Capítulo 3
Capítulo 3 – Jyn Corven, 1790 CIS (Calendario Imperial Solar) – 1 año después
Aquel catorce de agosto iba a ser un día muy especial. Plantada frente al espejo de pie de mi habitación, vestida con el traje celeste que me había regalado mi madre para mi sexto cumpleaños y con el cabello negro trenzado, el reflejo me mostraba la imagen de una niña feliz.
Hacía muchos meses que esperaba aquel día, y ahora que al fin había llegado, estaba muy nerviosa. La noche anterior me había costado mucho dormirme. Había celebrado mi cumpleaños con mis padres, aprovechando que ambos estaban en casa, y aunque la fiesta no había sido demasiado divertida, pues estábamos invitados únicamente los tres, me habían hecho buenos regalos. El vestido de princesa, tal y como le gustaban a mi madre, con volantes y tirantes finos, y una pulsera de plata diseñada y esculpida por mi padre, uno de los mejores joyeros de toda la región. También había recibido un libro de ilustraciones de Layla, la cocinera, un juego de cuentas de Olaff, el mayordomo, y varios muñecos de madera tallados cuya procedencia mis padres no habían compartido conmigo. Lo de siempre, vaya.
Así pues, obviando que no había podido invitar a mis amigos del colegio a la celebración, había sido un buen cumpleaños. Layla se había encargado de preparar un precioso pastel de fresa en forma de corazón, el cual no me dejaron comer, y una carne muy tierna acompañada de unas patatas que olían muy bien. Todo un festín. Además, en vez de agua hubo un vino dulce y un zumo de piña buenísimo, pero tal y como era de esperar, tampoco los probé. De hecho, no probé absolutamente nada que se saliese de mi estricta dieta diaria. Tampoco hubo música o baile, ni vimos una película. No me dejaron poner los dibujos y mucho menos quedarme hasta tarde jugando a la consola.
Simple y llanamente fue un día más, pero incluso así yo estaba muy feliz. Al siguiente amanecer cumpliría mi sueño y eso era lo único que me importa.
Por aquel entonces vivíamos en Walson, un pueblo de tamaño medio situado en el norte de Hésperos, a poco más de veinte kilómetros. Construido en la ladera de la montaña Zetra, Walson era un lugar tranquilo en el que las grandes fortunas familiares de sus habitantes se habían encargado a golpe de talonario de que el pueblo estuviese siempre bien vigilado. Gracias a ello los niños podríamos jugar tranquilamente en las calles, sin temor a nada... o al menos aquellos a los que sus padres dejaban salir, claro, que no eran demasiados. Las familias de Walson eran muy protectoras con sus herederos y la mía no era distinta. Ingrid, mi chófer personal, me llevaba y me traía del colegio en coche cada día, por lo que había semanas enteras en las que, salvo para cruzar la calle desde donde aparcaba hasta la entrada a la escuela, no salía al exterior.
Y era precisamente por ello, porque sabía que aquella mañana no solo saldría del pueblo, sino que además visitaría Hésperos, por lo que estaba tan feliz.
En Walson las apariencias lo eran todo. Los padres invertían auténticas fortunas para que sus hijos estudiasen en las grandes universidades y fuesen aceptados en las mejores legiones, pero pocos eran los que realmente lograban triunfar. Las nuevas generaciones pocas veces podían elegir sus futuros, y siguiendo los deseos de sus progenitores acababan condenándose a vidas que no sabían disfrutar. Por suerte para mí, Arthur y Winny Corven no eran así. A pesar de sus manías y particularidades, mis padres me habían dado la opción a elegir, y si bien al principio no habían hecho demasiado caso a mis peticiones, finalmente habían acabado cediendo y dándome la oportunidad de cumplir mi sueño. Bailar era mi vida. Lo hacía desde que era pequeña, cuando apenas me aguantaba en pie, y ahora que al fin se me abrían las puertas de la mejor escuela de danza de todo Albia, estaba dispuesta a sacrificar cuanto hiciese falta con tal de convertirme en la mejor.
Tras acabar de maquillarme, tal y como mi madre me había enseñado a hacer desde que tenía cuatro años, me encaminé a las escaleras del palacete para reunirme con ella en el salón principal. Una vez en lo alto, descendí uno a uno los peldaños con paso lento y elegante, asegurándome de que mis zapatos no generasen sonido alguno al avanzar, hasta alcanzar la sala.
Saludé con una ligera inclinación de cabeza.
—Madre.
Winny Corven se tomó unos segundos para mirarme de arriba abajo por encima de las gafas. Mi madre era una persona tremendamente perfeccionista, y el que su única hija no cumpliese con las reglas de conducta que ella misma había impuesto en su hogar no era de su agrado. Claro que no era fácil. Aunque lo intentaba, era muy difícil no fallar cuando el hacer ruido mientras comía o caminaba, tener una arruga en la camisa o que un mechón se me escape del peinado era motivo de Castigo.
Francamente complicado... pero como digo, lo intentaba con toda mi alma.
Otra de las cosas que mi madre no aceptaba era que probase lo que ella consideraba comida no "apta", es decir, prácticamente cualquier alimento; que durmiese más tiempo de lo estipulado, seis horas, u holgazanease un poco en la cama. Las señoritas no hacían eso, decía, y si no quería ganarme una buena dosis de "buenos modales", tenía que cumplir a raja tabla con ello.
Como podéis imaginar, la relación con mi madre no era sencilla, pero aquella mañana estaba tan emocionada que me esforcé al máximo para estar perfecta para ella... y por mucho que lo intentó, no logró encontrar ningún fallo en mí.
—Buenos días, Jyn —dijo tras los primeros segundos de inspección, dedicándome una escueta sonrisa de labios pintados de rojo—. Veo que te has puesto el vestido que te regalé. Te sienta francamente bien.
—Gracias, madre —respondí, y tomé asiento a su lado, en el lateral derecho de la mesa—. Quería ir guapa.
—¿Te has puesto la pulsera que te ha regalado tu padre?
Mientras que la sirvienta me preparaba el desayuno, aproveché para mostrarle la joya. En realidad sabía que donde me estaba mirando era al cuello, para asegurarse de que no llevaba el colgante con el fragmento de cristal que siempre me acompañaba, pero no me importó. Consciente de que aquella mañana todo tenía que ser perfecto para evitar que pudiese cambiar de opinión, había decidido dejarlo oculto en uno de los cajones, fuera de su alcance.
—Muy bien —dijo, satisfecha, y volvió a centrar la mirada en el periódico que hasta entonces había sostenido entre manos—. Desayuna tranquila, en cuanto acabemos nos iremos.
Una de las ventajas de vivir en Walson era lo cerca que estábamos de la ciudad. Tras beber los brebajes de hierbas que tanto insistía mi madre en que tomase a modo de desayuno, salimos al jardín delantero, donde Ingrid ya nos estaba esperando con el coche preparado. Saludé a la chófer con una sonrisa a la que por supuesto no le permitían responder y me subí en la parte trasera del vehículo, junto a mi madre. Una vez acomodada en el lateral derecho, me ajusté el cinturón.
Un minuto después nos pusimos en marcha.
—Bien, imagino que no es necesario que te repita una vez más que tienes que comportarte, ¿verdad, querida?
¿He dicho ya que mi madre, además de maniática, podía llegar a ser muy grosera? Dotada de un gran talento para la literatura, Winny Corven era una de las escritoras más revolucionarias de la época. Personalmente no había leído ninguna de sus obras, pues ella misma me lo había prohibido hasta que cumpliese la mayoría de edad, pero por lo que decían las críticas estatales, era muy buena en la materia. Mi padre siempre decía que era un auténtico genio de las letras, y por la enorme fortuna que había amontonado en tan solo diez años, suponía que tenía razón. Mi madre vendía miles de ejemplares cada vez que publicaba un libro, y aunque gran parte de sus propiedades procedían de sus ventas, lo que realmente le proporcionaba la fama y la posición tan destacada de la que gozaba eran las charlas que daba en los congresos. La gente quería oír lo que tenía que decir y ella lo hacía gustosa, no sin antes cobrar un suculento cheque lleno de ceros.
Pero aunque fuese considerada una erudita en la sociedad albiana, lo cierto era que, a nivel familiar, no era ni la madre ni la esposa más comprensiva del mundo. Winny Corven era una mujer severa y disciplinada que, como solía decir a menudo, no soportaba la mediocridad.
—No, madre. Me comportaré.
—Eso espero. Tu padre ha hecho lo indecible para conseguir una cita con la mismísima Lisa Lainard, así que confío en que sabrás aprovechar esta oportunidad.
—¿Vamos a hablar con la directora?
—La misma.
Si ya de por sí estaba nerviosa, aquella noticia logró que el desayuno empezase a darme vueltas en el estómago. Lisa Lainard, además de la directora de la escuela de danza, era una famosísima actriz y bailarina cuya fama la había llevado al estrellato dos décadas atrás. Yo no había visto prácticamente nada de su trabajo, sin contar sus actuaciones de baile, claro, pero por la cantidad de programas y publicaciones que ocupaba a diario no cabía duda de que era uno de los personajes más célebres de la sociedad albiana.
He de admitir que admiraba a aquella mujer. Sé que en aquel entonces era muy joven y algo estúpida, pero después de verla actuar en varias ocasiones, imitarla se había convertido en una de mis mayores obsesiones. Yo quería ser como Lisa Lainard, bailar como ella, sonreír como ella y, en general, comportarme como ella, y sabía que aquella era mi oportunidad de oro para conseguirlo.
—Cálmate —dijo mi madre, y no era una petición precisamente—. Esa mujer nunca te aceptará si te ve nerviosa o asustada.
—No estoy asustada.
—Cariño, ¿de veras crees que puedes engañarme?
Cuarenta minutos después, Ingrid detuvo el coche frente a la imponente fachada de la escuela de danza. Mi madre y yo bajamos juntas, cada una por un lateral del coche, y nos subimos a la acera. Frente a nosotras, rodeada por un hermoso jardín vallado, una larga escalinata blanca daba acceso al pórtico de entrada del edificio.
—Bien, sonríe y no hables, ¿de acuerdo? —me recordó mi madre una vez más—. Yo me ocupo de todo.
—Claro, madre.
—¿Estás nerviosa? No lo estés, cariño, no voy a fallar, ya me conoces. Me encargaré de que entres en esa escuela.
Y lo haría, por supuesto, vaya que si lo haría.
La escuela de baile "Las Elegidas" era un lugar espacioso y luminoso cuyas instalaciones, aunque antiguas, transmitían una gran elegancia. En su planta baja había cuatro clases de baile, todas ellas cubiertas de espejos y con barras en las paredes, unos vestuarios mixtos y, en el corazón del recinto, un bonito patio de columnas donde una fuente de piedra amenizaba el ambiente. En el piso superior se encontraban las dependencias de las internas, con su salón de recreo y su comedor, y en el subterráneo un parking prácticamente siempre vacío. La decoración en las dos plantas era escasa y se centraba únicamente en elementos naturales, con árboles y maceteros de distintos colores, vistosos cuadros paisajísticos y hermosas estatuas de bailarinas danzando en jardines. También había muchas columnas, aunque su función no era únicamente decorativa. El edificio se remontaba a la antigua Nier-Nannan, nombre con el que las antiguas civilizaciones habían bautizado a la ciudad de Hésperos siglos atrás, por lo que, para mantenerlo, habían tenido que hacer importantes reformas en él.
En la escuela de baile se respiraba un ambiente tranquilo y pacífico, pero también se percibían grandes dosis de disciplina. Mientras avanzábamos por sus luminosos pasadizos, varias fueron las aprendices que nos cruzamos en nuestro camino y su aspecto no era precisamente el de niñas normales y corrientes. Para formar parte del grupo de baile de Lisa Lainard no bastaba con ser buena. La directora solo quería a las mejores a su lado, y para ello no dudaba en someterlas a largas jornadas maratonianas prácticamente a diario, entrenamientos extremos y, sobre todo, mucha disciplina.
—¿Oyes esa música, Jyn? —dijo mi madre, deteniéndose unos segundos para asomarse a una de las salas—. Creo que en esa clase están entrenando.
Ambas nos asomamos para comprobar que, efectivamente, una docena de niñas vestidas con maillots y tutús de color rosado se ejercitaba junto a los espejos, siguiendo a rajatabla las órdenes de su maestra.
Fascinada, cogí la mano de mi madre y tiré suavemente de ella hacia dentro.
—¿Podemos entrar?
—Quizás más tarde, cariño. Ahora quédate conmigo.
La asistente de Lisa nos llevó hasta su despacho, situado en el extremo norte del edificio, donde la directora nos recibió sentada tras un gran escritorio blanco. Dejó la pluma con la que había estado trabajando hasta entonces y, depositando las gafas sobre sus escritos, se acercó con paso elegante hasta nosotras.
Le tendió la mano a mi madre.
Lisa Lainard era una mujer singular. De poco más de un metro y medio de altura, delgada como una sílfide y con unos increíbles ojos grises, se trataba de una de las personas más bellas que había visto jamás. Su piel era blanca como la cal, lo que contrastaba enormemente con su característica melena pelirroja siempre peinada en un moño alto. Sus manos eran largas y delicadas; su rostro angelical.
Aquella mañana, vestida con un maillot negro y unas medias blancas, su delgado y tremendamente fibrado cuerpo revelaba los años de entrenamiento. Lisa había empezado a bailar con cuatro años y al ritmo que iba probablemente moriría con las zapatillas puestas. Aquella mujer vivía por y para el baile, y se notaba.
—Es un placer conocerla, señora Corven. Aunque no sea consumidora de ese tipo de literatura, conozco su obra.
—Lo mismo digo, señora Lainard. Dudo que haya un solo habitante en Albia que no haya oído su nombre alguna vez.
—Alguno habrá, sin duda, pero si es así, no lo conozco.
—No se esfuerce, no lo encontrará.
Agradecida ante el comentario, Lisa asintió. A continuación, reparando en mi presencia por primera vez, me dedicó una escueta sonrisa carente de humor. En aquel entonces estaba demasiado embelesada como para ser consciente de ello, pero con el paso del tiempo entendí la verdad... y aunque no me guste decirlo, es innegable que no hubo simpatía alguna en su mirada. Al contrario. Si bien la presencia de mi madre no le había resultado del todo desagradable, yo no era lo que esperaba ver. Al contrario.
—Debo entender que ella es su hija, señora Corven —dijo en tono tirante, visiblemente incómoda—. No se parece en nada.
—Ha salido a su padre —respondió mi madre, recelosa—. Y sí, es mi hija. Su nombre es Jyn y tiene seis años.
—¿Seis años? —Sorprendida ante la edad, Lisa cruzó los brazos sobre el pecho, a la defensiva—. Vaya, me temo que es algo mayor para empezar a trabajar con ella, señora Corven. Nuestras aprendices se unen a la escuela con cuatro años como mucho, y a veces ni eso. Cuanto antes empiezan, mejores son los resultados.
Mi madre frunció el ceño.
—Cuatro años es una edad demasiado corta, ¿no le parece? —replicó, tratando de mantener el tono educado a pesar de que era evidente que no le estaba gustando nada sus formas—. A esa edad los niños no se han desarrollado apenas.
—Aquellos con auténtico talento brillan por sí mismos desde bebés, señora Corven... pero por favor, acompáñenme. Tomemos asiento.
Un tanto desconcertada ante el rumbo que estaba tomando la conversación, aunque aún demasiado fascinada como para poder llegar a percibir la tensión, tomé asiento junto a mi madre en la mesa. Sobre esta, repartidos en distintos montones, Lainard tenía decenas de expedientes, contratos y fichas personales. También había alguna que otra publicación de la que ella misma era la portada, pero en la mayoría de casos se trataba de papeleo de carácter burocrático.
Aproveché los primeros minutos de charla para pasear la mirada por las paredes del despacho. Además de varios estantes llenos de todo tipo de trofeos, Lisa tenía enmarcadas varias de sus mejores fotografías, todas ellas realizadas durante su juventud. También había un retrato en el que aparecía posando junto a un hermoso caballo blanco, otro bailando y, por último, un tercero en el que el pintor únicamente había dibujado su rostro.
Un rostro muy joven del que ya solo quedaba el recuerdo.
Curiosamente, todas las imágenes de Lisa pertenecían al pasado. En los últimos años de su carrera habían sido muchas las apariciones públicas y los festivales en los que había triunfado, pero no había ninguna mención a ellos. Era como si, en cierta manera, intentase aferrarse a un pasado que nunca volvería... a una juventud que, poco a poco, se iba marchitando.
—¿Quiere decir entonces que no hay posibilidad de que ingrese en la escuela? —preguntaba mi madre en aquel entonces, visiblemente inquieta—. No era eso lo que esperaba escuchar precisamente.
—No me malinterprete, señora Corven. Para mí sería todo un honor que su hija formase parte de mi cuadro de baile, pero me temo que es algo tarde para ella. Además, incluso si la edad no importase, no cumple con los requisitos que busco en mis bailarinas. Su altura...
Cada vez más furiosa ante las negativas de la directora, mi madre empezó a taconear involuntariamente con sus zapatos de aguja en el suelo, logrando incomodar tanto a la directora como a mí misma. Ella, molesta como estaba, ni tan siquiera era consciente de lo que hacía.
—¿Qué sucede con su altura? —inquirió con tono de advertencia—. Mi hija es la más alta de su clase, ¿acaso eso es malo?
—Y si sigue así, no cabe duda de que será una mujer alta cuando crezca —admitió Lainard—. No es malo, no. Al contrario. Eso le puede abrir muchas puertas a nivel profesional. No obstante, no es lo que busco. Mis alumnas, en su mayoría, apenas alcanzarán el metro y medio cuando lleguen a la edad adulta. En el caso de Jyn, me temo que eso es impensable.
—¿Y acaso importa? Aunque es alta, es grácil y delicada como pocas.
—No lo dudo... pero es corpulenta. Demasiado corpulenta. —Lisa lanzó un profundo suspiro. Para ella tampoco estaba siendo fácil—. Mire, señora Corven, como ya le he dicho, no quisiera que me malinterpretara. Estoy convencida de que en el futuro su hija será preciosa, pero me temo que físicamente no cumple con los requisitos para ser una bailarina clásica. Le sobra altura, peso, envergadura...
—¡Lo que le sobra es talento! —interrumpió mi madre con vehemencia y se puso en pie—. ¡Demuéstraselo, Jyn! ¡Demuéstrale lo que eres capaz de hacer!
Y aunque era demasiado mayor, demasiado alta y, en general, demasiado todo, Lisa Lainard no necesitó más que verme bailar unos segundos para quedar total y absolutamente enamorada de mí.
—Sinceramente, no creo que sea una buena idea, Arthur. Después de la entrevista nos enseñó las instalaciones y conocimos a varias de las bailarinas... eso no es vida. Se pasan cerca de doce horas al día entrenando, de lunes a domingo, con dietas estrictas y con un nivel de exigencia y de presión insoportables. Le van a arrebatar su infancia.
—Este tipo de escuelas son así, Winny. Aunque en el cartel de la entrada ponga escuela de danza, lo cierto es que son centros de alto rendimiento. Convierten a los niños en deportistas de élite.
—¿Y es realmente eso lo que queremos para Jyn? Es aún tan pequeña...
—La pregunta no es qué es lo que nosotros queremos, querida. La pregunta es, ¿qué quiere ella? Porque tan solo hay que escucharla hablar un par de minutos para saber que el baile la obsesiona.
—Ya, pero...
Escondida en las sombras de la escalera, descalza y con el corazón encogido, llevaba cerca de media hora espiando a mis padres cuando las dudas afloraron en mi madre. Hasta entonces había tenido las ideas muy claras. Ni le había gustado Lisa Lainard, ni mucho menos lo que había visto en su escuela de danza. Aquella mujer había hablado con mucho desprecio de su hija, y aunque después de verme bailar su opinión al respecto había cambiado totalmente, seguía profundamente ofendida. Además, no le gustaba el futuro que me esperaba. Unirme al grupo de danza de Lainard implicaba dejar de lado mi vida actual para concentrarme plenamente en el baile, apartarme de la familia e instalarme en Hésperos, y eso era algo que no le gustaba. Mi madre quería que yo creciera siendo una niña, una niña con mucha disciplina en casa, sí, pero una niña después de todo, y sabía que no lo conseguiría si me unía a Lainard.
—Tendríamos que mudarnos, Arthur —insistía con tristeza—. La escuela dispone de habitaciones, aulas y todo tipo de comodidades para que las alumnas vivan y se formen, pero no quiero que mi hija entre en un internado tan pronto, y mucho menos en uno como ese.
—A mí tampoco me gustaría separarme de ella tan pronto —admitió mi padre—, pero en caso de que decidiésemos apuntarla, no nos quedaría más remedio que hacerlo. Con esos horarios es inviable que esté yendo y viniendo de la escuela a casa. Si ya de por sí no tendría demasiado tiempo libre, consumiría el poco que tuviese viajando de arriba abajo.
—Ya, pero...
—Intenta pensar con claridad.
—¿Insinúas que no pienso con claridad? ¡Porque yo no soy la que ahora está diciendo tonterías, Arthur! Hablamos del futuro de nuestra hija, nuestra única hija. Tú quieres dejarla allí, ¿verdad? Quieres apuntarla.
Sin necesidad de ver sus rostros, pude imaginar a la perfección a mi padre sonriendo, restando importancia a las palabras de su mujer. Mi madre estaba nerviosa, le preocupaba enormemente el paso que estaba a punto de dar, y el que mi padre mantuviese su habitual tranquilidad no la ayudaba precisamente. A veces, aunque no lo dijese, preferiría que, como ella, perdiese las formas, se quejase y maldijese. Que dudase. No obstante, jamás encontraría aquella reacción en mi padre. Arthur era un hombre tranquilo y seguro en sí mismo, alguien con las ideas muy claras que, como de costumbre, creía tener la situación controlada.
—Winny, cálmate —le pidió con tranquilidad, sin modificar un ápice el tono pausado con el que normalmente se expresaba—. Yo no he dicho ni que quiera apuntarla ni todo lo contrario. Sencillamente creo que debemos analizar los pros y los contras y, sobre todo, pensar en el futuro de Jyn. Su vida daría un vuelco enorme, sí: a partir de ahora toda su realidad giraría en torno a esa escuela de danza... pero vamos a pensar con frialdad, ¿es eso malo? Jyn tiene talento, es evidente. Tiene un talento innato que la hace única. Además, el baile es su gran pasión. Teniendo en cuenta que estamos hablando de la mejor escuela de baile de toda Albia y que, por lo tanto, tendría un gran futuro asegurado, ¿no es una buena opción? Piénsalo. Si ahora dejásemos pasar esta oportunidad y se quedase aquí, en Walson, ¿qué sería de ella?
—Acabaría sus estudios —dijo mi madre con rapidez, conocedora a la perfección de la respuesta a aquella pregunta—. Entraría en una buena universidad y obtendría un buen trabajo. Yo me encargaría personalmente de ello.
—¿Y tú crees que sería feliz? No tienes más que mirar a tu alrededor para ver en qué clase de persona se convertirá si no hacemos algo. Estamos rodeados. Tú lo has dicho; tendrá estudios, trabajo, puede incluso que forme una familia, pero vivirá con la duda de saber qué habría sido de ella de haber ingresado en la escuela.
Aunque mi padre también era un hombre muy estricto, tengo que admitir que siempre fue más permisivo que mi madre. Para él las normas no tenían tanta importancia. Le importaban, desde luego, pero a su modo de ver era mucho más importante el bienestar de su familia que mantener las apariencias. Era, sin duda, un hombre práctico... pero también muy soñador. Para Arhur Corven los sueños eran metas que alcanzar, no aspiraciones con las que fantasear. La vida solo se vivía una vez, y ya que el tiempo era limitado, ¿por qué no disfrutarlo haciendo lo que a uno realmente le apasionaba? Él se había esforzado por conseguirlo y estaba muy satisfecho con los resultados obtenidos.
—Si no le va bien o no aguanta la presión, podemos sacarla —prosiguió al ver las dudas de mi madre—. Es muy joven, Winny, podría retomar su vida sin problemas.
—Lo sé, lo sé... y Lainard me ha asegurado que todas sus bailarinas están escolarizadas y que tienen tutores privados con los que trabajan cada tarde, después de los ensayos, pero... —Hizo una breve pausa—. ¿Y qué me dices de esas píldoras para el crecimiento? Eso es antinatural, Arthur. No se puede frenar el crecimiento de los niños.
—Consultaremos con médicos especialistas. Si es perjudicial para su salud, no las tomará.
—Pero Lainard ha dicho que es una condición para aceptarla siendo tan mayor. Yo... tengo dudas, Arthur. Cuando adoptamos a la niña prometí que cuidaría de ella pasase lo que pasase, que me aseguraría de que nunca pudiesen hacerla daño. Y sí, sé que es su sueño, pero no sé hasta qué punto no vamos a perjudicarla si la internamos en esa escuela. Tengo que pensarlo.
Mi madre tenía razón, las píldoras que Lainard le había dado para detener mi crecimiento no eran buenas para la salud, pero en aquel entonces nadie fue capaz de dictaminarlo. Con el tiempo mi padre descubriría que los laboratorios productores habían invertido mucho dinero para que los riesgos y las secuelas no saliesen a la luz, pero para aquel entonces ya sería tarde para mí. Para mí y muchos otros niños, claro. Eso sí, debo admitir que el sacrificio valió la pena, y es que, aunque tal y como había previsto mi madre el unirme a Laisa Lainard me iba a arrebatar la infancia, gracias a ello logré disfrutar de los ocho años más felices de mi vida.
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