Capítulo 65
Os traigo el capítulo que marca el antes y el después en la historia de Albia ^^ Un capítulo que no podía empezar de otra manera... (pequeño homenaje al gran Dan Abnett). Espero que lo disfrutéis.
Capítulo 65 – Marcus Giordano, 1.812 CIS (Calendario Solar Imperial)
Yo estuve ahí el día que murió el Emperador. Vi cómo el escudo caía, permitiendo de nuevo que la luz del Sol Invicto bañase los rostros de los que habíamos quedado atrapados dentro del Palacio Imperial, y cómo el ejército de Doric reiniciaba la marcha con él a la cabeza. Pretores, legionarios, tanques, Striders...
Misi y yo lo vimos todo desde la puerta del Castra Praetoria, donde llevábamos horas frenando a todos aquellos que habían intentado perturbar la paz de los más pequeños. Durante aquellas horas habíamos visto y escuchado muchas cosas, recibido visitas inesperadas y combatido hasta caer exhaustos. Hasta ver nuestra propia sangre decorar el suelo de piedra de la entrada. Había sido un sin fin de encuentros y desencuentros que tan solo una persona había podido frenar. Alguien al que, aunque quizás en aquel entonces debería haber hecho frente, no pude más que darle las gracias cuando, con una simple mirada, logró hacer retroceder a la última oleada de Pretores que exigían la lealtad de los niños del Castra.
—Volved a molestar a los aspirantes y yo mismo os mataré —advirtió Luther Valens a los que sin lugar a dudas eran sus propios compañeros—. No quiero volver a veros por aquí.
A partir de entonces nadie volvió a golpear nuestras puertas. Misi y yo nos instalamos en la entrada, a modo de vigías, y durante largas horas aguardamos a que el ejército que se encontraba más allá del escudo encontrase la forma de entrar. Unas horas en las que, en completo silencio, vimos unos extraños movimientos entre las tropas de Lucian que tan solo con el tiempo lograríamos entender.
—¿Están huyendo? —me preguntó Misi en cierto momento.
Aquella fue la última vez que vi a Luther Valens. Lo vi acompañado de varias personas, dirigiéndose hacia la parte trasera del Palacio. Como de costumbre su rostro se mostraba severo, con la mirada sumida en sombras, pero había algo diferente en él. Había tal fulgor en sus ojos que su mera visión logró causarme escalofríos.
—No lo creo —respondí, poniéndome ya en pie y adelantándome unos pasos para seguirlos con la mirada—. Lucian no lo permitiría.
—¿Tú crees? Fíjate en esas maletas que llevan... esas bolsas. Estoy convencida de que hay información en su interior. —Hizo un alto—. Deberíamos detenerlos.
Deberíamos haberlo hecho, es posible, pero no lo hicimos. ¿El motivo? Podría haber dicho que nuestro deber era permanecer en el Castra Praetoria, que se nos había ordenando que no nos moviésemos de allí... pero mentiría. Lo cierto era que no lo hicimos porque no deseaba matar a Luther Valens. Seguirlo era sinónimo de tener que enfrentarme a él, y si bien creo que habría sido un combate igualado en el que cualquiera de los dos podría haber salido victorioso, sabía que aquel no era mi destino. Aquella no era mi lucha. Así pues, en contra de lo que a Misi le habría gustado hacer, dejamos que Luther Valens escapase. Lo dejamos partir, y durante horas aguardamos pacientemente a que al fin, de una vez por todas, el escudo cayese.
Entonces, nos unimos al ejército de Doric.
Irrumpimos en el Palacio Imperial como una marea de sangre y fuego con nuestro guerrero dorado a la cabeza. En aquel entonces yo era uno más, uno de los miles de soldados que conformaban el grueso de su ejército, pero cuando las puertas de la residencia del Emperador se abrieron y vimos a Lucian Auren al final de un largo salón, rodeado por sus hombres y con su flamante espada entre manos, algo cambió en mi interior. El latido de los miles de fragmentos de Magna Lux que llevábamos los Pretores anclados a nuestros corazones dejó de sonar al mismo ritmo para dividirse en dos. Un primer compás para los leales de Lucian Auren, cuyas entrañas ahora latían al ritmo de las de su señor... y un segundo, en el que me encontraba yo, sincronizado al corazón de nuestro auténtico Emperador, Doric Auren.
Sé que suena poético; que es una imagen idílica con todas nuestras almas unidas a la de nuestro líder, digna del mejor soneto. No obstante, fue real. Desconozco cómo lo hizo, si fue cosa de magia o simplemente fue la bendición del Sol Invicto, pero aquel día todos estuvimos conectados a él. Todos luchamos con su fiereza, con su determinación, y en cierto modo, todos vivimos y morimos con él y por él.
Aquel día entré en frenesí. Una nube negra cegó mis ojos en cuanto crucé las puertas del Palacio Imperial, y durante las horas que duró la última batalla no cesé de luchar. Lo hice con todas mis fuerzas, con todo mi deseo, con todo mi ansia... y lo disfruté. Disfruté arrancando las vidas a aquellos que tanto habían hecho sufrir a mi país. A aquellos que incluso entonces creían tener la razón... a aquellos que me gritaban en la cara que yo era el traidor. ¡Yo! Malditos necios. Maté a decenas de ellos, cientos incluso, y ni tan siquiera cuando el combate llegó a su final y me vi reflejado en un espejo, totalmente cubierto de sangre, tuve ningún remordimiento. La furia guerrera se había apoderado de mí, el Sol Invicto me había señalado como uno de sus elegidos para repartir muerte a golpe de espada, y orgulloso de ello no dejé que nada ni nadie se interpusiera en mi camino.
No recuerdo demasiado de lo que sucedió en el Palacio Imperial, pues el frenesí del que era prisionero no me lo permitió, pero sí recuerdo el silencio sepulcral que se apoderó de la Sala del Trono cuando Doric Auren mató al Emperador Lucian Auren. Vi su arma dorada hundirse en el pecho de su tío e, incluso en la distancia, por un instante, creí ver una sonrisa en los labios de Lucian. Una brevísima y extraña sonrisa que pronto quedó inundada por un insoportable silencio del que absolutamente todos fuimos partícipes. El cuerpo de Lucian Auren cayó al suelo, y durante los breves segundos en los que su propia sangre dibujó los ocho rayos del Sol Invicto bajo su cuerpo antes de convertirse en un gran charco carmesí, la Magna Lux central quedó inactiva. Todos los Pretores sentimos una fuerte opresión en el pecho, como si nuestros fragmentos empezasen a arder, como si fuesen a estallar... hasta que de repente la sensación desapareció. Nuestros corazones latieron una vez más, al ritmo del de Doric, y finalmente se sincronizaron con la Magna Lux.
Acto seguido, Doric Auren cayó al suelo y no volvió a levantarse.
Aquel día Albia perdió a dos Emperadores. Yo no estuve delante cuando sucedió, pero Damiel explicó que en un último intento desesperado por acabar con su sobrino, Lucian Auren fingió aceptar su derrota y le tendió su propia arma a Doric, como gesto de rendición. Creyendo en su palabra, su sobrino la tomó y fue en aquel preciso momento cuando su destino quedó sentenciado. El arma estaba envenenada. Inmediatamente después, probablemente consciente de ello, hundió su propia espada en el pecho de su tío, pero para aquel entonces ya era demasiado tarde. Aquel día Lucian Auren murió asesinado por su sobrino y Doric Auren envenenado por su tío.
Fue un desenlace muy doloroso para todos. Con la muerte de los dos líderes los combates se detuvieron momentáneamente, dando la oportunidad de escapar a los cobardes. Fueron unos segundos de confusión absoluta. Nadie sabía que sucedía, pero había gritos y carreras. Había muerte y sollozos... la desesperación se apoderó de la batalla.
Poco después, Tristan Reiner, Jonah Thurim y otros tantos Centuriones, entre ellos el propio Aidan, lograron retomar el control de la situación y obligar al enemigo a rendirse, pero para entonces la moral de todos los presentes ya estaba muy tocada. Reiner ordenó que se cerrasen las puertas de la Sala del Trono para impedir que lo sucedido se Doric se filtrase. Lamentablemente, ya era tarde para los que lo habíamos visto. Aunque Doric aún estaba vivo cuando sellaron la sala, tirado en el suelo y con Vanya Noctis arrodillada a su lado, sujetando firmemente su mano, no tardó más que unos segundos en morir. Unos segundos en los que a mi mente acudieron muchos recuerdos y situaciones, momentos que, muy a mi pesar, había compartido con aquel hombre. Sus miradas, sus palabras, sus sonrisas... y entonces, como no podía ser de otra manera, me vino a la memoria Nat Trammel, su fiel aliado, su protector y amigo, y Jyn.
Aunque solo fuese por ella, habría dado mi vida con tal de salvar la vida del Emperador.
Cinco horas después del final de la guerra, con la muerte de Lucian Auren en boca de todos y la imagen de Doric tirado en el suelo grabada en mi retina, abandoné el Palacio Imperial para unirme al resto de mis compañeros en los jardines. La muerte de nuestro líder aún no se había oficializado, pero era cuestión de tiempo de que se hiciera. La mayoría de los allí presentes lo sabíamos y no había hoguera alrededor de la cual los soldados no cuchicheasen al respecto. No obstante, aún era pronto para informar al país. El Alto Mando y el Senado, con quien fuese que estuviese ahora al mando, consideraban necesaria una noche de paz, un día de tregua para Albia, y no sería hasta el siguiente amanecer cuando al fin se atendería a los periodistas en una rueda de prensa. Hasta entonces, obligados a mantener silencio, todos aquellos que conocíamos la verdad tendríamos que permanecer con los labios sellados, vigilando y custodiando las calles de la ciudad. La guerra había acabado con la muerte de Lucian, desde luego, pero aún tardaríamos semanas en acabar de pacificar del todo Hésperos.
—Eh, Giordano —escuché que alguien gritaba mientras deambulaba entre el laberinto de tiendas y hogueras, sin saber exactamente a dónde ir—. ¡Aquí, estoy aquí!
Encontré a Lansel en compañía de varios legionarios. Mi buen amigo tenía el uniforme totalmente manchado de sangre y el rostro lleno de arañazos y moratones, pero dentro de lo que cabe tenía buen aspecto. Acudí a su encuentro con una sonrisa, aliviado al ver que había sobrevivido, y lo saludé con un fuerte abrazo al que él correspondió con energía. En pocas ocasiones me alegré tanto de verle como aquel día.
—¿Estás bien, pequeño? —me preguntó, cogiéndome por las mejillas para comprobar mis pupilas—. Sí, pareces bien... ¿te han herido?
Me habían herido, sí. De hecho, aunque aún no era consciente de ello, cojeaba y tenía el cuerpo lleno de cortes y quemaduras, pero no había ningún hueso roto. Por suerte, en un par de días, con un poco de descanso, volvería a estar de nuevo en plena forma.
—Estoy bien —respondí—, ¿y tú? ¿Y Damiel? ¿Y Nancy? Vi al Centurión hace un par de horas, organizándolo todo con Reiner, pero no sé nada de Damiel desde hace tiempo. ¿Estaba aquí? ¿Ha combatido?
Nos encaminamos hacia la zona este de los jardines. Allí, más allá de un cordón de seguridad conformado por Pretores, aguardaban los accesos a uno de los edificios del Palacio: unos antiguos barracones con más de un siglo de antigüedad en cuyo interior se había instalado el ala médica del campamento. Lansel saludó con un ademán de cabeza a los dos guardias apostados en la puerta principal, ambos legionarios de la VII, y juntos nos adentramos al cavernoso edificio.
Más allá de las puertas, cientos de personas, tanto heridos como personal médico, se movían a gran velocidad de un lugar a otro, cargando todo tipo de material e instrumentos quirúrgicos. Bolsas de sangre, camillas, sábanas, uniformes manchados de sangre...
—Damiel está bien —me explicó mientras nos abríamos paso entre la gente—. Se ha llevado algún que otro golpe, como todos, pero dentro de lo que cabe está bien. Combatió cara a cara contra el Espectro, ¿no lo viste?
Ya poco quedaba del antiguo edificio que en otros tiempos había servido como residencia de soldados en el pasado. Ahora todas las salas que conformaban los barracones estaban subdivididas por separadores de tela y metal para poder dar un mínimo de intimidad a los miles de soldados heridos que había dejado la batalla. Algunos de ellos dormían en camas, camillas o directamente colchones tirados en el suelo; otros, sin embargo, conectados a máquinas que no cesaban de bombearles sangre y medicamentos directamente en vena, gritaban y lloraban de pura agonía. Heridas de bala, contusiones, huesos rotos, cortes de espada, quemaduras, miembros cercenados... aún no se sabía el número de heridos y de bajas que dejaría la guerra, pero teniendo en cuenta el espectáculo por el que nos movíamos, iba a ser muy elevado.
Nos detuvimos para dejar pasar a un grupo de doctoras que, ataviadas con batas verdes, corrían de un lado a otro, con las manos y las mangas embadurnadas de sangre. Aquella noche no tendrían ni un segundo de respiro.
—¿Por qué no los trasladan a los hospitales? —pregunté, sorprendido ante la confusión reinante. El olor a sangre y muerte era tal que incluso yo empezaba a marearme—. Hay muchísimos heridos.
—Cientos... miles incluso. —Lansel se encogió de hombros—. Hay de ambos bandos: el Alto Mando no quiere que se pierda ni una vida. Va a ser complicado, pero están haciendo todo lo que pueden dadas las circunstancias. Y sí, lo del hospital estaría muy bien, desde luego, pero hasta que no se haga pública la muerte de Doric, no quieren que haya filtraciones.
Filtraciones. Volvimos a detenernos para dejar pasar a un jovencísimo camillero cuyo rostro evidenciaba el agotamiento tras varias horas de intenso trabajo. Cuanto más lejos nos encontrábamos de la entrada más calma se respiraba en el interior de los barracones, con los heridos ya repartidos en sus camillas, siendo atendidos o en solitario, pero incluso allí se notaba el nerviosismo y abatimiento general. Decir que la guerra había sido vencida no era falso, pero el desenlace no era el esperado.
—¿A dónde vamos?
Seguimos avanzando hasta alcanzar unas escaleras que daban al piso superior. Allí, algo más tranquilas e iluminadas únicamente con velas, decenas de habitaciones daban cobijo a las distintas Unidades Pretorianas que habían luchado en la guerra. Lansel y yo pasamos por delante de varias de las puertas, escuchando a nuestro paso más silencio que conversaciones, hasta alcanzar el final del pasadizo. Giramos y seguimos caminando por un estrecho corredor hasta llegar a una habitación de tamaño medio con tres literas en cuyo interior, en aquellos precisos momentos abrazados, se encontraban Misi y Damiel.
Nos detuvimos en la puerta. Más allá de los tortolitos, alguien yacía en una de las camas, cubierta por una sábana y en compañía de una mujer a la que de momento no conocía. La Pretor, pues por sus ropas se trataba de una hermana de la Casa de la Noche, se encontraba de rodillas junto al colchón, sosteniendo la mano del ocupante. Parecía murmurar algo...
—Ejem —exclamó Lansel, logrando con su intervención separar a mis dos compañeros—. ¿Molestamos?
—En absoluto —respondió Damiel, y dedicándome una amplia sonrisa sincera, alzó el puño derecho con el dedo pulgar estirado en señal de victoria—. Sabía que estarías bien, Marcus. Lo sabía.
—¿Acaso alguien lo dudaba? —bromeó Lansel.
Al entrar descubrí que había más gente en la sala. Al final de la estancia había un recoveco que daba a un balcón en el que, sentadas mirando al exterior, había dos personas. Una de ellas era Nancy. Mi querida compañera se encontraba de pie, mirando más allá del balcón, probablemente al campamento que tenía ante sus ojos. A la otra también la reconocí, aunque me costó un poco más. Hacía mucho tiempo que no la veía y había cambiado bastante. Lógico en aquellas edades.
—¿Conoces a Meda Cross, Marcus? —me preguntó Damiel, captando de inmediato mi atención—. Es la hermana de Lyenor.
Lyenor me sonrió desde la cama al acercarme a saludar a su hermana. Había cierto parecido entre las dos mujeres, aunque creo que no las habría podido relacionar por separado. Estreché la mano de Meda cuando me la tendió y me agaché para besar la frente a mi antigua Optio. Tras una rápida intervención para sacarle tres balas del estómago, Lyenor guardaba reposo.
—Marcus Giordano, ¿verdad? —dijo Meda a modo de saludo—. He oído hablar de ti. Davin decía que eras una de las nuevas promesas de la Unidad Sumer.
—Y no se equivocaba —concedió Damiel—. Aunque no es nuevo precisamente; Marcus lleva ya con nosotros más de diez años.
—Once en concreto —dije—. Un placer conocerla, Meda.
Hechas las presentaciones salí a la terraza para saludar a Nancy. Hacía tan solo unas horas que se había unido a nosotros tras una breve estancia en el campamento debido a una herida, junto a Jyn y Noah, pero estaba mejorando rápidamente. Al parecer, la muerte del Espectro tenía algo que ver con ello, aunque no entró demasiado en detalles. Con saber que estaba mejorando era más que suficiente.
Aproveché para saludar también a Noah. No sentía especial cariño por su hermana, pero ella era otra historia. Aquella niña era tan dulce y educada que era complicado no enamorarse un poco de ella. Era una lástima que sus ojos brillasen con tanta tristeza aquella noche.
—Disculpe, señor Giordano... ¿sabe algo de Diana? —me preguntó en apenas un susurro cuando ya me alejaba.
—Me temo que no —respondí—, pero seguro que está bien.
Noah respondió con un asomo de sonrisa que pronto desapareció al volver a sumirse en sus propios pensamientos. Le mantuve la mirada durante unos segundos, sorprendido ante la pesada carga que la jovencísima Valens parecía cargar a sus espaldas, y al centrarla en ella descubrí que, no muy lejos de allí, en el siguiente balcón, había dos personas conocidas. Nat Trammel, con el rostro congestionado y cubriéndose los ojos con la mano, y Jyn Corven a su lado, abrazada a él. Parecía angustiada... triste. Desolada.
Incluso en la distancia creí ver lágrimas en sus ojos.
Decidí volver a la habitación, donde Misi acudió a mi encuentro para abrazarme tan pronto nuestras miradas se encontraron. Mi compañera cerró los brazos alrededor de mi cuello y, sin importarle en absoluto los curiosos allí presentes, apretó sus labios contra los míos con fuerza. Lo nuestro había sido una aventura de una sola noche; una noche que ya quedaba un poco lejana en el tiempo, pero no la rechacé. Al contrario, le correspondí al beso, estrechándola con fuerza contra mi pecho, y por primera vez desde hacía muchos días me sentí en paz.
Al siguiente amanecer Daviane Cromwell, representante de la Alianza reformista y Presidenta del Senado, anunció la muerte de Doric Auren en una rueda de prensa emitida por todas las cadenas nacionales. A aquellas horas la noticia ya era vox populi, pero no fue hasta su confirmación que las cadenas empezaron a debatir al respecto. Albia había perdido a dos Emperadores en tan solo un día, lo que complicaba enormemente la situación. Sin ningún Auren con vida y Marcus Vespasian muerto desde hacía días, la escena política variaba de tal modo que era realmente difícil saber cuál iba a ser el futuro de Albia. Por el momento el Senado iba a tomar el poder del país, pero era cuestión de tiempo de que un nuevo Emperador fuese proclamado. La gran duda era: ¿quién?
Había teorías al respecto. Después de la guerra, muchos eran los nombres que estaban en boca de todos. Nombres como los de los Centuriones más destacado en batalla, como Thurim, Reiner o Sumer, o de los héroes más destacados. Vanya Noctis y su nueva Casa de las Tormentas, la cual, por cierto, también había saltado a la gran pantalla por haber sido la última persona con la que el Emperador había hablado antes de morir, o el propio Nat Trammel. Daria Lynae, la princesa Selysse, Katryna Aesslyn, Damiel Sumer, Meda Cross...
Mentiría si dijese que no sentí cierta envidia durante los siguientes días al ver sus nombres y rostros en la televisión. Los miembros de la Casa de la Noche no aparecimos, desde luego. Nuestros rostros debían seguir en el anonimato como hasta ahora. No obstante, algunos nombres fueron mencionados en tantas ocasiones que se creó una gran leyenda a su alrededor. Una leyenda con la que, por supuesto, Lansel no dudaría en bromear durante los siguientes años. Porque nadie iba a olvidar lo sucedido en mucho tiempo. Ni nosotros, ni muchísimo menos Albia. La guerra había dañado de tal forma a la población que aún tendrían que pasar muchos años antes de que la estabilidad regresase a un país en el que hermanos habían luchado contra hermanos.
Pero eso sería más adelante. En aquel entonces tan solo habían pasado unas horas desde el fin de todo, desde que la muerte de Doric se hiciese pública, y aunque aún nos estábamos lamiendo las heridas, el Senado quería que la normalidad regresase a Hésperos. Los seguidores de Lucian debían ser erradicados: debían ser eliminados antes de que pudiesen reorganizarse y atacar, y para ello era necesario que los mejores saliesen en su búsqueda.
—Partiremos en tres días —anunció Aidan al siguiente anochecer, tras pasar toda la jornada reunido con el Alto Mando militar y el gobierno—. Hay indicios de que parte de las fuerzas de Lucian han huido hacia el sur, probablemente hacia Solaris. Legionarios, Pretores, Magi: no quieren hacer distinciones. Los quieren a todos, y los quieren vivos, ¿queda claro?
—Esto va a ser una caza indiscriminada, ¿verdad, jefe? —preguntó Misi, poniendo en palabras lo que todos suponíamos—. No hay nombres, no hay fotografías.
—Por supuesto que las hay, pero los grandes nombres los dejan a los "héroes" para que sigan poniéndose medallitas, boba —respondió Lansel con diversión—. Me apuesto lo que queráis a que a Noctis le han reservado algún Coronel y a Reiner ese perturbado de Kobal.
Quise preguntar qué fotografía le habrían dejado a Damiel pero siguiendo el consejo de mi propia conciencia, mantuve los labios sellados. La guerra había acabado y nosotros habíamos luchado como los demás, habíamos sangrado y matado, pero nuestros nombres no iban a pasar a la posteridad y teníamos que aceptarlo. Nadie sabría jamás que Misi Calo, Lansel Jeavoux, Nancy Davenzi o Marcus Giordano habían estado ahí. Nuestro lugar siempre había estado entre las sombras, ocultos... y así seguiría hasta el final.
—Cada uno sabe el papel que debe jugar —dijo Aidan, reconduciendo la conversación de nuevo—. Albia nos necesita y responderemos a la llamada tal y como siempre hemos hecho.
Y muchos de vosotros pensaréis... Giordano aprendió la lección, entendió al fin cual era su papel en aquella historia y permaneció tranquilito en el Castra Praetoria hasta el día de partir. Se quedó encerrado jugando a las cartas, bebiendo o simplemente viendo el tiempo pasar en compañía de los suyos. Aceptó su papel, como bien había dicho el Centurión...
Pues siento decepcionaros. Había entendido cuál era mi lugar en el mundo, por supuesto, y sabía qué debía hacer para no complicarme la vida. Sabía con quién debía relacionarme y con quién no... sabía que debía escuchar a mi cerebro y no a mi corazón. Por desgracia, yo era un hombre de sentimientos: un hombre de impulsos, y si bien debería haberme quedado quieto, alcanzada la última noche en la ciudad no pude evitar hacer lo que hice.
¿Lo siento? ¿Lo lamento? Podría disculparme, sí. Podría decir que me equivoqué... que no debí hacerlo... ¿pero para qué engañarnos? Ni me arrepentí entonces, ni nunca lo haré. A lo largo de aquella guerra hice muchas cosas buenas, muchísimas que jamás nadie recordaría, y sin lugar a dudas, aquella fue una de ellas. ¿La mejor? No, probablemente no... al menos no para el país. Para nosotros, en cambio, fue el principio de una nueva etapa.
Pasaban varios minutos de las ocho de la tarde cuando golpeé la puerta con los nudillos. No conocía aquella zona de la ciudad, y muchísimo menos aquel edificio reservado para los altos cargos militares, pero tan pronto la puerta se abrió, un halo de familiaridad me dio la bienvenida. Jyn se quedó bajo el umbral, mirándome con sorpresa, y tras varios segundos de silencio en los que no supo qué decir, me invitó a pasar al interior de un amplio y lujoso piso que tras dos décadas de leal servicio a Doric Auren había sido asignado a Nat Trammel.
Un Nat Trammel que, por supuesto, aquel día no estaba allí. Me había asegurado de ello antes de salir.
Jyn me guió a través de un bonito recibidor hasta el salón principal de la vivienda, una amplia estancia acristalada sin vida alguna en la que unos caros y lujosos muebles decoraban un comedor de revista. Con el tiempo aquel lugar se volvería cálido y agradable; se convertiría en un auténtico hogar. En aquel entonces, sin embargo, era tan frío y cavernoso que de no haber sido por Jyn, la cual lograba llenar de luz toda la sala con su mera presencia, habría sido incluso desagradable.
Pero como ya he dicho, estaba Jyn. Ella y su mirada de ojos oscuros, con la que lograba derretir el hielo. Ella y su cautivadora sonrisa, aquella en la que con tanta facilidad me había perdido en tantas ocasiones. Ella y su arrolladora presencia, la cual años después lograba seguir causando estragos en mi corazón. Jyn Corven en pura esencia... Jyn Corven en su máximo apogeo.
Me ofreció quitarme la chaqueta y dejarla en una de las sillas. A aquellas alturas ya no recordaba el motivo real de la visita, pero no me importaba. Unos días atrás la había visto en el balcón de los barracones, abrazada al que ya era su marido, y no había logrado quitarme aquella imagen de la cabeza desde entonces. Era como si me persiguiera... como si me atormentara, y ambos sabíamos perfectamente el motivo.
Había llegado el momento de cerrar aquella historia definitivamente.
—Siento lo de tu amigo —dije, rompiendo al fin el silencio reinante—. Ha sido un desenlace inesperado... un duro golpe para todos.
—¿Mi amigo? —respondió ella, y aunque en sus ojos se habían formado lágrimas, sus labios dibujaron una sonrisa—. ¿De veras lo sigues llamando "mi amigo" después de todo lo que ha pasado? Era el Emperador, Marcus. El maldito Emperador de Albia.
—Ya, bueno, pero también era tu amigo, ¿no? —Me encogí de hombros—. Ya sabes a lo que me refiero. Lo siento.
Jyn respondió con un ligero asentimiento, agradecida por mis palabras. Se acercó a uno de los flamantes sillones blancos que rodeaban una ostentosa televisión de tamaño ridículamente enorme y tomó asiento en el brazo. Incluso agotada y con el semblante triste, estaba preciosa.
—¿Sabes? Creo que, en el fondo, él sabía que esto iba a acabar así. No me lo dijo en ningún momento, pero hubo actitudes... palabras... miradas... —Jyn negó suavemente con la cabeza—. Recuerdo que la última vez que hablamos, hace ya semanas, se despidió de mí con un abrazo... pero no fue un abrazo normal. En aquel entonces pensé que era cosa mía, que estaba emocionada... que estaba tan asustada que lo había sentido de forma diferente, como si realmente fuese a ser el último. Como si no fuésemos a vernos jamás. —Dejó escapar un suspiro—. Irónicamente, así ha sido.
—Si te sirve de consuelo —respondí, aún de pie tras los sillones, junto a la silla donde había dejado la chaqueta—, la guerra es así. Comprendo que lamentes la muerte de los que se han ido, pero deberías celebrar la supervivencia de los que aún seguimos aquí. Tu padre, tu hermano, tus amigos... yo. —Le dediqué una sonrisa cuando me miró—. Fíjate, incluso tu marido sigue con vida. ¿Quién lo iba a decir? Ha sobrevivido, y por lo que he oído lo van a ascender. Imagino que estará contento dentro de lo malo.
—¿Contento? —Jyn entrecerró los ojos—. Doric era su mejor amigo, Marcus.
—Y lo ha seguido y protegido hasta el final. ¿Qué más puede pedir? Un ascenso, una casa bonita y una mujer preciosa a su lado. Créeme, Jyn, tiene motivos más que de sobra para sentirse muy afortunado.
Rió por lo bajo. No debía, no era el momento, pero fue inevitable. Después de tantos años sabía perfectamente lo que debía decir para sacarle una sonrisa incluso en el peor de los momentos.
—¿A qué has venido, Marcus? No es que no me alegre de verte, te lo aseguro, pero...
—A despedirme —respondí, acercándome ya hasta ella para detenerme a tan solo un metro.
Le tendí la mano y tiré de ella cuando me la ofreció. Tiré fuerte, por cierto, para que chocase contra mí. Para poder rodearla por la cintura con los brazos y, probablemente por última vez, tener su rostro a apenas unos centímetros del mío. Nos miramos a los ojos... y quise besarla. De hecho, creo que era por ello por lo que había ido hasta allí. Quería intentarlo por una última vez. El corazón me latía acelerado, decidido a hacerlo, a fundirnos en uno como hacíamos años atrás...
Pero aunque deseé hacerlo, no lo hice.
—No has sido tan cariñoso en tu vida —me dijo, y apoyando la mano sobre mi pecho, retrocedió un paso, logrando desembarazarse de mis brazos—. ¿Qué pretendes?
Dejé escapar un suspiro, agradecido. Aunque hubiese querido, no habría sido capaz de separarme de ella. No ahora que al fin había sacado el valor suficiente para hacerlo. Por suerte, ella había tomado la decisión por los dos, y daba gracias por ello. Hacía tiempo que mi sitio no estaba allí.
—Despedirme, ya te lo he dicho —respondí con una sonrisa amarga cruzándome el rostro—. En apenas unas horas nos iremos hacia Solaris y no me planteo regresar. Al menos no en una larga temporada. ¿Sabes lo de la fundación de la nueva Casa de las Tormentas, no? Al parecer sus miembros se encargarán de velar por los intereses de Albia en el extranjero, como enviados especiales. Una especie de embajadores, por así decirlo. Hasta ahora algunos de los nuestros lo estaban haciendo, pero esa labor va a quedar en sus manos y necesitan ayuda. Necesitan un poco de orientación... contactos. Empezar desde cero no es fácil.
—¿Y? —preguntó Jyn, con los ojos encendidos. No le gustaba lo que estaba escuchando—. ¿Qué papel juegas tú ahí?
Me encogí de hombros. Había sido una decisión repentina, tomada en las últimas horas, y aunque no me había dado demasiado tiempo para meditarlo, no me parecía mal. Al contrario, después de la breve pero intensa experiencia en el Castra Praetoria había despertado en mí un sentimiento de protección extraño.
Además, no nos engañemos, necesitaba espacio.
—Quiero ayudar. No sé dónde me mandarán ni con quién, pero a tu padre le ha parecido bien. De hecho, no soy el único que lo va a hacer. Él se quedará aquí, echando una mano, pero en cuanto las cosas se calmen, el resto vamos a colaborar. Esto es el principio de una nueva era.
Jyn me mantuvo la mirada durante unos segundos, tratando de ver en mis ojos si mentía o no. No sería la primera vez que lo hacía. En aquel entonces, sin embargo, no había ninguna segunda intención ni falsedad en mis palabras. Sencillamente quería despedirme de ella, y quería hacerlo de verdad.
Frunció el ceño. Cuanto más lo pensaba, menos le gustaba la idea.
—¿Y acaso no hay tutores para hacer eso? O que lo haga Noctis. Son sus hombres, ¿no? ¡Que se apañe!
—No pongas esa cara, mujer. Están empezando: necesitan la ayuda de los mejores. Además, puede que sea poco tiempo... o puede que mucho, no lo sé. Te podría engañar, pero a estas alturas ya poco importa. Simplemente quería que lo supieras.
—Genial —replicó, molesta, y se cruzó de brazos—. Tardas años en decidirte a volver a verme y cuando lo haces te vuelves a ir. ¡Genial!
—Ya bueno, ya sabes... —Me encogí de hombros—. La vida de los Pretores es lo que es. Además, la paz ha vuelto a Albia, aprovéchalo tú también. ¿Por qué no sigues con tu carrera como actriz? Ahora vas a tener dinero, tu marido va a cobrar bien: ¿por qué no montas tu propia compañía de teatro? Seguro que tendrías éxito.
Frunció el ceño. Recuerdo que años atrás me había contado que aquel era uno de sus objetivos... uno de sus nuevos sueños, de hecho, y lo había hecho con los ojos iluminados, llenos de emoción. En aquel entonces, sin embargo, no había ni rastro de la ilusión del pasado. No era el momento, imagino.
—No sé que voy a hacer —dijo, hosca—. De momento me basta con recuperar el contacto con Davin y Diana. Aún no he logrado contactar con ellos.
—Hace semanas que todas las comunicaciones están controladas y bloqueadas en la mayoría de los casos —le expliqué, aunque ella ya lo sabía—. En cuanto se normalice la situación, no tendrás problema.
—Lo sé, pero...
Alguien llamó a la puerta. Ambos volvimos la mirada hacia la entrada, incómodos ante la interrupción, y aguardamos a una segunda llamada. De haberse quedado solo en una, habríamos fingido no haberla escuchado. La insistencia, sin embargo, provocó que nuestro pequeño encuentro llegase a su fin. Jyn se levantó, aún disgustada, y se encaminó hacia la puerta.
—Imagino que será Nat, así que...
—Capto la idea.
Aunque me hubiese gustado estar un poco más con ella, lo cierto era que aquello era lo mejor. Despedirse como amigos, sin complicar más las cosas. Eso sí, siendo sinceros. No quería irme con esa espina clavada.
Me adelanté a ella, adentrándome primero en el recibidor, y antes de que pudiese llegar a la puerta, me detuve, de espaldas a la entrada, para abrazarla por última vez.
—Te quiero, bailarina —le dije al oído—. No lo olvides.
—Marcus...
Y abrí.
—Ey, Tramm... —saludé, pero no llegué a acabar la frase —. Tú no eres Trammel.
No lo era, no. Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, alto y esbelto, cuyo cabello pelirrojo estaba recogido en una coleta baja. Tenía el rostro lleno de pecas rosadas y los ojos, de un intenso color dorado, encendidos por un halo celestial. Un halo que solo tenían aquellos capaces de dominar la magia con maestría. Un Magus, y no uno cualquiera precisamente.
El Magus se sorprendió al verme, pero rápidamente ocultó su expresión de confusión tras una sonrisa cordial. Dio un paso atrás, dejándome espacio para salir al ver mi intención, y volvió la mirada al frente, hacia su auténtico objetivo.
Sus ojos relampaguearon al ver a Jyn.
—No soy el capitán Trammel, no, pero vengo en su nombre. Señora Trammel...
—¿Señora Trammel? —repetí con perplejidad, volviendo la mirada hacia Jyn. La simple combinación me provocó nauseas—. ¿En serio te haces llamar así?
—Ni de broma —dijo ella, uniéndose a mí en el rellano—. Señora Corven, por favor. ¿Dices que te manda mi marido? —Se cruzó de brazos, sorprendida—. ¿Para qué?
El Magus me volvió a mirarme de reojo antes de responder. Le incomodaba mi presencia, era evidente, pero no estaba dispuesto a irme hasta que no se identificase. Después de todo lo que habíamos vivido, era lo mínimo.
—En realidad no es su marido quien me manda, sino el senador Ulthuar —explicó—. A pesar de las reticencias del capitán, se ha decidido realizar una pequeña recepción para celebrar su nombramiento entre otros. Los condecorados aún no lo saben, pero será en tan solo una hora, en el Palacio Imperial. Es por ello que me han enviado a recogerla, señora Corven. El senador cree que será muy positivo para la moral de todos.
Lo iba a ser, sin duda. Después de la muerte de Doric eran muchos los altos cargos militares que estaban devastados, por lo que era comprensible que se efectuasen aquel tipo de eventos. Lo único cuestionable era el momento. ¿Realmente era necesario que fuese tan pronto? Aún había muchos que se estaban limpiando la sangre de las botas. ¿Por qué no esperar a que los ánimos se serenasen un poco?
En fin, imagino que por aquel tipo de pensamiento estaba condenado a ser un hombre de acción y no un político.
Jyn tardó unos segundos en responder. Parecía un poco decepcionada, probablemente por la premura del evento, pero también satisfecha de que fuesen a premiar a su amorcito. Después de haberse esforzado tanto en la guerra —como todos, por cierto—, merecía el reconocimiento.
—De acuerdo, sí —dijo al fin—. Dame unos minutos para cambiarme al menos. Entra si quieres. ¿Cómo dices que te llamas?
—Irvine —respondió él, adentrándose ya en la casa—. Me llamo Irvine, señora Corven.
—De acuerdo, espérame en el salón, no tardaré —contestó ella, y dirigiendo de nuevo la mirada hacia mí, me dedicó una fugaz sonrisa—. Esto es un adiós, ¿verdad?
Me encogí de hombros a modo de respuesta.
—Ya, claro... —Jyn sonrió sin humor—. Yo también te quiero, lo sabes.
—Lo sé —admití—, pero a veces se te olvida.
—¿A mí? —Jyn sonrió—. Nunca, te lo aseguro. Cuídate, Marcus.
Se llevó los dedos a los labios y me lanzó un beso como despedida, cariñosa. A continuación, dejándome a solas en el recibidor, cerró la puerta y se adentró en su vivienda.
Ay, Jyn... ¿hace falta que diga que aquel día acabó de romperme el corazón?
Saqué el teléfono del bolsillo y me encaminé hacia el ascensor. La conocía lo suficiente como para saber que se pondría su mejor vestido para la ocasión. Por dentro seguiría triste, profundamente dolida por la muerte de Doric, pero por fuera mostraría su mejor sonrisa, como siempre. Perfecta para todas las ocasiones. Ese Trammel era un tipo afortunado. Debería haberlo matado en la boda.
Maldito Lansel...
Abrí la puerta cuando la cabina llegó al nivel y me adentré en el ascensor. Seguía pareciéndome demasiado pronto para un evento de aquellas características, pero si Ulthuar lo había decidido así, seguro que era una buena decisión. Personalmente no conocía demasiado a aquel senador, pero tenía muy buena fama. Se decía de él que era un pensador, un genio estratega, un visionario, pero por encima de todo que era leal a Albia. Que consideraba la paz el camino del éxito para nuestro país... ¿Sorprendente? Sí a simple vista, pero no teniendo en cuenta que era amigo íntimo de Konstantin Auren y Marcus Vespasian.
Vespasian.
El mismo Vespasian al que aquella misma madrugada cientos de altos cargos habían ido a despedir con todos los honores en Herrengarde... con Ulthuar en cabeza.
El corazón empezó a latirme desbocado.
—¡Mierda!
Desenfundé la pistola y salí del ascensor a la carrera. Acto seguido recorrí el recibidor y me abalancé sobre la puerta con el hombro por delante, concentrando toda mi energía y peso en el golpe. La puerta cedió, estrellándose con violencia contra la pared, y entré de nuevo en la vivienda. Recorrí la entrada con paso rápido, me encaminé al salón y, a punto de alcanzarlo, alcé el arma.
Un rayo de hielo se estrelló contra la entrada. Interpuse el brazo a tiempo, logrando frenar el ataque pero provocando que la extremidad quedase totalmente congelada, y entré. Inmediatamente después, disparé. Hubo un grito, un golpe y un segundo rayo de magia. Esta vez, sin embargo, no logró alcanzarme. Me agaché a tiempo y me lancé al suelo, donde rodé hasta quedar detrás de uno de los sillones. Una vez allí, localizando a Jyn en el suelo respirando con dificultad, junto a la mesa, traté acercarme a ella. Por las marcas rojas de su cuello supuse que había intentado estrangularla. Extendí el brazo hacia ella, tratando de alcanzarla, pero un tercer rayo de hielo me hizo retroceder. Volví a girar sobre mí mismo, escuchando un segundo grito de Jyn, esta vez al ser alcanzada de refilón por el ataque del Magus, y me incorporé.
—¡No!
Localicé al Magus junto a la puerta de una de las habitaciones, desde donde volvió a atacar. Esta vez tres grandes agujas de hielo se clavaron donde segundos antes me encontraba. Rodé por el suelo, esquivando una muerte segura por apenas centímetros, y disparé tres veces. Dos de los proyectiles se hundieron en el muro, sin éxito. El tercero, sin embargo, alcanzó de pleno en la rodilla al Magus. El hombre lanzó un grito, perdió el equilibrio... y antes incluso de caer al suelo ya me encontraba sobre él, encajando un puñetazo tras otro en su cara. Uno, dos, tres...
Lo habría matado a puñetazos de haber podido. Muy a mi pesar, Jyn se me adelantó. Mi bailarina sacó de entre los sillones una pistola y le descerrajó un disparo en la cabeza, a apenas unos centímetros de la mía.
Un salpicón de sangre me embadurnó toda la cara. Lo dejé caer al suelo y, tras limpiarme el rostro con el puño del traje, volví la mirada hacia el interior del salón, donde Jyn sujetaba firmemente la pistola con la que acababa de disparar. Atrás quedaba ya la princesita que necesitaba ser salvada.
—¿Estás bien? —pregunté.
Pero no respondió. En lugar de ello bajó el arma, con la respiración aún acelerada, y acudió a mi encuentro, para asegurarse de que el cuerpo estaba inmóvil. A continuación, dejando escapar un profundo suspiro de puro pánico, se apoyó contra mí, en busca del calor de mis brazos.
—No entiendo nada —murmuró—. Tan pronto te fuiste se abalanzó sobre mí, y... y...
—No deberías haberlo matado —repliqué, sin poder evitar que mi tono se tornase acusador—. ¡Maldita sea, no deberías haberlo hecho! ¿Ahora cómo demonios lo vamos a interrogar?
—¡Y yo que sé! ¡Intentó matarme!
—¡Lo sé, pero debes mantener la mente clara! Maldita sea, Jyn, ¡esto es un maldito desastre!
—¡Pero no es culpa mía! ¡Tú tampoco le estabas dando caricias precisamente!
—¡Lo sé, pero...! —La estreché con más fuerza aún contra mí—. Maldita sea, otra vez no.
Me miró con los ojos encendidos, con una mezcla de miedo y rabia. No entendía nada de lo que estaba sucediendo... ni yo tampoco, pero no éramos estúpidos. Ya habíamos vivido aquello. De hecho, dudaba mucho que hubiese podido olvidarlo.
—¿Crees que es él...? —murmuró—. Sigue con vida.
—No lo sé. Podría ser, pero... demonios, tu hermano y tu prima deberían haberlo matado. ¿Dónde demonios están? No entiendo nada.
Por suerte, mucho antes de lo esperado, alguien apareció en el umbral de la puerta, pistola en mano, cargada de unas respuestas que, aunque nadie quería escuchar, no tuvo más remedio que darnos.
—¿¡Estáis bien!? ¡Ese Magus...! —exclamó Diana mientras corría por el recibidor hacia el salón. Al ver el cuerpo en el suelo, dejó la frase a medias—. ¡Oh, Sol Invicto, lo habéis detenido a tiempo! Iba a por ti, Jyn. Maldita sea, iba a por ti.
—¡Diana! —respondió ella, apartándose de mí para acudir a su encuentro—. ¿¡Quién demonios es este tío!? ¿Es...? —La voz se le quebró en la garganta—. Es un enviado del "Fénix", ¿verdad? Maldita sea, ¡cuéntame qué ha pasado!
—Jyn...
—Vamos, niña —intervino yo—. Escúpelo de una vez, ¿qué demonios ha pasado?
Por desgracia, no tardamos en descubrirlo todo.
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