Capítulo 32

Capítulo 32 – Aidan Sumer, 1.800 CIS (Calendario Solar Imperial)




—¿Lyenor?

Había colgado. Después de casi una hora conversando, el timbre de su casa había sonado y se había despedido precipitadamente, sin dar ninguna explicación. Extraño desde luego.

Consulté el reloj. Pasaban varios minutos de las tres de la madrugada y aún nos quedaba un buen trecho hasta llegar a nuestro destino. Guardé el teléfono en el bolsillo y regresé al coche, donde Davin seguía plácidamente dormido en el asiento de copiloto. Llevábamos bastante rato parados en el arcén de la carretera y mi hijo ni tan siquiera se había dado cuenta de ello. Tal era el agotamiento que arrastraba que su sueño era muy profundo. Pobre.

Decidí dejarlo dormir hasta alcanzar el aparcamiento del hotel cinco horas después. Poco después, Davin se despertó al apagar el motor. El joven parpadeó, aún demasiado aturdido como para saber dónde estaba, y se frotó los ojos.

—¿Dónde...?

—Ya hemos llegado.

Marismas de Plata era un bonito pueblo asentado en una amplia llanura, a tan solo cincuenta kilómetros del Alce, uno de los montes más altos del norte. Se trataba de una población pequeña de edificios bajos de piedra y tejados de pizarra construido alrededor de tres bonitas marismas cuyas aguas, teñidas por la flora autóctona, tenían un llamativo color plateado. Parecía un lugar muy tranquilo, con los negocios situados en el centro de la localidad y varias urbanizaciones diseminadas por los alrededores, a pocos kilómetros de distancia.

—Bienvenidos al "Brisa" —exclamó la recepcionista a nuestra llegada—. ¿Son los señores Sumer y Valens?

—Los mismos —respondí—. ¿Tenéis nuestras habitaciones?

—Las tenemos.




Me di una ducha para entrar en calor. Las temperaturas en el norte eran bastante bajas y después de toda una noche metido en aquel diminuto coche que Davin había alquilado sentía los huesos doloridos. Me pasé media hora bajo los rayos de agua caliente, casi hirviendo. Después, algo más recompuesto, salí a la habitación. La estancia no era especialmente grande; el techo era bajo y la cama algo estrecha para alguien de mi constitución, pero no me importó. El mero hecho de poder tumbarme en el colchón y cerrar los ojos unos minutos fue tan reconfortante que parte de mis preocupaciones se disiparon.

Parte, no todas, claro.

Pasados cinco minutos, consciente de que hasta la caída de la noche no podría dormir, saqué el teléfono del bolsillo y comprobé si Lyenor me había escrito. La despedida de la noche anterior me había dejado preocupado, y ella lo sabía. Precisamente por ello, poco después me había mandado un mensaje acompañado de una fotografía.

—¿Damiel? —murmuré al verle en un autorretrato en compañía de Lyenor.

Me había enviado la imagen para que no me preocupase, pero no había surgido efecto. El que mi hijo hubiese acudido a su encuentro en mitad de la madrugada no era buena señal.

Busqué su número en la agenda y la llamé. No esperaba que me respondiera, así que no me sentí decepcionado ante su silencio. Conocía los horarios de Lyenor perfectamente, y aunque la mayoría de su Unidad a aquellas horas probablemente seguiría durmiendo, ella ya estaba en su oficina del Jardín de los Susurros, trabajando.

Permanecí un rato más en la cama, descansando. A continuación, aún con el pelo mojado de la ducha, cogí la chaqueta y salí de la habitación. Fuera, a lo largo de un pasadizo enmoquetado con varias fotografías enmarcadas en las paredes, aguardaban una decena de puertas cerradas. Me acerqué a la número ocho, donde se alojaba Davin, y golpeé la puerta. Procedente de su interior se escuchaba el sonido de la ducha. Volví a sacar el teléfono, le mandé un mensaje avisándole de que le esperaba fuera y me encaminé hacia las escaleras. En el piso inferior, la recepción daba acceso a un amplio salón de piedra donde podría esperarle. Con suerte, hasta me servirían una cerveza.

Descendí las escaleras con tranquilidad, sintiendo la madera crujir bajo mis botas. Para mi sorpresa, descubrí que junto al mostrador, con un pequeño baúl de madera a sus pies, aguardaba un legionario uniformado. Se trataba de un hombre de mediana edad de cabeza afeitada y rostro marcado por cicatrices que tan pronto me vio aparecer, dirigió la mirada hacia mí.

—¿Aidan Sumer?

Miré hacia el mostrador. No había ni rastro de la recepcionista. Conociendo el modus operandi del norte, supuse que el soldado se había encargado de vaciar la planta en nombre de su señor.

Me acerqué a él.

—El mismo.

—Me llamo Rolf Curman, Centurión —respondió—, y pertenezco a la legión Áurea del General Vespasian. Mi señor me ha pedido que os hiciese llegar este baúl. Está convencido de que le será de gran utilidad.

—¿El General Vespasian?

—El Pretor Olic Torrequemada le informó de su visita.

Inquieto ante el repentino giro de los acontecimientos lancé un fugaz vistazo al baúl antes de responder. En el cierre, asegurando así que no había sido abierto, estaba el sello de cera de la familia Vespasian.

—¿Conoces el contenido, soldado? —pregunté.

—No, Centurión. El General únicamente me pidió que os lo trajese, nada más. Ningún miembro de la legión sabe nada al respecto. Quizás su secretario, pero no se lo puedo asegurar. El Legatus no acostumbra a compartir este tipo de asuntos con nosotros.

—De acuerdo. Gracias, Rolf, transmítele a tu General mi agradecimiento.

El soldado asintió con la cabeza.

—Lo haré, aunque él preferiría que lo hiciera usted mismo en persona una vez finalise su misión. Dentro de tres días se celebrará la llegada del príncipe Doric Auren a Herrengarde. Si aún siguen usted y su compañero por la zona, sería un placer contar con su presencia en el convite. Los hijos de la Noche siempre son bienvenidos en el norte.

El legionario se llevó la mano a la sien y se despidió, dejando el cofre en el suelo. El mensaje había sido breve pero muy claro. Demasiado claro y directo para gusto.

Me pregunté si habría sido Olic el que había contactado con el General o si había sido al revés. Conociendo a mi buen amigo Torrequemada me extrañaba que no me hubiese dicho nada al respecto. No solía tomar aquel tipo de decisiones sin consensuarlas conmigo...

Aquello olía al General Vespasian por todas partes. Se decía de él que era muy controlador, que sabía absolutamente todo sobre lo que sucedía en su región, tanto la gente que entraba como la que salía, por lo que supuse que aquel "regalo" era cosa suya. Vespasian había querido recordarme que él estaba al mando y que yo había venido a su terreno sin avisar... y la verdad es que lo había hecho francamente bien. Me sorprendió su gesto.

Cogí el cofre por las asas laterales y me encaminé al salón, para acomodarme en uno de los sillones situados del fondo. Una vez en él deposité la caja sobre la pequeña mesa que había delante y comprobé nuevamente el sello. No diré que la cera estaba aún caliente, pues no era cierto, pero era evidente que lo habían puesto aquella misma mañana.

—¿Te has pasado toda la noche despierto, General?

Rompí el sello para abrir la tapa. El interior del cofre olía a madera, a tinta y a papel. Acerqué las manos a su contenido, aparté el pañuelo negro que habían puesto sobre su superficie para resguardarlo y descubrí que, perfectamente ordenados en su interior, aguardaban decenas de artículos de periódico y revistas. Documentos impresos, fotocopias de portadas antiguas, fotografías, recortes de prensa local...

Y todo con un denominador común: los Alaster.




—¿De qué va esto?

Llevaba ya veinte minutos buceando en las profundidades del pasado de los Alaster cuando Davin interrumpió mi lectura. El Optio había sido tan silencioso en su llegada al salón que no me había dado cuenta de su presencia hasta entonces.

Me pregunté cuánto tiempo llevaría mirándome. Por su expresión ceñuda, eso sí, mucho más relajada que la mía después de un buen descanso en el coche y una ducha de agua caliente, calculé que como poco llevaría un par de minutos.

Le señalé uno de los sillones con el mentón.

—Siéntate, anda. Su alteza el General Marcus Vespasian me ha hecho llegar una caja llena de regalos que quiero compartir contigo.

—¿El General Vespasian? —preguntó Davin con perplejidad—. Estás de broma, ¿no?

—En absoluto. Alguno de sus hombres debió vernos anoche en la estación se servicio y dio la señal de alarma —expliqué—. Olic y él se conocen hace tiempo.

—¿Crees que le habrá llamado pidiéndole explicaciones?

Me encogí de hombros.

—Es posible. Sea como sea, nos ha hecho llegar un buen regalo. Vamos, siéntate, antes de salir hay que revisar toda esta documentación. La familia Alaster es muy importante en la región. O mejor dicho, era.

Davin puso los ojos en blanco, poniendo así en evidencia las pocas ganas que tenía de leer los informes. Lanzó una maldición por lo bajo, reticente, pero finalmente se dejó caer en el sillón.

Cogió un par de documentos al azar.

—Sol Invicto, ¿dónde está Danae cuando se la necesita? ¿De veras hay que leer todo esto?

—En el mismo sitio que Misi: lejos, así que no te quejes. Vamos, así vas cogiendo práctica para cuando te encierren en la Torre de los Secretos.

Davin se cruzó de brazos, ofendido, ante lo que yo no pude más que soltar una carcajada. Había sido una broma... al menos en parte, claro. Por suerte para él, jamás sabría lo que aquella noche Lyenor y yo habíamos estado hablando antes de que Damiel nos interrumpiera.

—Te crees muy gracioso, ¿verdad?

—Lo soy, ya lo sabes —respondí, incapaz de reprimir la sonrisa—. Anda, borra esa cara y empieza, encima que te saco de paseo...

Todo aquel material nos permitió tener una visión mucho más ampliada de la importancia de los Alaster en la zona. La tradición pretoriana dentro de la estirpe se remontaba a varios siglos atrás, con Elisen Alaster convirtiéndose en el primer Pretor de la Casa del Sol Invicto de su familia. A partir de entonces, generación tras generación, todos sus hombres y mujeres habían ido poniendo sus espadas al servicio del Imperio uniéndose a las legiones, a los cuerpos de policía y, por supuesto, a las Casas Pretorianas. El bisabuelo de Orace Alaster había pertenecido a la Casa del Sol Invicto, al igual que su hijo, el abuelo de Orace. Sobre los padres había ciertas informaciones contradictorias. Algunos periódicos decían que pertenecían a la Casa de las Espadas, otros a la del Sol. Sea como fuera, dado que hacía varias décadas que habían desaparecido, no indagamos más. El sujeto de nuestra investigación era Orace Alaster, no sus padres, así que nos centramos en él.

Orace Alaster, un auténtico capullo del que no guardaba demasiados recuerdos salvo la mirada de loco que me había dedicado cuando, a escasos minutos de su detención, lo había encontrado en compañía de Alaya Cyrax en una de las habitaciones de la Castra Praetoria. Rodeados de velas, con el suelo lleno de símbolos y marcas extrañas, desnudos y con los cuerpos marcados por círculos dibujados en sangre, parecían auténticos lunáticos practicando magia negra. De hecho, Jarek estaba convencido de que así era. Yo, personalmente, siempre tuve mis dudas. A mi modo de ver aquello no había sido más que una tontería, un juego de críos que se les había escapado de las manos. Sea como fuera, aquel día los detuvimos y no volví a verlos nunca más.

Resultaba extraño volver a pensar en Orace tantos años después. Aunque en el momento su detención había mejorado aún más mi imagen, jamás le había dado especial importancia. Desde un principio había sabido que superaría el ritual de la Magna Lux, por lo que no consideraba necesario demostrar nada. Ahora, casi cuarenta años después, no podía evitar preguntarme si aquella acción no había sido la causante de muchos de los errores de mi vida.

—Aquí dice que Orace era el orgullo del pueblo —comentó Davin con un recorte de periódico entre manos—. Después de la marcha de sus padres, no dice dónde, tenían grandes esperanzas puestas en él. Al parecer, el mismísimo Marcus Auren, el antiguo Emperador, viajó hasta las "Marismas de Plata" para condecorar a sus padres... mira, hay una foto. El crío que sale en brazos de la mujer debe ser Orace.

Orace había estado sometido a una grandísima presión desde su nacimiento. Tanto sus padres como su localidad de origen habían esperado mucho de él, lo que probablemente había provocado su obsesión con el conocimiento. Aquel chico había creído que robando libros y matando gente al poner en práctica sus trucos de magia llegaría lejos. Desafortunadamente, únicamente había llegado a la Ciudadela, donde había pasado cinco años encerrado.

Solo cinco años... una auténtica vergüenza. ¿Cuántos hilos habrían movido sus padres para sacarlo antes de tiempo? Aquel tipo era un maldito asesino... un psicópata. Poco bien le habían hecho al no permitir que recibiese el castigo merecido.

Los periódicos no informaban de su regreso al pueblo. No había ningún artículo que hablase de su salida de prisión, ni tampoco de su vuelta a las "Marismas de Plata". Orace se había convertido en un fantasma, una decepción a quien era mejor mantener oculta a ojos de la opinión pública, y durante los siguientes dos años así había vivido, en el total y absoluto anonimato. Y así habría seguido viviendo de no ser porque, transcurrido aquel periodo, celebró una boda por todo lo alto en el que todos los habitantes de su pueblo habían sido invitados.

Orace se había casado con una mujer extranjera llamada Syb Mindali. Según los informes, aquella mujer procedía del otro continente, Gynae, y había formado parte de su servicio doméstico desde su regreso. Desde luego, viniendo de la familia que venía, el casarse con una sirvienta no podría haber sentado demasiado bien. De hecho, entre los invitados no aparecía ningún familiar. Lógico, si a su expulsión del Castra Praetoria y estancia en la prisión le sumábamos aquel último giro de tuercas, con boda excéntrica por todo lo alto con la sirvienta, los padres habían tenido motivos más que suficientes para desaparecer...

—Si algún día me caso, quiero un espectáculo como este —comentó Davin alegremente, disfrutando de las llamativas y coloristas fotos de la celebración—. Al menos las bailarinas y los faisanes, lo demás me sobra.

Eché un vistazo al fajo de fotografías que tenía entre manos para constatar lo que decía. La fiesta había sido por todo lo alto, de eso no cabía la más mínima duda.

Y aunque probablemente había disfrutado enormemente de su boda, los siguientes años habían estado llenos de sombras. Orace y Syb habían intentado tener hijos en varias ocasiones, pero los dos primeros intentos habían tenido unos resultados nefastos. Los primeros hijos habían muerto a las pocas horas después de nacer por motivos que no habían quedado reflejados en la documentación. Alguna mal formación, probablemente. Dos golpes muy duros desde luego. Por suerte, tres años después nacerían dos hijas sanas, las gemelas Penélope y Koral, y pasados once meses un tercer y último hijo, Orland Alaster.

—Fíjate —exclamó Davin, tendiéndome otra fotografía. En la imagen aparecían los cinco componentes de la familia con las mujeres vestidas totalmente de blanco y los hombres de negro—. Tienen un aspecto muy extraño, ¿no te parece? Esas ropas no son propias de aquí.

Quizás lo fuesen, pero no se correspondían a la moda de la época. La caída de los vestidos de ella, los bordados en las ropas de ellos y, en general, los atuendos en sí respondían a una cultura que sin duda no era la albiana. ¿A la de la madre, quizás? Probablemente.

No había ninguna noticia sobre los siguientes años de vida de Orace. Con las arcas familiares llenas de dinero y tres niños en casa, imagino que su vida se centró en la educación de los pequeños. Para la gente como Orace las cosas podían llegar a ser muy fáciles si no sobrepasaba la línea. Mientras siguiesen con vida, sus padres seguirían haciéndole llegar el dinero necesario para que mantuviese el nombre de la familia lo más limpio posible...

Al menos durante el tiempo que siguiesen con vida.

Nueve años después de la última imagen tomada a la familia, un inquietante acontecimiento sacudió las "Marismas de Plata". Una noche de invierno, durante una ventisca especialmente fuerte, el tendido eléctrico del pueblo sufrió una grave avería, lo que provocó que gran parte de los sistemas de calefacción de las casas quedasen inoperativos. Viviendo en el norte, aquello era impensable. Las temperaturas caían de tal forma que corrían el riesgo de morir congelados si no se tomaban medidas... pero incluso así, a sabiendas de que en el ayuntamiento encontrarían resguardo, nadie se atrevió a salir de su casa. Con la caída de la noche, las calles de la ciudad se llenaron de gritos. Gritos desgarradores que el viento traía de las lejanía... de las lagunas.

Viéndose incomunicados y atemorizados ante la posibilidad de que estuviesen viviendo un ataque de Throndall, los habitantes del pueblo se encerraron en los refugios subterráneos que dos siglos atrás había hecho construir el gobernador de la época. Curiosamente hasta entonces no habían tenido que utilizarlos, pero les dieron un buen uso. Se encerraron, encendieron las calefacciones portátiles que había en su interior y durante horas permanecieron en completo silencio, rezando para que las horas pasasen lo más rápido posible.

Nadie olvidaría jamás aquella noche. Una noche en la que no solo los gritos habían atormentado a los vecinos. Hubo quienes aseguraron ver las aguas de las marismas teñidas de sangre; otros que las estrellas del cielo se habían vuelto verdes.

Muchas fueron las habladurías, algunas ciertas, otras producto del pánico, pero por suerte para todos, las horas fueron pasando y con la llegada del amanecer los ánimos se fueron calmando. La ventisca aflojó, las voces desaparecieron y el agua, si es que alguna vez había cambiado, volvió a su color original.

Era como si, en el fondo, no hubiese pasado nada.

—Una semana después, el tendido eléctrico volvía a funcionar y todos los vecinos habían recibido la visita de técnicos para la revisión de las terminales —resumió Davin—. Después de una avería de aquella envergadura, tenían que asegurarse de que no había habido más desperfectos, así que fueron casa por casa, visitando a todos los vecinos... hasta que llegó el turno de los Alaster.

Para cuando los encontraron ya llevaban una semana muertos. Con la mesa preparada para disfrutar de una copiosa cena, las copas servidas y las jarras llenas, algo sucedió en la casa de los Alaster. Algo que provocó que Orace Alaster apareciese en el recibidor de la casa, junto a la entrada, tirado en el suelo con la garganta abierta, su esposa en la cocina, con un cuchillo clavado en el corazón, y las dos hermanas gemelas en sus camas, apuñaladas hasta en doce ocasiones en el estómago. Una auténtica carnicería.

Del hijo menor, sin embargo, no se había encontrado ni rastro.

—Vaya, esto me recuerda a los Giordano —reflexionó Davin—. Aquello no fue tan salvaje, desde luego, aquí hablan de sangre por todas partes, en las paredes, en el suelo... hasta en los techos, pero el parecido es innegable. ¿Qué edad tenía el tal Orland Alaster cuando murió su familia?

—Nueve años... —respondí, pensativo—. Demasiado joven para un crimen de aquel calibre. Podría haber matado a algún miembro de la familia en un ataque sorpresa, pero no a todos. Tiene pinta de que lo secuestraron. Imagino que sus huesos deben estar en el fondo de algún pozo.

Davin se estremeció al imaginar la escena.

—Bueno... sea como sea, tenemos que tachar a Orace Alaster de la lista. Está bien muerto.

—Muy muerto, sí —admití—. Pero si te fijas, este no es el final de la historia.

Al menos no de la historia de la mansión donde vivían. Según los archivos, en el noventa y cuatro, exactamente diez años después de los crímenes, una noche de invierno la mansión de los Alaster había vuelto a encenderse. Lo había hecho durante una gran tormenta de nieve, y había sido durante la madrugada, a altas horas. Según los testigos, se estaba celebrando una fiesta. Una fiesta en el salón principal, el cual estaba totalmente iluminado por velas... llena de espíritus vestidos con trajes negros y blancos, que bebían sangre en copas de oro, bailaban con lobos y comían carne humana con cubiertos hechos de hueso...

En fin.

—Han convertido esa mansión en un pasaje del terror —dije, restándole importancia a la última parte de la historia—. Algún crío con ganas de demostrar su valentía se colaría y a partir de ahí el imaginario colectivo creó lo demás. No le des importancia.

—No se la doy —respondió Davin—. Aunque no te voy a engañar... me muero de ganas de ver esa mansión de los horrores.

No pude evitar que la sonrisa me delatase. Davin estaba disfrutando, se lo estaba pasando en grande investigando a los Alaster, y eso me alegraba. Después de su estancia en la Ciudadela, que sin duda no debía haber sido muy agradable, volver a verle feliz era un gran regalo.

—Le echaremos un vistazo —dije, y empecé a guardar toda la documentación en la caja—. Igualmente debemos ser realistas. Alaster no puede estar metido en esto.

—Está claro que no... ¿cuantos enemigos más tienes? —preguntó despreocupadamente, dejándose caer de espaldas en el sillón—. Enemigos capaces de hacer esto, me refiero. Sea quien sea ese tal "Fénix" tiene que estar muy enfadado contigo.

Sonreí sin humor. Lo cierto era que tenía muchos enemigos, como cualquier otro Centurión, pero ninguno con aquel potencial. Sí, los había tenido, desde luego, pero ya estaban eliminados. Sin duda, el "Fénix" se estaba convirtiendo en un auténtico misterio... un reto.

—Confiemos en que los interrogatorios surjan efecto o que Jyn reconozca a alguien en la base de datos —finalicé—. De lo contrario va a ser muy complicado seguirle el rastro.




Localizamos la mansión de los Alaster a las afueras de la ciudad, junto a la marisma sur. El edificio estaba rodeado por un grueso muro de piedra que bordeaba una amplia explanada en cuyo centro, alzándose contra el cielo blanco como un gran torreón de piedra, la mansión controlaba cuanto la rodeaba desde sus más de cincuenta metros de altura.

Más que una mansión, aquello parecía una torre. De hecho, su aspecto recordaba enormemente al de los faros de los acantilados, con su planta circular y un mirador en lo alto. Si allí había también un foco de luz o lo había habido en el pasado lo desconocía, pero no cabía duda de que, tratándose de un edificio tan antiguo, probablemente hubiese servido de torre de vigilancia en otros tiempos.

Tras aparcar el coche fuera, Davin y yo bordeamos el muro en busca de una brecha a través de la que entrar. La verja principal había sido cerrada con cadenas, así que preferimos no tocarlo. En lugar de ello recorrimos la silenciosa y tranquila zona en silencio, disfrutando de las apacibles vistas de la cercana marisma y los claros que la rodeaban, hasta alcanzar la parte trasera. Allí localizamos un punto en el que el muro había sufrido un derrumbamiento.

—Pues no parece que tenga muchos visitantes, ¿no?

Al otro lado del muro nos aguardaba una amplia explanada en la que ni la hierba ni ningún tipo de vegetación crecía. El suelo era totalmente negro, como si la tierra estuviese quemada, y en él no había nada salvo pequeñas piedrecitas blancas que, diseminadas por el jardín, otorgaban una extraña decoración a un lugar que, como bien decía mi hijo, no parecía haber sido tocado en muchos años.

Nos acercamos al edificio. Durante el viaje habíamos hablado sobre la posibilidad de que la mansión hubiese sufrido todo tipo de actos de vandalismo, con ventanas rotas, cristales partidos y puertas forzadas. Para nuestra sorpresa, sin embargo, el edificio estaba en perfecto estado. Vacío, sí, con las persianas bajadas y las rejas cerradas, pero sin rastro alguno de pintadas ni desperfectos.

Nos acercamos a la puerta de entrada. La reja que la protegía, al igual que las de las ventanas, estaba limpia.

—Esto no está abandonado —comprendí al fin—. Al menos no del todo. Puede que el ayuntamiento mande a alguien para que lo mantenga.

—Pues a ese alguien deben pagarlo muy bien para que hasta limpie los exteriores, ¿no te parece? —respondió él, dirigiendo las manos a la cerradura—. Es extraño desde luego.

Mientras que Davin se encargaba de abrir las puertas, yo me di una vuelta alrededor del edificio. Se respiraba una paz extraña. Quizás fuese por el día, triste y frío, como la mayoría en el norte, o por la gran distancia que nos separaba del resto del pueblo, pero el silencio resultaba especialmente pesado en aquel lugar. Además, tenía la sensación de que alguien nos observaba. Era absurdo, de haber habido alguien por los alrededores lo habría notado pero incluso así no podía evitar volver la mirada atrás de vez en cuando.

Era como si, de alguna extraña manera, la propia torre nos vigilase.

—¿Has visto algo? —me preguntó Davin a mi regreso, de pie frente a la puerta ya abierta. Más allá del umbral aguardaba un recibidor sumido en la oscuridad total—. ¿Están todas las persianas cerradas?

—Todas. Todo está muy tranquilo, muy silencioso. Ahora entiendo que nadie descubriese los cuerpos hasta una semana después. Vivían muy aislados.

—Demasiado para mi gusto. En fin, ¿entramos?

Ambos sacamos nuestras linternas antes de atravesar el umbral de la puerta. Estando todas las persianas bajadas, no había ni un rayo de luz que iluminase su interior.

Probé suerte apretando uno de los interruptores de la luz.

—¿En serio, Aidan? —preguntó Davin con acidez—. ¿Qué te crees, que pagan la factura de luz desde la ultratumba?

—Bueno, yo no lo descartaría, la verdad. Cosas más raras he visto... fíjate, todo está muy limpio. —Acerqué la mano a uno de los muebles de la entrada y pasé el dedo por su superficie—. Apenas hay polvo.

El interior de la torre estaba demasiado limpio como para que no hubiese alguien encargado de su cuidado. El ambiente era frío y olía a cerrado, sí, pero el estado de conservación de los muebles lo delataba.

Pero a parte de su estado, no había nada interesante. El interior de la vivienda era relativamente pequeño, con las salas de tamaño reducido repletas de muebles de gran tamaño y calidad, las paredes recubiertas de muchísimos cuadros y los suelos, sobre todo el de las plantas superiores, de grandes alfombras de pelo.

Una a una fuimos visitando las plantas en silencio. Todos los recuerdos de Alaster y su familia seguían en el mismo lugar donde los habían dejado antes de morir. Los juguetes de los niños en los cajones, la ropa en los armarios y los adornos y los libros en las estanterías, en perfecto orden. Intrigante sin duda... aunque no del todo descabellado. Tan solo tenía que pensar en mi propio hogar para darme cuenta de que nuestra casa tenía un aspecto siniestramente parecido a aquella vivienda.

Deambulamos por el edificio en un silencio cada vez más tenso. A pesar de que las plantas eran relativamente pequeñas, la distribución era muy laberíntica. Las escaleras estaban situadas en lugares distintos dependiendo del nivel, y las salas, en su mayoría, tenían varias puertas. Tampoco ayudaba lo excesivamente decorado que estaba todo. Dependiendo de qué estancia resultaba complicado no chocar con los muebles al avanzar... y eso sin contar los sobresaltos que de vez en cuando nos llevábamos al aparecer en el camino de nuestro haz de luz retratos de antiguos miembros de la familia. Vistos en la penumbra, daban miedo.

Pasamos cerca de media hora merodeando por la torre sin encontrar nada de demasiado interés. La visita estaba resultando un tanto decepcionante para ambos. Durante el viaje de ida habíamos fantaseado con la idea de entrar en una mansión abandonada llena de espejos, con todo tipo de objetos inquietantes y pintadas en las paredes. Davin había hablado incluso de la posibilidad de encontrar círculos de magia pintados en el suelo, como el que había pintado Alaster el día en el que lo detuve en el Castra Praetoria, y restos de la fiesta fantasmal de la que se hablaba en los periódicos locales. Lamentablemente, toda aquella fantasía se había venido abajo al cruzar el muro, y ahora que estábamos en la torre, no podía evitar sentir que estaba perdiendo el tiempo.

En fin, una lástima.

—Pues nada —dijo Davin tras recorrer la última planta—. ¿Nos vamos?

—Sí, aquí no hay nada que ver —respondí—. Ve bajando, voy a ver si encuentro la forma de subir al mirador.

—No vale la pena —dijo restándole importancia—. Pero allá tú. Te espero abajo.

La verdad es que no valía la pena, lo sabía, pero sentía curiosidad. La altura de la torre era importante, por lo que era de esperar que tuviese unas buenas vistas. Con suerte, hasta podría hacer alguna buena fotografía.

Ya a solas en la última planta, con el sonido de los pasos de Davin al descender resonando por todo el edificio, recorrí el ático iluminando el techo con la linterna. Aquel nivel había sido reservado para instalar una especie de oficina con varias mesas y sillas de ruedas. En las paredes había archivadores, todos cerrados con llave y tan limpios como el resto de la casa, mientras que en las mesas tan solo quedaban algunos marcos de fotos y cubiletes con bolígrafos y cuadernos. Fuese quien fuese el responsable del cuidado de la casa, se debía haber llevado los ordenadores. Por suerte, no me importaba.

Seguí iluminando el techo hasta al fin localizar la trampilla que daba acceso al piso superior. Arrastré una de las sillas para subirme sobre ella y quitar el pasador que mantenía doblada la cadena. A continuación, tras desplegar la escalera de ascenso, subí los peldaños hasta alcanzar el techo. Lo golpeé con el puño. Por el sonido, supuse que se trataba de una tapa metálica la que separaba ambos niveles. Apoyé ambas manos en ella y, empujando con fuerza, logré abrirla.

Fuera, la tapa giró sobre sus goznes y golpeó contra el suelo.

—Aquí lo tenemos —exclamé.

Una suave brisa fría me golpeó el rostro a modo de bienvenida cuando al fin salí al exterior. El mirador en sí no era demasiado grande, sobre todo la parte de la pasarela, pero tales eran las vistas que, incluso sintiéndome un tanto aprisionado por la cabina central y la barandilla, me tomé unos minutos para disfrutar del paisaje.

¿Cuantas horas habría pasado Orace allí arriba, contemplando las marismas? No había conocido apenas a aquel hombre, pero podía imaginarlo perfectamente con las manos apoyadas en la barandilla, contemplando el horizonte. Puede incluso que rodeado de sus tres hijos y con su mujer a su lado, disfrutando del bonito espectáculo en familia. En invierno, con todo nevado, debía ser impresionante.

No pude evitar sentir un nudo en el estómago. Me habría gustado poder traer a mis propios hijos. Probablemente no lo habrían sabido disfrutar como yo lo hice, pero su presencia habría servido para apaciguar aquella extraña sensación de ahogo que me perseguía desde hacía rato...

Preferí no pensar más en ello. Tomé un par de instantáneas del lugar, aprovechando la caída del atardecer para ello, y me encaminé hacia la entrada de la cabina. A diferencia del resto de la casa, las mamparas transparentes que conformaban la estructura no habían sido limpiadas en mucho tiempo. De hecho, tal era la acumulación de polvo que había que ni tan siquiera se veía su interior.

Por suerte, no estaba cerrada con llave.

Apoyé la mano sobre el picaporte, el cual, curiosamente, sí que estaba relativamente limpio, y lo giré. A continuación, sirviéndome de la luz del día para entrever lo que aguardaba dentro, alcé la linterna y centré el haz de luz en el interior de la sala. Como era de esperar, no había ningún foco de luz en su interior. En lugar de ello había una gran campana dorada de aspecto polvoriento, dos bastones para golpearla apoyados en la pared y, colgando del techo, una esfera plateada de la que colgaban varios mechones de pelo trenzados.

Una trenza verde arrancada en la ciudad de Versad, en el Teatro Azul, cuando el "Fénix" había subido al escenario donde Jyn estaba actuando y le había cortado un mechón de pelo en directo.

Una trenza azul arrancada en Herrengarde, cuando había logrado colarse en su camerino.

Una trenza rosa arrancada en Vespia, en el palacete de los Swarz.

Y por último una trenza negra de aspecto algo más antiguo...




—Son suyas —murmuró Davin con rabia tras coger los mechones de pelo y estrujarlos con fuerza entre los dedos. Sus ojos brillaban furibundos—. Maldito cerdo psicópata, ¡sabía que vendríamos!

—No lo tengo tan claro —respondí, cruzándome de brazos—. El pomo de la puerta estaba algo más limpio, pero tenía polvo acumulado de semanas.

—¿Crees entonces que este es su refugio?

—Es posible. —Me aparté unos pasos del edificio para poder verlo desde abajo—. Cuando volvamos a la ciudad quiero que busques a alguien para que vigile este lugar. Si realmente es su refugio, tarde o temprano volverá: quiero conocer sus movimientos en todo momento. Yo intentaré informarme sobre quién es el encargado de la limpieza. Puede que en el ayuntamiento sepan algo... o los vecinos. Esto está lejos, pero no lo suficiente como para que nadie haya visto nada.

Davin asintió con la cabeza, conforme.

—Nos quedaremos un par de días vigilando —proseguí—. No creo que se dé la casualidad, pero si por alguna estúpida razón ese tipo decide venir por aquí, caeremos sobre él.

—Perfecto. ¿Y después?

—Después... —Volví a mirar de reojo la torre. Incluso después de haberla recorrido entera y comprobar que estaba vacía, la sensación de estar siendo vigilado me seguía atormentando—. El General Vespasian quiere que le "agradezcamos" en persona su colaboración. Viajaremos hasta Herrengarde y, aprovechando la llegada del príncipe Doric, haremos acto de presencia. Después volveremos con el resto.

Nuevamente Davin asintió. Reunirnos con el General le parecía una buena idea. Aliados, cuantos más mejor. El verse las caras con Doric después de la "muerte" de Jyn era otra cosa, pero no quería rehuirle. Tarde o temprano tendría que verlo, así que cuanto antes sucediese, mejor.

—Tres de las trenzas son de Jyn —reflexionó Davin, poniendo en palabras los pensamientos que en aquel entonces me atormentaban—. ¿Pero y la negra? Parece más antigua, ¿no? ¿A quién pertenece?

Preferí no responder. En lugar de ello rodeé los hombros de Davin con el brazo y lo atraje contra mí, para abrazarlo con fuerza. Sorprendido ante el gesto, él se quedó muy quieto, en completa tensión. El rencor le impedía que me correspondiese al abrazo. Por suerte, no lo necesitaba. Con poder tenerlo cerca y ver de cerca aquel cabello tan negro, propio de los Valens, me bastaba.

—No sé si quiero saberlo —respondí finalmente.

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