Capítulo 49
Capítulo 49 - Davin Sumer, 1.811 CIS (Calendario Solar Imperial)
—¿Estás segura de que es ese?
—Segurísima.
—Pero si es un crío.
La niña me miró con confusión. Por supuesto que era un crío, ¿qué otra cosa podía ser?
—No importa. Tú quédate aquí, ¿de acuerdo? No tardaré.
Noah asintió con la cabeza y me observó salir del coche en silencio desde el asiento trasero, obediente. No iba a salir, lo sabía. Confiaba en aquella niña. A diferencia de su hermana mayor, Noah era sensata y reflexiva: una niña encantadora con la que se podía contar para absolutamente todo. Había heredado la pasión de su padre por la familia, aunque no su interés por unirse a las Casas Pretorianas. A pesar de la insistencia y la presión que entre todos habíamos ejercido sobre ella, la pequeña de los Valens había decidido rechazar seguir los pasos de sus padres y primos. Toda una sorpresa, pero también una muestra de personalidad que a mí, personalmente, me había conquistado. Lástima que otros como Luther estuviesen tan decepcionados. Mi tío no concebía que su hija menor no quisiera unirse a él en su guerra por Albia, y por mucho que ella intentaba hacérselo entender, se estaba creando un gran abismo entre ellos.
Era una lástima. Si bien era cierto que Diana tenía un encanto muy especial, Noah era única. La personalidad de aquella niña era demoledora, y cuanto más mayor se iba haciendo, más complicado era no quererla.
Pero aunque hubiésemos viajado hasta las afueras de Hésperos juntos tras varios días de muchas indagaciones, no era por ella por quien estaba haciendo todo aquello. Aunque quería a Noah, había sido en realidad la petición de Danae la que me había hecho salir de mi escondite y lanzarme a las calles en busca de Diana. Unas noches atrás, mi tía había acudido a mi encuentro mientras contemplaba el cielo estrellado desde el balcón del piso franco donde me ocultaba, y tal había sido la preocupación que había percibido en ella que no había podido darle la espalda.
—Luther está convencido de que está bien, y probablemente así sea, pero ya son muchos los días que llevamos sin saber de ella, Davin —me había confesado con tristeza—. Temo que haya podido pasarle algo.
—¿A Diana? —Negué con la cabeza—. Podría ser, pero lo dudo mucho, Danae. Esa chica sabe cuidarse muy bien sola.
—Lo sé, lo sé, pero... tengo un mal presentimiento. Davin, por favor... sé que tenías pensado abandonar la ciudad, que estás buscando a tu hermana, pero antes de irte...
—Quieres que la encuentre, ¿verdad?
—Por favor. Lo haría yo misma, pero el Centurión apenas me deja salir del Archivo. El Emperador lo está presionando mucho.
—¿Por qué será que no me sorprende?
A pesar de estar convencido de que Diana estaría bien, decidí ayudarla. Y era precisamente por ello por lo que en aquel entonces me encontraba frente a aquel fumadero, con Noah metida en la parte trasera del coche y la capucha de la chaqueta ocultando gran parte de mi rostro. Dudaba que pudiesen reconocerme, pero no quería arriesgarme. Teniendo en cuenta que ya se había hecho pública mi "huida" de Zarangorr, cuanto más desapercibido pasase, mejor.
Lancé un rápido vistazo a mi alrededor antes de cruzar la carretera y encaminarme hacia las escaleras al final de las cuales se encontraba la entrada al "Serena". No conocía demasiado aquel barrio. Había oído hablar de él, por supuesto, de sus calles sucias y llenas de mendigos, de sus fábricas abandonadas y sus edificios sobresaturados de gente, pero era tan diferente al centro de la ciudad que me costaba relacionarlo. Hésperos era enorme, con varias decenas de millones de habitantes llenándola de vida, por lo que no era de sorprender que hubiese un poco de todo. Desde palacios y jardines hasta canales de aguas estancadas o edificios en ruinas, como el que aguardaba un par de portales más adelante. En la capital de Albia todo tenía cabida.
"Serena". La luz rosa de neón con la que el nombre del local se anunciaba brilló un par de veces mientras descendía las maltrechas escaleras que daban acceso a su interior. Me detuve ante la puerta para pagar la entrada al vigilante que había apostado junto al umbral, un tipo de cabeza rapada y cara de malas pulgas que no parecía estar dispuesto a dejarme pasar sin que soltase antes el dinero, y finalmente crucé sus puertas.
Una fuerte bofetada de humo me golpeó la cara al recorrer el sombrío corredor que conectaba la entrada con el salón principal. El "Serena" era un local tranquilo muy ténuemente iluminado en el que un débil hilo musical sonaba desde lo alto de sus techos abovedados. El fumadero estaba formado por un salón principal en cuyo corazón había una bonita fuente de agua en forma de mujer desnuda y cinco salas de menor tamaño conectadas a través de estrechos corredores. Las salas se dividían entre sí por vaporosos velos de colores que caían del techo, tiñendo de distintas tonalidades pastel el lugar. En el suelo había mesas muy pequeñas, de apenas treinta centímetros de altura, donde los camareros iban llenando cuencos dorados con distintas hierbas. No había demasiadas, pero las pocas que había estaban rodeadas por diferentes personas que, tumbadas cómodamente en futones blancos, disfrutaban de lo que fuese que en aquel entonces estaban fumando en sus pipas de madera.
El ambiente en general era agradable, con los clientes demasiado ocupados fumando como para romper el silencio reinante. Personalmente no era la primera vez que visitaba un lugar así, pero sí que era el más limpio y elegante que había pisado hasta el momento. Irónicamente, a pesar de su localización, el "Serena" era uno de los clubs sociales de mayor reconocimiento para los entendidos en la materia.
—Caballero, ¿puedo guardarle su chaqueta?
Surgida de la nada, una joven camarera de larga cabellera negra trenzada y uniformada con un vestido vaporoso de color blanco de un único tirante surgió a mi lado, con una amplia sonrisa en los labios. Extendió el brazo hacia mí.
—Estará más cómodo.
—No es necesario —respondí—, pero se lo agradezco. Estoy un poco perdido... ¿tenéis una barra o algún lugar donde beber algo?
—Nuevo, ¿eh? —La camarera ensanchó aún más la sonrisa—. Me temo que no, señor, pero puedo llevarle la bebida que quiera a donde quiera. ¿Ha decidido ya dónde se va a acomodar? Hoy el local está bastante tranquilo, hay sitio de sobras para elegir.
Miré a mi alrededor. Los velos y la humareda impedían que pudiese ver con claridad lo que me rodeaba. Intuía formas más allá de la tela, pero poco más. Era una lástima, de haber ido a un local normal y corriente, la oscuridad no habría sido un problema para mis ojos de Pretor.
—Voy a echar un vistazo —dije—. ¿Qué tal si me preparas un cóctel? He oído hablar muy bien del "Simela".
—Arándanos de Solaris, vodka Lamelliard, granada, cereza y el licor mágico de la Ninfa de Nymbus —explicó la camarera, canturreando los ingredientes con alegría—. Es una magnífica elección, señor.
—Lo probaré entonces.
La chica se despidió de mí con una reverencia, dándome al fin libertad para moverme por el local. El "Serena" no era especialmente grande, pero las circunstancias eran tan singulares que tardé cerca de quince minutos en recorrerlo entero. En su interior, entre velo y velo, aguardaban distintos lugares alrededor de los cuales los fumadores yacían plácidamente, con la mirada perdida más allá de las nubes de humo. La mayoría de ellos ni tan siquiera se inmutaban cuando pasaba por a su lado. Sumidos en sus propios sueños oníricos, la clientela permanecía totalmente paralizada sobre sus futones, rígidos cuál estatuas. Algunos parecían dormidos, otros muertos. Y el hombre al que buscaba, probablemente el más joven de todos los allí presentes, no era una excepción.
Tiberius Morenzi era un chico peculiar. Nacido en el seno de una importante familia de comerciantes cuya tradición familiar se remontaba a lo largo de varias generaciones, el joven heredero se enfrentaba a la vida con la tranquilidad de saber que, hiciese lo que hiciese, la tenía solucionada. Según los informes que había sobre él, Morenzi era considerado miembro de la nobleza local desde hacía cinco años tras haber comprado el título de barón a Elionor Nevian, que se lo había vendido por una suculenta cantidad para poder cubrir las deudas que tanto él como su hermano menor habían contraído con una casa de apuestas. Desde entonces, Morenzi se hacía llamar barón, aunque no utilizaba el título para nada más. De día era común verlo en galerías de arte, en museos o bibliotecas; por las noches en fumaderos o locales de moda. Le gustaba pintar y dibujar, cantar y recitar... vivir la vida, como decían los jóvenes bohemios como él. Perder el tiempo, a mi modo de ver.
Un idiota de manual, vaya.
Pero por alguna extraña razón aquel tipo era amigo de mi prima, y por poco que me gustase, no había tenido más remedio que recorrerme media ciudad en su búsqueda.
—¿Tiberius Morenzi?
Encontré al joven heredero tendido en uno de los divanes, a los pies de una bonita estatua de una mujer amamantando a un lobezno. Se trataba de un chico de corta edad, de menos de veinte años, de larga cabellera castaña y ojos grandes e hinchados de intenso color verde. Delgado, de estatura media y piel muy clara, el aspecto de aquel joven era demasiado delicado como para poder tomárselo en serio. Camisa blanca desabrochada, pecho tatuado, pantalones de cuero ajustados, sombrero de ala ancha con pluma incluida cuidadosamente situado sobre la rodilla...
Lo dicho, un idiota de manual.
No respondió a mi primera llamada. En lugar de ello, con la mirada perdida en el vacío, el joven se llevó su larga pipa dorada a los labios y le dio otra calada. Poco después, expulsó una humareda violeta cuyo olor me hizo retroceder. La cabeza empezó a darme vueltas. Fuese lo que fuese que estaba fumando, no era legal, era evidente.
Apreté los puños. Cuanto más lo miraba, menos me gustaba.
—Eh, tú, despierta —insistí, y al ver que seguía sin hacerme caso, le di una suave patada en el tobillo, logrando al fin que se sobresaltase—. Tú, chaval, ¿eres Tiberius Morenzi o no?
Me agaché frente a él para poder verlo mejor. Perdido entre la humareda, confuso y visiblemente desorientado, el joven parecía un espectro recién surgido de un sueño eterno.
Me miró con confusión. Sus largas pestañas subían y bajaban continuamente, lubricando unos ojos que a aquellas alturas del día debían estar más que secos de tanto humo.
—Pero a ver, ¿eres tú o no?
—Sí, sí... soy yo, sí... —Logrando al fin situarse, el joven se incorporó lo suficiente como para poder colocarse un poco la camisa y el pelo. A continuación, dejando la pipa sobre un platillo de plata situado a los pies de la estatua, me tendió la mano—. Soy Tiberius... ¿nos conocemos?
Estreché su mano con la suficiente fuerza como para que le crujiesen los huesos. El chico seguía un poco embobado por lo que fuera que había estado fumando, pero la demostración de fuerza bastó para que pusiera al fin los pies en la tierra.
Creí ver cierto temor en sus ojos al lograr enfocar al fin la cicatriz que me cruzaba la cara.
—No, no nos conocemos.
—Bueno... eso relativo. En realidad usted a mí no, pero yo a usted sí —dijo, apartándose del rostro uno de los mechones de cabello. En el cuello, bajo la oreja, tenía tatuada una manzana—. Usted es Davin Sumer, el primo de la Reina de la Noche, ¿verdad?
Los ojos del muchacho destellaron cuando asentí con la cabeza. En otros tiempos me habría sorprendido enormemente que me hubiese reconocido. Siendo un agente de la Noche, era vital que mi identidad fuese anónima. A aquellas alturas de la vida, después de haber aparecido en la televisión local como un "fugitivo peligroso desleal a la patria" y siendo el primo mayor de Diana, lo raro habría sido lo contrario.
—Vaya... —Lanzó un silbido de reconocimiento—. Ella me ha hablado de usted. Siempre dice que es el único que ha tenido "huevos" a plantarle cara a Lucian Auren. Dice que es un valiente... yo, sinceramente, difiero en cierto modo. No niego que su conducta denote gran valentía, pero...
—Cállate, anda —le interrumpí con brusquedad. Sorprendido ante mi falta de delicadeza, el joven se cruzó de brazos, a la defensiva. Imagino que no estaba acostumbrado a que nadie le mandase callar—. No he venido a que me calientes la cabeza, chico.
—No lo hacía... —murmuró entre dientes.
—Como sea. ¿Sabes por qué estoy aquí?
La camarera apareció con mi bebida en una pequeña bandeja dorada. Se agachó a mi lado, sin perder la sonrisa en ningún momento, y me tendió la copa con amabilidad.
—Aquí tiene, señor.
—Gracias, guapa —respondí.
Dejé un billete en la bandeja para que nos dejase de nuevo a solas. Habría preferido pasarme el resto del día y de la noche conversando con ella, no voy a mentir, pero lo primero era lo primero.
—A lo que iba... —dije, redirigiendo la conversación tras darle un sorbo al cóctel. Francamente bueno, por cierto—. ¿Sabes por qué estoy aquí o no?
—Bueno, no creo que haya venido a que le lea la mano —respondió con cierta petulancia—, así que supongo que es por la Reina de la Noche.
—Muy listo. Es por Diana, sí. Lleva un par de semanas desaparecida. ¿Sabes dónde está?
—No.
Breve y conciso. Tiberius apartó la mirada, incómodo, y se llevó la pipa a los labios, tratando de ocultar la mueca tras una nueva nube púrpura. Estaba mintiendo, era evidente.
Dejé escapar un suspiro. Maldito imbécil. Miré a mi alrededor, asegurándome de que tanto la camarera como el resto de clientes estuviesen más allá de los velos, y di un segundo sorbo a la copa. A continuación, tras dejarla a los pies de la estatua, me incorporé para mirarlo desde lo alto. Tiberius me miró de reojo... y rápidamente empezó a manotear al ver que lo cogía por el cuello y lo alzaba a peso. Lo sacudí en el aire, como si de un muñeco se tratase.
—No tengo tiempo para tonterías, chaval —dije, y logrando con aquel sencillo gesto que abriese ampliamente los ojos, saqué mi puñal y se lo acerqué a la cara—. Vamos, habla o te dejo la cara como la mía.
—Vino a verme hace unos días... —confesó—. Solemos quedar al menos una vez a la semana. Somos buenos amigos desde hace bastante tiempo. A veces se queda a dormir en casa, sobre todo los días que salimos y bebemos. Siempre dice que puede conducir, que no me preocupe, pero antes de llegar a encontrar las llaves de la moto ya está dormida en el sillón.
—Ya, bueno, céntrate. Vivo a verte hace unos días, ¿y?
Lo miré a través del retrovisor. A aquel chico le encantaba hablar. Podía pasarse horas y horas charlando sin parar, profundizando en temas sin ningún tipo de importancia, por el mero hecho de oírse a sí mismo. Era como si, en cierto modo, le gustase oírse... le gustase su voz.
Me sorprendía que a Diana le cayese bien alguien tan pesado. Conociéndola, la imaginaba rodeada de otro tipo de personas. Gente más directa... menos ruidosa.
Aquella chica era todo un misterio.
—Iba con un hombre mayor. Era un tipo bastante extraño. Elegante y educado, sí, pero extraño. Había algo inquietante en él.
—¿Un hombre mayor? —Noah me miró con los ojos muy abiertos a través del retrovisor. Hubiese preferido que viajase a mi lado, en el asiento de copiloto, pero aún era demasiado pequeña. Una lástima—. ¿Un abuelo?
—No, no tanto. Sería como él —respondió Tiberius, señalándome con el mentón—. O puede que un poco más, no lo sé.
—Vaya... —murmuró la niña—. ¿Y te dijo qué hacía con él?
Apreté el acelerador instintivamente, provocando que mis dos acompañantes saliesen despedidos hacia atrás en sus asientos. Estábamos a punto de adentrarnos en el Barrio de las Mil Columnas, donde Tiberius aseguraba que encontraríamos a Diana. Tal y como había imaginado, mi querida prima seguía en la ciudad. Tras presentarse en la galería de Tiberius con el "hombre mayor extraño", el joven artista le había dejado las llaves de su ático para que no durmiesen "en la calle".
La historia empezaba a darme dolor de estómago. Intentaba no preguntar más de lo necesario, pues había cosas que prefería no saber, pero las pinceladas que Tiberius me estaba dando eran más que suficiente para que tuviese ganas de estrangular a Diana. Aquella chica iba a oírme en cuanto la encontrase.
—Se habían conocido hacía unos días —explicó el heredero—. Dijo que eran amigos y que necesitaban un lugar tranquilo donde desarrollar un "proyecto".
—¿Qué proyecto? —pregunté a la defensiva.
—No puedo entrar demasiado en detalle, Pretor, pero yo creo que era algo relacionado con drogas. Ese tipo era un científico... o al menos lo parecía. Una de las noches lo vi en la cocina de madrugada, mezclando el contenido de distintos tubos de ensayo. Me recordó a los alquimistas de la Academia.
—¿Y no le preguntaste qué hacía? —intervino Noah, cada vez más horrorizada—. ¡Es un brujo!
—Puede que sea un brujo, sí... —admitió el joven—. Barajé aquella posibilidad. ¿Sabes? La Reina de la Noche no cree en estas cosas. Siempre discutimos al respecto. Ella solo cree en lo que ve, pero hay algo más ahí fuera. De hecho, más allá del océano hay ciertos países en los que la brujería se practica a diario. ¿Has oído hablar de...?
—Déjate de tonterías, Tiberius —le interrumpí. Bastante tenía con que fuese amigo de Diana como para que además metiese ideas estúpidas en la cabeza de Noah—. ¿Ese tipo sigue en el piso con Diana o se ha ido ya?
—Bueno...
Una breve pero intensa mirada a través del retrovisor bastó para que respondiera. Imagino que desde la óptica de un jovenzuelo de veinte años acomodado debía ser impactante ser "secuestrado" por un Pretor perseguido por la justicia. De hecho, era posible que me ganase una denuncia por ello, pero no me importaba. Si bien hasta entonces no me había preocupado Diana, ahora no podía evitar tener la necesidad de encontrarla cuanto antes. La historia empezaba a ser demasiado rocambolesca como para no preocuparme.
—Se fue hace dos días. Desconozco qué pasó, pero creo que discutieron... fue durante la noche. Cuando llegué, la Reina de la Noche... bueno, estaba dormida. Había caído en un sueño muy profundo del que no lograba despertar.
—¿Qué quieres decir que no lograba despertar?
Tiberius desvió la mirada hacia la ventana, pensativo. En aquel preciso momentos pasábamos por un bonito barrio de casas a cuatro vientos alrededor de las cuales se alzaban bonitos patios llenos de pinos. Era una zona bastante buena en la que vivir. Tiempo atrás, siendo joven e inocente, me había imaginado a mí mismo en una de aquellas viviendas, casado y con un par de críos correteando por los jardines, alrededor del estanque de los peces. Con el paso del tiempo, sin embargo, la perspectiva había cambiado de tal modo que no podía evitar sentir cierto desprecio hacia aquel tipo de vida. ¿Para qué vivir encerrado entre cuatro paredes pudiendo recorrer mundo? Gea era demasiado grande como para limitarse a Albia... y más cuando el gobierno te estaba buscando.
—Tiberius —dije, alzando la mirada hacia el retrovisor para verle la cara ahora de perfil—. Responde.
Me miró de reojo, incómodo ante la pregunta. No entendía a qué se debía aquel cambio de actitud, pero me inquietaba, y más cuando había estado barajando la posibilidad de que el "amigo" de Diana fuese traficante o diseñador de drogas.
—Pues quería decir precisamente lo que he dicho —respondió con desgana—. Intenté despertarla, pero no había forma. Era como si... como si estuviese atrapada. Era extraño. La llamé varias veces, a voz en grito ya las últimas, y la agité. De hecho, al ver que no abría los ojos, decidí echarle agua en la cara... y ni así.
—¿Ni así? —preguntó Noah con apenas un hilo de voz—. ¿Qué le pasaba?
Tiberius miró de reojo a Noah. La timidez con la que la niña hablaba denotaba que tenía miedo por lo que le hubiese podido pasar a su hermana. Intentaba aguantar las lágrimas, pero era cuestión de tiempo que empezasen a brotar... y no sin razón.
Me detuve ante un semáforo para que un grupo de estudiantes liderados por una profesora de cabellera dorada los guiase al otro lado de la acera. Doce niños iban en fila tras ella, sujetos por unas anillas que llevaban en las muñecas a un cordel blanco. Parecían muy felices. Me pregunté cuánto tardarían en perder la sonrisa. Pronto alcanzarían los diez años y muchos de ellos serían enviados al Castra Praetoria para no volver jamás. Otros acabarían en el ejército, y los más afortunados, muy pocos, en alguna universidad donde los enseñarían a sobrevivir a un mundo que, día a día, iba enloqueciendo cada vez más.
—No lo sé —confesó Tiberius—. Murmuraba palabras inconexas y se movía... a veces incluso lanzaba algún grito, pero nada. Ni el agua logró despertarla.
—¿Y entonces? —pregunté—. ¿Cómo lo conseguiste?
—No fui yo, fue ella misma. Diez horas después, de repente, lanzó un grito desgarrador y despertó, sin más. Eso sí, estaba muy, muy aturdida. Ni tan siquiera sabía donde estaba... tenía lagunas. Le costaba incluso mantenerse en pie.
—¿La llevaste al hospital? ¿Llamaste a su padre? ¡Maldita sea! ¿¡Llamaste a alguien!?
Tiberius bajó la mirada y negó suavemente con la cabeza. Por su expresión supuse que lo había intentado, pero Diana no se lo había permitido. Sabía cómo era mi prima, como se las gastaba y, sobre todo, como podía llegar a ponerse cuando algo no le gustaba, y lo entendía. Diana no dejaba de ser una Pretor y él un simple humano normal y corriente. Aunque hubiese querido, no habría podido desobedecerla. Lamentablemente, incluso siendo así, no pude evitar sentir desprecio por el joven.
Permanecimos los últimos minutos de viaje en silencio, hasta que nos adentramos en una estrecha avenida de una única dirección donde finalmente aparcamos. A ambos lados de la carretera había amplias aceras al final de las cuales aguardaban bonitos pórticos de cristal.
Aparcamos el coche frente al número ocho y bajamos. Ante nosotros, alzándose como un gran coloso de piedra, un pintoresco edificio de fachada bulbosa nos daba la bienvenida.
Tiberius se adelantó para subir los peldaños negros que daban a la puerta de la entrada. Introdujo la llave en la cerradura, la giró con un rápido golpe de muñeca y, adentrándose para saludar al portero que aguardaba en su garita y asegurarle que no necesitaba su ayuda, nos invitó a pasar.
—¡Vaya! —exclamó Noah al cruzar el umbral de la puerta.
El recibidor del edificio era espectacular. Simulando el interior de una cueva de paredes blancas, el vestíbulo se extendía a lo largo de cincuenta metros suavemente iluminado por varas de luz amarilla que, engarzadas a bastones de madera, reproducían con mucha veracidad antorchas. De los techos, de distintas alturas dependiendo de la zona, caían impresionantes estalactitas de cristal al final de las cuales había puntos luminosos, mientras que del suelo surgían estalagmitas de distintos colores. En general, la ambientación era muy buena, sobre todo en el pasadizo principal. Una vez recorrido, la sala de espera donde aguardaba el ascensor era algo más mundana, con grandes espejos sobre paredes blancas y el techo abovedado. Eso sí, la cabina del elevador, de madera y con el mecanismo a al vista, era francamente original.
—Vaya sitio para vivir —murmuré al abrirse las puertas de la cabina y ver su interior. Una vez dentro, Tiberius accionó una palanca y volvieron a cerrarse—. Es peculiar.
—Los arquitectos que lo diseñaron se inspiraron en los suelos de cristal del Palacio Imperial —explicó Tiberius con desgana—. En la mente de todo albiano de pura cepa está la fantasía de deambular por un lugar así. Es una buena manera de sentirse Emperador.
—Si tú lo dices...
El ascensor abrió sus puertas y salimos a un amplio recibidor circular donde aguardaban tres puertas cerradas. Nuestro guía se dirigió a la situada bajo el número tres e introdujo una llave en la cerradura. A continuación, antes de girarla, golpeó cuatro veces la madera a modo de aviso.
Una intenso aroma a ambientador floral nos dio la bienvenida cuando entramos en el amplio recibidor del ático. El piso de Tiberius era grande y luminoso, con todas las paredes que daban al exterior acristaladas. Sus muebles eran de corte clásico, con detalles decorativos en dorado del Sol Invicto. El suelo era totalmente negro, reflectante, y las paredes de un intenso color blanco que aumentaba aún más si cabe la sensación de luminosidad.
Tiberius se quitó el sombrero para dejarlo en el perchero de la entrada. Seguidamente, echándole un rápido vistazo a la puerta abierta que había junto al pasadizo, que conectaba con una amplia cocina, se encaminó hacia el corredor. Apartó la cortina de cuentas que separaba las dos secciones y, mostrándonos al fin que aguardaba en el corazón de su preciado ático, localizamos al fin a Diana.
Diana. Mi querida Diana. Conocía a aquella niña desde que había nacido. La había visto dar sus primeros pasos, decir sus primeras palabras e incluso empuñar su primera arma. Yo mismo le había regalado su primer puñal y le había enseñado a utilizarlo. Le había confiado cuanto sabía sin ahorrarme detalle alguno... y sin embargo, había cometido los mismos errores que podría haber cometido cualquier otra chica. Lamentablemente para ella, Diana no se lo podía permitir. Mi prima era una Valens, una Agente de la Noche, y como tal debía estar siempre a la altura. Absolutamente siempre, y en aquella ocasión no lo había estado.
Me había fallado.
Se había fallado a sí misma.
Era decepcionante.
Con la espalda apoyada en la pared y vestida totalmente de negro, mi prima me miró desde el fondo del pasadizo. Tenía el flequillo caído sobre los ojos negros por primera vez en años sin maquillar. Su piel, de por sí blanca como la nieve, ahora era ligeramente amarillenta, como el pergamino, y sus labios de un rosa desteñido. Estaba cansada y magullada, con varias heridas en la cara y el cuerpo. No obstante, incluso así, la vitalidad que tanto la caracterizaba no la había abandonado. Y es que, aunque me miraba desde un yo totalmente diferente al que me tenía acostumbrado, ególatra y jactancioso, aquella mirada llena de osadía seguía perteneciendo a la de mi granuja preferida.
Oh, Diana, si pudiese decirte cuánto te había echado de menos... aún era demasiado joven para entender el significado de la palabra amor, pero sin duda, aquel era el sentimiento que me unía a mi querida prima. Quería a aquella niña: la adoraba con toda mi alma, y ahora que al fin la había recuperado me daba cuenta de cuánto me había hecho sufrir su ausencia.
—Diana...
La joven ladeó ligeramente el rostro al cruzarse nuestras miradas. Diana cruzó los brazos sobre el pecho... pero rápidamente tuvo que volver a separarlos al ver que Noah acudía a su encuentro a la carrera. La niña lanzó un chillito triunfal, entre la alegría y el miedo, y se abalanzó sobre su hermana con rapidez, rompiendo así la tensión reinante. Se abrazó a su cintura, enterró su rostro en su pecho, y la Reina de la Noche no tuvo más remedio que corresponderle al abrazo.
Dichosas crías.
—¿En qué demonios se supone que estabas pensando, Diana? ¿Drogas? ¿En serio? ¿Tú? Te creía más lista.
—¿¡Drogas!? —La Reina de la Noche parpadeó con perplejidad—. ¿En serio, primo? ¿De veras crees eso de mí? Por el Sol Invicto, ¡no necesito más que activar mi Magna Lux para disfrutar de la droga más excitante de todo el Imperio! ¿¡Para qué demonios iba a tomar drogas!?
—Tú sabrás.
Tras el abrazo con el que las dos hermanas al fin se habían reencontrado tras semanas de separación, pedí a Tiberius que se llevase a Noah en busca de algo que comer. Ninguno de los cuatro teníamos hambre, sobre todo yo, que incluso después de haberla encontrado seguía con los nervios a flor de piel, pero quería charlar a solas con ella. Lo que a simple vista había parecido una travesura de Diana era en realidad mucho más, y quería saberlo todo.
—¡Pero Davin...!
Mi prima dejó escapar un suspiro. Estaba agotada, era evidente, pero no lograba entender el motivo. Salvo por varios arañazos y unos feos moratones en el cuello que correspondían a la perfección con las marcas dejadas por unas manos, físicamente estaba bien. Sin embargo, era como si alguien estuviese absorbiendo su energía. Sus movimientos eran lentos, su mirada cansada... incluso su tono de voz era diferente. Arrastraba las palabras.
—Davin, en serio, no me he metido en nada de drogas, lo juro. Quítate eso de la cabeza. ¡Y deja de mirarme así, por favor! Sé que estás enfadado, pero...
—No estoy enfadado —interrumpí—. Estoy decepcionado. Te creía lo suficientemente lista como para no cometer idioteces de este calibre. Tu madre estaba preocupada. Y tu hermana también... mucho. Ha llorado por ti.
—¿Y el Centurión?
El Centurión, bonita manera de llamar a su padre.
—Él cree tan ciegamente en ti que ni tan siquiera se plantea la posibilidad de que hayas hecho alguna estupidez. Lo tienes bien engañado. A él y a todos en realidad.
—Oh, vamos, ¡no seas tan duro! Si ni tan siquiera sabes lo que ha pasado...
—Pues explícamelo.
—Explicártelo... —De pie aún en mitad del salón donde nos encontrábamos, Diana se encaminó hacia el sillón donde estaba sentado para dejarse caer a mi lado. Me miró de reojo, con un temor inesperado en ella, y cogió mis manos—. ¿Estás seguro de que quieres oírlo, primo? A veces... a veces hay cosas que es mejor no saber.
Sentí un escalofrío recorrerme todo el cuerpo. Tomé sus manos y las apreté con fuerza, acercando mi rostro al suyo. Conocía a Diana lo suficiente como para saber que no estaba bromeando precisamente. La miré fijamente a los ojos.
—Dime que no has hecho ninguna locura, Diana... que no se te ha ido la mano con quien no debías. —Apreté aún más sus manos—. ¿Has estado involucrado en el ataque a la Ciudadela?
—¿Ataque a la Ciudadela? —preguntó con perplejidad, y rápidamente negó con la cabeza—. ¡Pero Davin! ¿¡Primero me acusas de drogarme y ahora de asesinar Pretores!? ¡Estás loco! ¡Por supuesto que no he tenido nada que ver con eso! ¡Soy leal a Albia!
Suspiré por dentro. Dentro de lo malo, aquello era un auténtico alivio.
—¿Entonces? —quise saber—. ¿Quién era ese tipo con el que has estado? ¿Qué te ha pasado? Tu cara... tu cuello... te ha intentado matar, ¿verdad?
Diana desvió la mirada hacia el suelo, con tristeza.
—Sí, pero... ¡espera, espera! Antes de que digas nada...
—Ha sido un Pretor, lo sé. De lo contrario, no habría podido contigo. —Apreté los dientes con fuerza—. Dime quién ha sido: ¡lo voy a matar! Tienes mi palabra. Lo voy a...
—No ha sido un Pretor —sentenció, clavándome las uñas en las palmas de la mano para tratar de captar mi atención—, pero tampoco ha sido una persona normal. Ese hombre... Sol Invicto, no sé qué demonios es, pero te juro que no es un simple humano, primo. Lo conocí hace unas semanas, la misma noche en la que Jyn escapó. Me dijo que eran amigos, y...
—¿Amigo de Jyn? —Confuso ante el inesperado dato, negué con la cabeza—. ¿Quién es? ¿Algún actor? ¿Algún conocido de la universidad...?
—No lo sé —confesó al fin, incapaz de evitar la tristeza que aquella respuesta le causaba—. Se hace llamar el "Fénix", primo, pero no tengo la más mínima idea de quién es...
—¿El "Fénix"? —pregunté.
Y aunque ella no se dio cuenta, algo se rompió en mi interior al recibir un asentimiento de cabeza como respuesta.
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