Capítulo 2
Capítulo 2 – Damiel Sumer, 1.789 CIS (Calendario Imperial Solar) – 1 año después
Hacía rato que no escuchaba al profesor. Después de recordarnos por quinta vez que tan solo uno de cada diez sobreviviría a la cirugía que todos viviríamos al siguiente día, preferí centrar mi atención en cosas más interesantes. Sí, la operación iba a ser complicada, todos lo sabíamos. Llevábamos tres años oyendo hablar de ella. Y sí, era de agradecer que nos informasen más en detalle y nos mostrasen varios vídeos... pero fuera hacía demasiado buen día como para seguir encerrados en aquella aula.
—Eh, Damiel, que te duermes —me susurró Olivia con el ceño fruncido tras golpearme con el codo—. Presta atención, es importante.
Olivia Harper y Soren Jeavoux eran mis únicos amigos dentro del programa de iniciación. Después de tanto tiempo encerrados en el Castra Praetoria, asistiendo a seminarios, reuniones y cursos, y padeciendo todo tipo de rituales y pruebas físicas juntos, entre los tres se había creado un estrecho vínculo de amistad gracias al cual el proceso estaba resultando más soportable.
Aunque incluso así, era duro.
Antes de unirme al programa mi padre me había advertido sobre ello. En aquel entonces mi hermano Davin llevaba ya unos años internado, y aunque su opinión siempre había sido importante para mí, la que realmente marcaba mis decisiones era la de mi padre. Y él había sido claro: no iba a ser fácil. La separación del entorno familiar era algo que no todos soportaban. En mi caso, alejarme de mi madre y mi hermana había sido devastador, y más cuando, pocos días después, ambas habían sido asesinadas. Lógicamente, siendo yo un niño de solo diez años, la noticia me había dejado desolado. Durante unos cuantos meses apenas había sido capaz de concebir la nueva situación; me había limitado a negar la verdad hasta que, tras el periodo de duelo, había logrado volver a levantar cabeza. Y había sido a partir de entonces cuando, convertido en un nuevo Damiel Sumer, había conocido a mis amigos.
He de admitir que apreciaba a aquellos chicos. Con ellos todo había sido mucho más fácil, más ameno... más divertido, incluido aquel perturbador día en el que, tal y como nos recomendó el profesor tras finalizar la clase, me despedí del resto de aspirantes.
No todos íbamos a sobrevivir al ritual. Aquella noche, tras fundirme en un abrazo con mis compañeros, me dejé caer en la cama con aquel pensamiento en la cabeza. Alguien iba a morir, era evidente, pero no me planteaba que mi nombre pudiese entrar en la lista negra. Cabía esa posibilidad, por supuesto; que procediese de una familia donde la mayor parte de sus miembros habían sido Pretores no disminuía mis probabilidades de morir. No obstante, yo ni tan siquiera me lo planteaba. Era fuerte, muy joven y me creía invencible, ¿cómo plantearme entonces la muerte? Era impensable.
A diferencia de mi hermano mayor, que había quedado en última posición en la mayoría de pruebas y había necesitado ayuda extra para poder completar el proceso, yo era el mejor de mi promoción. Sé que no es algo que a la gente le guste escuchar, y puede que algunos me tachen de prepotente, pero era cierto: ni había nadie como yo, ni lo había habido en mucho tiempo. De hecho, solo había habido dos candidatos en los últimos años con el mismo índice de éxito que yo, y habían sido, por supuesto, Aidan Sumer, mi padre, y Jarek Sumer, su hermano gemelo. Desde entonces, nadie había brillado con tanta luz.
Y de ahí a que estuviese tan convencido de que iba a sobrevivir.
Pero que no me preocupase mi supervivencia no significaba que no sintiese miedo por mis compañeros. Al contrario, aunque solo consideraba amigos a dos de ellos, apreciaba a todos los candidatos. De una forma u otra, aquellos adolescentes se había ganado mi cariño gracias a su gentileza, astucia o malicia, y el separarme de ellos resultaba doloroso. Pero aquel era el proceso, lo había sabido antes de entrar, y en aquel entonces, a las puertas de la prueba más importante, era plenamente consciente de que las heridas, aunque profundas, acabarían sanando.
A pesar de que nunca había sido especialmente creyente, y mucho menos practicante, aquella noche me pasé varias horas murmurando oraciones al Sol Invicto por Olivia. De los tres, ella era la más frágil y temía que no fuese a soportar la operación. Y no es que fuese débil físicamente, pues además de ser más alta que Soren, tenía más fuerza. No. El problema de Olivia era que tenía ciertos problemas de corazón y el que fuesen a integrarle un fragmento de cristal en él aumentaba las posibilidades de que pudiese acabar deteniéndose.
Claro que, en el fondo, todos corríamos ese riesgo... pero lo superaríamos.
Siendo francos, he de admitir que me inquietaba un poco el tema de la operación. Como ya he dicho, no temía por mi vida, pero no me gustaba la idea de que fuesen a abrirme el pecho. Las cirugías eran de por sí peligrosas, y si encima el objetivo era el órgano más importante de todos, todo se complicaba enormemente. Pero era necesario: todo Pretor debía tener una porción de la Magna Lux anclado al corazón y yo no iba a ser diferente.
La Magna Lux... obviamente, el fragmento que a partir de entonces me acompañaría no era un simple trozo de cristal. La primera vez que escuché hablar sobre ello había creído que mi tío Jarek me tomaba el pelo. Al miembro más bromista de la familia le encantaba engañar al menor de sus sobrinos, y si bien en muchas ocasiones lo había conseguido, en aquel entonces había hablado en serio. Durante el tercer año del proceso de iniciación todos los candidatos eran sometidos a la mayor prueba de sus vidas, y si sobrevivían a ella, significaba que el Sol Invicto los aceptaba como sus guerreros, lo que les abría prácticamente todas las puertas para acabar convirtiéndose en Pretores. Así pues, se podría decir que quien sobreviviese a la operación tenía gran parte del camino recorrido...
Y en cierto modo, así era.
Tan solo tengo que cerrar los ojos para recordar la intervención. Dicen que con el paso del tiempo el cerebro se encarga de eliminar los recuerdos más traumáticos, pero por alguna extraña razón, ese permanece muy presente, conmemorando no solo lo que soy, sino lo que soy capaz de soportar. Y no es poco, por cierto. Tras pasar toda la noche en vela, incapaz de conciliar el sueño de puro nerviosismo, dos enfermeros vinieron a buscarme a la habitación. Dejaron una bata blanca sobre la mesa de estudio y, sin mediar palabra alguna, volvieron a salir, ofreciéndome así unos últimos minutos de reflexión. Para muchos, aquellos serían los últimos instantes de su vida, por lo que decidí aprovecharlos bien. Me levanté de la cama, me di una ducha rápida y, ya vestido únicamente con la fina prenda de algodón, me miré al espejo. Muy joven, alto y musculoso, con los ojos verdes y el cabello castaño, era el vivo reflejo de los Sumer. También había parte de Valens en mí, pero no se veía a simple vista. Mis hermanos se habían apropiado de la genética de mi madre. Por contra, yo había heredado el porte marcial e imponente de mi padre, y me enorgullecía de ello. Los Sumer éramos duros como pocos.
Me despedí de mi mismo. Cuando volviese, no sería el mismo. Mi rostro seguiría siendo el mismo, pero mi esencia cambiaría. Parte del Sol Invicto estaría en mi pecho, latiendo al mismo son que el del resto de Pretores de Albia, y eso me iba a cambiar. Por suerte, confiaba en que mi nuevo yo me gustaría tanto o más que el de aquel entonces. En el fondo, era lo que deseaba: seguir los pasos de mi familia, y costase lo que costase, lo conseguiría.
—Haré que estéis orgullosos de mí —dije en un susurro tras sacar de uno de los cajones la única foto familiar que tenía en la que aparecían mis dos hermanos y mis padres, y la besé. A continuación repetí el gesto con una pequeña foto de carnet de mi tío Jarek—. Estéis donde estéis.
Una vez finalizadas las despedidas, guardé de nuevo las imágenes en el cajón y salí al pasadizo de piedra, donde los dos enfermeros, convertidos ya en cancerberos, me guiaron hasta los niveles inferiores del Castra Praetoria. Una vez allí, entré en una sala circular en cuyo interior había cerca de ocho personas encapuchadas con los rostro sumidos en sombras y una única camilla en el centro.
Una extraña sensación de inquietud se apoderó de mí cuando, al mirar a los allí presentes, mis ojos no fueron capaces de enfocar ninguna de sus caras. Sus facciones parecían emborronadas por la penumbra de la estancia, aunque no era la ausencia de luz, suplida con velas, lo que lo provocaba. Aquellos hombres y mujeres eran agentes de la Noche, tal y como yo sería algún día, y aquella capacidad no era más que una leve muestra de lo que en un futuro sería capaz de hacer.
—Damiel Sumer, se bienvenido a tu despertar —dijo uno de ellos a modo de saludo—. Túmbate y relájate. Pronto iniciaremos el ritual.
Obediente, me dejé caer en la camilla y traté de calmarme, cosa que no conseguí. A pesar de estar convencido de mis posibilidades, estaba nervioso. La presencia de aquellos extraños sin identidad me inquietaba, y mucho más el que fueran a acompañarme a lo largo de toda la operación con sus letanías y cánticos. Tampoco me tranquilizaba el hecho de que no hubiese ningún tipo de maquinaria de soporte vital, ni instrumental quirúrgico avanzado. Por lo que me había contado mi padre, la operación se realizaba con un cuchillo ceremonial y la herida se cosía con hilo de oro, pero siempre había creído que exageraba para asustarme. En aquel entonces, cara a cara con el destino, comprendí que ni bromeaba ni mentía: sencillamente el ritual era lo que era, y en escasos segundos iba a enfrentarme a él.
Poco después, la sombra del cirujano cayó sobre mí.
La operación se alargó durante varias horas. Horas en las que padecí un dolor insoportable y en las que, aunque me hice prometer a mí mismo que no gritaría, todo el Castra Praetoria oyó mis quejidos. La ausencia de anestesia o calmantes provocó que la agonía fuese terrible durante la primera etapa del proceso. Más que cruda, la situación en sí fue tan macabra que preferí mantener la mirada fija en el techo de piedra. Y aunque las letanías lograron silenciar en parte mis propios gritos y todos los sonidos que emitía mi cuerpo al ser vilmente manipulado por el cirujano, he de admitir que jamás olvidaré la melodía que emitió mi corazón durante los segundos que estuvo al descubierto.
Aquellos pocos latidos se me quedaron clavados en la memoria para siempre.
Después, como si de repente estallara en llamas, el cirujano situó el fragmento de Magna Lux junto al órgano y todo mi cuerpo entró en shock. Apreté los puños con fuerza, agradeciendo enormemente que me hubiesen atado a la camilla, pues de lo contrario me habría incorporado, con lo que aquello habría conllevado, y grité como jamás había hecho ni haría en mi vida. Permanecí unos segundos totalmente fuera de mí, creyendo que los dioses del Sueño me estaban apretando el corazón con sus dedos huesudos, tratando de arrancarme la vida, hasta que, de repente, mi cuerpo y el fragmento de Magna Lux entraron en comunión y todo cambió. Mi corazón se detuvo durante un instante, y cuando volvió a latir lo hizo al ritmo del de todos los presentes, del de todos mis hermanos Pretores. El dolor palpitó de nuevo en mi pecho, lanzando más descargas de angustia y agonía, pero poco a poco empezó a mitigarse. Las letanías sonaron entonces con más fuerza y una a una, las velas que habían iluminado hasta entonces la sala, se fueron apagando hasta quedar a oscuras.
Y fue entonces, mientras me cosían la gran herida del pecho, sumido en la oscuridad total y absoluta, rodeado de las sombras de mis Pretores y envuelto por sus cánticos, cuando al fin empecé a sentirme realmente a gusto.
No recuerdo cuándo perdí la conciencia, pero unas horas después desperté en mi habitación, tumbado en la cama con el pecho totalmente vendado. Ya había caído la noche y solo un cirio iluminaba la estancia. Era algo simbólico. Para los agentes de la Casa de la Noche, la oscuridad y las sombras formaban parte de nuestra esencia, por lo que tenía que empezar a acostumbrarme a convivir con ellas. Y aunque en un principio creí que no iba a ser fácil, pues hasta entonces siempre había sido un ser diurno al que le había encantado la luz del sol, no tardé demasiado en descubrir que me equivocaba. Desde el ritual, nada volvió a ser igual, incluida esa parte de mí que, donde antes buscaba la luz, a partir de entonces únicamente deseaba la noche.
Como digo, desperté en mi habitación, tumbado y vendado, con el cuerpo tremendamente dolorido y la mente llena de dudas y desconcierto, pero no lo hice solo. Tenuemente iluminado por el resplandor débil de la vela, la sombra de mi hermano se hallaba junto a mí, recortada contra la penumbra reinante. Llevaba horas esperando mi despertar, con el corazón encogido de puro miedo. Al igual que mi padre, Davin había creído que podría superar la prueba sin problemas, pero al ver que tardaba en abrir los ojos, se había asustado.
Por suerte, todo había salido bien.
Su rostro se iluminó al verme despertar. Davin tomó mi mano con las suyas y, dando gracias al Sol Invicto por haberle devuelto a su hermano, se agachó para darme un beso en la frente.
—Maldito seas, hermano, empezaba a temer lo peor.
—Exagerado... —dije yo, sacando fuerzas de donde no tenía—. Simplemente estaba descansando un poco, anoche apenas pude dormir.
—¿Los nervios?
—¿Nervios? Venga ya, como si no me conocieras...
A pesar de mi ansia por incorporarme y demostrarme a mí mismo que estaba bien, que había sobrevivido, mi hermano me obligó a permanecer tumbado, tal y como había ordenado el cirujano. En la mayoría de casos los candidatos eran atados a la cama para impedir que el movimiento hiciera saltar los puntos del pecho. En el fondo, era por su propio bien. En mi caso, sin embargo, dado que Davin había pedido permiso para pasar las primeras veinticuatro horas conmigo, decidieron darme un voto de confianza.
—No puedes moverte, ¿es que acaso no te lo han explicado en clase? Debes permanecer quieto, Damiel. Lo que te han hecho no es una broma.
—Lo sé, lo sé.
—Ahora la Magna Lux palpita en ti. Eres uno de los nuestros, hermano... un agente de la Noche. Aún te quedan dos años de instrucción, pero si logras sobrevivir a este ritual, ten por seguro que lo que te espera será más que asequible. ¿Te ha dolido?
Disfruté de la compañía de mi hermano durante el primer día. Aunque me hubiese gustado que mi padre me visitase, él y el resto de su unidad estaba inmersa en una operación secreta de gran valor estratégico para Albia y no había podido asistir. En su lugar, por supuesto, había enviado a Davin, convencido de que podría cuidar de mí mucho mejor de que él haría. Y no se equivocó con la elección. Mientras que los Sumer de pura cepa éramos alocados y descuidados, mi hermano había heredado el instinto de protección y la precaución de los Valens, lo que me permitió no solo disfrutar de todo tipo de cuidados durante veinticuatro horas, sino también de un cariño que creía haber perdido con la muerte de mi madre.
—¿Y cómo te va en la unidad? Llevas ya un año con padre y los suyos, ¿verdad? —pregunté mientras cenaba. Tal había sido su insistencia de que no me moviese que, por primera vez en muchos años, mi hermano me estaba dando de comer en la cama—. No sé os ve el pelo.
—Estamos muy ocupados —respondió él con cierta melancolía. Al igual que me sucedía a mí, Davin echaba de menos el año que habíamos pasado juntos en la Castra Praetoria, cuidando el uno del otro—. Como te decía esta mañana, estamos trabajando en una operación importante. Vamos a pasar unos meses fuera de Albia.
—¿A dónde vais? ¿Ballaster? ¿Arkania?
Por el modo en el que sus ojos ya de por sí oscuros se ensombrecieron, supuse que su destino distaba mucho de los reinos aliados de Albia. Si se trataba de un lugar misterioso del que no podía hablar, sin duda debía tratarse de Throndall, al norte, o de Talos, al noroeste, ambos Reinos enemigos del Imperio.
—Me temo que no puedo decírtelo, hermano. En cuanto acabes tu iniciación y te unas a nosotros, lo sabrás. Después de todo, ¿qué son dos años?
—Confío en que haya una plaza reservada para mí en ese entonces.
—La tendrás, tranquilo. De hecho, aprovecho esta visita para ir en busca de un nuevo novato con el que sustituir a Uslur. Murió hace unas semanas.
—¿De veras?
Debo admitir que aunque nunca llegué a conocer al tal Uslur, sentía cierta simpatía por él. Por lo que me contaba mi padre, él y mi hermano habían entablado una buena amistad, y eso era de agradecer. Davin era un chico solitario y tener un apoyo en la unidad, sin contar el de mi padre, era importante.
—Lo lamento, hermano.
—Yo también, la verdad. Era un buen tipo —reflexionó—. Desde que me uní a la unidad he visto ya morir a cinco personas, novatos en su mayoría. El exceso de confianza es nuestro peor enemigo, está claro. En fin, creo que voy a empezar a plantearme no coger demasiado cariño a nadie. Al menos no a los novatos. El problema es que el resto está siempre demasiado ocupado. Apenas tienen tiempo para enseñarme nada.
—¿En serio? ¿Y padre?
—Padre está demasiado ocupado —sentenció con el ceño fruncido—. Pero no hablemos ahora de ello, no vale la pena. Como te decía, vengo en busca de un novato. ¿Te suena un tal Lansel Jeavoux?
Lansel. Un asomo de sonrisa iluminó mi rostro al escuchar aquel nombre. Lo conocía, por supuesto. No personalmente, pues aunque habíamos coincidido en tiempo y espacio en la Castra Praetoria, nunca había llegado a verlo, pero sabía quien era.
—Me suena, sí. Es el hermano mayor de Soren —respondí.
—¿Tu amigo?
—El mismo.
—Vaya, parece que al final siempre nos acabamos mezclando los mismos. —Davin me dedicó una breve sonrisa carente de humor—. Será cosa del destino. ¿Lo conoces personalmente? ¿Qué clase de persona es?
En aquel entonces no lo conocía, pero no tardaría en hacerlo. Y sí, tal y como decía mi hermano, nuestros futuros quedarían unidos por decisión del destino.
Disfruté de la compañía de Davin hasta la caída de la noche. A partir de entonces, con su marcha, pasé una semana recluido en mi habitación por prescripción médica. Durante aquellos días disfruté de muchas horas de soledad en las que pude reflexionar sobre el futuro. Con cada día que pasaba, podía sentir el fragmento de Magna Lux latir con mayor fuerza en mi pecho, inundando de poder mis venas. Tal y como me habían asegurado, nada iba a volver a ser igual desde entonces, y así podía sentirlo. Fortalecido por el don del Sol Invicto, mi cuerpo se regeneraba a mayor velocidad, lo que en pocos días me permitió ya poder ponerme en pie. Aquel don alargaría también mi vida mucho más que la del resto de humanos, estancándome en una eterna juventud que, hasta los últimos diez años, me mantendría con la apariencia de un adulto de edad incalculable. Una vez la muerte tocase mi puerta, los años caerían sobre mis espaldas con virulencia, arrancándome todo el vigor y juventud de un plumazo, pero para ese entonces aún quedaba prácticamente un siglo, por lo que ni tan siquiera me lo planteaba. Lo que sí que me inquietaba era cuánto tardaría en dominar las nuevas artes que todos los agentes de la Noche controlaban. Durante la operación, los Pretores allí presentes habían mostrado parte de su potencial, pero aquello no era ni una décima parte de lo que eran capaces de hacer. Por suerte, mi padre y mi tío me habían mostrado en varias ocasiones sus capacidades, así que sabía a qué atenerme.
Y yo quería ese poder, y lo quería ya.
Alcanzado el octavo día después de la operación, tal había sido mi mejora física que los enfermeros me dieron permiso para salir de la habitación. Como era de esperar, yo era el que mejor había reaccionado al ritual, por lo que, en teoría, era el único con derecho pasearme por los pasadizos y visitar a mis compañeros. En la teoría, claro. En la práctica, por supuesto, tan solo necesité cruzar el umbral de la puerta y encaminarme hacia la habitación de Olivia para descubrir a Soren Jeavoux apoyado junto a la entrada, de brazos cruzados.
Chocamos las manos al vernos.
—Sabía que aguantarías, chaval —me dijo a modo de saludo, sonriente—. Eres duro.
—Soy el favorito del Sol Invicto, ya lo sabes —respondí con petulancia—. Creía que era el único con permiso para salir, ¿cuándo te lo han dado?
—No lo necesito. Mírame, ¿de veras crees que necesito seguir tumbado?
Era tentador llevarle la contraria. A pesar de que en general tenía buen aspecto, Soren estaba más ojeroso de lo habitual. Además, su piel había adquirido una tonalidad azulada que evidenciaba que no estaba bien del todo. Unas cuantas horas más de descanso le habrían sentado bien. No obstante, sabía que aquello no era lo que quería escuchar, ni que tampoco iba a hacerme caso si se lo proponía, así que simplemente sonreí, restándole importancia al comentario.
—¿Has visto a Olivia? ¿Por qué no entras?
—El cirujano está dentro —respondió con sencillez—. Sabíamos que esto podía pasar.
—¿¡Ha muerto!?
El mero hecho de imaginar la situación me causó un nudo en el estómago. Ciertamente, ambos habíamos sabido que podía suceder, pero después de haber pasado tantas horas rezando por ella, había querido creer que la había salvado.
—No, aún no, pero no tardará. Está muy mal. Han llamado ya a la familia, no creo que tarden demasiado en llegar.
No me avergüenza decir que la noticia me arrancó varias lágrimas, ni tampoco que abracé a mi buen amigo en busca de consuelo. Años atrás había perdido a mi madre y a mi hermana, y tener que volver a pasar por algo parecido, incluso sabiendo que podía suceder, resultó devastador.
—Eh, venga, venga —me consoló Soren—. Anímate, sabíamos que podía suceder, ¿recuerdas? Además, va a morir con todos los honores. Parte de su alma siempre estará con nosotros, protegiéndonos, acompañándonos. ¿Recuerdas sus últimas palabras?
Las recordaba, sí. Olivia me había besado la mejilla y, con una sonrisa triste iluminando su rostro moreno, me había asegurado que nos veríamos pronto. Y lo había dicho sabiendo que probablemente no fuese a cumplirlo, pero lo había dicho.
Apreté los puños con fuerza.
—Las recuerdo, sí.
—Pues no lo olvides nunca. Mientras las tengas en la memoria, parte de ella se mantendrá con vida. Y ahora vuelve a la habitación y descansa, no quiero perderte a ti también.
Una amarga mezcla de emociones me acompañó a lo largo de todo el día. Entristecido por la inminente pérdida de Olivia, permanecí tumbado en la cama toda la jornada, rezando al Sol Invicto por ella. Sabía que lo más probable era que no sirviese de nada, pero siendo ahora uno de sus elegidos, no perdía la esperanza. Así pues, me pasé todo el día murmurando oraciones y secándome las lágrimas hasta que, bien entrada la noche, el cansancio me venció y me quedé dormido.
Al siguiente amanecer me desperté con los primeros rayos de luz. Me incorporé con lentitud, sintiendo aquella mañana la herida más fresca que nunca, y salí de la habitación, dirección a la de Olivia, temiendo lo peor. Recorrí metro a metro la distancia que nos separaba y, una vez frente a la puerta, cogí aire.
Procedente de su interior, se oían voces. Una mujer, un hombre...
Se hizo el silencio cuando llamé a la puerta. Aguardé unos segundos a que se secasen las lágrimas y, obligándome a mí mismo a mantenerme sereno, cosa nada fácil cuando mis ojos ya empezaban a llorar, abrí.
—¿Hola?
Los padres de Olivia me saludaron desde los pies de la cama de su hija. Ambos estaban pálidos y ojerosos, como si hubiesen pasado la noche en vela. Ella, sin embargo, estaba totalmente quieta, con los ojos cerrados.
Parecía estar en paz.
—Damiel —exclamó su madre al verme entrar, y acudió a mi encuentro para saludarme con un cálido abrazo maternal—. ¡No sabes cuánto me alegra ver que estás bien, pequeño! Estábamos todos muy preocupados.
—Los Sumer son duros como pocos —replicó su marido sin alejarse de la cama. Me tendió la mano y, caluroso, me la estrechó—. Es un placer verte, muchacho. ¿Qué tal va esa herida?
—Sí, Damiel... —murmuró de repente una tercera voz—. ¿Cómo va esa herida?
Y de repente, Olivia abrió los ojos.
—¡No te lo vas a creer, Soren! ¡Olivia está viva! ¡La he ido a ver, y...!
Me gustaría poder decir que encontré a Soren dormido en su cama, descansando. Darle la noticia de que Olivia había sobrevivido y que se mejoraría habría sido lo mejor del día, de la semana y, probablemente, de toda mi estancia en el Castra Praetoria. Tal y como habíamos planeado a lo largo de aquellos años, los tres habríamos salido aquella noche por Hésperos y lo habríamos celebrado a lo grande... o al menos todo lo que nos hubiesen permitido nuestras heridas. Lamentablemente, ni Soren estaba dormido en la cama, ni suya era la silueta oscura que, sentada de espaldas a la puerta, encontré cuando irrumpí en su habitación.
—Me temo que llegas tarde, chico —dijo de repente una voz.
Y aunque nunca antes nos habíamos visto, supe que el joven uniformado de ojos negros hundidos en ojeras, cabello azabache y piel muy pálida que tenía ante mí era el hermano de Soren, Lansel Jeavoux.
Tardé unos segundos en lograr reaccionar.
—Pe... pero... ¿y Soren...? ¿Dónde...?
Lansel Jeavoux respondió entregándome el fragmento de Magna Lux que una semana atrás habían insertado en el corazón de su hermano. El recién adquirido novato de la Unidad Sumer depositó el pequeño cristal en mis manos y, sin variar un ápice su expresión distante y fría, me palmeó el hombro.
—Mi hermano decía que tú eras su mejor amigo, así que tuya es la elección de entregarlo o conservarlo. Hagas lo que hagas, no me opondré. El alma de mi hermano ya se encuentra con el Sol Invicto, así que nada me ata a ese trozo de cristal.
—¿Significa eso que Soren...?
—Ha muerto, sí. Hace dos horas... ¿Sabes? Te daré un consejo, chico. Si los cirujanos dicen que no te muevas, obedécelos. Esto eso lo que pasa cuando no lo haces.
—Pero...
—Nos vemos en un par de años en la unidad.
Y sí, nos veríamos y nos haríamos buenos amigos, pero hasta entonces pasaría dos años pensando a diario en lo poco que le había importado la muerte de su hermano y, sobre todo, en que nadie, incluido yo, era inmortal.
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