cordial sonrisa a la que Maiha respondió con un asentimiento.
—El mismo, compañero —fue la respuesta de mi agente—. No hay hermano que se precie en nuestra Casa que no conozca su nombre, Ishmael. Se ha convertido en una leyenda.
—Últimamente hay demasiadas leyendas en Albia, pero créeme, Coolan, yo no soy una de ellas. Venga, entremos, aquí hace frío.
El interior de la mansión de Maiha era cálido y agradable, con una decoración excesiva para mi gusto, pero cuya familiaridad nos hizo olvidar momentáneamente lo lejos que estábamos de casa. Aquel lugar irradiaba luz y su dueño aún más.
Ishmael nos llevó hasta una amplia sala de paredes de piedra en cuyo interior, ardiendo con fuerza, una chimenea nos aguardaba con varias butacas situadas a su alrededor. Había también una mesa baja de cristal con varios platos de comida, canapés de aspecto muy exótico en su mayoría, unas jarras de cerveza y unos vasos preparados para nuestra llegada.
Nos invitó a que tomásemos asiento. Seguidamente, tras repartirnos los vasos, una de las silenciosas sirvientas del anfitrión surgió de entre las sombras para llenarlos antes de volver a desaparecer a través de una de las puertas de servicio.
—Kaliva —dijo Ishmael, dedicándole una fugaz mirada a la mujer antes de que se perdiese por uno de los pasadizos—. Es el ama de llaves. Lleva trabajando para mí más de veinte años.
—¿Es lugareña? —preguntó Asher, sujetando con elegancia el vaso con una mano y un canapé con la otra—. Tenía entendido que la gente de Donnegard es muy cerrada con los extranjeros.
—Es de aquí, sí —respondió Maiha—. No te equivocas: los habitantes de este país son de trato complicado, pero en el caso de Kaliva ya son varias generaciones las que llevan trabajando para mi familia. Lo nuestro es una historia de fondo. Pero es una excepción: Donnegard es un lugar complicado, no os voy a engañar. Las tradiciones están tan arraigadas que incluso hoy en día me siguen sorprendiendo. Volkovia parece la sociedad más evolucionada del planeta en comparación.
Aquello tuvo su gracia.
—Volkovia —dijo Lansel, y dejó escapar un suspiro de puro agotamiento—. Lo que hay que oír. Últimamente esos cabeza de martillo están intentando mejorar su imagen... me pregunto si habrá algún interés detrás.
—No te lo preguntes, muchacho: te lo confirmo. El Voivoda está moviendo hilos. Somos muchos los que estamos expectantes. Hay quien dice que ha centrado su atención en el otro lado del océano, y dudo que se equivoque. Era cuestión de tiempo que Albia se cruzase en su camino.
Volkovia era la mayor potencia del continente. Con una gran extensión de terreno en su poder, varios millones de habitantes y una economía cada vez más fuerte, el lejano país se estaba convirtiendo en la competencia directa del Imperio. Por el momento sus pretensiones no salían del continente de Gynae y las relaciones con Albia eran relativamente buenas, pero no se les perdía de vista. Como bien decía Ishmael, era cuestión de tiempo que el Voivoda diese un paso más en su expansión.
—Pero no es Volkovia lo que nos ha traído hasta aquí —dije, encauzando la conversación—. Háblanos de tu nombre destacado en Yhubia, Maiha. ¿Qué ha pasado?
Los ojos del hombre se enturbiaron ante la pregunta. Se llevó su vaso a los labios, pensativo, y durante unos segundos permaneció en silencio, probablemente rememorando los últimos acontecimientos. Su rostro se tiñó de amargura.
—Su nombre era Vypex y tenía solo diecinueve años —empezó—. Era un buen chico. Tenía problemas, sí, pero como muchos jóvenes con su edad. Ha tenido una vida complicada. De hecho... —Lanzó una fugaz mirada a la puerta por la que la sirvienta había desaparecido—, era el hijo de Kaliva.
—¿Era miembro de tu servicio o un agente? —quiso saber Asher—. Es importante. Si lo que queremos es denunciar su asesinato ante las autoridades, necesitamos saber el máximo posible sobre él. Porque vamos a denunciarlo, ¿me equivoco?
Antes incluso de que Ishamel respondiese ya todos los allí presentes sabíamos que aquel no era su objetivo. De hecho, no lo había sido en ningún momento. Su petición iba más allá.
—No —dijo con determinación—. Me gustaría creer que no es culpable de esos asesinatos, pero no puedo poner la mano en el fuego por él. No... no sería la primera vez que ocurre algo así. Como digo, ese joven tenía problemas de conducta.
Problemas conducta. Lansel, Asher y yo intercambiamos una fugaz mirada antes de seguir con la conversación. Nos acercábamos peligrosamente a la fina línea que separaba el bien del mal. Una línea que, aunque en alguna que otra ocasión habíamos tenido que cruzar, evitábamos siempre que podíamos. Un asesino, con motivos o no, seguía siendo un asesino a ambos lados del océano.
—¿Entonces? —preguntó Lansel, a la defensiva—. ¿Cuál es el plan? ¿Para qué necesitabas nuestra ayuda? El viaje hasta aquí no ha sido corto precisamente.
Ishmael asintió, consciente de ello.
—Antes de que saquéis vuestras propias conclusiones, debéis saber la verdad. Solo quiero recuperar su cuerpo. Su madre y yo queremos darle sepultura aquí, donde aún llegan los rayos del Sol Invicto. Mientras siga en Yhubia, su alma jamás podrá entrar en el Salón Áureo.
Sinceramente, de haber estado en Albia ninguno de los tres habría ayudado a Ishmael. Aunque el joyero nos había servido de informador durante mucho tiempo y había accedido a apoyarnos en la vigilancia del "Fénix" en Donnegard, la petición no era justa. Un Pretor jamás se jugaría la vida por intentar recuperar el cuerpo de un asesino, y mucho menos cuando las intenciones de sus padres, o lo que fuese Maiha para él, era venerar su alma para que se uniese a la del resto de guerreros caídos en batalla. Era indigno... injusto. Aquel hombre no merecía ir al mismo lugar que mi hermano Davin, mi madre u Olivia. Merecía el destierro.
Lamentablemente, no estábamos en Albia. En aquel país los Pretores no teníamos ningún tipo de autoridad e Ishmael Maiha nuestro único contacto, por lo que no nos la podíamos jugar. Además, quería ir a Yhubia. Quería comprobar con mis propios ojos si el "Fénix" seguía en aquella maldita ciudad y aquella excusa era perfecta. Así pues, ¿me negué? Me hubiese encantado hacerlo, de veras, pero no, no lo hice. Lo siento.
Al siguiente amanecer partimos divididos en dos coches hacia Yhubia. La conocida como la joya Blanca y Negra era una preciosa ciudad de edificios negros de planta circular alrededor de la cual se alzaba una poderosa muralla blanca con ocho torres de vigilancia en forma de guerrero desde cuyos yelmos la guardia custodiaba las distintas entradas. Se trataba de un lugar de gran belleza con amplias calles adoquinadas, fachadas decoradas con flores rojas de cristal y una curiosa población cuyos ropajes únicamente eran de dolor colores: o blancos o negros.
Yhubia tenía una gran presencia floral en sus calles. En los alféizares de las ventanas de sus viviendas había macetas con plantas mientras que en sus aceras, plantadas en lo alto de bonitos jarrones en forma de aguja, centenares de rosas rojas daban la nota de color a un lugar cuyo magnetismo impedía no sentirse azorado. Los edificios eran muy altos, con puentes a distintas alturas conectando las distintas plantas, las calles laberínticas y sus plazas inmensas, con grandes y ostentosas estatuas de leones aladas custodiándolas desde su corazón.
Era, en definitiva, un lugar singular.
Recorrimos las avenidas a marcha lenta, deteniéndonos cada vez que un crío cruzaba la calle sin mirar. En Yhubia apenas había vehículos, y mucho menos señalización de tráfico, lo que convertía la carretera en una prolongación de las aceras. Sus gentes las cruzaban cuando consideraban oportuno, obligando a los vehículos a detenerse. Por suerte, para cuando llegamos a la ciudad ya casi era la hora de la comida, así que no encontramos demasiada gente en la calle. Las terrazas estaban llenas, al igual que los puestos de comida ambulantes y los bancos de piedra de las plazas, pero el resto de la ciudad parecía vacía. Gracias a ello, en menos de veinte minutos alcanzamos el palacio de su Reina. Aparcamos más allá de la verja, en una zona especialmente despejada, y nos encaminamos a la entrada principal, donde una escolta de cuatro guardias uniformados de blanco nos estaba esperando.
Aproveché la breve espera mientras Maiha se identificaba para curiosear el palacio. A diferencia de las residencias reales de Albia, el hogar de la Reina Kaisha Mindali no gozaba de unos amplios jardines ni era una estructura especialmente grande. La casa era algo más grande de lo habitual, sí, rodeada por cinco estrechas pero altas torres de vigilancia, pero por lo demás la nave principal era un edificio relativamente normal de planta circular y techo abovedado. Sus paredes eran blancas, con más de dos decenas de columnas negras dibujando un arco techado a su alrededor; su entrada estrecha y sin decoración alguna. Lo único que llamaba la atención del lugar eran los macizos de rosas rojas salvajes que, diseminados por los alrededores, llenaban de color y de perfume el recinto.
—Así que aquí es —murmuré para mí mismo, memorizando todos y cada uno de los detalles de la estructura. Ventanas, escaleras, puertas...—. Aquí es donde te escondes.
—Piensa con claridad —me susurró Lansel a apenas unos centímetros del oído, con disimulo—. No podemos permitirnos ningún error. Si ese tipo realmente sigue aquí, daremos con él.
Nos guiaron al interior de la casa a través de un estrecho corredor de suelo ajedrezado y paredes de piedra al final del cual, tras girar un recodo, irrumpimos en un salón de techo abovedado. En su interior había grandes piezas de mobiliario repartidas por toda la estancia, con estanterías llenas de libros cubriendo las paredes y una gran mesa circular de piedra gris en el centro de la sala. En la pared oriental había una chimenea encendida, lo que ayudaba junto a la calefacción a que la temperatura fuese alta. Demasiado para mi gusto. El suelo estaba cubierto por pieles de distintas tonalidades, grisáceas en su mayoría, y el techo de ganchos de los que caían voluminosos aros de hierro donde reposaban cirios encendidos.
Los guardias nos pidieron que aguardásemos unos minutos en la sala a la llegada de su señora. Ninguno nos sentíamos especialmente cómodos en aquel caluroso lugar, pero mucho menos los tres jovencísimos ayudantes que Ishmael había traído consigo. Aunque aún no hubiesen sido informados del papel que jugarían, el miedo que reflejaban sus ojos evidenciaba que temían lo peor.
No tardaríamos demasiado en descubrirlo.
Kaisha Mindali no nos hizo esperar más de diez minutos. Envuelta en un vaporoso traje de color blanco que dejaba a la vista los hombros y los pies descalzos, con la larga cabellera cana recogida en una trenza que caía sobre su pecho y el rostro ya cubierto de arrugas limpio de maquillaje, la Reina de la ciudad de Yhubia acudió a nuestro encuentro acompañada únicamente de dos personas. Una de ellas era una guardaespaldas por su atuendo: coraza de cuero negra con un corazón pintado en el pecho, yelmo alado totalmente blanco y espada ceremonial a la cintura. Llevaba también a mano un arma automática, por si fuese necesario su uso, pero no parecía tener especial interés en ella. Su presencia era meramente ceremonial. La otra mujer que la acompañaba, sin embargo, no formaba parte del servicio. Se trataba de una chica joven, de la edad de Diana o puede que un par de años más, alta y delgada. Tenía el cabello rubio recogido en una trenza, como la Reina, y por el parecido que había entre ellas era evidente que era un miembro de la familia. Ella también vestía con un vestido vaporoso blanco, aunque a diferencia del de Kaisha, que sobrepasaba las rodillas, el suyo apenas le cubría la cintura. La joven llevaba los muslos al aire, dejando a la vista las pinturas rituales que tenía en ellos. De hecho, su atuendo dejaba mucho a la imaginación. Tanto que creo que no me equivoco si digo que ni Lansel ni yo fuimos capaces de escuchar las primeras palabras de la Reina. Ishmael y Asher probablemente tampoco, pero no puedo asegurarlo. Nosotros...
En fin, mejor no dar detalles. Para cuando logré centrar la mirada en la Reina, la conversación no solo ya había empezado sino que nos estaba mirando con el ceño fruncido y los ojos encendidos, furiosa ante nuestra mera presencia.
—Ishmael Maiha —decía en aquel momento la Reina en idioma común—. Aún tengo mis dudas sobre si he hecho lo correcto en aceptar este encuentro. Ni he olvidado ni pienso olvidar lo que ese enviado tuyo hizo.
—Permítame que le demuestre que no se ha equivocado, Alteza —respondió él, suplicante, con la mirada fija en el suelo, incapaz de mirarla a la cara—. Necesito tan solo unos minutos... solo eso. Después desapareceré y no volveré a molestarla.
—Gánate mi confianza y tendrás tus minutos —contestó la anciana a la defensiva— ¿Quiénes son los que te acompañan? Son extranjeros... maldita sea, Maiha, ¡sabes que no me gustan los extranjeros! ¿Por qué los traes?
La Reina volvió a mirarnos, esta vez con los ojos aún más encendidos. No me sorprendía su reacción. Los extranjeros no eran bienvenidos en Donnegard, eso era algo sabido por todos, pero mucho menos en lugares tan remotos y de mentalidad tan cerrada como aquella ciudad.
—Ishmael Maiha es un ciudadano albiano —dije, dando un paso al frente para posicionarme junto al mencionado—, y como tal cuenta con el apoyo de su país.
—¿Son ustedes Pretores? —preguntó la mujer más joven, con la mirada fija en mí. Parecía sentir curiosidad—. Sus uniformes y sus cascos son como los suyos al menos.
La Reina le dedicó una fugaz mirada antes de negar con la cabeza.
—Por supuesto que son Pretores, Cynna —aseguró, anticipándose—. ¿Debo entender entonces que el señor Maiha cuenta con el apoyo del Emperador de Albia, Pretor?
Asentí con la cabeza. En realidad aquella afirmación no era del todo cierta, pero dado el rumbo que estaban tomando las cosas, no quería perder credibilidad. Aquella mujer tenía motivos para estar furiosa, sin duda, pero no iba a permitir que nos tratase con desprecio. Ya fuese en mi continente o en otro, seguía siendo un Centurión, y mientras el Sol Invicto estuviese de mi lado, jamás permitiría que nadie lo olvidase.
—Cuenta con él —respondí con determinación—. Y hablo en nombre de su Alteza Imperial cuando le exijo que escuche a este hombre.
—¿Exigir? —Sorprendida la severidad de mi tono, la Reina arqueó las cejas—. ¿Te crees con derecho a venir a mi hogar a exigir algo, albiano? ¡Este hombre ha enviado a un asesino a mi ciudad que ha acabado con la vida de tres personas! ¡Tres! ¡Debería exigir de inmediato su ejecución!
A mi lado, Maiha empezó a moverse con nerviosismo, probablemente arrepientiéndose de haberme pedido ayuda. Conociéndolo, él habría empleado otro tono. Habría sido más correcto... más sumiso. Yo, sin embargo, no estaba dispuesto a someterme ante nadie.
—No podéis —respondí—. Es cierto que nuestro agente ha cometido un grave error, y vos le habéis hecho pagar por ello. La deuda queda así saldada.
—¡Yo decidiré cuándo queda la deuda saldada, no tú, Pretor! —dijo la Reina, escupiendo las palabras—. ¡Sus manos siguen manchadas de sangre!
Antes incluso de responder, Lansel reprobó mis palabras. Sabía lo que iba a decir, y si bien no me detuvo ni lo intentó, sé que no fue de su agrado. Lamentablemente, no pude reprimirme. Por muy fría que intentase mantener la cabeza, la sangre hervía en mis venas.
—¿Solo las suyas? —respondí, y aquella pregunta bastó para hacerla palidecer—. Por el bien de todos, señora, mejor no empecemos a contar los muertos que cargamos cada uno a las espaldas. Le puedo asegurar que de todos, probablemente Maiha sea el que tenga las manos más limpias.
Breve y directo. Imagino que os imagináis como sentaron mis palabras, ¿no? Si ya de por sí había tensión, aquello la cuadriplicó.
—¡Cuidado, Pretor! —advirtió la guardaespaldas de inmediato, llevándose la mano a la vaina de la espada—. ¡No voy a permitir que vengas al hogar de mi Reina a insultarla!
—¡Ni lo intentes! —le espetó Lansel con rapidez, imitando su gesto y yendo un paso más adelante. Él sí desenfundó su espada—. ¡No tienes ninguna oportunidad contra nosotros!
No la tenía, todos éramos conscientes de ello, pero incluso así desenfundó su espada. La guardia dio un paso al frente... y Asher también sacó su arma.
Lansel y él se posicionaron a nuestro lado.
—¡Basta! —gritó la mujer más joven, tratando de calmar las cosas—. ¡No voy a permitirlo! ¿Quién demonios te crees que eres? ¡Esto no es Albia, Pretor! ¡No puedes...!
—Quien no va a permitirlo soy yo —respondí, tajante—. Nuestro cometido aquí es claro: tan solo le pedimos unos minutos con la Reina. Kaisha, usted decide: ¿lo hacemos a las buenas o a las malas?
Profundamente ofendida, la Reina lanzó una maldición en su idioma, ansiosa por responder; dispuesta a gritarme y probablemente ordenar a su guardia que intentase acabar conmigo, pero su acompañante no se lo permitió. Adelantándose a ella, la joven cogió su brazo y, apretando suavemente los dedos en él, se adelantó unos pasos hasta detenerse frente a mí.
Sus ojos negros brillaron a la luz de las velas.
—¿Quién eres, Pretor? —preguntó.
Y antes incluso de que respondiese, ambas ya lo sabían. Por supuesto que lo sabían. Había tardado mucho tiempo en venir, más del que debería, pero finalmente lo había hecho, tal y como ellas siempre habían supuesto, y ahora que estábamos cara a cara, no estaba dispuesto a irme sin lo que realmente había venido a buscar. Justicia para Maiha, sí... pero también para mí.
—Mi nombre es Damiel Sumer —dije—. Ahora, hechas las presentaciones, ¿contamos con esos minutos o no?
Me estaban esperando. Mientras que Maiha, Lansel y Asher aprovechaban el tiempo que la Reina decidió concederles para negociar las condiciones del tratado, Cynna Mindali me pidió que la acompañase. No iríamos demasiado lejos, de hecho ni tan siquiera saldríamos de la casa, pero la visita me serviría para comprender que, una vez más, me había equivocado.
Cynna me llevó hasta la que había sido la habitación de Orland Alaster durante aquellos años. Una estancia pequeña y muy luminosa situada en el extremo norte de la vivienda en la que únicamente había un armario, una cama y una mesa. Allí, según me contó su prima segunda tras invitarme a pasar y echarle un rápido vistazo, había pasado la mayor parte del tiempo, encerrado en sí mismo y leyendo muchos de los volúmenes que su bisabuela guardaba en una de tantas bibliotecas. Su regreso después de tantos años había sorprendido a ambas por igual. De hecho, Cynna, hija de una de las dos hermanas de su madre, la que se había quedado a vivir en Donnegard, hasta entonces ni tan siquiera había sabido de su existencia. La Reina le había hablado en cierta ocasión sobre la caída en desgracia de la parte albiana de la familia, pero nada más. Ni sabía que Orland seguía con vida, ni muchísimo menos todo lo que cargaba a sus espaldas.
—Mi bisabuela no me habló de él hasta que desapareció. Fue hace tan solo un par de semanas, una noche después de la ejecución del asesino cuyo cuerpo habéis venido a reclamar. Hasta entonces siempre habíamos sospechado que tarde o temprano se iría, que volvería a Albia, él mismo lo decía, pero al ver que pasaban los años llegamos a creer que nunca llegaría ese momento.
Se me había vuelto a escapar. Había sido por tan solo unos días, pero el "Fénix" se había adelantado, abandonando la ciudad en el momento preciso. ¿El motivo? Me gustaría pensar que el saber que estaba siendo vigilado había sido el detonante. Que había comprendido que su posición ya no era segura y que, por lo tanto, había llegado el momento de moverse. Lamentablemente, aquello no eran más que conjeturas. El motivo real siempre sería un misterio.
—Es un asesino —dije sin tapujos, sin tan siquiera molestarme en revisar la habitación. Lo poco que quedaba era el mobiliario perteneciente a la casa. El resto de pertenencias, si es que había llegado a tenerlas, se las había llevado—. ¿Sabes cómo localizarlo?
Cynna negó con la cabeza. Por sorprendente que pareciese, aquella joven quería colaborar. A simple vista parecía que su motivación venía dada por el deseo de su Reina de mantener las buenas relaciones con Albia, pero había algo más. Por el momento no había logrado sonsacárselo, pero había algo en el modo en el que actuaba y hablaba sobre el "Fénix" que dejaba entrever rencor.
—No —sentenció—. Pero sabe que aquí no puede regresar. No lo permitiríamos.
—¿Por qué?
La joven apartó la mirada, prefiriendo no dar respuesta a mi pregunta de momento. Conociendo al "Fénix", supuse que algo le habría hecho antes de abandonar la casa en mitad de la noche. Aquel hombre tenía la necesidad de destruir cuanto tocaba, sin importarle frente a qué o quién se encontrase.
—¿Por qué volvió aquí? —insistí—. ¿Te contó algo?
—Quería reconciliarse con sus raíces —confesó, paseando la mirada por las paredes, sin atreverse a cruzar la puerta de la habitación—. Decía que nunca podría volver... que en cuanto regresase a Albia lo matarían, así que quería despedirse de este lugar. Su madre, mi abuela y mi tía abuela Blaisa nacieron aquí, en Yhubia. Mi bisabuela dice que no estuvieron demasiados años, que tanto Syb como Blaisa se fueron a Albia siendo relativamente jóvenes, pero los orígenes son los que son. Aunque haya nacido allí, Orland tiene sangre Donnegard.
—Así que sabía que lo iban a matar cuando regresase... —repetí, reflexivo—. No se equivoca, es mi objetivo.
Cynna asintió con la cabeza.
—Es consciente de ello. Sin embargo, no se va a dejar vencer fácilmente, Pretor. Como te decía antes, ha pasado mucho tiempo encerrado en su habitación leyendo... y no precisamente libros de historia. —La joven negó suavemente con la cabeza—. Mi bisabuela tiene una de las mayores colecciones de tratados de magia del mundo.
—Y ha tenido acceso a él libremente, ¿verdad?
En respuesta a mi lúgubre expresión, Cynna entró en la sala y cerró la puerta tras de sí. A continuación, chasqueando los dedos corazón y pulgar de la mano derecha, una alargada llama dorada surgió sobre su palma. La joven acercó el fuego a sus labios y susurró algo. Inmediatamente después, de entre las llamas cada vez más doradas surgió una imagen algo distorsionada del que, sin lugar a dudas, era el "Fénix".
Me acerqué para ver más de cerca la escena. En ella el "Fénix" se encontraba en un jardín rodeado de rosas rojas, sentado en un banco de piedra con un libro entre manos. Parecía relajado... dolorosamente relajado, como si sobre sus espaldas no hubiese peso alguno.
—Desconozco hasta qué punto profundizó en sus estudios, ¿pero ves ese banco donde está sentado? Los abuelos de la Reina ordenaron labrarlo como regalo de boda a su madre. Era una pieza única hecha por uno de los mejores artesanos de todo Gynae. El mismo día en que el "Fénix" desapareció, algo extraño sucedió con ese banco.
—¿A qué te refieres?
La joven desvió la mirada hacia la llama, donde las imágenes empezaron a cambiar. El "Fénix" seguía sentado, acomodado bajo la cálida luz de la mañana, cuando de repente una segunda persona se unió a él. Se trataba de la propia Cynna, cuya perspectiva era desde la que se estaban viendo los acontecimientos. La joven saludó al "Fénix" con amabilidad desde la distancia y acudió a su encuentro. Al parecer, la había hecho llamar. Se acercó a él... y depositó un beso en sus labios.
Labios... ¿en serio? ¡Eran primos!
No pude evitar mirarla de reojo, casi tan sorprendido como asqueado. Ella, sin embargo, no me correspondió. Imagino que le corroería la vergüenza.
—Las tradiciones de mi país son totalmente distintas a las tuyas: no te atrevas a juzgarme —me advirtió—. Además, no tengo porqué ayudarte.
—Dudo mucho que lo estés haciendo —respondí—. Te ayudas a ti misma, no te engañes.
—Puede.
La escena continuó. El "Fénix" dejó el libro sobre el banco y, poniéndose en pie, rodeó la cintura de la joven con un brazo. El otro lo empleó para extender la mano hacia las flores y señalarlas con el dedo índice. Empezó a canturrear algo en otro idioma.
—Decía que había puertas que se podían abrir. Nunca entendí a qué se refería exactamente, pero lo más cerca que estuve de verlo fue aquel día. Mientras murmuraba aquellas palabras mágicas, el jardín a nuestro alrededor empezó a cambiar. El cielo se ennegreció, las flores se marchitaron y la piedra empezó a cambiar. En su lugar apareció un trono de espinas... para cuando quise darme cuenta de lo que sucedía, el "Fénix" había clavado en mi pecho un puñal, a tan solo unos centímetros de mi corazón, y tenía las manos empapadas con mi sangre. Hablaba con una sombra oscura... un ser alado que había oculto en las profundidades del jardín... diría que era una serpiente. No lo sé. De hecho, ni tan siquiera sé si fue real. Cuando me encontraron unas horas después, a punto de morir desangrada, las rosas se habían transformado en unas extrañas flores amarillas y el banco había desaparecido. —Cynna se apartó con suavidad el cuello del vestido para mostrarme el grueso vendaje que aguardaba dejado—. Estás en el hogar de la magia, Sumer. De no haber sido por mi bisabuela, ahora mismo estaría muerta. Logró salvarme, pero ni tan siquiera ella, siendo una de las más poderosas hechiceras de su generación, ha podido entender lo que fuese que hizo Alaster.
La llama dorada se tornó totalmente negra cuando el ser alado del que hablaba Cynna surgió de entre las sombras. Frente a él, como un niño frente a un gigante, Alaster se postraba pidiendo clemencia... pidiendo ayuda... ¿o quizás respeto? Fuese cual fuese la respuesta, la imagen pronto se esfumó. Todo se volvió oscuridad y la llama desapareció.
—Desde ese día no hemos vuelto a verlo —sentenció Cynna—. Mi bisabuela cree que escapó, pero yo creo que sencillamente logró abrir al fin esa puerta. Logró pasar al otro lado... y una vez cumplido su auténtico objetivo aquí, ha vuelto a Albia para acabar su guerra.
—Su guerra —repetí con amargura—. ¡Qué maldita guerra! Aún ni tan siquiera sé por qué lo hace. Su padre y el mío se cruzaron en el pasado, sí, ¿pero y qué? ¿Qué tiene que ver con nosotros? ¡Fue él mismo quien ensució su propio nombre!
Cynna sonrió sin humor.
—Está obsesionado —confesó, dando al fin un poco de luz a la pregunta que durante tanto tiempo había atormentado a todos los miembros de mi familia—. Orland considera que los Alaster cayeron en desgracia por culpa de tu padre, Sumer. Tu padre acabó con él: lo convirtió en un cobarde, en un traidor... en una deshonra, y él, en consecuencia, no tuvo más remedio que acabar con su vida para intentar limpiar el honor de la familia. Para intentar vengar a la sangre. —Cynna negó suavemente con la cabeza—. Ha enloquecido. Mi bisabuela y yo intentamos hacerle entrar en razón... intentamos calmar esas voces que tan fuerte gritan en su cabeza, pero no quiso escuchar. Lo considera una misión vital: lo único que da sentido a su vida, y hasta que no lo consiga, no va a parar.
Está obsesionado. Mientras esperaba a que el resto de mis compañeros salieran de la mansión, sentado en el asiento de conductor de mi propio coche, repetía una y otra vez las mismas palabras. Está obsesionado... hasta que no lo consiga, no va a parar. Está obsesionado...
Era desesperante. Una vez más había vuelto a llegar tarde, aquel maldito psicópata se me había escapado de las manos, y todo por cumplir con mi deber. Por cumplir con lo que se esperaba de mí: obedecer por encima de todo. Por encima de la razón... por encima del corazón.
Me estaba equivocando. Antes de dejarnos, Marcus me lo había dicho, y aunque en aquel entonces no había querido creerlo, tenía razón. Esperar había sido un error. Debería haber ido hasta Yhubia y haber actuado antes de que fuese demasiado tarde... antes de que escapase. Sin embargo, una vez más había cumplido con los mandatos del Emperador y había perdido la oportunidad. El "Fénix" volvía a estar suelto y solo el Sol Invicto sabía dónde podría encontrarse...
Al menos en la teoría.
—Eh, Damiel —saludó Lansel, abriendo la puerta del copiloto de un brusco tirón. Asher, tras él lo imitó, acomodándose en la parte trasera—. Nos largamos.
—¿Lo habéis conseguido?
Ninguno de los dos respondió. Lansel apoyó el brazo e el respaldo de la puerta y señaló la carretera con el mentón, pidiéndome así que me pusiera en marcha lo antes posible. Asher, por su parte, se limitó a apartar la mirada.
Tuve un mal presentimiento.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Lo ha conseguido o no?
—Lo ha conseguido, sí —admitió Lansel, dedicándome una fugaz mirada—. ¡Pero a qué precio! Este maldito lugar apesta, Damiel. Larguémonos cuanto antes.
Encendí el motor y quité el freno para ponerme en marcha. La carretera estaba totalmente vacía, por lo que no tuve demasiados problemas para incorporarme. Rodé durante unos minutos en silencio, lanzando fugaces miradas a través de los retrovisores a mis compañeros, ansioso por saber más, pero ninguno de los dos habló hasta que cruzamos los límites de la ciudad.
Ya de nuevo en los caminos boscosos de Donnegard, Lansel no tardó más que unos minutos en romper el tenso silencio reinante. Las palabras le quemaban en la boca.
—El muy cerdo lo sabía... ¡lo sabía! —exclamó, furioso.
—Por supuesto que lo sabía —replicó Asher sin apartar la mirada de la ventana lateral—. Y en el fondo tú también, Jeavoux. Todos lo sabíamos.
—¿El qué? —Quise saber—. ¿De qué habláis? ¿Qué demonios ha pasado ahí dentro?
Lansel hundió el salpicadero de un puñetazo a modo de respuesta.
—Vida por vida —dijo con amargura—. El precio a pagar por recuperar el cuerpo de ese asesino ha sido una vida por cada una de las mujeres asesinadas. Tres.
—¿Tres? —pregunté.
No dije más. Tres vidas, tres jóvenes sirvientes. Sí, Ishmael lo había sabido desde el principio... y en el fondo, yo también. Las leyes de Donnegard no eran iguales que las nuestras, ni jamás lo serían. Precisamente por ello el Emperador me había pedido que no fuera, temeroso de que pudiese dejarme llevar por el corazón y me tomase la justicia por mi mano... y es por ello por lo que lo había obedecido. No obstante, el resultado no había sido el esperado. Una vez más había sido derrotado y no estaba dispuesto a que volviese a suceder. No. No mientras pudiese evitarlo...
Y podía hacerlo. El precio a pagar sería alto, Cynna me lo había dicho justo antes de meter el pequeño volumen en el bolsillo de mi casaca; el Sol Invicto se enfurecería conmigo... pero a aquellas alturas ya no me importaba. Ya había fallado demasiadas veces a mi hermano y mi familia como para permitirlo una vez más. Ahora, de una vez por todas, daría con aquel asesino, y lo haría antes de que volviese a actuar.
—¿Tú has conseguido algo? —preguntó Lansel.
—Sí —respondí, y aunque algunos de vosotros creáis que me equivoqué al hacerlo, saqué el pequeño libro del bolsillo y se lo lancé a mi mejor amigo.
Perplejo, él lo cogió al aire y leyó la portada. Pasó unas cuantas páginas... y lo que vio fue más que suficiente para que, repentinamente pálido, me dedicase una mirada llena de confusión.
—¿Te lo ha dado ella?
—En efecto.
—Sabes lo que es, ¿verdad?
Alcé la mirada hacia el retrovisor interior para comprobar que Asher estaba mirando el libro. Él también parecía sorprendido de que lo hubiese aceptado, —francamente, yo también lo estaba—, pero no tanto como Lansel. De hecho, creía ver incluso comprensión en sus ojos.
—Lo sé.
—Te podrían echar de la Hermandad por esto, Damiel —insistió Lansel—. ¿Estás seguro?
¿Que si estaba seguro? No, por supuesto que no, ¿pero acaso me quedaba otra alternativa?
—Sí.
—Ya, claro... era de suponer. En fin... —Lansel cerró el libro y lo metió de nuevo en mi bolsillo—. Siento darte malas noticias, amigo mío, pero por muy listo que te creas, jamás podrías interpretar lo que pone en ese libro. De hecho, ni tú ni ninguno de los aquí presentes. Si realmente quieres cruzar la línea, vas a necesitar a alguien que te ayude.
—¿Alguien? —pregunté—. ¿Qué alguien?
—Tranquilo, yo me ocupo de eso... —respondió, y volviendo la mirada al frente, dio por finalizada la conversación no sin antes pronunciar las palabras que a partir de entonces marcarían nuestro rumbo—. Pero no va a aceptar volver a Albia bajo ningún concepto. Tendrás que buscar otro lugar donde reuniros... el lugar más seguro del mundo, a poder ser. ¿Sabes por dónde van los tiros, no?
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