Capítulo 6

Capítulo 6 – Jyn Corven, 1.794 CIS (Calendario Solar Imperial)




Llevaba cinco días sin comer ningún alimento sólido cuando al fin llegó la gran noche. Una noche por la que toda la escuela llevaba semanas esperando y por la que, en cierto modo, la directora había perdido la cabeza.

—Probablemente este sea el evento más importante de todas vuestras vidas, así que más vale que no cometáis el más mínimo fallo, niños. El futuro de la escuela está en vuestra manos.

Horas atrás, Lisa Lainard nos dedicó aquellas frías palabras antes de enviarnos a nuestras habitaciones a descansar y arreglarnos. No quería fallos, y todo aquel que los cometiese, pagaría por ello. Y aunque no hacía falta decirlo, no dudó en recordárnoslo mientras se golpeaba suavemente la palma de la mano con el bastón de castigo.

—Sois listos y habéis sido entrenados por la mejor. Los errores no serán tolerados, ¿queda claro? Por el bien de todos, no me obliguéis a hacer lo que no quiero. Ya sabéis que, en el fondo, me duele más a mí que a vosotros...

Seguro, vaya. Se notaba que no era ella la que probaba el sabor de la madera cada dos por tres.

Formar parte del grupo de danza "Las Elegidas" no era fácil. Desde el mismo día en el que había ingresado había sido advertida sobre ello, pero ahora que ya llevaba cuatro años formando parte del equipo podía confirmar que, aunque era muy duro, valía la pena. Quizás fuese porque no había conocido otra forma de vida, o sencillamente porque era una chiquilla estúpida, pero lo cierto era que, salvo épocas como aquella, era feliz. Lisa Lainard era una directora dura y disciplinada, con gran facilidad para ver los fallos en los otros y una mano muy dura para castigarlos, pero también era alguien que sabía valorar el talento. Y sí, para alcanzar el nivel de exigencia que ella deseaba había tenido que pasar muchas noches en vela, recibir muchos castigos en forma de bastonazos y verter muchas lágrimas, pero ahora que al fin que lo había conseguido consideraba que el esfuerzo no había sido en balde. Yo era la mejor de toda mi clase, de toda la academia y, probablemente, de todo el país, y todo ello era gracias a ella.

Pero ser la mejor conllevaba un precio, y aunque en aquel entonces yo tan solo tenía diez años, Lisa ya me había advertido que aquella noche todas las miradas se centrarían en mí, por lo que tenía que estar perfecta.

—Eh, eh, cuidado, Jyn, ¡que te caes!

Me iba a caer, sí. No sabía si iba a ser en mi habitación, en el pasadizo o en mitad de la recepción, pero era cuestión de tiempo de que al final mi cuerpo llegase a su límite. Lisa me había exigido demasiado los últimos días, me había obligado a hacer cosas que no debería hacer, y aunque le había insistido en que no podía más, ella no había aceptado un no como respuesta. Aquella noche me quería inmejorable, embutida en un vestido varias tallas más pequeñas que la mía, con los ojos brillantes y una amplia sonrisa cruzándome el rostro. Como una hada recién salida de un cuento, como solía decir. Lisa quería mostrar a la más brillante de sus estrellas como la bailarina más perfecta de la historia, y si para ello era necesario obligarme a bajar de peso en un tiempo límite y a entrenar día y noche sin descanso, lo haría sin dudarlo...

Y aquello era precisamente lo que había hecho.

—¡Jyn!

Cristal Tavernise, mi compañera de habitación, me cogió por debajo de los brazos antes de que las rodillas me cediesen y me derrumbase sobre el suelo de madera del dormitorio. La bailarina, una niña de doce años de cabello muy negro y ojos verdes, me cogió con fuerza, cargando momentáneamente mi peso sobre su pecho, y me llevó hasta el borde de mi cama, donde me ayudó a tomar asiento. Una vez allí, se apresuró a traerme un vaso de agua.

—Bébetelo —me ordenó, tajante.

Y mientras que yo bebía el agua a pequeños sorbos, mi compañera se agachó para desatarme los zapatos de baile y quitarme los calcetines. Desanudó las vendas que me protegían los dedos y el empeine y, con tristeza, descubrió que una vez más estaban totalmente ensangrentadas.

Las lanzó tras la puerta con rabia.

—¡Maldita sea, Jyn! ¿Cuantas horas llevas entrenando?

Sin fuerzas ni tan siquiera para responder, me dejé caer de espaldas sobre el duro colchón y cerré los ojos. Recuerdo que un escalofrío recorrió mi cuerpo al verterse el resto del agua del vaso sobre mi pecho, pero tal era el cansancio que padecía que ni tan siquiera me inmuté. Sencillamente dejé que el telón negro del agotamiento cayese sobre mí y, abandonando la academia de baile, mi habitación y, en definitiva, el mundo real, caí presa del sueño durante varias horas.




No recuerdo qué fue lo que me despertó, pero cuando abrí los ojos la noche ya teñía de sombras el cielo. Parpadeé un par de veces, fatigada a pesar de las horas de sueño, y me ayudé de los codos para incorporarme en la cama. Sentada frente al tocador, con la luz blanca de los focos bañando su rostro, Cristal se estaba maquillando, vestida ya con su ceñido y corto vestido verde lleno de plumas y brillantes. Llevaba el cabello, teñido de intenso color verde hoja, recogido en un moño alto, tal y como exigían las reglas de decoro de Lisa, y decorado con decenas de cristales estratégicamente colocados. Su rostro, por contra, estaba pintado de color blanco, lo que hacía resaltar el maquillaje esmeralda de los labios y la intensa y picuda sombra de los ojos, a juego con el vestido.

Ensimismada ante la armoniosa visión que mi compañera siempre lograba crear con la pintura, permanecí unos segundos observándola en silencio. A pesar de ser una albiana de pura raza, nacida en Hésperos, Cristal Tavernise se convertía en un ser de cuento cada vez que tenía que dar espectáculo. Yo siempre le decía que era como si en lo más profundo de su ser aguardase otra Cristal: una dulce y faérica bailarina capaz de hacer volar la mente de los hombres hasta los bosques de Nimbus con un simple guiño. Ella, sin embargo, decía que en el fondo siempre era la misma, solo que sin la pintura ni los ropajes de colores costaba de ver. Fuese cierto o no, la única verdad era que Cristal era mágica, y allí donde iba las miradas que la seguían así lo evidenciaban.

—Estás muy guapa —dije tras unos minutos de silencio en los que, embrujada, fui incapaz de apartar la mirada del reflejo del espejo—. Impresionante.

—Eh, has despertado —respondió ella con sorpresa. Me dedicó una fugaz sonrisa a través del espejo y se levantó para acudir a mi encuentro en la cama—. ¿Estás bien, Jyn? Antes casi te desmayas.

En realidad no lo estaba. Con cada movimiento sentía dolor en el cuerpo, como si me hubiesen dado una paliza, y me sentía profundamente agotada. Además, tenía mucha hambre... Pero dado que aquellas horas de sueño me habían despejado lo suficiente la cabeza como para lograr mantenerme en pie un rato, respondí con un sencillo asentimiento de cabeza. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer? Ambas sabíamos que Lisa no aceptaba la debilidad, por lo que no me quedaba otra opción que sacar fuerzas y poner la mejor cara posible, fingiendo que todo iba bien.

—¿Cuanto queda para que salgamos? —pregunté, desorientada tras el profundo sueño.

—Cuarenta minutos.

—¿Solo cuarenta minutos? —dije, y poniéndome ya en pie de un brinco me dirigí al armario—. ¿¡Por qué no me despertaste antes!?

—¿Por qué estabas medio muerta? —replicó Cristal con acidez, y negó con la cabeza—. Venga, respira, te ayudaré. Hay tiempo de sobras.

Treinta minutos después me planté frente al espejo y me miré con detenimiento. Hacía tres años que me costaba reconocer a la niña del reflejo, pero en aquel entonces, mucho más delgada de lo habitual, vestida con el ceñido vestido de pétalos rosa pastel, el pelo teñido de la misma tonalidad y los ojos y labios muy maquillados, no había nada de mí en ella. Su cuerpo respondía a mis órdenes, sí, y su boca sonreía cuando yo ensanchaba la mía, pero ya nada quedaba de Jyn Corven en aquella niña.

Absolutamente nada.

Pero aquello era lo que Lisa consideraba que sería lo mejor para mí, por lo que, a pesar de todo, me sentía satisfecha.

—¿Qué te parece? —me preguntó Cristal, situándose a mi lado—. ¿Cómo te ves?

Aunque Cristal no era una niña especialmente alta para su edad, en aquel entonces me sacaba prácticamente una cabeza. La diferencia física entre ambas era abrumadora, y cuanto más tiempo pasaba, más evidente se hacía que no solo ella y el resto de las bailarinas estaba creciendo poco a poco, si no que yo me había quedado estancada en mi cuerpo de niña de seis años.

Ni había crecido un centímetro, ni lo crecería mientras Lainard así lo quisiera.

—Bien... —dije, dubitativa—. Estoy bien, ¿verdad?

—Estás genial —respondió con entusiasmo, rodeándome el hombro con el brazo—. Cuando pase esta cena te quedarás ya con nosotras, ¿verdad? Te echo de menos, Jyn.

Una sonrisa triste se dibujó en mis labios teñidos de rosa. En realidad aún seguía formando parte del cuerpo de baile y participaba en todas los espectáculos. De hecho, era la bailarina principal: la gran estrella por la que se llenaban los teatros. No obstante, Cristal no mentía ni exageraba. En los últimos años había pasado tanto tiempo acompañando a Lisa a entrevistas, presentaciones y fiestas que ya apenas tenía tiempo libre para disfrutar de mis compañeras.

—Yo también te echo de menos, Cris —confesé—. Pero no sé qué va a pasar. La directora tiene muchos planes.

—Ya... —dijo ella, decepcionada—. Bueno, ya veremos. Ahora bajemos, es casi ya la hora.




Aunque aquella era la primera vez que cruzaba las puertas del Palacio Imperial, había algo que me resultaba familiar en él. Puede que fuesen sus suelos de cristal, a través de los cuales se podían ver las grutas subterráneas, las enormes arañas de cristal que colgaban de sus techos o los tapices y lienzos que cubrían sus paredes de piedra. No lo sé, pero había algo en aquel majestuoso e impresionante lugar que, tan pronto puse pie en él, hizo despertar en mi recuerdos del pasado.

La fiesta se celebraba en uno de los grandes salones del Palacio, un impresionante espacio rectangular repleto de espejos con una gran terraza lateral con vistas a los jardines. Para la ocasión, las paredes habían sido revestidas de bonitos cuadros de temática artística en los que se podía apreciar el interés de nuestro Emperador en las artes. Escritores, músicos y todo tipo de bailarines y artistas de circo aparecían en ellos, posando mientras ejercían con orgullo sus profesiones. Según se decía, el Emperador Konstantin sentía un gran respeto por la gente del mundo del espectáculo, de ahí su interés en conocernos. Fuese cierto o no, fuimos recibidos con grandes muestras de cariño por parte de sus sirvientes e invitados. Todos los presentes, desde miembros del senado hasta los nobles y comerciantes de mayor renombre en la ciudad, tenían un gran interés en conocernos, y nosotros, preparados para ello, cumplíamos con sus expectativas a golpe de sonrisa.

—Así que tú eres la famosa Jyn Corven... mi hijo no se pierde ninguna de tus entrevistas. Está completamente enamorado de ti.

Respondí al halago con una tímida sonrisa, sin separar los labios. No muy lejos de allí, fingiendo que escuchaba a un par de hombres que intentaban coquetear con ella, la directora me vigilaba de cerca, atenta a todos mis movimientos. El hombre que en aquel entonces me regalaba los oídos era un miembro destacado del comité de comerciantes de la ciudad, por lo que ella consideraba importante que no cometiese ningún error. Personalmente nunca entendí el motivo, pues ni aquel él ni la mayoría de los allí presentes podrían jamás ayudarnos en nuestras carreras, pero hechizada como estaba de por mi directora, cumplí con lo que se esperaba de mí. Sonreí con inocencia a los piropos e insinuaciones, correspondí con guiños a todos aquellos que me dedicaban miradas y, en general, me comporté como una muñeca programada para agradar.

—¿Y qué edad dices que tienes? —prosiguió el caballero, visiblemente interesado en mí—. Mi Ezequiel tiene quince años. Es un chico muy listo, el mejor de su clase. ¿Vives en Hésperos, verdad? En la escuela de Lainard. Nosotros vivimos bastante cerca, en el distrito de Lumen. Quizás un día de estos podríamos acercarnos Ezequiel y yo a verte. Os puedo invitar a un chocolate caliente o a merendar.

—Sería un placer, señor Mardis.

—Un placer, sí... desde luego —aseguró con tono poco apropiado—. He oído que vais a empezar una gira por Albia. ¿Cuándo os vais? ¿Vais a pasar mucho tiempo fuer1a? Quizás podríamos vernos antes de que te fueras. Mañana Ezequiel tiene libre. ¿Quieres que vayamos a buscarte y salimos los tres juntos, Jyn? ¿Quieres?

—Bueno...

—Vamos, lo pasaremos muy bien, te lo aseguro. Verás... —dijo, y se agachó para acercar los labios a mi oído—. Conozco un sitio que...

Repentinamente incómodo ante algo, dejó la frase a medias. El hombre alzó la mirada unos cuantos palmos por encima de mi cabeza, frunció el ceño, fastidiado, y se alejó con paso rápido, no sin antes despedirse de mí con un pegajoso beso en la mejilla.

Perpleja, tardé unos segundos en reaccionar. Alcé la mano hasta la mejilla, allí donde había plantado sus labios, e incapaz de reprimirme me la froté con fuerza, asqueada ante el contacto físico. Aquello provocó que mi directora me dedicase una mirada capaz de acallar al más valiente pero ni tan siquiera me inmuté.

Estaba demasiado disgustada como para no hacerlo.

—Será asqueroso...

Plenamente consciente de que aquella madrugada pagaría caro aquella salida de tono, me dispuse a acercarme a una de las barras, en busca de alguno de los vistosos pastelitos que el Emperador había ordenado traer. Ya que iban a castigarme, que al menos fuese con el estómago lleno. Así pues, me dispuse a ir a una de las mesas donde media docena de bandejas de plata me esperaban con dulces de distintos colores y formas, pero antes de poder ponerme en camino una sombra se proyectó sobre mí. Miré al suelo, confusa, y al descubrir en él una silueta conocida mi mente cansada comprendió de inmediato que probablemente el dueño de la sombra era el que había incomodado a Mardis.

Al girarme descubrí una alta e imponente figura uniformada cruzada de brazos.

—Ohh... —exclamé, viéndome reflejada en su visor, y me apresuré a bajar la mirada—. Buenas noches, agente.

Vestido de negro, con la capa gris ondeando a sus espaldas y el casco cubriendo su rostro, ante mí se encontraba uno de los agentes de la Casa de la Noche, los famosos asesinos del Emperador. En aquel entonces yo no sabía demasiado sobre las Casas Pretorianas, pero era capaz de reconocer a sus líderes por la cresta de sus yelmos, y él, sin lugar a dudas, era uno de ellos.

—Buenas noches, señorita —respondió el agente con voz ronca, y apoyó la mano enguantada en mi mentón para que levantase la cara—. ¿La ha molestado ese hombre?

Volví la vista atrás instintivamente, en busca de la mirada furtiva de Lainard. Mardis se encontraba cerca de ella, observándome con disimulo. No parecía en absoluto satisfecho con que el agente lo hubiese invitado a alejarse con su mera presencia... y no era para menos. El Centurión le había estropeado sus planes. Unos planes que me implicaban directamente y de los que a día de hoy doy gracias porque no llevase a cabo, pues aunque en aquel entonces no lo supiese, aquel hombre no tenía ningún hijo.

Por suerte para todas las niñas de Hésperos, aquella misma noche moriría asesinado en manos de un anónimo sospechosamente cerca de mi escuela.

—No, en absoluto —dije con inocencia—. Ha sido educado. Quiere presentarme a su hijo.

—¿A su hijo? —repitió el agente con desagrado—. Ya, claro... en fin. Si me permite un consejo, señorita, no se acerque demasiado a ese tipo. No está limpio. Por cierto... —Se agachó al suelo para recoger una de las plumas que se habían desprendido de la falda de mi vestido—. Se le ha caído.

Me la tendió amablemente, como si de un preciado tesoro se tratase. Para mí, sin embargo, no era otra cosa que un eslabón más del cinturón con el que tan atada me tenían.

—Quédeselo —respondí con sencillez, e hice una ligera reverencia—. Un regalo.

Y sin necesidad de verle el rostro para saber que bajo el casco estaba sonriendo, me despedí de él con una sonrisa y me encaminé hacia una de las bandejas para, esta vez, coger el primero de muchos dulces.




Alcanzada la media noche la directora me llamó para que saliese a la sala contigua, donde la segunda bailarina del cuerpo, la antipática Garnet Montgomery, me estaba esperando. Nos dio un par de instrucciones, sin mirarme a la cara en ningún momento de lo enfadada que estaba, y sin mayor dilación regresó al salón, donde ya todos los invitados se encontraban junto a las cristaleras que daban a la terraza, donde en pocos minutos las dos bailarinas interpretaríamos una bonita danza dual.

Ya a solas, me alejé unos pasos de mi compañera, la cual me miraba con sus grandes y siempre rabiosos ojos marrones con recelo, y aproveché los últimos minutos para estirar los músculos. Comer algo me había devuelto parte de las energías perdidas a lo largo de estos días, pero la gran cantidad de azúcar de los dulces me impedía concentrarme. Por suerte, conocía tan bien el baile que íbamos a ejecutar que incluso con los ojos cerrados habría quedado perfecto.

—Más te vale que no falles, Corven —me advirtió Garnet—. Un paso en falso y lo pagarás caro.

—¿Ah, sí? —respondí sin prestarle demasiada atención—. ¿Y por qué dices eso?

—¿Acaso no lo has visto? —dijo, y soltó una carcajada nerviosa—. ¡El Emperador está en el salón! De hecho, está él y sus dos hijos, el príncipe Doric y la princesa Seline. ¡Hazlo mal y nos dejarás en evidencia!

Lejos de sorprenderme, aquella afirmación simplemente logró arrancarme un asomo de sonrisa. A lo largo de aquellos años tal había sido la tensión y presión a la que me había sometido Lisa Lainard que a aquellas alturas era complicado que nada lograse ponerme nerviosa. A mi compañera, sin embargo, le temblaban las piernas de solo pensar en sus majestades.

—¿Y qué pasa si eres tú la que lo hace mal? —pregunté—. No sería la primera vez...

Por suerte para mí, pronuncié la última frase en un tono tan bajo que no llegó a escucharme.

—¿Yo? —replicó ella con sorpresa y volvió a reír, esta vez con más fuerza—. No digas tonterías, anda. Eso es imposible: yo nunca fallo.

—Ya... lo que tú digas.

—¿Me das la razón como a los locos?

Prefiriendo no empezar una discusión que sin duda acabaría perdiendo, pues aunque solo eran dos años los que nos separaban, en aquel entonces se notaba mucho, me concentré en mis propios quehaceres. Seguí estirando los músculos, traje de regreso a mi memoria la canción que en tan solo unos minutos marcaría el baile y, alejando mi mente del ruidoso y opulento palacio, me encerré en mí misma.

Veinte minutos después, extasiados ante lo que había sido una de nuestras mejores interpretaciones, el público nos aplaudiría durante largo rato para satisfacción de nuestra directora. Nosotras, demasiado agotadas tras las semanas de preparación, apenas seríamos conscientes de nuestro gran éxito hasta que, transcurridos unos minutos de descanso, nos lloverían las felicitaciones.

Unas felicitaciones que, aunque en aquel entonces lograron henchirme el pecho de orgullo, con el paso del tiempo olvidaría al ser eclipsadas por algo que sucedería poco antes de que partiésemos de regreso a la escuela.

Avanzada ya la madrugada, me encontraba sentada junto a una de las mesas, observando en silencio el último dulce de una de las bandejas, esperando el momento en el que la directora dejase de vigilarme para cogerlo, cuando alguien se acercó a mí. A lo largo de la fiesta lo había visto conversar con los invitados, siempre a una distancia prudencial de las bailarinas, como si no tuviese permiso para hablar con ellas. Teniendo en cuenta quién era, suponía que aquella actitud se debía a su posición. Si bien nosotras habíamos sido invitadas a la fiesta, lo cierto era que, en cierto modo, únicamente habíamos asistido a modo de diversión para los auténticos invitados. Así pues, era de esperar que no se mezclase con nosotras. No obstante, aunque hasta entonces no lo había hecho, en aquel entonces no pareció importarle acercarse a mí. Al contrario, aunque al verle aparecer había creído que era precisamente el dulce de la bandeja su objetivo, en realidad era a mí a quien venía a ver.

—Hola Jyn —saludó, deteniéndose a un par de metros de mí.

Y sin darme opción a reaccionar, cogió el bollo de de la bandeja y tomó asiento a mi lado.

—Llevo rato mirándote —dijo, y alzó el dulce—. ¿Te han asignado su vigilancia?

Aquella fue la primera vez que Doric Auren, el príncipe heredero, me hizo sonreír. He de admitir que no sería la última, pues a partir de aquella noche serían muchas las ocasiones en las que volveríamos a vernos, pero sí la más especial. Hasta entonces para mí Doric Auren había sido una figura inalcanzable: alguien a quien únicamente había visto a través de la televisión y que, quizás por esa distancia, nunca había llegado a importarme demasiado. Ahora, sin embargo, teniéndolo tan cerca, no podía evitar sentir cierto cosquilleo en el estómago.

—He oído que lleváis una dieta bastante estricta. No os dejan comer de nada... de hecho, lo raro es que os dejen respirar. Tu directora se lo ha contado a mi padre... una mujer muy peculiar, desde luego. Por cierto, imagino que no hace falta que me presente, ¿verdad?

No era necesario, no. Alto, guapo, con el cabello castaño, los ojos claros y unos trece o catorce años de edad, el príncipe heredero era el chico más guapo de toda la fiesta y, probablemente, de todos los que había conocido hasta entonces. Incluso vestido con un impoluto traje negro con el que no parecía sentirse demasiado cómodo, Doric se mostraba como un joven elegante y singular que, a pesar de todo, estaba fuera de lugar. Al igual que le sucedía a su padre y a su tío Lucian, Doric había nacido para combatir en el frente, para guiar Legiones y vencer al enemigo, no para perder el tiempo con los nobles de la ciudad fingiendo interés en lo que fuese que quisieran contarle. Por desgracia para él, hasta que no alcanzase la mayoría de edad seguiría atrapado en aquel tipo de eventos, por lo que intentaba sobrellevarlo de la mejor manera.

—No hace falta, no —respondí con timidez.

—Eso imaginaba —dijo, y alzó el pastelito—. Tiene buena pinta, ¿eh?

Preferí no responder. Más allá de una barrera humana de nobles que conversaban entre ellos, mi directora me vigilaba con atención, atenta a todos mis movimientos. Más que nunca, en compañía del príncipe, me había convertido en la persona más interesante de toda la fiesta.

—Ya... —prosiguió al seguir mi mirada y descubrir a Lisa al otro extremo. Asintió para sí mismo, pensativo, y partió el dulce por la mitad—. Si tu directora intenta castigarte por esto, dile que ha sido cosa mía.

—¿Cosa suya?

Cogió mi mano y plantó la mitad del pastelito sin apartar la mirada de Lisa, desafiante. A continuación, con una sonrisa maliciosa cruzándole el rostro, lo señaló con el dedo índice.

—¿Comes?

Imagino que no es necesario decir que el dulce duró apenas medio minuto en mi poder. Hambrienta como estaba, aquella oportunidad de saciar parte del apetito era demasiado tentadora como para dejarla escapar. Además, ya estaba castigada por haberme frotado la mejilla en público, por lo que valía la pena enfadar un poco más a mi directora. Después de todo, ¿qué más iba a hacerme? ¿Dejarme un mes encerrada en el sótano de la escuela? Teniendo en cuenta la cantidad de dinero que ganaba a mi costa, no lo haría.

—Así me gusta —dijo, y dio un bocado a su mitad—. Aprovecha, nos los han traído de una de las mejores pastelerías de Solaris. Si te gustan, puedo pedir que manden una bandeja a tu escuela cada vez que nos los traigan.

—Mi directora se volvería loca —dije sin tan siquiera plantearme la gravedad de la acusación—. Ella no nos permite que comamos este tipo de comida.

—Ya, pero eso va a cambiar. Mi padre ha estado hablando con ella, así que imagino que tarde o temprano recibiréis noticias al respecto, pero vaya, te puedo adelantar que las cosas van a cambiar a partir de ahora, tenlo por seguro. No vamos a permitir que siga haciendo con vosotras lo que le dé la gana.

—¿Hacer lo que le dé la gana? ¿A qué se refiere?

Doric me miró con tristeza. Mientras que para su padre y para él había bastado con escuchar un par de minutos a Lainard y vernos deambular como almas en pena por la sala para comprender la complicada situación por la que estábamos pasando las bailarinas, nosotras no éramos conscientes de ello. Simplemente pensábamos que aquello era lo correcto, que Lisa estaba cuidando de nosotras lo mejor que podía, y lo aceptábamos sin rechistar.

Por suerte, no tardaríamos demasiado en abrir los ojos.

—No te preocupes, no importa —aseguró—. Me ha gustado mucho tu actuación de antes. No sé demasiado sobre baile, pero yo diría que se te da muy bien. Desde luego a los invitados les ha encantado.

—Me alegro. Entreno muchas horas al día para hacerlo lo mejor posible.

—Yo también entreno, aunque no baile precisamente. Creo que a Iustus le daría un infarto si me viese con esas mallas que llevan tus compañeros.

—¿Iustus?

Los ojos claros del príncipe se iluminaron al descubrir curiosidad sincera en mí.

—Sí, Iustus Vor, mi maestro. Es un Centurión de la Casa de la Corona... un gran hombre. ¿No te lo han presentado? Estoy convencido de que a él le encantaría volver a verte —explicó, pero al ver mi expresión de confusión se apresuró a corregir sus palabras—. Conocerte, quiero decir, me he expresado mal. —Hizo una breve pausa—. Oye, ¿quieres otro dulce? En la cocina hay más.

—Bueno... vale.

Doric me tendió la mano y yo se la cogí, embriagada de la seguridad que despedrendía. Aquel hombre me iba a cambiar la vida, y mientras tuvo la oportunidad de hacerlo nunca me falló, cosa por la que siempre le estaré agradecida. De no haber intervenido a tiempo, probablemente mi carrera hubiese acabado muy pronto, mucho antes de que Lisa Lainard llegase a ser consciente de que la medicación que estaba tomando para frenar el crecimiento iba a acabar con mi vida en tan solo unos meses.

—Y además de bailar, ¿a qué te dedicas? —me preguntó mientras atravesábamos el salón, convertidos ya en el centro de todas las miradas—. Imagino que estarás estudiando.

—Sí, tenemos un profesor privado. Hace unas semanas que no tengo clase, pero...

—¿Semanas? —interrumpió con sorpresa—. Estarás de broma, imagino.

—Bueno... en realidad desde que empezamos con las entrevistas. La directora dice que ya habrá tiempo para retomar los estudios, que hay que aprovechar el momento, y...

Aquella noche Doric cumplió con el cometido que le había asignado su padre. Mientras me llevaba de un lado a otro del Palacio, presentándome a gente importante para él, y me invitaba a comer todos los dulces que quería, me iba sacando información. El Emperador había detectado muchas irregularidades al charlar con la directora. Irregularidades que, antes de tratar a nivel legal, quiso investigar, ¿y qué mejor forma que hacerlo acudiendo a la mejor fuente de información posible? Incluso de niño, Doric siempre fue el mejor arma del Emperador.




Cinco días después de la recepción los laboratorios donde se fabricaba el fármaco que detenía el crecimiento fueron clausurados. En la televisión anunciaron que hubo muchas detenciones. También se abrió una investigación sobre la red de distribución del fármaco. A nosotros no nos afectó directamente, al menos no a nivel legal. Durante las siguientes semanas varias fueron las ocasiones en las que Lisa tuvo que ir a declarar a los juzgados, pero tras alegar que no sabía nada sobre los efectos secundarios del fármaco y recibir el apoyo de muchas grandes personalidades de la ciudad, logró salir sin cargos. Aquello provocó un gran escándalo, y más cuando varios medios de comunicación empezaron a indagar al respecto. Por suerte para todos, antes de que lo ocurrido pudiese empañar todos los años de entrenamiento y esfuerzo del cuerpo de baile, desde el Palacio del Senado se ordenó el cese de las indagaciones sobre el caso y, de un día para otro, todo cayó en el olvido. Lisa Lainard y sus bailarinas permanecimos unas semanas apartadas del gran público, a la espera de que llegasen mejores tiempos, y tres meses después regresamos a los escenarios donde, para sorpresa de todos, ya no eran niñas esqueléticas y maltratadas las que mostraban su talento.

Mis compañeras tardaron tan solo unos meses en recuperarse y disfrutar de un estado de salud relativamente normal. Las dietas se suavizaron y los entrenamientos, aunque duros, se redujeron. Retomamos los estudios y, en general, iniciamos una vida severa y disciplinada, pero mucho más normal y propia de los niños que éramos que la que hasta entonces habíamos llevado. En mi caso, al haber pasado tantos años tomando el fármaco, jamás podría recuperar aquel tiempo perdido, pero poco a poco mi cuerpo fue recuperándose. También retomé los estudios, aunque siempre quedarían en un segundo plano al seguir siendo la favorita de Lisa. Y es que, aunque el Emperador y su hijo lograron que nuestras vidas mejorasen, yo siempre seguiría siendo la mejor bailarina de la escuela de danza "Las Elegidas", con lo que aquello comportaba. 

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