Capítulo 63
Capítulo 63 – Marcus Giordano, 1.812 CIS (Calendario Solar Imperial)
Entrar en la ciudad no iba a ser tarea fácil, decía el Emperador.
Las defensas del General Lucian complicarán enormemente los accesos, insistía.
Está preparando un arma secreta, así que tendremos que realizar un ataque aéreo en el que la Casa de las Tormentas caerá sobre el enemigo y lo vapuleará, finalizó...
Y todos lo aplaudieron; todos creyeron que tendría razón, que lo sabía absolutamente todo... pero se equivocaron. Por supuesto que se equivocaron. Mientras que los heroicos Pretores recién salidos del laboratorio con Noctis y Reiner a la cabeza sobrevolaban la ciudad en busca de un punto donde poder asaltarla, nosotros ya estábamos en Hésperos. Conocíamos caminos secretos a través de los cuales acceder, por los que burlar las defensas de Lucian... pero nadie quería escucharnos. Auren tenía muy claro a quien quería promocionar en aquella campaña, sabía quién lo llevaría hasta el trono, y francamente, llegado a aquel punto, a mí ya me daba igual.
Que la guerra había llegado a la capital era un hecho innegable. Llevábamos días avanzando, esperando el momento en el que Vespasian nos abriese paso, y ahora que al fin lo había logrado, ni tan siquiera habíamos esperado veinticuatro horas para atacar. Doric quería la victoria ya, estaba enloquecido de dolor por la pérdida del General, y hasta que no acabase con Lucian, no pararía. Comprensible, desde luego. Yo, en su lugar, probablemente habría hecho lo mismo. No obstante, no de esa manera. Había otras formas de entrar en Hésperos: formas de evitar poner en peligro a gente noble y valiente que ya había demostrado lealtad en demasiadas ocasiones. Era el momento de dejarles descansar, de darles tiempo para que se lamiesen las heridas... pero no, Doric quería seguir tirando de la cuerda, quería golpear a Lucian con su nuevo juguete, y no iba a ser yo quien se lo impidiese. Eso sí, solo esperaba que la suerte siguiese acompañándolos un poco más y no acabasen todos muertos. Albia necesitaba héroes, sí, pero necesitaba héroes vivos.
Mientras que la Casa de las Tormentas y la Unidad Reiner hacían lo que fuese que estuviesen haciendo cerca de la Catedral del Recuerdo, nosotros nos dirigíamos hacia el Palacio Imperial, en el corazón de la ciudad. Bueno, al menos parte de nosotros. La Unidad se había vuelto a dividir, y no sin un buen motivo. Aidan y Lyenor se dirigían hacia el Jardín de los Susurros en busca de nuevos aliados entre los miembros de nuestra Casa. Nosotros, sin embargo, nos encaminábamos hacia el Castra Praetoria, aunque no para reclutar precisamente. Doric quería que Lucian no pudiese utilizar a las nuevas promesas en su contra: quería asegurar su futuro, y para ello necesitaba que nosotros nos encargásemos de ello; que evitásemos a toda costa de que los jóvenes novicios saliesen de aquel edificio.
¿Fácil? Sí, claro, facilísimo.
Mentiría si dijese que no me gustaba aquel reto. Personalmente no era de los que sentía especial aprecio por las nuevas generaciones. Los pocos aprendices que había conocido a lo largo de aquellos años me parecían pretenciosos y orgullosos: unos bocazas hasta límites insospechados, pero a pesar de ello admitía que eran el futuro. Tarde o temprano los Pretores de mi generación moriríamos y ellos tendrían que ocupar nuestro lugar. Ellos lucharían las batallas del futuro, y lo que aún era más importante, asegurarían una estirpe de guerreros que, costase lo que costase, no debía morir. Así pues, era una misión interesante. Complicada: no conocíamos la situación del Castra, ni mucho menos las lealtades de los tutores al mando, pero si aún quedaba un mínimo de honor en sus corazones, no habrían obligado a los chicos a posicionarse. La gran duda era, ¿cuál era la posición de Lucian al respecto? Si estaba presionando a los tutores para que participasen en la guerra, aunque quisieran, no les iba a resultar en absoluto fácil desobedecer las órdenes de su Emperador.
En definitiva, la clave estaba en que Lucian hubiese decidido respetar los códigos de moralidad y de honor de las Casas Pretorianas. Era complicado, no nos vamos a engañar. Conocía a Lucian lo suficiente como para saber que su moralidad era un tanto diferente a la establecida, pero confiaba en que no hubiese cruzado aquel límite.
Sea como fuera, la caballería estaba a punto de llegar.
—No recordaba esta ciudad tan grande —murmuró Misi a través del canal de comunicación interno—. Es impresionante.
Lo era. Hésperos había cambiado. Mientras recorríamos sus calles a lomos de dos motocicletas que habíamos tomado prestadas en las afueras, ambos mirábamos a nuestro alrededor con una mezcla de sorpresa y miedo. La ciudad seguía siendo la misma en apariencia, con sus amplias avenidas y sus impresionantes edificios rasgando el cielo enrojecido por el amanecer. Sin embargo, tal era el silencio reinante que resultaba inquietante. Las horas no ayudaban, por supuesto, aún era muy pronto, pero en un día normal las calles habrían mostrado otro aspecto. Trabajadores saliendo de sus casas, de camino al transporte colectivo, negocios levantando sus persianas, camiones y furgonetas recorriendo sus carreteras... habría habido vida. En aquel entonces, sin embargo, no había absolutamente nada. Silencio, soledad y tensión, mucha tensión. En cierto modo era como si toda la ciudad estuviese conteniendo la respiración: como si esperasen el momento de que todo empezase a arder... en que la guerra estallase para abrir las ventanas y empezar a chillar.
Era estremecedor.
Pero no debíamos dejarnos llevar por la presión. Aunque era complicado, y más cuando nos cruzábamos con patrullas y vehículos llenos de legionarios que se encaminaban hacia las afueras, debíamos mantener la cabeza fría. Nuestra presencia allí se mantenía de momento gracias a los escudos de oscuridad tras los cuales nos ocultábamos, así que debíamos ir con mucho cuidado. Cualquier distracción podría dar al traste con la concentración, y oye, podíamos hacer frente a muchos, ya lo habíamos demostrado en muchas ocasiones, pero no a una ciudad entera.
—¿Qué crees que encontraremos? ¿Recuerdas siquiera el nombre de tu tutor?
Miré de reojo a Misi. Íbamos en paralelo, el uno junto al otro. Me costaba verla más allá de su propia capa de oscuridad, pero podía imaginar su rostro en base a sus preguntas. Estaba nerviosa, era evidente. Misi sabía que se estaba metiendo de pleno en la boca del lobo, que un error nos conduciría a la muerte o lo que aún era peor, a las manos de Lucian Auren, y por mucho que intentaba controlar la ansiedad, no podía. Resultaba enternecedor. Misi era una gran Pretor: una de las mujeres más inteligentes que conocía y, para qué engañarnos, uno de mis mayores apoyos en los últimos días, pero en momentos como aquel ponía en evidencia sus carencias. Aún le faltaba sangre fría... le faltaba experiencia en el cara a cara. Yo, en cambio, me había manchado de sangre las manos en tantas ocasiones que aquello no era más que un simple paseo.
Menos estudio y más campo, como habría dicho Lansel.
—Concéntrate —respondí, y aceleré para situarme delante de ella.
Nos adentramos en una de las últimas rotondas antes de llegar al Distrito Imperial. Llevábamos más de una hora recorriendo el Barrio de las Mil Columnas, aprovechando los estrechos callejones y la zonas más deshabitadas para pasar lo más desapercibidos posible, pero a partir de aquel punto la dinámica iba a cambiar. Lo que nos aguardaba eran avenidas inmensas, edificaciones gubernamentales vigilados, viviendas que bien podrían ser consideradas fortalezas y, si la lógica no me fallaba, mucha seguridad. Muchísima seguridad por parte de empresas privadas y entidades públicas: vigías, policía local, legionarios, Pretores...
Ventajas de pertenecer a la alta y media sociedad albiana.
Me detuve a la entrada de la rotonda para dejar pasar a tres blindados. En su interior y encaramaros en todos sus salientes decenas de legionarios uniformados con camuflaje urbano se dirigían hacia el oeste de la ciudad. Los seguí con la mirada, pensativo, tratando de situar la Catedral del Recuerdo en el mapa de Hésperos. Teniendo en cuenta la dirección, cabía la posibilidad de que nuestros infiltrados ya hubiesen sido localizados. Era complicado, desde luego. Había visto en acción a Reiner y a Noctis y, para ser Pretores de la Casa de las Espadas y ahora de las Tormentas, eran bastante sigilosos. No obstante, vencer a una ciudad como Hésperos era difícil.
Alcé la mirada momentáneamente hacia el cielo cada vez más azul y volví a arrancar la motocicleta. Con suerte, la Luz del Sol Invicto los protegería. Bordeé la glorieta, ignorando la gran estatua de uno de los Emperadores albianos situada en el centro, y seguí avanzando hasta la quinta salida. Una vez en ella, me situé en el lateral del carril, a la espera de que Misi se uniese a mí. Ante nosotros, una nueva calle algo más amplia que la anterior nos guiaba hacia la Avenida de las Flores, la travesía más importante de la ciudad.
Volvimos a cruzarnos con cinco blindados más que iban en contra dirección por nuestra calzada. A la cabeza, conduciendo una potente motocicleta totalmente blanca, iba un Pretor de la Casa del Invierno con la capa ondeando a sus espaldas.
Lo seguí con la mirada durante los pocos segundos que coincidimos, pensativo, y volví la mirada al frente. Era tentador ponerle algún obstáculo con el que hacerle caer al suelo y partirse unos cuantos huesos. Muy, muy tentador... pero no debía hacerlo. Aquel arrebato podría delatarnos y no era nuestro objetivo. Eso sí, de haber ido solo no habría dudado en hacerlo. La presencia de Misi me estaba obligando a comportarme con mucha más cabeza de lo habitual...
—No vas solo, Giordano —me había advertido Aidan poco antes de ponernos en marcha—. Imagino que no hace falta que te lo diga, pero quiero que volváis los dos con vida.
—Cuenta con ello, Centurión —le había respondido, restándole importancia al comentario—. Acabaré con cuantos se pongan en nuestro camino.
—No lo dudo. Hazlo, por supuesto, pero hazlo sin olvidar que Misi está contigo, ¿de acuerdo? Nada de locuras: mantén la cabeza fría.
Nada de locuras, cabeza fría... podría haberme ofendido, pero vamos, ¿a quién quiero engañar? Sabía quién era, sabía cómo me comportaba y cuál era mi modus operandi habitual, y si bien en solitario me había ido bastante bien, Aidan tenía razón. Ahora estaba Misi a mi lado y debía pensar por el bien de ambos.
Seguimos rodando a gran velocidad hasta alcanzar la última glorieta. Nos adentramos aprovechando que estaba totalmente vacía y, tomando la primera salida, nos salimos a la Avenida de las Flores. Allí había mayor grado de seguridad, con patrullas cada trescientos metros y puestos de control que cruzaban la calle. Mala suerte.
Nos detuvimos poco después, conscientes de que no podríamos seguir como hasta ahora. Dejamos las motocicletas entre los árboles, aprovechando las grandes lenguas de césped y plantas que separaban las dos direcciones de la vía, y nos ocultamos. En las azoteas había francotiradores que custodiaban los alrededores. Unos agentes que, sumados al resto de las fuerzas de seguridad, formaban un importante perímetro que no iba a ser fácil de superar.
Me tomé unos segundos para valorar las distintas opciones. Misi, a mi lado, miraba a su alrededor. Entrecerraba los ojos e inspeccionaba cuanto la rodeaba con cara de concentración... Una cara que me hizo sonreír. Misi podía llegar a ser muy graciosa incluso cuando no lo pretendía.
—¿Mmm...? ¿De qué te ríes? —me preguntó al darse cuenta de mi expresión—. ¿Te burlas de mí, Giordano?
—No osaría —bromeé, y volví a mirar al frente.
Poco después, tras soltar una risotada por lo bajo, Misi me cogió del brazo y señaló uno de los edificios. Más en concreto, una pastelería. Mi compañera conocía perfectamente la ciudad, mucho mejor que yo, por lo que no me sorprendió que, mientras que yo aún estaba trazando el plan, ella ya tenía la solución.
—Conoces las grutas subterráneas sobre las que está construido el Palacio Imperial, ¿verdad? Se ven gracias al suelo acristalado.
Asentí con la cabeza. No había estado en demasiadas ocasiones en el hogar del Emperador, pero recordaba aquel detalle. De hecho, dudo que nadie que lo hubiese visto lo hubiese olvidado. Era impresionante.
—Siglos atrás conectaban a través de trece túneles a la ciudad. Con el paso del tiempo, sin embargo, se han ido cerrando. Actualmente solo hay dos abiertos. No son muy conocidos, pero los Agentes de la Casa de la Corona y algunos de la Noche tienen constancia de ello. Su uso está reservado para situaciones de emergencia.
—¿Emergencia como una guerra? —respondí, y negué con la cabeza—. Suena bien, pero no es una opción. Los tendrán vigilados.
—Los tres que están abiertos sí, pero los otros... —Misi negó con la cabeza—. Podríamos utilizarlos. La mayoría de ellos fueron sellados con rocas y cemento: su acceso es imposible. No obstante, hay dos que tuvieron otro destino. Uno de ellos conectaba con el Jardín de los Susurros y está cerrado por una verja de oro. Se dice que sus barrotes están hechos de la Luz Solar del Sol Invicto. De hecho, su construcción...
—Misi, por favor —interrumpí—. Al grano.
Me lanzó una mirada furiosa.
—Algún día esto te salvará la vida, Giordano, pero bueno. Uno conecta con el Jardín de los Susurros, pero hay otro al que se puede acceder a través del metro. El acceso no es fácil, pero por suerte para ti, lo conozco. —Misi ensanchó la sonrisa—. ¿Ves esa pastelería de ahí? En la otra cara del edificio hay un restaurante subterráneo con salida al centro comercial de las Flores...
—Y ese centro comercial tiene una estación propia, ¿verdad?
Misi ensanchó la sonrisa. Era un buen plan. Desconocía el nivel de seguridad de las paradas de metro, pero si nos dejábamos llevar por el de los accesos, era altísimo. A pesar de ello, era una buena alternativa. El centro comercial debía estar cerrado, por lo que, con suerte, podríamos llegar hasta el subsuelo con relativa facilidad. Buen plan, sí señora.
—Eres un genio.
Entrar en la pastelería fue fácil, al igual que acceder al restaurante. Aunque las puertas estaban cerradas, no tuvimos problemas para forzar las cerraduras. En ambos casos los establecimientos tenían alarmas de vigilancia conectadas, así que nos encargamos primero de cortar el suministro eléctrico. A partir de ahí, fue fácil. Cruzamos la pastelería hasta la cocina trasera, donde aprovechamos la ventana que daba al patio interior para acceder al almacén del restaurante. Descendimos hasta el salón, aprovechándonos de nuestra visión nocturna para no tener que encender la luz, y a partir de ahí seguimos hasta localizar la salida que daba al centro comercial. Como imaginábamos, estaba cerrado al público, pero había un par de vigilantes custodiando la zona. Aguardamos pacientemente a que pasasen de largo, evitando así causar más estragos de los necesarios a civiles, y corrimos a través de los silenciosos pasadizos subterráneos hasta la entrada a la estación de metro. En aquel acceso no había vigilancia, pero sí pasados los tornos, en los túneles que conectaban los distintos andenes. Misi y yo nos internamos por las escaleras de acceso, controlando a los agentes de seguridad desde la distancia, y valorando las distintas opciones. Se trataba de una pareja de policías armados cuyos visores nocturnos nos complicaban el avance.
Lancé una maldición por lo bajo. No quería dejar cuerpos por el camino que pudiesen levantar sospechas, pero no podía permitir que aquel par diesen al traste con la operación. Así pues, desenfundando nuestros cuchillos para evitar que el sonido de las pistolas pudiesen alertar a otras posibles patrullas, acabamos con ellos. Aguardamos a que se acercasen, ocultando nuestros cuerpos tras una cortina de sombras, y tan pronto estuvieron a nuestra altura, nos abalanzamos sobre ellos por la espalda para acabar con su vida de un tajo en la garganta. Primero a ella, después a él. Rápido y silencioso. Ya libres de su presencia, arrastramos los cuerpos hasta las vías, donde los bajamos para poder ocultarlos en el interior del túnel. Los dejamos apoyados contra la pared y, ya libres de su presencia, empezamos a avanzar a oscuras.
Debo admitir que sentí bastante respeto al caminar por las vías. Era consciente de que el transporte había sido suspendido, pero incluso así me atemorizaba la idea de que un tren pudiese aparecer de repente ante nosotros. De aquello difícilmente podríamos escapar. Por suerte, no sucedió. Seguí a Misi a través de la oscuridad a lo largo de casi media parada de tren, hasta que, alcanzado un cruce de vías, mi compañera se dirigió hacia el muro lateral. Palpó algo en la pared, probablemente buscando algún tipo de mecanismo, y de repente una trampilla oculta a ras de suelo se abrió. Misi se agachó, me hizo una señal con la cabeza y rápidamente me adentré, arrastrándome para poder caber. Avancé a lo largo de casi veinte metros, dando gracias al Sol Invicto por no ser demasiado ancho de espaldas, pues alguien como Damiel o el propio Aidan no habrían podido caber por aquel estrechísimo corredor, y una vez en el otro extremo, me levanté en el interior de un túnel de piedra. No era demasiado amplio, pero al menos podría ir erguido. Algo era algo. Aguardé a que Misi saliese. Mi compañera se incorporó y, lanzando un rápido vistazo a su alrededor, empezó a caminar. No muy lejos de allí, a unos doscientos metros de distancia, las paredes del túnel se estrechaban hasta convertirse en un paso tubular de poco más de un metro cuadrado.
—Ahí está —dijo Misi.
Nos agachamos para poder pasar a gatas. Al final del pasadizo había una verja dorada cerrada frente a la cual nos detuvimos. Estaba cerrada, tal y como habíamos previsto, pero su cerradura era tan antigua que no pudo resistir a nuestras poco ortodoxas técnicas de infiltración. ¿Discreción? Oh, vamos, estábamos bajo tierra, perdidos en mitad de un laberinto de túneles, ¿quién iba a escuchar el disparo y las patadas a la verja?
—Pura elegancia y sutileza —exclamó Misi cuando al fin logré arrancar la puerta de sus goznes. La cerradura no había cedido, pero sí las bisagras—. Así es como conquistas a las chicas, ¿verdad?
—Bueno, no sé —respondí, cruzando ya el umbral para acceder a la otra parte del túnel—. Contigo funcionó el otro día, así que imagino que no se me da tan mal.
Tardamos una hora en recorrer el angustioso túnel que conectaba la estación con el inicio de la caverna que recorría todo el Palacio Imperial. A lo largo de aquellos minutos me vi obligado a pasar por estrechísimos pasadizos por los que apenas cabía, arrastrarme por fango y, lo que es aún peor, recorrer un tramo inundado. Desde luego no fue mi mejor expedición, ni tampoco repetiría por nada del mundo, pero valió la pena. A pesar de todo nos encontrábamos bajo el jardín del Palacio Imperial, a tan solo tres kilómetros del Castra Praetoria, así que, ¿qué puedo decir a parte de gracias? Buscamos un pequeño respiradero a través del cual salir al exterior, en la zona oriental del patio, y una vez fuera, volviendo a ocultarnos bajo nuestras capas de oscuridad, pasamos de largo los accesos del Palacio para dirigirnos a la entrada de la escuela de Pretores.
—Si ahora entrásemos podríamos acabar con Lucian —murmuró Misi tras de mí mientras nos abríamos paso por el jardín aprovechando las zonas más frondosas, temerosos de poder ser detectados por algún otro agente de la Noche—. Podríamos sentenciar la guerra ahora mismo.
—No creo que sea tan fácil.
A tenor de la cantidad de patrullas y de Agentes de la Corona que custodiaban el perímetro, no cabía duda de que no iba a ser fácil. Gran parte de las fuerzas de Lucian se encontraban en las afueras de la ciudad, preparadas para el inminente enfrentamiento, pero allí había suficiente ejército como par acabar con nosotros. Así pues, mejor no arriesgarse.
Seguimos recorriendo los alrededores del Palacio hasta alcanzar al fin la plazoleta donde se encontraban las estatuas en honor a las cinco Casas. Las Espadas, la Noche, el Invierno, la Corona y el Sol Invicto. Resultaba extraño pensar que cuando ganásemos la guerra se instauraría una sexta. La Casa de las Tormentas venía pisando fuerte, con una Centurión a la que todos le augurábamos un futuro esperanzador, así que era cuestión de tiempo que los suyos se hiciesen un hueco en el Castra Praetoria. Serían buenos tiempos, estaba convencido. Doric no era de mi agrado, pero había que admitir que estaba comportándose con valentía. Se estaba esforzando al máximo. Era una lástima que no fuésemos los agentes de la Casa de la Noche sus favoritos. De lo contrario, estoy convencido de que habríamos hecho historia.
Por suerte a nosotros no nos importaba no aparecer en la portada de los periódicos, por lo que no dudamos en seguir adelante con el plan. Nos aseguramos de que no hubiese ninguna patrulla por la zona y, dejando atrás al fin nuestro camuflaje, nos dirigimos a una de las puertas secundarias situadas en la cara oculta del edificio, al final de un estrecho callejón entre el bloque principal y el gimnasio. Ascendimos la escalinata metálica que conectaba con el acceso y, ya frente a la gran puerta de metal tras la cual se encontraba un largo pasadizo que conectaba con la entrada principal, la golpeé con el código secreto que solo aquellos que habíamos formado parte de la Casa de la Noche conocíamos.
La espera se me hizo eterna.
—¿Crees que abrirán? —preguntó Misi transcurridos tres minutos—. Quizás deberíamos probar la princi...
El sonido de unos pasos dentro silenció las palabras de mi compañera. Ambos dimos un paso atrás, permitiendo así que quien estuviese tras la puerta nos pudiese identificar gracias a la cámara instalada junto a la entrada, y aguardamos pacientemente a que se decidiesen a abrir...
Cosa que no hicieron. Tal y como habían llegado, los pasos se fueron, dejándonos a ambos, como se dice vulgarmente, con cara de tontos. Intercambiamos una fugaz mirada, casi tan sorprendidos como ofendidos, y avanzamos el paso que habíamos retrocedido.
Volví a llamar, esta vez, con mayor fuerza aún si cabe. Entendía que no quisieran dejarnos pasar, que nuestra presencia resultase molesta o que, incluso, les asustase. No obstante, no aceptaba que me ignorasen. No cuando, en el fondo, aquella también era mi casa.
—¡Abrid ahora mismo! —exclamé ante la falta de respuesta. Aguardé un minuto más y volví a llamar—. ¡Exijo poder entrar a mis dependencias!
Más silencio.
Apreté los puños con fuerza, furioso, y miré a nuestro alrededor. Estábamos haciendo mucho más ruido del que deberíamos, sí, ¿pero qué otra cosa podíamos hacer? No quería tener que colarme por una ventana, pero si no aceptaban abrirnos la puerta, no tendría más remedio.
Cogí aire. De haber estado solo, habría tirado la puerta abajo. La habría golpeado con tal fuerza que la habría arrancado de los goznes. Estando Misi conmigo, sin embargo, tenía que controlarme. Tenía que intentar fingir ser alguien razonable y reflexivo, así que me limité a volver a llamar. Eso sí, lo hice con tanta fuerza que la puerta se descolgó del pernio superior. Retrocedí un paso y, antes incluso de que alzase la mirada hacia la cámara, abrieron.
Al fin habían captado la idea.
—¡La vas a derribar! —exclamó la tutora Kendra Jaeger con el rostro enrojecido—. ¿Es que acaso te has vuelto loco, Marcus Giordano?
—Puede —respondí.
Y aunque hice ademán de entrar, ella no me lo permitió. La mujer, una Pretor de cabello corto de color gris firmemente sujeto en un moño y ojos negros, desenfundó su espada ceremonial, la cual le colgaba del cinturón del uniforme desde hacia años, y la interpuso entre mi pecho y la entrada. Kendra no pertenecía a ninguna Casa, o al menos a aquellas alturas ya no lo hacía, pero en su mirada se percibía la determinación de las Espadas.
Apretó suavemente el arma contra mi pechera a modo de advertencia.
—No —dijo, e invitándome a retroceder, me empujó con la espada—. Ni se te ocurra, muchacho. Este no es tu lugar. Desconozco a quien sirves, pero no me importa. Este lugar es sagrado: la guerra no puede atravesar sus puertas.
—¿Y acaso cree que no lo sé? —respondí, y aparté el filo del arma de un golpe—. Baje el arma, Jaeger: no vengo en busca de esos críos. No me servirían de nada.
—¿Entonces? —Parecía desconcertada—. ¿A qué vienes entonces? Y no me digas que quieres tu maldita habitación, Giordano, porque...
—El Emperador nos envía a proteger a los pequeños —intervino Misi, dando un paso al frente para posicionarse a mi lado—. Usted lo ha dicho, tutora: este lugar es sagrado. Nadie debería atravesar sus puertas para algo que no fuese intentar llevar la paz a su seno.
—No sé qué Emperador os envía, pero como me mintáis, muchachos, acabaré con vosotros. Puedo hacerlo, lo sabéis.
Aunque costó, Misi logró que Kendra Jaeger abriese las puertas y nos dejase entrar hasta el recibidor. El Catra Praetoria estaba tal y como lo recordaba, iluminado con velas y con las paredes cubiertas de estandartes de cada una de las Casas, sin embargo el ambiente era diferente. Ya no había rastro alguno de los centenares de Pretores que lo habitaban a diario, entrando y saliendo de un módulo a otro, ni tampoco del alboroto que solía acompañarlos. Ahora todo estaba en completo silencio, como si únicamente quedase Jaeger en su interior.
—¿Dónde están todos? —pregunté.
Aproveché que alguien se había dejado una botella de agua encima de una de las mesas para darle un trago. En cualquier otro lugar la idea me habría parecido descabellada. El agua podría haber estado contaminada o peor aún, babeada por algún imbécil. Allí, sin embargo, poco importaba su dueño. Todos aquellos que cruzaban la puerta de aquel lugar eran mis hermanos, y como tal confiaba plenamente en ellos.
—Lucian ha convocado a todos los Pretores para la guerra —respondió Kendra con desazón—. Los guardias, los reclutas que recientemente han superado el ritual, los de la enfermería: todos. Absolutamente todos han acudido a la llamada de su señor... ¿y quién queda para cuidar a los críos? —Chasqueó la lengua con desdén—. Al menos no ha pedido que los aspirantes se unan a él.
Conocía a Kendra desde que era un crío, y aunque nunca había sido una mujer especialmente simpática, aquel día su humor era terrible. Era comprensible. Mientras que prácticamente todos los Pretores habían decidido acudir a la llamada de Lucian, solo ella había recordado a quien servía realmente, a Albia, y había rechazado unirse a sus filas. Su lugar estaba allí, velando por el bien de los aspirantes, para asegurar su supervivencia, y aunque lo tuviese que hacer en solitario, no iba a abandonarlos.
—No se atrevería —respondió Misi—. Al menos no abiertamente. Contradecir las leyes sagradas de las Casas podría ponerle al núcleo más duro de Pretores tradicionalistas en su contra.
—Así es —admitió Kendra—. Lamentablemente no todos parecen recordarlo. Ya han sido tres los Pretores que han acudido a mí para exigirme la participación de los aspirantes en la guerra. —Negó con la cabeza—. Los muy estúpidos los quieren utilizar como carne de cañón. ¿Es que acaso no ven que son el futuro?
—En tiempos de guerra es común mirar a corto plazo —dije, uniéndome a la conversación—. Han venido tres, pero es posible que lo hagan muchos más. Nos quedaremos aquí para apoyarla, tutora. Aunque no somos neutrales en este conflicto, el Emperador Doric nos ha pedido que nos aseguremos de que se respetan las leyes hacia los nuestros. Esos niños...
—Es propio del joven Auren —interrumpió Kendra, pensativa—. Francamente, no quiero saber si es él o si realmente es un impostor. Es tentador, pero no. Si realmente vais a cumplir con lo que decís que venís a hacer, podéis quedaros, de lo contrario abandonad ahora mismo el edificio. No quiero verter la sangre de mis antiguos alumnos aquí, pero si es necesario, lo haré.
—Tranquila —respondió Misi—. Confíe en nosotros. Puede regresar con los chicos si quiere, nosotros nos encargaremos de asegurar las entradas.
Kendra nos miró con desconfianza. Nos conocía a ambos desde que éramos unos críos. Personalmente no había sido mi tutora, pero sí que había estado en mi época. De hecho, en muchas ocasiones le había tocado vigilarme en las salas de castigo, cuando mi tutora decidía deshacerse de mí durante unas cuantas horas. Gracias a ello sabía un poco más sobre mí, sobre los arrebatos de ira que tenía de niño y que, a pesar de ello, era de confianza. Con Misi, sin embargo, era todo mucho más fácil. Kendra había sido su tutora, así que sabía perfectamente con quien hablaba. Era una lástima que, a pesar de ello, las circunstancias la hiciesen desconfiar.
—Tiene nuestra palabra —insistí—. No le fallaremos.
Desconozco si mi promesa le hizo cambiar de opinión o si simplemente se dio por vencida, pero Kendra abandonó el recibidor para adentrarse en el edificio. Más allá del largo corredor que conectaba la estancia donde nos encontrábamos con un amplio salón, el edificio se dividía en cinco áreas delimitadas para cada una de las casas.
Conociéndola, supuse que montaría guardia en el salón. Mientras ella siguiese en pie, nadie atravesaría aquellas puertas.
—En fin —dije, quitándome ya el abrigo para dejarlo sobre una de las mesas. Vacié la botella de agua y me encaminé hacia los escalones de acceso al pasadizo, donde tomé asiento—. Esto va para largo, así que ponte cómoda.
Misi frunció el ceño, probablemente disgustada ante mi reacción, pero me imitó. Se quitó la chaqueta, la dejó junto a la mía y, sin llegar a tomar asiento, se situó junto a la entrada, dispuesta a hacer guardia. El día prometía ser largo.
Unas horas después, con el ocaso bañando de carmín el cielo ahora cubierto por nubes de polvo y humo, las noticias del avance de la guerra provocaron que el hasta entonces ambiente tranquilo se quebrase. Todo era muy confuso. La información llegaba a cuenta gotas y probablemente distorsionada por el enemigo, pero todas las fuentes coincidían en que la Catedral del Recuerdo había saltado por los aires y de que desde hacía una hora se combatía ferozmente ya en las calles...
Doric había logrado superar el cerco.
Como digo, todo era muy confuso. Había quien decía que el ejército de Lucian estaba destrozando las defensas de Doric, mientras que había otros quienes aseguraban todo lo contrario. Sea como fuese, las calles se estaban llenando de fuego y muerte, y poco a poco, metro a metro, nuestras tropas se estaban abriendo paso por la capital, con lo que aquello comportaba.
—Alguien se acerca —me advirtió Misi, que hacía rato que no se despegaba de una de las ventanas para contemplar cuanto sucedía en la calle—. Son un grupo... creo que son Pretores de la Casa del Invierno.
—Ya tardaban —respondí—. Avisa a Kendra.
Mientras que Misi salía a la carrera para avisar a la tutora de la visita, yo me dirigí a la puerta y la abrí, para esperarles bajo el umbral. Tal y como me había advertido Misi, se trataba de un grupo de cuatro agentes del Invierno con un Optio a la cabeza.
Me apoyé en el marco de la puerta y me crucé de brazos. Nunca me habían gustado los "culos fríos", pero en aquel entonces, con las capas ondeando en las espaldas y los uniformes relucientes, he de admitir que ofrecían una imagen impresionante. Aquello era lo bueno de no poner nunca su vida en peligro: siempre estaban impecables.
Me pregunté si habrían utilizado alguna vez sus armas. Por su aspecto y la juventud de varios de sus miembros, era de suponer que se trataba de un grupo relativamente nuevo. Reservas, probablemente... novatos a los que las circunstancias habían obligado a ponerse en marcha.
El encuentro prometía.
—Pretor —llamó el Optio a pocos metros de alcanzar la puerta—. ¿Estás tú al mando?
No respondí hasta que llegaron la entrada y se detuvieron. El líder del grupo era un hombre de unos cuarenta años de apariencia, con la barba pelirroja perfectamente afeitada y el cabello recogido en una coleta. Sus ojos eran de un color azul desvaído, casi blanco, propio de los agentes de su Casa. Decían los rumores que cuanto más utilizaban sus capacidades más claros se les ponían, así que di por sentado de que no me encontraba frente a un novato precisamente. Sus acompañantes, sin embargo, eran otra cosa.
—Se podría decir que sí —respondí, sin variar un ápice mi posición—. ¿Qué queréis?
—Venimos a por refuerzos —dijo sin preámbulos—. La princesa Selyne Auren ha sacado a los Magi de la Academia. Se han posicionado abiertamente del lado del impostor y están colaborando con ellos en su avance. Nuestros informadores dicen que se dirigen hacia los Jardines de la Victoria. Allí están desplegadas nuestras tropas, pero teniendo en cuenta que Unidades como la de Daria Lynae se están posicionando de su lado, necesitamos el máximo número de efectivos posible.
—¿Daria Lynae? —pregunté con curiosidad—. No me suena, ¿es de los tuyos?
El Optio asintió con la cabeza, indiferente. A diferencia de sus chicos, que parecían ofendidos ante la decisión de Lynae, el Pretor no había variado en absoluto su expresión.
—Era una Centurión de la Casa del Invierno, sí. Sea como sea, eso no importa: necesitamos que los aspirantes nos apoyen.
—¿Los aspirantes? ¿En serio? —Negué con la cabeza—. ¿Y de qué crees que te van a servir un puñado de críos que aún ni tan siquiera han superado el ritual? La mayoría no son ni adolescentes. ¿De veras crees que su papel va a ser relevante?
—Tienen manos: pueden empuñar un arma —intervino uno de sus Pretores, logrando con sus palabras que el Optio en cabeza hiciese una mueca de fastidio.
—Cállate, Velta —le ordenó con incomodidad—. Pretor, no he venido a discutir, te lo aseguro. No tengo tiempo para ello. Simplemente abre tus puertas y déjanos pasar. La decisión viene de más arriba.
—¿Ah, sí? —Volví la vista momentáneamente atrás. Misi y Kendra ya se encontraban en el recibidor, pero por el momento no iban a intervenir. No era necesario—. ¿Quién lo manda?
El Optio entrecerró los ojos. Era evidente que no le gustaba aquella situación. De hecho, tengo la sensación incluso de que no estaba a favor, pero las órdenes habían sido claras. El ejército de Lucian necesitaba refuerzos.
—No me toques las narices, Pretor —advirtió, y apoyando la mano en el marco de la puerta, acercó su rostro al mío, hasta prácticamente rozar su nariz con la m*P+ía—. Sal del medio.
Llegado a aquel punto supe que ya no había vuelta atrás. Aquel tipo iba a hacer cuanto estuviese en sus manos para pasar, incluido utilizar la fuerza bruta, así que me adelanté. Si alguien tenía que sangrar, que no fuese yo. Además, en el fondo aquellos hombres iban a unirse a la batalla, así que, ¿por qué no facilitarle un poco las cosas a Doric?
Le dediqué una breve sonrisa carente de humor, haciendo un auténtico esfuerzo para no estrellarle el puño en la cara, y apoyé mi frente sobre la suya. Inmediatamente después, sin apartar la mirada de la suya, desenfundé el cuchillo y lo hundí en su pecho, en el corazón. El Pretor abrió ampliamente los ojos, pero no pudo hacer nada más. La vida se le escapaba de las manos. Su cuerpo cayó sobre el mío, sin fuerza, saqué el arma ensangrentada de su pecho y lo empujé hacia atrás, para que se desintegrase en brazos de sus hombres. Perplejos, los tres Pretores me miraron con desesperación al ver a su líder convertido en polvo entre sus manos.
Me limpié la sangre del cuchillo en la pernera del pantalón y lo alcé hacia ellos.
—Nadie va a cruzar esta puerta —advertí—. Pero si queréis, podéis intentarlo.
Enfundé el arma y la sustituí por la espada al ver que dos de ellos desenfundaban las suyas. Di un paso al frente, separándome ya de la puerta, y paseé la mirada del uno al otro. El tercero, un chaval de no más de diecisiete años, nos miraba con los ojos muy abiertos, perplejo ante lo que acababa de suceder. Los otros dos, sin embargo, parecían furiosos. Tan furiosos que, tan pronto superaron los primeros segundos de shock, se abalanzaron sobre mí, blandiendo sus espadas.
Pobres ilusos.
Detuve los primeros dos golpes interponiendo mi espada. Ambos estaban muy alterados, fuera de sí después del impactante suceso, así que decidí no ser demasiado duro con ellos. Les dejé unos minutos para que se desfogasen, deteniendo un golpe tras otro, hasta que el más joven de los dos dio la primera muestra de debilidad al activar la Magna Lux para invocar su poder. Clavé entonces la mirada en él, consciente de que podrían llegar a darme un susto si los dejaba probar suerte, y desenfundé mi cuchillo con la mano vacía. Acto seguido, se lo lancé al muslo derecho, donde se clavó con fuerza, atravesándolo por completo. El joven se llevó las manos a la pierna, horrorizado, y cayó al suelo, sujetándose una herida que probablemente ni sus poderes de Pretor podrían sanar.
El tercer Pretor se apresuró a acudir a su encuentro, impactado ante la cantidad de sangre que brotaba de la pierna de su compañero. Apoyó las manos sobre la zona afectada, tratando de taponarla, pero al ver el tamaño del corte se apresuró a ayudarlo a incorporarse.
—Si no quieres que muera desangrado, te recomiendo que lo lleves a un hospital —le dije—. Oh, vamos, no me mires así, es un consejo.
Aprovechando mi momentánea distracción, el otro Pretor logró dibujar un rápido arco a la altura de mi garganta. El filo me pasó muy cerca, demasiado para mi gusto, pero no logró alcanzarme. Por suerte para mí, nunca perdía del todo de vista a mis adversarios por distraído que estuviese. Retrocedí un paso, incapaz de reprimir una sonrisa nerviosa, y volví a alzar el arma.
—No quería matarte —le dije, y no mentía—, pero no me has dejado otra alternativa.
Intercambiamos más de una veintena de golpes ante la atenta mirada de Misi y de Kendra, que habían salido a la puerta para ver el enfrentamiento. Había menospreciado a mi oponente. Aunque miembro de la Casa del Invierno, sabía lo que hacía. Sabía dominar la espada, y lo que era aún mejor, era rápido. Sus movimientos eran muy fluidos y certeros, lo que convirtió el pequeño enfrentamiento en una distracción después de tantas horas de aburrimiento. Por desgracia para él, estaba ante un profesional. Me habían entrenado durante años para no perder ningún combate, para acabar con quien fuese mi oponente, y en aquella ocasión no fue diferente. Intercambiamos golpe tras golpe hasta que, dejándose llevar por la confianza, el Pretor lanzó una estocada directa a mi pecho, en busca del corazón. Quería acabar de una vez por todas conmigo. Lamentablemente para él, no lo consiguió. Logré zafarme del arma haciendo una rapidísima finta y, aprovechando que su defensa había quedado desnuda, dibujé un amplio corte horizontal en su pecho, desde el hombro hasta la cadera. Acto seguido, lo lancé al suelo de una patada en el vientre.
No tardaría demasiado en morir.
—Buen intento —dije, llevándome la mano al costado, allí donde en el último ataque había logrado abrirme un feo corte a la altura del estómago—, pero has fracasado. Tú, chico —dije al otro Pretor, que a pesar de mi recomendación aún seguía allí, con su compañero malherido en brazos—, llévate a los dos... y dale un mensaje al que sea que os ha mandado aquí de mi parte: el Castra Praetoria es sagrado. Que no se molesten en seguir mandando Pretores: los mataré uno a uno si hace falta. ¿Queda claro?
Oh, sí, por supuesto que quedó claro.
—Así que vais en serio —dijo Kendra un rato después, mientras que Misi me vendaba la herida en el recibidor. No era todo lo profunda que podría haber sido, pero escocía bastante—. Habéis venido a ayudar.
—Ya se lo hemos dicho, tutora —respondió Misi, apartando la mirada momentáneamente de mí para centrarse en la Pretor—. Hay leyes que no pueden ser quebrantadas.
La secundé con un sencillo ademán de cabeza. No quedaba mucho más que decir.
—Aunque a veces lo parezca, aún hay quien sigue teniendo honor —murmuró ella para sí misma, pensativa, y asintió con la cabeza—. De acuerdo: creeré en vosotros. Esos no van a ser los únicos en venir, estoy convencida. Cuanto más se compliquen las cosas ahí fuera, más necesidad tendrán de refuerzos, así que tenemos que actuar con cabeza. Hay muchas maneras de entrar al Castra Praetoria.
—Pero no a todas sus salas —dijo Misi, con determinación—. No olvidemos que en otros tiempos esto fue una fortaleza: aprovechémoslo. Si hay un lugar seguro en la ciudad, es este.
—Y más cuando Lucian decida activar el escudo... quedaremos dentro atrapados. —Kendra asintió con la cabeza—. De acuerdo, muchachos. Ha llegado el momento de que entréis: tenemos que movernos.
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