Capítulo 31
Capítulo 31 – Damiel Sumer, 1.800 CIS (Calendario Solar Imperial)
Cuando entramos en el vagón de los prisioneros los Pretores del Invierno ya estaban muertos. Parte del habitáculo había volado por los aires, arrancándoles la vida de cuajo. Las prisioneras, sin embargo, habían corrido una suerte distinta. Alaya, aún sentada y maniatada en su butaca de viaje, tenía todo el costado que daba al muro dañado quemado, con grandes cortes y heridas supurando y sangrando copiosamente. La venda de los ojos se había desprendido. Las muñequeras y las tobilleras, sin embargo, seguían en su sitio. Aisia, por su parte, también había sufrido las consecuencias del incidente, aunque de una forma totalmente distinta. Aunque a ella no le había golpeado ningún escombro ni le había alcanzado la llamarada de la explosión, el sarcófago metálico donde estaba encerrada había quedado expuesto y la temperatura estaba subiendo a gran velocidad.
Si no se la sacaba pronto, moriría cocida.
Lansel y yo entramos en tromba, logrando con nuestra llegada que una lluvia de disparos cayese sobre nosotros. Ambos nos lanzamos al suelo, esquivando por apenas décimas de segundo los proyectiles, y rodamos unos metros, activando la Magna Lux para desaparecer y proyectarnos por el vagón. Lansel se ocultó al fondo, pegado a la pared, mientras que yo me agaché tras el sarcófago.
Nos apresuramos a sacar nuestras armas y responder a los disparos.
Había alguien más en el vagón... o mejor dicho, junto al gran agujero que él mismo había generado. Se trataba de un hombre de edad adulta y piel morena armado con un fusil y montado en una motocicleta.
Volvió a disparar.
—¡¡No!! —gritó Alaya al ser impactada en el hombro quemado—. ¡¡Para, para!! ¡Maldita sea, para! ¡Me vas a...!
—Lo siento, Cyrax —respondió él.
Finalizó su intervención lanzando una nueva ráfaga de disparos con la que cruzó todo el vagón. Nosotros respondimos de nuevo, acertando los disparos en su espalda, pero no logramos detenerlo. El asesino apretó el acelerador, giró sobre sí mismo y rápidamente se internó en el bosque que en aquel entonces atravesábamos, dejando tras de sí una nube negra.
Lansel hizo ademán de seguirlo pero antes de que saltase del vagón me apresuré a detenerlo cogiéndole por el hombro. Inmediatamente después, señalé el sarcófago con el mentón.
—¡Sácala!
Mientras él se abalanzaba sobre la trampa desde cuyo interior la niña Maga gritaba desesperada, yo me apresuré a agacharme frente a Cyrax. La segunda ráfaga de disparos del asesino la habían alcanzado de pleno, llenándole el costado y el cuello de fuego y sangre. Era sorprendente que aún estuviese con vida. Le debían quedar segundos. Consciente de ello, me apresuré a apoyar la mano sobre la herida del cuello y la presioné con fuerza.
La sangre me empapó los dedos.
—¡Cyrax! —grité, tratando de captar su atención. Sus ojos giraban en las cuencas oculares enloquecidos—. ¡Cyrax, maldita sea! ¡Mírame! ¿¡Quién es el "Fénix"!? ¡Dame su nombre!
La mujer barboteó algo que no logré entender. La sangre ya escapaba por sus labios.
—¡Cyrax, un nombre! ¡Dame un...!
Un grito desgarrador procedente del exterior captó mi atención. Alcé la mirada por un instante y, en la lejanía, sobre la motocicleta, vi una gran sombra aparecer. Una sombra en forma de cráneo cuyas fauces se cerraron sobre la cabeza del asesino, arrancándole el aullido de pánico y dolor, y haciéndole caer del vehículo.
Poco después, la motocicleta se estrelló contra uno de los árboles mientras que una jaula de sombras engullían al hombre, atrapándolo en su corazón.
Luther irrumpió en aquel momento en el vagón. Lanzó una fugaz mirada a Cyrax, indiferente, y pasó a mi lado para ayudar a Lansel. Era cuestión de segundos que la niña muriese.
—Aparta —le ordenó.
Y sacando la espada ceremonial de su funda con rapidez, Luther dibujó un tajo horizontal a la altura de los candados, partiendo el metal con la hoja ahora al rojo vivo. Lansel se apresuró entonces a quitarlos de una patada y abrió la tapa. Dentro, la niña presentaba ya profundas quemaduras. Mi compañero hundió las manos en su interior, le rodeó el cuerpo con los brazos y la sacó de un tirón, como si de una muñeca se tratase. Inmediatamente después, tras depositarla en el suelo, se apresuró a salir del vagón a través de la gran apertura, en dirección a la jaula de sombras.
Yo no había llegado a oírlo, pero mi tío se lo había ordenado.
—Ni te molestes, Damiel —me dijo Luther. A sus pies, la niña Maga había perdido la conciencia—. Está muerta.
Comprobé con rabia que de quien hablaba era de Cyrax. Dediqué unos últimos segundos a la mujer, cuya vida acababa de finalizar, y me levanté. En aquel preciso momento, procedente de los otros vagones, varios de los legionarios irrumpieron en el vagón.
—Llegáis tarde —les recriminó mi tío—. Esta cría necesita asistencia médica urgente. La otra está muerta, así que no perdáis tiempo con ella.
—Centurión —respondió el legionario al mando, un veterano de cerca de sesenta años de cabello encanecido. Parecía desconcertado—. ¿Qué ha pasado? El vagón...
—El Pretor Jeavoux ha salido en busca del culpable —prosiguió—. El asesino tardará en despertar, así que ayudadlo a traerlo y encadenadlo. ¿Habéis pedido ya un nuevo transporte?
—Aún no, mi señor.
—¿Y a qué se supone que esperáis? ¡Vamos!
Aún aturdidos por lo rápido y violento de todo lo ocurrido, los legionarios tardaron unos segundos en reaccionar. Tres de ellos corrieron hacia el lugar donde Lansel ya se estaba encontraba, junto al cuerpo del asesino mientras que otros dos iniciaron el traslado de las prisioneras.
El resto, cumpliendo con las órdenes de su superior, se repartió por la zona para vigilar.
Luther y yo aguardamos a que Lansel y los soldados trajeran al asesino antes de volver al vagón. Tal y como había podido ver anteriormente se trataba de un hombre de piel muy oscura y cabello negro ensortijado. Vestía con ropas cómodas de calle, pantalones largos y chaqueta de entretiempo. En los bolsillos no llevaba nada salvo una pequeña cartera sin identificación y varios miles en efectivo.
—Ahora traerán sus armas —dijo Lansel de inmediato, leyendo en nuestras miradas la pregunta—. Estaban en la motocicleta, unos cuantos metros por delante. O lo que queda de ella, claro. Ha chocado contra uno de los troncos y el depósito ha explotado.
—¿Quién es ese tipo? —pregunté—. Maldita sea, ha hecho volar por los aires medio vagón y ha matado a dos pretores... desde luego, si es cosa del "Fénix", da que pensar.
—Probablemente así sea, Optio —sentenció Luther—. En fin, está claro que nuestro objetivo es un hombre de recursos. No todo el mundo puede permitirse tener un asesino dispuesto a enfrentarse al ejército de Albia con tal de eliminar los cabos sueltos.
—Desde luego. Cuando despierte lo interrogaremos... si es que despierta. —Miré de reojo a mi tío en busca de su asentimiento—. De acuerdo, esperaremos entonces. Hemos perdido a Cyrax pero al menos tenemos a la cría y al hombre. Con suerte, aún podremos sacar algo de todo esto.
—Muerta.
La palabra resonó con fuerza por todo el salón, arrancando ecos a los altos techos.
Tras aguardar media hora a que un destacamento de legionarios de la legión I acudiese a nuestro encuentro y nos llevase por carretera hasta Hésperos, Lansel, Luther y yo habíamos sido convocados a las estancias imperiales por el príncipe Lucian Auren. Mi tío se había encargado de informarle de lo todo ocurrido durante el viaje, y si bien en un principio se había mostrado muy sorprendido, la indignación no había tardado en teñir de sangre su discurso. Por suerte para nosotros, en esta ocasión no habían sido nuestras Unidades las que no habían estado a la altura. El traslado de las prisioneras había quedado en manos de los Pretores Vitae y Sloane, por lo que nuestra presencia allí se reducía únicamente a la de refuerzos. Y suerte tuvimos de ello. Desconozco qué fue de la unidad de legionarios que nos habían acompañado, pero juro por el Sol Invicto que aunque pregunté por ellos en el futuro, nunca volví a saber nada más.
—Así es, alteza. Fue un ataque relámpago en el que se utilizaron armas pesadas —dijo Luther.
La tensión reinaba en el ambiente. Uniformado con su traje de general de la legión I, la Lumina, y el pelo rubio peinado hacia atrás endureciendo aún más sus facciones, Lucian se mostraba imponente aquella tarde. No había pasado demasiado tiempo desde nuestro último encuentro, tan solo unas semanas, pero lo notaba diferente. Quizás fuese porque aquel día venía preparado para compadecer públicamente, o quizás porque su estado de ánimo era totalmente diferente, pero parecía otra persona.
—Esto es un maldito desastre —dijo—. ¿Cómo demonios sabían dónde atacar? ¡La localización de la vía Áurea es secreta! Nadie salvo los hombres en la operación lo sabían, y los que estaban informados sobre ello desconocían la identidad de los prisioneros. Esto no tiene sentido. ¿Habéis trasladado la información a alguien?
No, alteza —respondió Luther, tajante—. Si ha habido filtraciones, no ha sido por nuestra parte precisamente. Tiene mi palabra.
Lucian le mantuvo la mirada durante unos segundos, inquisitivo. Visto desde fuera parecía que el príncipe pudiese leer su mente a través de sus ojos. Era inquietante sin duda... e intimidante. Los ojos del príncipe, fríos como el hielo, parecían capaces de fulminar hombres...
Pero nada parecía asustar a Luther. Lejos de amedrentarse, el Centurión se mantuvo firme frente al príncipe, sin mostrar duda alguna, tal y como hicimos nosotros segundos después, cuando llegó nuestro turno. Lansel y yo le respondimos a la mirada con franqueza, sin nada de ocultar, y así lo recibió Lucian, el cual, tras unos segundos de gran tensión, asintió con la cabeza y retrocedió unos pasos hasta alcanzar la chimenea que había tras él.
Se giró para contemplar los restos fríos de madera y carbón que yacían en su interior.
—No lo dudo, Centurión —dijo después, de espaldas a nosotros—. Tanto los miembros de su Unidad como la Sumer son hombres de confianza. Sin embargo, me perturba lo sucedido. Tengo el presentimiento de que alguien de mi círculo más cercano ha filtrado información y eso es algo que no puedo permitir. Valens, encárguese de descubrir quién está detrás de lo acontecido. Si hay alguien capaz de descubrirlo, no me cabe la menor duda de que es usted.
—Cuente con ello, Alteza —respondió él con seguridad.
—Puede retirarse, Centurión. Espero resultados lo antes posible.
Luther asintió y salió del salón no sin antes lanzarnos una mirada de advertencia. Hiciésemos lo que hiciésemos a partir de aquel punto, debíamos ser precavidos. El príncipe estaba enfadado, creía que alguien le había traicionado, y no dudaría en apuntar a matar.
Tras la marcha del Centurión permanecimos unos minutos en silencio, con Lansel y yo en posición de firmes y el príncipe de espaldas, observando ahora los cuadros paisajísticos que decoraban la pared del salón. Más allá de las ventanas, el cielo nublado de la tarde teñía de sombras la sala, dibujando estilizadas figuras negras tras los objetos. Normalmente las salas del Palacio Imperial estaban totalmente iluminadas, con grandes lámparas de araña emitiendo luz en todo momento. Aquella tarde, sin embargo, nos valíamos de tan solo dos globos dorados que, situados en el fondo de la sala, generaban una luminiscencia muy tenue. Los cuadros y los muebles estaban sumidos en sombras, al igual que nuestros rostros y gran parte de cuanto nos rodeaba. Auren, sin embargo, parecía emitir luz propia. La protección del Sol Invicto, supuse.
Lansel empezó a mirarme de reojo, incómodo. La situación resultaba un tanto desagradable con tanto silencio. Por suerte, Lucian no tardó mucho más en romperlo.
—He leído el informe sobre la detención de Cyrax —dijo de repente, volviéndose hacia nosotros—. Según relataba vuestro Centurión en él, os encargasteis vosotros dos y la Pretor Misi Calo de toda la operación. ¿Es cierto?
—Así es, mi señor —respondí—. Había más jóvenes Magi en el templo pero al no haber estado implicados en el asesinato de los Swarz no los detuvimos.
—¿Están siendo vigilados?
—Sí —aseguré—. Los tenemos localizados y controlados en todo momento, por si el "Fénix" se pusiera en contacto con ellos.
—Bien... no esperaba menos de vosotros. —Lucian se cruzó de brazos—. Este último contratiempo puede que complique las cosas, pero sé que localizaréis al criminal. —Hizo un alto—. Los prisioneros serán trasladados hoy a la Ciudadela. Mañana por la mañana quiero que los interroguéis a los dos. Primero al hombre, después a la niña. Una vez finalicéis, quiero que me informéis de los resultados.
Ambos asentimos de inmediato, obedientes. Estábamos de suerte. Sin Lucian en los interrogatorios intentando llevar la voz cantante o presionándonos, todo sería más fácil.
—Bien, ¿alguna pregunta?
Lansel y yo intercambiamos una rápida mirada antes de negar con la cabeza.
—No, mi señor —respondimos a la vez.
Dedicándonos por un instante una sonrisa algo más relajada, se dirigió hacia una de las mesas situadas al fondo de la sala. En su superficie, depositados cuidadosamente sobre una bandeja dorada, había una botella ornamental y varios vasos de cristal azul. Lucian llenó uno de ellos.
—Venid, Pretores, tenéis que probarlo. Me lo envían de los viñedos del este. ¿Conocéis la bodega de Meridius Causer?
—He oído hablar de ella —respondió Lansel, precavido—. Está muy bien valorada.
—Es la mejor de toda Albia —aseguró Lucian, sirviendo dos vasos más—. Conozco a Meridius desde que era un niño y os aseguro que con cada año que pasa, mejora la fórmula. El Sol Invicto sabe qué le echa a los barriles, pero saben a gloria.
Aceptamos las bebidas que el príncipe nos ofrecía y brindamos con él. Tenía razón, su sabor era delicioso. Tan delicioso que inevitablemente no pude evitar compararlo con la botella que le había regalado a Marcus por su cumpleaños. Al pobre muchacho se le habrían saltado las lágrimas de puro placer de haber probado aquel néctar.
—Delicioso, alteza —dije—. El mejor que he probado.
—Sin duda —me secundó Lansel.
—Me alegra que os guste —aseguró, y llenó un cuarto vaso—. Imagino que os estaréis preguntando para qué os he pedido que os quedaseis. Después de tanto tiempo fuera de Hésperos es de suponer que tengáis ganas de aprovechar la noche. Tranquilos, seré breve. Simplemente quería presentaros a alguien. Wolfram, por favor, si eres tan amable.
Ambos nos volvimos para dar la bienvenida al recién llegado. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, de constitución delgada y cabello largo de color rubio pajizo. Tenía los ojos claros ocultos tras unas gafas circulares y una extraña sonrisa lobuna en la cara. Por sus ropas, una elegante túnica negra con bordados dorados con un sol sonriente engarzada en la cadera, supuse que se trataba de un Magus de la Academia.
—Tú debes ser el Optio Damiel Sumer, de la Unidad Sumer —dijo con marcado acento extranjero, manteniendo las distancias—. Es un placer conocerte. He oído hablar mucho de ti.
—Es un placer conocerte, Wolfram.
—Wolfram Kobal —repitió mostrando una dentadura perfecta de intenso color blanco. A continuación se dirigió hacia Lansel—. Y su fiel compañero Lansel Jeavoux, uno de los más fieros y astutos guerreros de la Casa de la Noche.
—El mismo —dijo Lansel con orgullo—. Un placer.
Tras los saludos Wolfram cogió el vaso que el príncipe le ofrecía y se situó a su lado, cercano. Había cierta complicidad entre ellos.
—Como imagino que ambos os habréis dado cuenta, Wolfram pertenece a la Academia —explicó Lucian—. Es uno los Magus con mayor proyección del momento.
—Curioso —respondí yo, incapaz de reprimirme—. Creía que tan solo los albianos podían ingresar en la Academia. ¿De dónde eres, Wolfram? ¿Ostara? ¿Ballaster?
—Ballaster —me secundó Lansel con seguridad—. Ese acento le delata.
Lejos de ofenderse, el recién llegado ensanchó la sonrisa.
—A los agentes de la Casa de la Noche no se os pasa una, ¿eh? —dijo, y dio un trago a su vaso—. Soy de Ballaster, sí. Y sí, como bien dices, Optio, no es muy común que haya extranjeros en la Academia. Creo que soy una de las pocas excepciones.
—El potencial de Kobal es tan abrumador que preferimos tenerlo de nuestro lado que de enemigo —explicó Lucian con cierta diversión—. Su talento mágico supera con creces el de la mayoría de sus compañeros... pero no es por sus trucos de manos por lo que siento tanta simpatía por él. Además de estar formándose como Magus, Kobal tiene grandes conocimientos científicos. Antes de instalarse en Albia definitivamente formó parte de uno de los equipos de diseño más destacados dentro de la comunidad científica de Talos.
Una desagradable sensación de desconfianza se apoderó de mí al escuchar aquellas palabras. Nadie que hubiese estado trabajando para el enemigo de Abia podía ser de fiar.
—Estuve poco, pero estuve, sí —respondió—. Pero eso ya es agua pasada. Ahora estoy especializándome en medicina forense. Es curioso lo mucho que pueden llegar a decir los muertos... a veces hablan más que los vivos incluso. —Wolfram río ante su propio chiste.
Aunque no le acompañó en su carcajada, Lucian sonrió lo suficiente como para dejar evidente su postura respecto al Magus. Aquel hombre formaba parte de su círculo privado, era uno de sus "chicos de confianza", y como a tal quería que lo tratásemos.
—Wolfram va a recibir hoy mismo en su laboratorio el cuerpo de Alaya Cyrax. Será el encargado de la autopsia —prosiguió Lucian—. He pensado que quizás os podría interesar estar presentes. Como bien dice Wolfram, a veces se puede extraer buena información de los muertos.
—Seríais bienvenidos, Pretores —aseguró el Magus—. No es muy agradable, no os voy a mentir, pero puede que saquemos algo en claro sobre esa mujer. He oído hablar sobre sus capacidades mágicas... debía ser una mujer sorprendente. Es una auténtica lástima que haya muerto, podríamos haber aprendido mucho de ella.
—Era una enemiga de Albia, así que no lo lamentes. Está bien muerta. Antes de tiempo, sí, pero igualmente ese era su destino —aclaró el príncipe, tajante—. Consigue la información.
Wolfram asintió tranquilamente. No parecía haberse dado cuenta del tono de advertencia con el que había pronunciado aquellas palabras. Una de dos, o aquel hombre sabía soportar muy bien la presión o sencillamente le daba igual.
¿Demasiada confianza en ti mismo, Magus? Yo no jugaría con fuego.
—Calculo que iniciaré el estudio hacia la una de la madrugada. Si queréis asistir, amigos Pretores, sois bienvenidos. Encontraréis mi laboratorio en la calle Lavanda, en el barrio Imperial. Vivo en el número doce. Usted también está invitado, alteza. Siempre es bienvenido, ya lo sabe.
—Ya veremos. Igualmente espero recibir noticias de los tres mañana por la mañana —sentenció el príncipe, dando por finalizada la reunión—. Pretores, Magus, nos vemos pronto.
—¿Vas a ir?
Tras la reunión con Lucian y su científico, Lansel y yo salimos del Palacio Imperial con mal sabor de boca. Las cosas no nos estaban yendo bien. La pérdida de Cyrax había sido un golpe difícil de asimilar para la investigación. Con suerte lograríamos sacar algo de información a los otros dos implicados, pero probablemente no fuese a tener la misma importancia que la que nos habría ofrecido aquella mujer. Su muerte había sido un gran error... la gran duda era, ¿de quién? Si realmente alguien del círculo del príncipe había rebelado la información tal y como apuntaba Auren, las cosas se complicaban. El "Fénix" ya había demostrado ser un hombre de recursos en varias ocasiones, pero aquello ya era otro nivel.
—No quiero, pero dudo tener alternativa —respondí—. Eso no era una simple invitación.
—Yo también tengo la misma sensación —admitió Lansel—. Menuda mierda, había quedado con mis primos, tendré que cancelar.
—Ni se te ocurra —exclamé. Hacía demasiado tiempo que no veía a su familia como para dejar escapar la ocasión—. Ve con ellos, yo me encargo.
—¿Tú solo? —Lansel negó con la cabeza—. Ni de coña. Ningún Magus está equilibrado, y ese mucho menos. ¿De veras te quieres quedarte a solas con él?
En mitad de la noche, en un laboratorio situado en el sótano de algún edificio medio en ruinas, con luz tenue y ratas deambulando por el suelo sucio de una estancia opresiva... acompañado por el cadáver de Cyrax y el Magus de gafas. Ah, y puede que con Lucian Auren también.
Planazo.
—Cállate, anda —dije restándole importancia—. No va a pasar nada. Además, es un simple Magus. Si hace algo raro, lo mataré. Tú olvídate, ¿de acuerdo? Nos vemos mañana a primera hora para ir a la Ciudadela. ¿Dormirás en el Jardín de los Susurros?
—Es la idea. ¿Y tú? Sigue en pie tu encuentro con Oli, ¿verdad?
Asentí con la cabeza. Con aquel panorama tan increíblemente negro, volver a ver a Olivia era lo único que me daba un poco de fuerzas para seguir adelante.
—Sí. Será mucho más breve de lo que me habría gustado pero nos veremos en el Nexo.
—El Nexo... —repitió Lansel, poniendo la misma expresión de desagrado que había puesto cuando horas atrás le había dicho el lugar de nuestra cita. Se encogió de hombros—. Tendré el teléfono encendido toda la noche. Si pasa algo no dudes en llamarme, ¿de acuerdo?
Apoyé la mano en su hombro y lo estreché con fuerza, agradecido. Después de tanto tiempo juntos, incluso sin compartir sangre, Lansel se había convertido en un miembro más de la familia y se lo agradecía enormemente. Pasase lo que pasase, sabía que podía contar con él siempre... menos aquella noche. Aquel día era para él, así que a no ser que explotase la ciudad, no le molestaría.
—Gracias, Lansel —dije, y le guiñé el ojo—. Anda, lárgate. Tengo que ir a ponerme guapo.
Aunque creía que los porteros no se acordarían de mí después de tanto tiempo sin pisarlo, todos me saludaron por mi nombre al verme aparecer. El Nexo, uno de mis lugares favoritos para pasar una buena noche, seguía siendo uno de los locales más de moda de la ciudad. Su música y su bebida siempre a la vanguardia lograban arrastrar clientela de todas las edades que, dispuestos a pasárselo en grande, cruzaban toda Hésperos para hundirse en sus profundidades.
Estaba cansado, no voy a mentir. Aún no eran ni las once de la noche y me sentía físicamente agotado. Además, mi breve estancia en el Castra Praetoria no había logrado subirme el ánimo. Convertido en un auténtico extraño para las nuevas generaciones de aprendices y aspirantes que se alojaban en las instalaciones, no había logrado encontrar nadie con quien poder compartir la cena. En la lejanía me había parecido ver a un antiguo compañero de promoción, pero él no me había reconocido. No había tenido tiempo para ello, supongo. Aunque vivíamos tiempos de paz, todos los Pretores estaban demasiado ocupados como para poder dedicar unos minutos a un agente de la Noche surgido de la nada.
Cosas que pasan, imagino. En el fondo no tenía importancia. Tenía amigos, por supuesto, sencillamente no estaban allí, nada más. Además, un poco de soledad nunca iba mal. Pensar en todo lo que me estaba ocurriendo en los últimos tiempos era necesario, y más ahora que todo apuntaba a que las cosas se iban a complicar aún más si cabe.
Pero mi breve estancia en el Castra Praetoria había finalizado y ahora venía la mejor parte del día. La mejor parte del año, se podría decir. Tenía tantas ganas de ver a Olivia, abrazarla y besarla que la espera se me estaba haciendo eterna. Cada vez que alguien bajaba las escaleras de acceso a la antigua estación de trenes abandonada yo miraba, ansioso por ver bajar a mi querida Pretor. Pero nunca era ella... chicas, chicos, grupos... parecía que no fuese a aparecer nunca hasta que, al fin, pasados siete minutos de la hora pactada, bajó las escaleras.
El corazón me dio un vuelco en el pecho al verla aparecer. Vestida con ropas de calle, el cabello recogido en una coleta y el rostro muy poco maquillado, Olivia estaba preciosa. Nunca la había visto tan natural como aquel día, pues desde siempre había sido una chica muy coqueta, pero tales eran las ganas que tenía de ella que ni tan siquiera me di cuenta del detalle. Sencillamente me levanté del taburete donde llevaba un rato sentado, me abrí paso a través de la pista hacia la entrada y acudí a su encuentro para estrecharla con fuerza contra mi pecho.
—Olivia —le dije al oído cuando cayó en mis brazos—. Sol Invicto, no sabes cuánto te echaba de menos.
—Y yo a ti, Damiel —respondió ella.
Y aunque me moría de ganas de besar sus labios, ella me cogió el rostro por las mejillas, impidiendo que encontrase su boca, para besar mi frente con cariño. Acto seguido, hundiendo el rostro en mi cuello, volvió a repetir las mismas palabras.
—Y yo a ti, Damiel... y yo a ti.
Tras el saludo inicial, Olivia me cogió la mano y me llevó hasta la barra, donde pidió un par de cervezas a uno de los camareros. A continuación cogimos las bebidas y nos encaminamos hacia uno de los sillones que había al fondo del local, en una zona especialmente poco iluminada, donde tomamos asiento. Normalmente nuestro sitio estaba en la barra o en la pista, bebiendo y bailando, riendo a carcajadas y cantando, pero después de tanto tiempo sin verla agradecía que hubiese elegido los sillones para poder conversar. Aquella zona no solo nos daba un poco más de intimidad, sino que, al quedar lejos de los altavoces, nos permitía hablar sin necesidad de gritar.
Nada más tomar asiento, Olivia alzó su jarra para brindar.
—¡Por el regreso de mi Sumer favorito! —dijo a voz en grito—. ¡Bienvenido a casa!
Chocamos el cristal y dimos un largo trago a la cerveza. Estaba muy fría, casi helada, y entraba muy, muy bien... pero no era sed de bebida lo que yo tenía en aquel entonces. Cogí la jarra de Olivia y la mía y las dejé en la pequeña mesa de cristal que teníamos ante nosotros. Acto seguido, cogí su mano y la atraje, ansioso por besar sus labios.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo cuando al fin su rostro encontró el mío. Apreté mi boca contra la suya, ansioso, pero ella no respondió. En lugar de ello apoyó la mano sobre mi pecho y, lentamente, retrocedió, con los ojos entornados. Recuperó la cerveza de la mesa y le dio un largo trago... y fue entonces, mientras bebía para ganar tiempo, sin saber a dónde mirar, cuando me di cuenta de que ni aquella noche nos íbamos a besar, ni jamás volveríamos a hacerlo.
Desorientado, desvié la mirada hacia el suelo, como si acabasen de abofetearme. Por triste que pareciese, creo que Lansel se había dado cuenta antes que yo de que aquella noche Olivia iba a dejarme.
—Damiel... —dijo al fin—. Me alegro mucho de verte, te lo aseguro, pero... Sol Invicto, qué complicado. —Dejó la jarra para coger mis manos entre las suyas—. Lo siento, Damiel. Sabes cuánto te quiero, pero esto no puede seguir. ¿Hace cuánto que no nos veíamos? No... no puedo pasarme toda la vida esperando a que te dejen venir un día a verme.
—Lo sé —admití—. Pero es algo temporal, lo sabes. Volveré a Hésperos.
—Volverás a Hésperos... ¿cuántas veces me has dicho lo mismo? —Negó con la cabeza—. Y el tiempo va pasando... y los años caen uno detrás de otro, y... y a la hora de la verdad estoy sola.
—Yo también —respondí—. ¿Acaso crees que tengo una novia en cada ciudad?
Olivia se apresuró a negar con la cabeza, temerosa de ser malinterpretada. Incluso en la oscuridad de la sala podía ver sus ojos brillantes, ocultando lágrimas de tristeza. Una tristeza probablemente muy parecida a la que en aquel entonces yo sentía, con la diferencia de que ella había podido elegir vivirla. Yo, sin embargo, simplemente me la había encontrado de pleno.
—¡No! Ya sé que no eres de esos, pero... —Me apretó con fuerza las manos—. Lo siento. No soy capaz de sobrellevarlo... es demasiado complicado. Dudo que alguien pueda.
—Mi padre —repliqué, apartando ya la mirada de ella para concentrarla en la pista de baile. Probablemente no fuese justo, pero estaba tan dolido que ni tan siquiera quería mirarla a la cara—. Él y Lyenor pueden.
—Los admiro por ello, te lo aseguro —aseguró, soltándome ya las manos—. Pero yo no. ¿Podemos... podemos seguir siendo amigos? Lansel y tú sois como hermanos para mí. No quiero perderos... no quiero perderte.
Estaba a punto de llorar. Desconozco cuánto tiempo llevaría preparando aquella conversación, pero por el modo en el que me miraba supuse que era más del que me hubiese gustado pensar. No había posibilidad de segundas oportunidades, ni tampoco de alargar la espera. Olivia tenía las ideas claras, y aunque en aquel entonces ni tan siquiera me lo planteé, con el tiempo barajé la posibilidad de una tercera persona.
Sol Invicto, estaba siendo un día de mierda. Un día de aquellos que aunque crees que no puede ir a peor, guarda sorpresas inesperadas.
—Damiel... vamos, dime algo, por favor. Mírame.
No lo podía soportar.
—Olivia —dije, demasiado dolido como para abrazarla a pesar de ser consciente de que me lo estaba suplicando con la mirada, y me puse en pie—. Lo siento pero tengo que irme. Hablamos, ¿de acuerdo? Sin rencores. Tú por tu lado y yo...
—¡Espera! —exclamó, lenvantándose también—. Espera, no te vayas así. Vamos a hablarlo, Damiel. Quiero que entiendas que...
—No tengo ganas de entender nada, lo siento —interrumpí, y le planté un rápido beso en la mejilla a modo de despedida—. Cuídate.
Y nada más. Ni volví a mirar atrás ni ella me siguió. Tampoco hubo ningún mensaje al teléfono ni ninguna llamada. Simplemente nos separamos y no volvimos a hablar. Fin.
Pero la noche no acababa ahí.
Encontré la calle Lavanda al final de un cruce de caminos, junto a un amplio mercado de especias que no cerraba nunca. A simple vista parecía un lugar tranquilo, con aceras amplias y edificios no muy antiguos cuyas fachadas estaban ricamente decoradas con mosaicos de colores; gente paseando por las calles a pesar de las horas, terrazas llenas, bares abiertos... ¿cómo imaginar entonces lo que aquel tranquilo lugar escondía?
Recorrí las calles en silencio, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Lo que menos me apetecía en aquel entonces era reunirme con el príncipe y su nuevo amigo, pero era mi deber. Como miembro de la Casa de la Noche debía realizar algunos sacrificios, y sin duda aquel era uno de ellos. Resultaba difícil pensar con claridad después de lo ocurrido, con el corazón partido en mil pedazos, pero debía hacerlo. Deambulé por la avenida Lavanda con lentitud, dejando que el tiempo pasara, hasta alcanzar el número doce. Una vez frente a la fachada del bloque, una edificación alta, de un intenso color blanco y con una entrada recientemente remodelada, ascendí las escaleras que daban al pórtico. No recordaba que el científico me hubiese dicho el piso exacto donde se encontraban sus instalaciones por lo que decidí entrar. Forcé la cerradura asegurándome de no dañarla ni dejarla marcada y me adentré en el sombrío recibidor de entrada. Ante mí, al final de un largo corredor impoluto y con inquietante olor a antiséptico, aguardaban unas amplias escaleras de ascenso junto a la cabina de un montacargas. Avancé con paso silencioso hasta allí, sorprendido por el intenso silencio reinante, y alcé la mirada por el hueco de las escaleras. El edificio estaba compuesto por al menos cinco plantas que, al menos en apariencia, estaban totalmente desiertas.
Extraño.
Comprobé la hora antes de iniciar el ascenso. Llegaba una hora antes de lo acordado. No era correcto lo que estaba haciendo, a las citas no se acudía con antelación, pero tenía tantas ganas de acabar cuanto antes y volver al Jardín de los Susurros, así que decidí seguir adelante. Me fundí con la oscuridad reinante, evitando así poder ser visto por ninguna cámara o curioso, y empecé a subir los peldaños. Seguía sin saber hacia dónde debía ir, pero el instinto me decía que lo encontraría en la última planta.
Y no me equivocaba.
Estaba a punto de alcanzar la penúltima planta cuando escuché las primeras voces. Aún eran lejanas y débiles, apenas comprensibles, pero me bastaron para reconocerlas. El científico se encontraba en el interior del ático, al otro lado de una gruesa puerta de metal blindada, y no estaba solo. Hablaba con alguien... alguien cuya voz, aunque muy débil, terriblemente débil, me resultaba ligeramente familiar...
La voz de una mujer.
Ascendí el último tramo de escalera en completo silencio, convertido ya en una sombra indetectable, hasta detenerme frente a la puerta. Ningún oído humano habría podido captar la conversación, pues Kobal debía encontrarse en las profundidades del ático, lejos de la puerta, pero por suerte mis sentidos habían dejado su parte más mundana muchos años atrás. Comprobé con un rápido vistazo a mi alrededor que no hubiese sistemas de seguridad registrando la zona y me agaché junto a la puerta para escuchar. Lo normal habría sido llamar, lo sé, pero lo mío era el espionaje. Había sido adiestrado para pasar desapercibido, para fundirme entre las sombras y no ser visto, y en aquel entonces, incluso estando a las puertas de quien seguramente acabaría siendo un aliado, preferí guiarme por el instinto...
Y aquel día fue muy claro en su mensaje: que no te vean, Damiel.
—Veamos a qué te dedicas, Wolfram Kobal...
Procedente del interior del piso surgía una inquietante aura de frío parecida a la que emitían los agentes de la Casa del Invierno. Dedos de frío que me acariciaban la nuca desde la distancia... que lanzaban su fétido aliento helado a mi rostro.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda al volver a escuchar la voz del científico. Había algo en él, en la forma que pronunciaba las palabras, que lograba ponerme la piel de gallina.
—Repite una vez más tu nombre, querida. Quiero que quede bien registrado en la grabadora.
La otra voz musitó algo. No logré escuchar el qué, pero sí percibí algo extraño en ella. A pesar de encontrarse en el mismo lugar que el científico, la voz parecía venir de muy lejos... como si estuviesen en sitios totalmente diferentes. ¿Otra habitación, quizás?
—Más alto —insistió Kobal—. No te oigo. ¿Cuál es tu nombre?
—Ax... Alaya Cyrax...
—Bien, así me gusta... ¿vas a responder a mis preguntas, Alaya Cyrax?
—Cyrax... —volvió a repetir la mujer—. Cyrax...
Y aunque sabía que era imposible ya que yo mismo la había visto morir ante mis ojos, al fin reconocí la voz.
Una densa niebla brumosa me envolvía cuando, pasadas las tres de la madrugada, golpeé la puerta de su casa. Aquella era la primera vez que iba, y sabía que no eran horas, y mucho más cuando ni tan siquiera había avisado previamente, pero necesitaba verla. Necesitaba hablar con ella.
Volví a golpear la puerta. Sabía que me estaba arriesgando, que había muchísimas probabilidades de que no estuviese allí, sino de misión o en el Jardín de los Susurros, pero tenía que intentarlo. En muy pocas personas podría encontrar la paz que en aquel entonces necesitaba, y ella era una de esas personas.
—Por favor...
Alcé de nuevo el puño, dispuesto a llamar, pero en esta ocasión no fue necesario. La puerta se abrió y bajo su umbral, con una mano sujetando el teléfono móvil, despeinada y vestida con ropas cómodas, apareció Lyenor Cross.
Parpadeó con incredulidad al verme. Me mantuvo la mirada durante unos segundos, negó suavemente con la cabeza y me pidió que pasara. Se despidió apresuradamente de quien fuese con quien estaba hablando. Acto seguido, tras volver a mirarme a los ojos, me abrazó con fuerza.
—Sol Invicto, Damiel —me dijo al oído—. Estás temblando... ¿qué te ha pasado?
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