Capítulo 57
Capítulo 57 – Aidan Sumer, 1.812 CIS (Calendario Solar Imperial)
Me habían asignado un despacho en el Palacio Imperial. Era una sala amplia y espaciosa en la que la luz del Sol Invicto iluminaba cuanto me rodeaba: estanterías, cuadros, mesas, sillones... incluso bañaba de luz la chimenea y las dos butacas de piel que había justo delante. En aquella sala no había cabida para las sombras ni tan siquiera cuando la noche caía y era la luz eléctrica la que iluminaba la estancia. El Emperador no quería que ningún agente de la Noche pudiese ocultarse en aquel lugar mientras él estuviese presente, y lo había conseguido.
Era un lugar extraño. Era elegante, sí, con unos muebles de madera de lo más sofisticados y unos cuadros muy inspiradores con los distintos rostros de los últimos emperadores grabados en tinta sobre los lienzos. Con el suelo de cristal mostrando una zona especialmente cavernosa del subsuelo y una amplia mesa de despacho totalmente limpia cuyos cajones estaban repletos de documentos que debía revisar. Una pluma, un tintero... como digo, un lugar extraño para alguien como yo acostumbrado a vivir en el subsuelo y rodeado de sangre y muerte. Por suerte, con Misi sentada a mi lado y Terry y Eugene jugando a las cartas en las butacas, era más llevadero.
—¿Y qué se supone que quiere que hagamos con todos estos niños, Centurión? —me preguntaba Misi en aquel preciso momento, con una lista llena de nombres entre manos—. Porque son niños. Terry ha estado investigando.
—Así es —confirmó el Pretor con la mirada fija en las cartas—. La mayoría son de Hésperos, del barrio de las Mil Columnas. Tienen edades comprendidas entre los seis y los doce años.
—Imagino que tendrá algún plan entre manos —reflexionó Eugene, distraído—. Esta mañana lo vi hablando con ese científico, el tal Wolfram Kobal. No escuché toda la conversación, pero hablaban de un nuevo programa de reclutamiento destinado a niños.
—El Emperador quiere ampliar su ejército creando una nueva Legión —les expliqué—. Será algo diferente. Y como ya estáis viendo, estará compuesta por gente algo más joven de lo habitual. Su nombre será la Legión Blanca, y si todo sale bien, en un año estará activa.
—¿Un año? —Misi puso los ojos en blanco—. No hablas en serio, jefe.
Ojalá no lo hiciera.
Me habían asignado aquel proyecto. Llevábamos tan solo dos días en el Palacio Imperial, bajo las órdenes directas del Emperador, y ya estaba inmerso de pleno en sus planes. Visto desde fuera, el Palacio Imperial me había parecido una opulenta residencia en cuyos despachos no sucedía demasiado. Siempre había creído que los miembros del Senado lo visitaban para conversar de temas triviales; para discutir de economía y cultura, pero poco más. Sin embargo, lo cierto era que tras aquellas puertas pasaban muchas cosas. Se desarrollaban todo tipo de intrigas y complots, y por sorprendente que fuese, ahora yo formaba parte de ellos.
—No marco yo los tiempos, Misi —respondí una vez más tratando de mantenerme imparcial—. Dentro de tres días, a primera hora, estarán preparadas las cinco lanzaderas que irán en busca de los elegidos. Necesito que contactéis con cada uno de ellos y les informéis. Dentro de una hora nos harán llegar los sobres con los edictos firmados por el Emperador. Se los entregaréis a sus padres.
—Entiendo entonces que no es una propuesta... —reflexionó mi Optio.
—¿A ti qué te parece, Misi? —Terry puso los ojos en blanco—. No es opcional: nos vamos a llevar a esos críos sí o sí.
Misi me miró con los ojos entrecerrados, recelosa. No aprobaba lo que el Emperador pretendía hacer. Arrebatar niños no era precisamente una práctica demasiado habitual ni popular. De hecho, era impropia de un país libre como Albia en el que sus ciudadanos podían elegir su destino. Lamentablemente los tiempos de guerra traían consecuencias, y aquella era una de ellas.
—¿Y qué tienen de especial esos críos? —insistió Misi—. ¿Por qué ellos y no otros?
—Son hijos de legionarios y Pretores, amiga mía —dijo Eugene—. Sus padres juraron lealtad a Albia: no se negarán a entregarlos.
—¿Y qué pasa si lo hacen?
Misi volvió a mirarme. Sabía perfectamente la respuesta a aquella pregunta, pero quería oírlo de mi boca. Quería asegurarse de que era consciente de lo que implicaba aceptar aquel proyecto y en lo que nos convertiríamos en cuanto empezásemos a cumplir con la labor de búsqueda y reclutamiento.
—No se negarán —resumí, evitando así responder—. Swift, quiero que te encargues de ir a buscar los edictos. Kallen, tú prepara el orden de las visitas. En dos horas os quiero en marcha.
—¿Y yo? —preguntó Misi—. ¿A mí no me mandas a secuestrar críos?
Nuevamente no respondí a su pregunta. Clavé la mirada en los dos Pretores, obligándolos así a que dejasen de una vez las cartas y se pusieran en marcha, y seguí en silencio hasta que abandonaron la sala. Una vez a solas, con los ojos pardos de Misi fijos en mí, mirándome acusadora, me puse en pie y le hice un ademán con la cabeza para que me acompañase.
—Ten cuidado con lo que dices —le advertí en apenas un susurro antes de salir del despacho y encaminarnos hacia el pasadizo principal, dirección a la salida—. Las paredes tienen oídos.
Recorrimos en silencio los pasadizos del Palacio Imperial, tratando de pasar lo más desapercibidos posible. Era complicado: no era habitual ver a Pretores de nuestra Casa entre aquellos pasadizos, pero por suerte a aquellas horas de la mañana no había demasiadas personas. Conociendo al Emperador, lo más probable era que todos estuviesen enfrascados en distintas labores, tratando de levantar un Imperio que, a su modo de ver, necesitaba un auténtico lavado de cara para poder parecerse un poco al concepto de Albia que él tenía.
Tardamos casi diez minutos en salir del Palacio Imperial, pero finalmente lo logramos poco antes de que empezase a llover. Recorrimos los jardines con paso rápido, con un ojo puesto en el frente y el otro en el cielo, y rápidamente nos dirigimos al aparcamiento donde había dejado el coche la noche anterior.
Lancé las llaves a Misi para que las cogiese al vuelo.
—¿Conduzco yo? —preguntó un tanto sorprendida—. ¿Qué pasa? ¿Quieres que tengas las manos ocupadas para evitar incidentes?
Sí, pensé.
—No —respondí.
Y sin dar más explicación, subí al asiento de copiloto. Misi ocupó el suyo, arrancó el motor y nos pusimos en marcha. No tardamos más que un par de minutos en alejarnos de la zona.
Hicimos la mayor parte del trayecto en silencio, con la mirada fija en las calles de la ciudad. A aquellas horas de la tarde estaban llenas de gente que iba y venía, disfrutando de las últimas horas de luz. La temperatura era agradable, pero pronto empezaría a caer con la llegada de la lluvia y la noche. Entonces, como si de un ejército de hormigas se tratase, todos volverían a sus hogares para dar paso a la otra cara de Hésperos. Aquella silenciosa e inquietante cara en la que absolutamente todo podía suceder...
—¿A dónde vamos? —me preguntó tras unos minutos de viaje sin destino—. ¿El Jardín?
—No —respondí, y desviando la mirada hacia la ventanilla, dejé escapar un suspiro—. Vamos al complejo universitario. A estas horas debe estar a punto de salir.
—¿A punto de salir? —Misi me miró de reojo—. Hablas del Centurión Luther Valens, ¿verdad? He oído que hoy participaba en una conferencia de historia militar.
—Sí. Ha ido directo de la estación a la universidad. Acaba de volver de Herrengarde.
—Ya... ¿y cuál es el motivo de la visita? ¿No sería mejor esperar a que regresase al Jardín?
¿E ir a verlo a su guarida, rodeado de sombras y demás agentes de su Unidad? No, desde luego que no. El complejo universitario era el escenario perfecto para evitar que las cosas se nos fuesen de las manos.
Negué con la cabeza.
—¿Confías en mí, Misi?
—¿Que si confío en ti? —respondió ella a la defensiva. Me miró de reojo a través del retrovisor—. ¿A ti qué te parece, Centurión? Llevamos más de diez años juntos... la duda ofende.
—Sé que confías en mí —admití—, pero no sé hasta qué punto. Eres consciente de que para mí eres como una hija, ¿verdad? Lansel, Marcus y tú. Aprecio a todos los chicos, desde luego: me han dado unos años magníficos, pero vosotros tres sois diferentes. Quizás sea por el tiempo que llevamos juntos, o quizás porque prácticamente os he criado, pero sois más que el resto de Pretores.
—No somos estúpidos —dijo ella, volviendo la mirada al frente—. La unión que hay entre nosotros es diferente a la del resto. Lo sabemos... y en el fondo, ellos también. Terry y Eugene lo saben, y esa asquerosa de Nancy Davenzi también. Les encantaría formar parte de nuestro núcleo, pero saben que no lo van a conseguir. Podrán pasar mil años, que nunca será lo mismo.
—Ese es el espíritu.
Nos adentramos en un paso subterráneo en cuyo interior nos aguardaba mucho tráfico. A aquellas horas de la tarde muchos eran los que acababan su jornada laboral y volvían a casa, por lo que no era de sorprender que el corazón de la ciudad se convirtiese en un hervidero. Por suerte para nosotros, los Pretores disponíamos de vías alternativas que solo nosotros conocíamos. Pasos a los que era complicado llegar, pues se encontraban ocultos al final de los carriles de frenado de emergencia, más allá de escudos de energía creados por los Magi de la Academia, pero que una vez se alcanzaban facilitaban enormemente la circulación.
Misi encendió las luces largas para poder rodar por la estrechísima lengua de asfalto que había inscrita entre la piedra. El tamaño de los carriles y la distancia con las paredes era mínima, lo que provocaba una desagradable sensación de opresión. Por suerte, la zona estaba totalmente a oscuras, por lo que se podía sobrellevar.
—¿A qué viene todo esto, Aidan? —preguntó Misi una vez nos adentramos en el sombrío paso subterráneo—. Te conozco y sé que no haces ese tipo de preguntas al azar... además, eso del proyecto Legión Blanca no va contigo. No eres de ese tipo de personas. —Me dedicó una fugaz mirada llena de dudas—. ¿Qué está pasando?
—Lyenor está de camino —respondí, esbozando una sonrisa sin humor—. En menos de una hora habrá llegado al "Jardín". Va a recoger nuestras cosas y partirá de inmediato hacia la estación oeste, donde nos estará esperando con el coche en marcha.
—¿Lyenor? —Misi sacudió la cabeza, confusa—. ¿De qué demonios hablas? ¿Con el coche en marcha? ¿Acaso no se suponía que la habían mandado a Solaris en busca de los padres de esa Optio? ¿La tal Noctis?
Asentí con la cabeza.
—Ayer contactó conmigo Damiel, Misi. Ha llegado a Gherron.
Por el modo en el que me miró, supe que el corazón acababa de darle un vuelco.
—¿Y...? —Golpeó el volante con el puño—. ¡Sol Invicto! ¡Es Doric Auren, ¿verdad!? ¡Es él!
Misi se mordió los labios con nerviosismo al verme asentir por el retrovisor. Desconocía cuáles eran sus sentimientos respecto a todo lo que estaba pasando, pero no olvidaba su malestar en el norte, durante la búsqueda de Doric. Su desaparición le había resultado especialmente dolorosa. Tanto que incluso los primeros días había llegado a creer que parte de ella se había quedado en aquellas montañas, entre la nieve. Por suerte, me había equivocado. Misi había vuelto a ser la misma... o al menos eso había creído. La auténtica Misi, aquella que tiempo atrás había logrado iluminar la peor de las noches con una simple sonrisa, había estado mucho tiempo en paradero desconocido, pero poco a poco estaba volviendo. Y la Pretor que en aquel entonces me sonrió, fue ella, doy fe.
—¡Sol Invicto, Centurión! ¡Esto es...! ¡Es...! —Apretó los dedos con fuerza alrededor del volante—. ¿Damiel qué va a hacer? ¿Qué ha dicho?
—De momento está en shock. No me ha podido explicar en detalle, pero me ha pedido que vayamos de inmediato... y eso es precisamente lo que vamos a hacer. Esto es un viaje sin regreso, Misi. En cuanto salgamos de la ciudad será para no volver... y quiero que vengas con nosotros. Albia nos necesita, y si Damiel dice que nuestro lugar está en Gherron, yo lo creo... y sé que tú también.
Misi volvió a morderse los labios, pensativa. El día anterior, tan pronto colgué el teléfono tras hablar durante casi tres horas con Damiel, supe que podía contar con ella. Que mi querida Optio me acompañaría hasta donde fuese necesario. Que creía ciegamente en mí... y no me equivoqué. El lugar de Misi estaba a mi lado, pero también al lado de Damiel.
En su rostro se dibujó una sonrisa triste.
—Ojalá Damiel creyese tanto en mí como yo en él.
Alcanzamos el complejo universitario una hora después, cuando apenas quedaban ya estudiantes en su interior. Las clases habían acabado a las tres, pero las universidades seguían con las puertas abiertas para los que quisieran pasar la tarde en sus bibliotecas y salas de estudio. Pocos, por cierto. Había algunos jóvenes diseminados por los jardines, esperando el transporte colectivo cubriéndose de la lluvia bajo las marquesinas, y otros tantos en las cafeterías, pero en general el ambiente era muy tranquilo y silencioso. En comparación con la mañana, el complejo parecía desierto.
Llegamos a la Universidad de Historia justo cuando sus puertas se abrían. La conferencia acababa de finalizar, y tras casi ocho horas de intensa charla, sus oyentes estaban deseando de volver a sus casas. Misi y yo aguardamos pacientemente en un lateral de la escalera de acceso, en silencio, hasta que el flujo de estudiantes disminuyó. Nos adentramos entonces al majestuoso edificio y, siguiendo el camino inverso de los rezagados, nos encaminamos hacia una gran sala octogonal en cuyo interior, frente a unas impresionantes graderías con más de quinientas butacas ahora ya vacías, Luther conversaba con un grupo de cinco jóvenes. Misi y yo nos adentramos en la sala, bordeando la primera línea de butacas hasta alcanzar el otro extremo, donde nos situamos junto a una gran pizarra para esperar. Desde aquella óptica, el lugar era francamente impresionante. Personalmente no sé si habría sido capaz de hablar frente a tantas personas. Luther, sin embargo, era un auténtico maestro en la materia.
—Vaya sitio, ¿eh? —murmuré a Misi, que miraba cuanto nos rodeaba con curiosidad—. ¿Tu primera visita a la Universidad?
—A esta sí... un buen sitio, eh, ¿Centurión?
—No está mal.
Luther no nos hizo esperar mucho más. Plenamente consciente de nuestra presencia, el Centurión conversó durante unos cuantos minutos más con los jóvenes y los acompañó hasta la puerta, prometiendo responder sus preguntas otro día. Acto seguido, tras esperar a que saliese con una sonrisa falsa recorriendo su rostro, cerró. Regresó al púlpito desde donde había estado hablando durante horas para recoger sus apuntes y ordenador. Luther era un gran Centurión, de eso no cabía la más mínima duda, pero también era un auténtico erudito en historia militar. Conociéndolo, estaba convencido de que la conferencia había sido un éxito rotundo.
Lástima que no estuviésemos allí por eso.
Luther recogió la documentación sin dedicarnos ni una sola mirada, como si no estuviésemos. Ordenó los folios, los guardó en una carpeta de piel y los metió en un maletín. Seguidamente, tras recoger su chaqueta de un perchero situado al fondo de la sala, se la puso y abotonó. Finalmente, nos miró sin demasiado interés. Parecía cansado.
—Sumer, Calo —dijo a modo de saludo—. ¿Qué hacéis aquí?
Una simple mirada me bastó para que Misi se situase junto a la puerta, para vigilar que no nos interrumpiese nadie. La joven lanzó una mirada al pasadizo y cerró el pestillo.
Aquel detalle provocó que Luther entrecerrase los ojos, receloso.
—¿De qué va esto?
—He oído que no te han ido las cosas demasiado bien por Herrengarde, Luther —dije, rompiendo al fin mi silencio—. Marcus Vespasian no es un hombre fácil.
—No lo es —admitió—. Ya me estaba esperando cuando llegué. Sabía lo que pretendía: lo que el Emperador me había pedido que le transmitiese, pero incluso así decidió escucharme. Es un hombre educado ante todo. Un gran General.
—Siempre lo has admirado.
—Sí —confesó Luther—. Lucian Auren se hizo muy popular gracias a las operaciones en el norte. Era un magnífico Legatus: alguien sin igual. No obstante, Vespasian siempre fue el mejor. De haber sido legionario, habría servido en su Legión... pero eso ya lo sabes. Lo hablábamos cuando éramos críos, en el Castra Praetoria. Te lo contaba todo.
Asentí con la cabeza. Luther no era un hombre melancólico, pero en aquel entonces sus ojos brillaban con cierta tristeza. El viaje a Herrengarde no debía haber sido fácil.
—Nunca hablas del pasado —reflexioné—. No es propio de ti.
—No, no lo es —admitió—. Pero sé que hoy es el final de nuestra historia, Aidan, y antes de que digas nada solo quiero recordarte que en otros tiempos confiaba en ti.
Intercambié una fugaz mirada con Misi. Desconocía cómo, pero Luther se había enterado del motivo de mi visita. Sabía lo que estaba a punto de suceder, y aunque era plenamente consciente de no serviría de nada, que mi decisión estaba tomada, trataba de hacerme cambiar de opinión.
—Yo sigo confiando en ti —respondí—. Somos familia.
—Somos familia... —reflexionó—. Curiosamente, Marcus Vespasian comparte nuestra visión de la importancia de la familia. Cuando le hablé de los informes que había sobre su hijo, me dijo que los conocía. Que era plenamente consciente de lo que estaba haciendo Kare Vespasian... y que lo apoyaba. Tanto a él como a Doric, al que considera un sobrino lejano.
—No se le puede culpar por ello —dije—. En su lugar, yo habría hecho lo mismo.
—Tu sí... —Luther negó suavemente con la cabeza—. Pero yo no. La familia es el motor de nuestras vidas, pero Albia es el motivo de nuestra existencia. Juramos protegerla, y es lo que voy a hacer hasta el último de mis días. Ya lo oíste, Sumer: ahora y siempre.
Luther se acercó de nuevo al perchero de donde había recogido la chaqueta y se agachó para recoger del suelo la vaina de su espada ceremonial. No la había visto, pues la había ocultado entre las sombras, pero tan pronto la desenfundó supe que ya no habría vuelta atrás.
Misi balbuceó algo al verme desenfundar la mía. Dio un paso al frente, ansiosa por detenernos, por intervenir, pero nuevamente una mirada bastó para que no lo hiciera. Aquello era cosa nuestra.
—Son muchos los que se están rebelando —dijo Luther, alzando su arma hacia mí—. Y sabía que tú estarías entre ellos. No te voy a mentir, Aidan: en cuanto me informaron de que Damiel no había regresado, supe que no lo iba a hacer. Tus hijos son buenos hombres, pero no buenos Pretores. Ni ellos ni tú.
—¿Y qué hay de Diana? —respondí, tratando de sacar al Luther más humano, al que jamás alzaría un arma contra su familia—. ¿Ella tampoco es una buena Pretor?
—¿Diana? —Sonrió sin humor—. ¿Es necesario que responda? Mi hija ha decidido seguir su propio camino... y no es junto a mí ni junto a su madre.
—Está con mis hijos, en Gherron, y está bien. Viajó con Davin hace un par de días... —Hice un alto para coger aire—. Deberías venir con nosotros, Luther. Tu lugar está con tu familia. Permanecer aquí lo único que va a provocar es que, llegado el día, nos enfrentemos.
Luther se adelantó unos pasos para situarse en el amplio espacio que quedaba entre el atril y la primera fila de butacas. Alzó su arma y, quedándose momentáneamente estático, desvió la mirada hacia mí, invitándome a que me uniese a él en el escenario. Sí, era cuestión de tiempo que nos enfrentásemos: ambos lo habíamos sabido siempre. Sin embargo, yo me había negado a admitirlo. Había querido aferrarme a la absurda idea de que podría hacerle entrar en razón. Lamentablemente, me había equivocado. Luther y yo íbamos a acabar combatiendo tarde o temprano, sí, y lo íbamos a hacer aquel mismo día, sin necesidad de que la guerra llegase a Hésperos.
Lo siento, Jyn.
—Mi lugar está aquí, junto a mi Emperador —sentenció Luther tras aguardar en silencio a que me situara—. ¿Sabes qué te vas a encontrar en Gherron, Aidan? Te vas a encontrar a alguien que dice ser Doric Auren moviendo hilos. Atrayendo gente a una causa perdida: condenándolos. No puede enfrentarse a todo un país y salir victorioso. Es un suicidio.
—Doric Auren impidió que Davin fuese desterrado indefinidamente en la Torre de los Secretos y cuidó de Jyn durante muchos años. Su padre nos convirtió a ambos en Centuriones y creyó en nuestros hijos. Nos dio la oportunidad de ser quienes somos.
—Sí —concedió Luther—, ¿y? Konstantin está muerto, Aidan... y me atrevería a decir que Doric Auren también. Desconozco quién es ese chico que hay en Gherron, pero te aseguro que no es él. Doric fue asesinado... y fue asesinado por uno de los nuestros.
—¿Uno de los nuestros...? —murmuró Misi desde la puerta, desconcertada.
Luther asintió con lentitud, sin apartar su mirada de ojos negros de mí.
—Podría ser —admití.
—Y sin embargo estás dispuesto a ir a Gherron y apoyarlo... ¿qué sentido tiene?
—Damiel me lo ha pedido.
—Ya, Damiel, pobre iluso. E demasiado blando —Luther dejó escapar una risotada sin humor—. ¿Sabes? He oído lo del matrimonio de Jyn con su segundo al mando... el tal Trammel. Imagino que eres consciente de que la está utilizando para atraeros a su bando, ¿verdad?
Intercambié una fugaz mirada con Misi. Mentiría si dijese que no me lo había planteado. Jyn y Trammel eran buenos amigos desde hacía años, pero nada más. Aquel repentino matrimonio era inesperado. No obstante, conocía a mi hija y sabía que no era estúpida. Si realmente había aceptado casarse con él era porque así lo deseaba...
O porque se lo había pedido Doric, claro. Francamente, siempre supe que Jyn estaba enamorada de alguien. Nunca me reveló su identidad, por lo que supuse que era el propio Doric. Después de todo, todas las chicas jóvenes de Albia estaban enamoradas de él. Teniendo en cuenta su cercanía, no era descabellado. No obstante, pensándolo fríamente, Trammel también podía entrar en las apuestas, así que, ¿por qué no?
—Jyn se parece demasiado a su madre como para dejarse engañar —respondí—. Sabe lo que hace; confío en ella.
—Seguro que sabe lo que hace —ironizó Luther, y dejó escapar un suspiro—. Te voy a hacer una única oferta, Aidan. Después, si la rechazas, no tendré más remedio que mataros tanto a ti como a tu Optio. Como comprenderás, no puedo permitir que nos traicionéis.
Misi desenfundó su propia espada ceremonial a modo de respuesta. No iba a intervenir en caso de combate, desde luego, pero tampoco quería mantenerse callada. Ni temía a Luther, ni tampoco a la muerte.
—Viaja a Gherron y trae a tus hijos y la mía a salvo. Hazlos entrar en razón y libéralos del engaño de ese Doric Auren. Una vez estén a salvo, yo mismo me adentraré en ese campamento y acabaré con el impostor. Será el fin de la guerra; el fin de todo. —Por un instante, sus labios se ensancharon en una sonrisa sincera—. Aún no es tarde para arreglar las cosas.
Era tentador desde luego. Muy tentador... pero irrealizable. No después de todo lo que Lucian Auren le había hecho a mi familia... de lo que le había hecho a Albia. Aquel último empujoncito había sido el que hacía tiempo que necesitaba para abrir los ojos.
—Lucian Auren ha convertido en criminales a Davin y a Jyn, y unirá a la lista a Damiel y a Diana en cuanto sepa lo que han hecho... —Negué suavemente con la cabeza—. Lo siento, Luther. La decisión está tomada. Si no puedes confiar en mí, poco puedo hacer.
Luther apretó los dedos con fuerza alrededor de la empuñadura de su arma, furioso, y rápidamente se abalanzó sobre mí, trazando un arco horizontal a la altura de mis ojos. Fue un golpe repentino frente al que apenas tuve tiempo para reaccionar. Esperaba una respuesta... esperaba algo. Por suerte, logré alzar mi arma a tiempo antes de que el metal alcanzase mis retinas. Los dos filos chocaron entre sí, emitiendo un fuerte chasquido de metal, y ambos retrocedimos un paso, dispuestos a empezar un enfrentamiento que hacía años que se estaba gestando.
—¡Eres tan decepcionante! —dijo Luther con rabia—. ¡Siempre lo has sido! ¡Nunca entenderé qué te vio mi hermana!
Por un momento, Luther dejó de ser el Centurión de semblante siempre serio e inexpresivo cuya mirada bastaba para helar la sangre. Aquella faceta tan propia, la de mostrarse indiferente a todo, había desaparecido para dejar paso a una feroz expresión de rabia y decepción. Era como si, de alguna forma, hubiese vuelto a su antiguo yo: aquel que años atrás había conocido en el Castra Praetoria. Luther era de nuevo el niño furioso que cargaba contra el mundo, clamando venganza por todo el dolor que injustamente le había tocado vivir, y yo era su blanco.
Aquel cambio de actitud lo volvió más peligroso de lo que ya era. Sin necesidad de ocultar sus movimientos tras las sombras, Luther se movía a gran velocidad, lanzando estocadas cual serpiente pitón. Buscaba las debilidades de mi defensa para hundir el metal en mi piel, sin temor alguno a alcanzar algún órgano vital. Es más, creo que ese era su objetivo. Luther no intentaba reducirme: Luther intentaba matarme, y cuanto antes lo consiguiese, mejor.
La aula se llenó de destellos de metal, del chasquido de las armas al entrechocar y de rabia, sobre todo mucha rabia. Ambos nos movíamos al son de la danza que mi oponente iba marcando con sus continuos ataques. Lo dirigía la furia y la decepción: a mí la lógica y la precaución. No quería matarlo ni herirlo de gravedad, jamás me lo habría perdonado, pero tampoco quería arriesgarme. Conocía lo suficiente a Luther como para saber que nada le haría entrar en razón, así que debía buscar la forma de reducirlo. La gran pregunta era, ¿cómo? Teniendo en cuenta el salvajismo con el que arremetía contra mí, mis opciones se reducían.
Las espadas volvieron a chocar. Luther lanzaba un ataque tras otro, dibujando arcos en el aire a la altura de mi rostro, mi cintura y mis rodillas, repitiendo una y otra vez los movimientos sin orden alguno. A veces lanzaba repetidos ataques a un mismo punto; otras los cambiaba. Intercambiaba el puño con la espada incluso. Por suerte, no era un hombre especialmente fuerte, por lo que el primer golpe, el único que logró encajarme en la mandíbula, solo me hizo retroceder.
El mío, sin embargo, lo dejó en el suelo sin aire.
—Sabía que tarde o temprano pasaría esto —dijo, jadeante—. ¡Lo sabía! Jarek y tú lo teníais todo para triunfar, para llegar lejos, y mira ahora: él muerto desde hace décadas y tú a punto de seguir sus pasos —Apoyó el arma en el suelo y se incorporó—. ¡Albia os necesitaba!
—Y Albia siempre contará con nosotros.
—No mientas: le estás dando la espalda...
Volvió a atacar. Su espada cortó limpiamente el aire para estrellarse contra el filo de la mía. Luther lanzó un segundo ataque, un tercero y un cuarto, y todos recibiendo el mismo resultado. Las espadas chocaron y los destellos de luz solar iluminaron momentáneamente la sala.
La Magna Lux empezó a latir en su pecho con fuerza...
Y desapareció. La oscuridad se apoderó del aula y Luther se esfumó ante mis ojos, logrando incluso silenciar el latido de su corazón. Inquieto ante su inesperada demostración de poder, giré sobre mí mismo, alzando el arma más por azar que por instinto, justo cuando la suya surgía de entre las sombras para morder mi garganta. Vi momentáneamente su rostro surgir en la penumbra, sorprendido ante mi reacción, y volver a desaparecer.
Un grito escapó de mi garganta al sentir su arma alcanzar mi hombro. Fue un golpe fuerte, suficientemente feroz como para dibujarme un profundo corte en la carne, pero no cómo para separarme el brazo del cuerpo.
Fue una advertencia.
—Te daré una última oportunidad... mi hermana así lo habría querido. Baja tu arma y ríndete: me aseguraré de que recibáis un juicio justo tanto tú como tu Optio y Lyenor. Quizás vuestra detención haga entrar en razón a tus hijos.
—¿Los vas a detener a ellos también? —gritó Misi desde la puerta, ansiosa por intervenir pero plenamente consciente de que no podía—. ¡Son tus sobrinos y tu hija! ¡Esto es de locos!
—Cállate —respondió él con brevedad, aún oculto entre las sombras—. Hazte un favor a ti misma y cállate, Pretor. Aidan, es tu última oportunidad. Baja tu arma y...
Podría haber seguido sus pasos. Podría haberme ocultado en las sombras y darle caza. Me habría sido relativamente sencillo. Luther era un magnífico Centurión, pero le faltaba los años de experiencia en el campo que yo tenía. Luchar en Hésperos no era lo mismo que luchar en el extranjero. Así pues, poniéndome a su altura podría haberle vencido. No obstante, no lo hice. Me resistía a hacerle daño real, a que la sangre de los Valens manchasen mis manos. Quería a aquel hombre. Demonios, había estado casado con su hermana. Jyn era la madre de mis hijos... ¿cómo matarlo? No, no podía hacerlo. No podía alzar mi arma abiertamente contra él y causarle auténtico daño. No podía... no podía ni quería.
Y no lo hice. En lugar de ello simplemente negué con la cabeza, rechazando su oferta, y aguardé a que volviese a atacar. A que surgiese de entre las sombras para hundir su arma en mi pecho. Aguardé un segundo, dos... y finalmente apareció, con el rostro bañado de determinación pero un brillo diferente en los ojos. En el fondo, él tampoco quería hacerlo... pero lo hizo. Vaya que si lo hizo. Dirigió su arma hacia mi pecho, a la altura del corazón... y lo alcanzó. Sentí la punta de su espada alcanzar la piel. Antes de que la hundiese, sin embargo, cerré la mano libre alrededor del metal, frenando el ataque, y dirigí mi arma hacia el lateral de su cabeza.
Después, todo sucedió muy rápido. Luther logró hundir su arma varios centímetros en mi pecho, los suficientes como para que la sangre brotase, mientras que yo estrellaba mi espada en posición plana contra su cabeza. El metal chocó violentamente contra su cráneo y él salió disparado contra el suelo, donde el golpe le hizo perder la conciencia.
Inmediatamente después, la oscuridad se disolvió, dejando a la vista su cuerpo tirado en el suelo, pero su arma clavada en mi pecho. Desvié la mirada hacia mi mano, llena de sangre al detener el filo, y después hacia mi pechera. Bajo mis pies se estaba formando un importante charco carmesí...
—¡Centurión! —exclamó Misi, horrorizada.
Y aunque acudió en mi ayuda de inmediato, no fue necesaria. Apreté con fuerza el metal de la espada, asegurándome de que el cuerpo me siguiese respondiendo, y me la arranqué de un tirón. El arma había llegado más lejos de lo debido, pero al menos no había alcanzado mi corazón.
Dejé escapar un suspiro de puro agotamiento. Misi me abrazó con nerviosismo, sin importarle mancharse de mi propia sangre, y durante unos segundos, unos breves pero intensos segundos, tuve la sensación de que me había ido de poco.
Misi me besó la mejilla repetidas veces.
—¡Maldita sea, Aidan! ¡Ese tipo está loco! ¡Podría...! ¡Podría haberte matado!
—Tranquila —respondí yo, tratando de quitarle importancia, y la aparté con suavidad—. Venga, tenemos que irnos. Lyenor está esperando.
Ambos dedicamos una última mirada a Luther antes de salir del aula. Estaba convencido de que el golpe lo había dejado inconsciente, pero había algo en mi interior que me decía que, más allá de esos párpados cerrados, los ojos de Luther Valens seguían despiertos. Seguían viendo perfectamente... y me estaban viendo huir.
En fin, seguramente fuese una tontería: una cursilería de un idiota que hubiese deseado que aquel hombre viniese conmigo en vez de tener que enfrentarme a él, pero en aquel entonces quise creer que me dejó escapar. Ojalá fuese cierto. Por desgracia, no lo fue.
Quince minutos después, Misi y yo alcanzamos el aparcamiento de la estación donde Lyenor nos estaba esperando. Las sombras del anochecer ya cubrían de oscuridad el cielo, por lo que nadie vio la sangre que en aquel entonces decoraba mi pechera y mis manos. Sencillamente aparcamos nuestro coche, subimos al suyo y, sin preguntas ni respuestas, nos pusimos en marcha.
Adiós, Hésperos. Adiós Lucian Auren. Adiós, antigua Albia.
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